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martes, 9 de junio de 2015

Magisterio Pontificio: Encíclica Libertas Sobre la Libertad Humana








CARTA ENCÍCLICA 

LIBERTAS  PRAESTANTISSIMUM

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

LEÓN

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XIII


A LOS VENERABLES HERMANOS


PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES


EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA


SOBRE LA LIBERTAD HUMANA

(20 de junio de 1888) 



VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA



INTRODUCCIÓN

Excelencia de la libertad errores

1. Excelencias y concepto de la libertad. Bienes y males que origina. La libertad, bien aventajadísimo de la naturaleza y propio únicamente de los que gozan de inteligencia o razón, da al hombre la dignidad de estar en manos de su propio arbitrio y tener la potestad de sus acciones; pero interesa en gran manera el modo con que se ha de ejercer semejante dignidad, porque del uso de la libertad se originan, así como bienes sumos, males también sumos. En manos del hombre está, en efecto, obedecer a la razón, seguir el bien moral, tender derechamente a su último fin; pero igualmente puede inclinarse a todo lo demás, y yendo tras apariencias engañosas de bien, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntariamente.

Jesucristo y la Iglesia favorecen la libertad. Jesucristo, libertador del linaje humano, restituyendo y aumentando la antigua dignidad de la naturaleza, ayudó muchísimo a la misma voluntad humana, y añadiéndole de una parte los auxilios de su gracia, y proponiéndole por otra la felicidad sempiterna en los cielos, la elevó a cosas mejores. De semejante modo la Iglesia, porque oficio suyo es propagar por toda la duración de los siglos los beneficios que por Jesucristo adquirimos, ha merecido bien y merecerá bien siempre de don tan excelente de la naturaleza.

Falso concepto de la libertad. A pesar de esto, se encuentran no pocos que piensan que la Iglesia es obstáculo para la libertad del hombre; y la causa de que así piensen está en el perverso y del todo invertido juicio que se forman de la libertad. Porque, o la adulteran en su noción misma, o con la opinión que de ella tienen la dilatan más de lo justo, pretendiendo que alcanza a gran numero de cosas, en las cuales, si se ha de juzgar rectamente, no puede ser libre el hombre.

2. Otros Errores acerca de ella. Otras veces, y singularmente en las letras encíclicas Immortale Dei, Nos hemos hablado de las llamadas libertades modernas, separando lo que en ellas hay de honesto de lo que no lo es, y demostrando al mismo tiempo que cuanto ha de bueno en estas libertades es tan antiguo como la verdad misma, y siempre lo aprobó la Iglesia muy de buen grado, y lo tiene y hace uso de ello; mas, a decir verdad, lo que se ha añadido de nuevo es cierta parte corrompida que han engendrado las turbulencias de los tiempos y el prurito exagerado de cosas nuevas. Pero como hay muchos que insisten en la opinión de que estas libertades, aun en lo que tienen de vicioso, son el mayor ornamento de nuestro siglo y las juzgan fundamento necesario para constituir las naciones hasta el punto de negar que sin ellas pueda concebirse gobierno perfecto de los Estados, Nos ha parecido, proponiéndonos la pública utilidad, tratar con particularidad de este asunto.

A) DOCTRINA CATÓLICA ACERCA DE LA LIBERTAD

I - La libertad moral en el individuo.

1) La libertad moral.

3. La libertad natural.

De lo que aquí tratamos directamente es de la libertad moral, ya se la considere en cada uno de los hombres, ya en la comunidad de ellos; pero conviene al principio decir brevemente algo de la libertad natural, porque aun cuando del todo se distingue de la moral, es, sin embargo, fuente y principio de donde nacen, por virtud propia y espontáneamente, todas las libertades. El juicio de todos y el sentido común, que es voz certísima de la naturaleza, solamente en los que son capaces de inteligencia o de razón reconoce esta libertad, y en ella está la causa de ser tenido el hombre por verdadero autor de cuanto ejecuta. Y con razón, en efecto, porque cuando los demás animales se dejan llevar sólo de sus sentidos, y sólo por el impulso de la naturaleza buscan diligentísimamente lo que les aprovecha, y huyen de sus contrarios, el hombre tiene por guía a la razón en cada una de las acciones de su vida. Pero la razón juzga, que de cuantos bienes hay sobre la tierra, todos y cada uno pueden ser y pueden igualmente no ser, y juzgando, por lo mismo, que ninguno de ellos se ha de tomar necesariamente, da poder y opción a la voluntad para elegir lo que quiera. Ahora bien; el hombre puede juzgar de la contingencia, como la llaman, de estos bienes como decíamos, a causa de tener un alma por naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar, la cual, pues ésta es su naturaleza, no trae su origen de las cosas corpóreas ni depende de ellas en su conservación, antes creada por Dios sin intermedio alguno, y traspasando a larga distancia la condición común de los cuerpos, tiene un modo de vivir propio suyo y un modo no menos propio de obrar, con lo cual, abarcando con el juicio las razones inmutables y necesarias de lo bueno y lo verdadero, conoce con evidencia no ser en manera alguna necesarios aquellos bienes particulares. Y así cuando se establece que el alma del hombre está libre de toda composición perecedera y goza de la facultad de pensar, juntamente se constituye con toda firmeza en su propio fundamento la libertad natural.

4. La Iglesia defiende la libertad humana. Ahora bien; así como nadie ha hablado de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana tan altamente como la Iglesia católica, ni la ha asentado con mayor constancia, así también ha sucedido con la libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa, y las defiende como dogma de fe; y no contenta con esto, tomó el patrocinio de la libertad enfrente de los herejes y fautores de novedades que la contradecían, y libró al hombre. Bien atestiguan los monumentos escritos con cuánta energía rechazó los conatos frenéticos de los Maniqueos y de otros; y en tiempos más cercanos nadie ignora el grande empeño y fuerza con que ya en el Concilio Tridentino, ya después contra los sectarios de Jansenio luchó en defensa del libre albedrío del hombre, sin permitir que el fatalismo se arraigara en tiempo ni en lugar alguno.

2) La esencia de la libertad.

5. Su naturaleza. La libertad, pues, es propia como hemos dicho, de los que participan de inteligencia o razón, y mirada en sí misma no es otra cosa sino la facultad de elegir lo conveniente a nuestro propósito, ya que sólo es señor de sus actos el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas. Ahora bien; como todo lo que se adopta con el fin de alcanzar alguna cosa tiene razón del bien que llamamos útil y este es por naturaleza acomodado para mover propiamente el apetito, por eso e libre albedrío es propio de la voluntad, o mejor, es la voluntad misma en cuanto tiene al obrar la facultad de elección. Pero de ningún modo se mueve la voluntad si no va delante iluminando manera de antorcha, el conocimiento intelectual; es decir, que el bien apetecido por la voluntad es el bien precisamente en cuanto conocido por la razón. Tanto más, cuanto en todos los actos de nuestra voluntad siempre antecede a la elección el juicio acerca de la verdad de los bienes propuestos y de cuál ha de anteponerse a los otros; y ningún hombre juicioso duda de que el juzgar es propio de la razón y no de la voluntad. Si la libertad, pues, reside en la voluntad, que es por naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad misma ha de versar, lo mismo que la voluntad, acerca del bien conforme con la razón.

3) La perfección e imperfección de la libertad.

Imperfección humana. Con todo, puesto que una y otra facultad distan de ser perfectas, puede suceder, y sucede, en efecto, muchas veces, que el entendimiento propone a la voluntad lo que en realidad no es bueno, pero tiene varias apariencias de bien, y a ello se aplica la voluntad. Pero así como el poder errar y el errar de hecho es vicio que arguye un entendimiento no del todo perfecto, así el abrazar un bien engañoso y fingido, por más que sea indicio de libre albedrío, como la enfermedad es indicio de vida, es, sin embargo, un defecto de la libertad. Así también la voluntad, por lo mismo que depende de la razón, siempre que apetece algo que de la recta razón se aparta, inficiona en sus fundamentos viciosamente la libertad y usa de ella perversamente. Y esta es la causa porque Dios, infinitamente perfecto, el cual por ser sumamente inteligente y la bondad por esencia es sumamente libre, en ninguna manera puede querer el mal de culpa, como tampoco lo pueden los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien sumo. Sabiamente advertían contra los Pelagianos SAN AGUSTÍN y otros que, si el poder declinar lo bueno fuese según la naturaleza y perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles, los bienaventurados en todos los cuales no se da semejante poder, o no serían libres, o lo serían con menor perfección que el hombre viador e imperfecto. Acerca de esto tiene el DOCTOR ANGÉLICO largas y repetidas disertaciones, de donde se puede deducir y concluir que el poder pecar no es libertad, sino servidumbre. Sobre las palabras de Cristo, Señor nuestro, el que comete el pecado es siervo del pecado, dice sutilísimamente: cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene, por donde, cuando se mueve por cosa extraña, no obra según su propia naturaleza, sino por ajeno impulso, y esto es servil. Pero el hombre es racional por naturaleza. Cuando, pues, se mueve según razón, lo hace de propio movimiento y obra como quien es, cosa propia de la libertad; pero, cuando peca obra fuera de razón, y entonces se mueve como por impulso de otro, sujeto en confines ajenos; y por esto "el que hace el pecado es siervo del pecado". Con claridad bastante vio esto la filosofía de los antiguos, singularmente los que enseñaban que sólo era libre el sabio; y es cosa averiguada que llamaban sabio a aquel cuyo modo de vivir era según la naturaleza, esto es, honesto y virtuoso.

4) Defensa y auxilio de la libertad: la ley y la gracia.

6. Auxiliares de la libertad. La ley. Puesto que la libertad es en el hombre de tal condición, pedía ser fortificada con defensas y auxilios a propósito para dirigir al bien todos sus movimientos y apartarlos del mal; de otro modo hubiera sido gravemente dañoso al hombre el libre albedrío. Y en primer lugar fue necesaria la ley, esto es, una norma de lo que había de hacerse y omitirse, la cual no puede darse propiamente en los animales, que obran forzados de la necesidad, como que todo lo hacen por instinto, ni de si mismos pueden obrar de otro modo alguno. Mientras que los que gozan de libertad, en tanto pueden hacer o no hacer, obrar de un modo o de otro, en cuanto ha precedido, al elegir lo que quieren, aquel juicio que decíamos de la razón, por medio del cual no sólo se establece qué es por naturaleza honesto, qué torpe, sino además qué es bueno y en realidad debe hacerse, qué malo en realidad evitarse; es decir, que la razón prescribe a la voluntad a dónde debe tender y de qué apartarse para que el hombre pueda alcanzar su último fin, por cuya causa ha de hacerse todo. Esta ordenación de la razón es lo que se llama ley, por lo cual la razón de ser necesaria al hombre la ley ha de buscar primera y radicalmente en el mismo libre albedrío para que nuestras voluntades no discrepen con la recta razón. Y no podría decirse ni pensarse mayor ni más perverso contrasentido que el pretender exceptuar de la ley al hombre, porque es de naturaleza libre; y si así fuera, seguiríase que es necesario para la libertad el no ajustarse a la razón, cuando, al contrario, es certísimo que el hombre, precisamente porque es libre, ha de estar sujeto a la ley, la cual queda así constituida guía del hombre en el obrar, moviéndole a obrar bien con el aliciente del premio y alejándole del pecado con el terror del castigo.

Ley natural, ley eterna. Tal es la ley natural, primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y vedando pecar. Pero esos mandatos de la humana razón no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz e intérprete de otra razón más alta a que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Como que la fuerza de la ley, que está en imponer obligaciones y adjudicar derechos, se apoya del todo en la autoridad, esto es, en la potestad verdadera de establecer deberes, y conceder derechos, y dar sanción además, con premios y castigos, a lo ordenado; y es claro que nada de esto habría en el hombre, si se diera a sí mismo norma para las propias acciones, como su legislador. Síguese pues, que la ley natural es la misma ley eterna, ingénita en las criaturas racionales, inclinándolas a las obras y fin debidos, como razón eterna que es de Dios, Creador y Gobernador del mundo universo.

La ayuda de la gracia. A esta regla de nuestras acciones y freno del pecar se han juntado, por beneficio de Dios, ciertos auxilios singulares y aptísimos para regir la voluntad y robustecerla. El principal y más excelente de todos ellos es la virtud de la divina gracia la cual, ilustrando el entendimiento e impeliendo al bien moral a la voluntad, robustecida con saludable constancia hace más expedito y juntamente más seguro el ejercicio de la libertad nativa Y está muy lejos de la verdad el que los movimientos voluntarios sean, a causa de esta intervención de Dios, menos libres; porque la fuerza de la gracia divina es íntima en el hombre y congruente con la propensión natural, porque dimana del mismo autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad, el cual mueve todas las cosas según conviene a la naturaleza de cada una. Antes bien, como advierte el DOCTOR ANGÉLICO, la gracia divina por lo mismo que procede del Hacedor de la naturaleza, está creada y acomodada admirablemente para proteger cualesquiera naturalezas y conservarles sus inclinaciones, su fuerza, su facultad de obrar.

II - La libertad moral en la sociedad.

1) Nace de la ley humana y natural

7. La ley humana. Y lo dicho de Libertad en cada individuos fácilmente se aplica a los hombres unidos en sociedad civil; pues lo que en los primeros hace la razón y ley natural, eso mismo hace en los asociados la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. De estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto es lo que de su naturaleza es bueno o malo, y ordenan, con la sanción debida, seguir lo uno y huir de lo otro; pero este género de decretos no tienen su principio de la sociedad humana, porque ésta, así como no engendró a la naturaleza humana, tampoco crea el bien que le es conveniente, ni el mal que se le opone, sino más bien son anteriores a la misma sociedad, y proceden enteramente de la ley natural, y, por tanto, de la ley eterna. Así que los preceptos de derecho natural, comprendidos en las leyes humanas, no tienen fuerza tan sólo de éstas, sino principalmente comprenden aquel imperio, mucho más alto y augusto, que proviene de la misma ley natural y eterna. En semejantes leyes apenas queda al legislador otro oficio que el de hacerlas cumplir a los ciudadanos organizando la administración pública de manera que, contenidos los perversos y viciosos, abracen lo que es justo, apartados del mal por el temor, o a lo menos, no sirvan de ofensa y daño a la sociedad. Otras ordenaciones hay de la potestad civil que no dimanan del derecho natural inmediata y próximamente, sino remotamente y por modo indirecto, y ordenan varias cosas, a las cuales no ha provisto la naturaleza sino de un modo general y vago. Por ejemplo, manda la naturaleza que los ciudadanos ayuden a la tranquilidad y prosperidad del Estado; pero hasta qué punto, de que modo y en qué cosas, no es el derecho natural, sino la sabiduría humana quien lo determina; y en estas reglas peculiares de la vida, ordenadas prudentemente y propuestas por la legítima potestad, es en donde se contiene propiamente la ley humana. La cual manda a los ciudadanos conspirar al fin que la comunidad se propone, y les prohíbe apartarse de el, v mientras sigue sumisa y se conforma con las proscripciones de la naturaleza, se guía para lo bueno y se aparta de lo malo.

8. La ley eterna de Dios, regla y norma de la libertad humana. Por donde se ve que la libertad, no sólo de los particulares, sino de la comunidad y sociedad humana, no tiene absolutamente otra norma y regla que la ley eterna de Dios; y, si ha de tener nombre verdadero de libertad en la sociedad misma, no ha de consistir en hacer lo que a cada uno se le antoja, de donde resultaría grandísima confusión y turbulencias, opresoras al cabo de la sociedad; sino en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada uno fácilmente vivir según los mandamientos de la ley eterna. Y la libertad, en los que gobiernan, no está en que puedan mandar temeraria y antojadizamente, cosa no menos perversa que dañosa en sumo grado a la sociedad, antes bien, toda la fuerza de las leyes humanas ha de estar en que se las vea dimanar de la eterna, y no sancionar cosa alguna que no se contenga en esta como en principio universal de todo derecho.

Sapientísimamente dijo SAN AGUSTÍN: Creo, al mismo tiempo, que tú conoces que no se encuentra en aquella (ley) temporal nada justo y legítimo que no lo hayan tomado los hombres de esta (ley) eterna. De modo que, si por cualquiera autoridad se estableciera algo que se aparta de La recta razón y sea pernicioso a la sociedad ninguna fuerza de ley tendría, puesto que no sería novilla de justicia, y apartaría a los hombres del bien para qué está ordenada la sociedad.

La razón suprema: la autoridad de Dios. Resulta de todo lo dicho, que la naturaleza de la libertad, de cualquier modo que se la mire, ya en los particulares, ya en la comunidad, y no menos en los gobernantes que en los súbditos incluye la necesidad de someterse a una razón suma y eterna, que no es otra sino la autoridad de Dios que manda y que veda; y tan lejos está este justísimo señorío de Dios en los hombres de quitar, o mermar siquiera la libertad, que antes bien la defiende y perfecciona; como que el dirigirse a su propio fin y alcanzarlo es perfección verdadera de toda naturaleza; y el fin supremo a que debe aspirar la libertad del hombre, no es otro que Dios mismo.

2) Encuentra su defensa en la Iglesia.

9. La Iglesia en defensa de la libertad. Aleccionada la Iglesia por las palabras y ejemplos de su divino Autor, ha afirmado y propagado siempre estos preceptos de altísima y verdaderísima doctrina, manifiestos a todos aun por la sola luz de la razón; sin cesar un punto de medir por ellos su encargo y educar a los pueblos cristianos. En lo tocante a las costumbres, la ley evangélica no sólo supera con grande exceso a toda la sabiduría de los paganos, sino que abiertamente llama al hombre y le forma para una santidad inaudita en lo antiguo; y, acercándole más a Dios, le pone en posesión de una libertad más perfecta. También se ha manifestado siempre la grandísima fuerza de la Iglesia en guardar y defender la libertad civil v política de los pueblos. Y en esta materia no hay para qué enumerar los méritos de la Iglesia. Basta recordar, como trabajo y beneficio principalmente suyo, la abolición de la esclavitud, vergüenza antigua de todos los pueblos del gentilismo.

Igualdad y fraternidad ante la ley. La igualdad ante la ley, la verdadera fraternidad de los hombres las afirmó Jesucristo el primero, de cuya voz fue eco la de los Apóstoles, que predicaban no haber ya judío, ni griego, ni escita, sino todos hermanos en Cristo. Y es tanta y tan conocida la virtud activa de la Iglesia en este punto, que donde quiera que estampa su huella, está averiguado no poder durar mucho las costumbres salvajes; antes bien mudar se en breve la ferocidad en mansedumbre y en luz de verdad las tinieblas de la barbarie. Tampoco ha dejado de obligar la Iglesia con grandes beneficios a los pueblos cultos, ya resistiendo a la arbitrariedad de los perversos, ya alejando de los inocentes y los débiles las injusticias; ya, por último, trabajando porque en las naciones prevalezca una organización tal, que sea amada de los ciudadanos por su equidad y temida de los extraños a causa de su fuerza.

10. La Iglesia defiende la autoridad y obediencia a la ley. Es, además, obligación muy verdadera la de prestar reverencia a la autoridad y obedecer con sumisión las leyes justas, quedando así los ciudadanos libres de la injusticia de los inicuos, gracias a la fuerza y vigilancia de la ley. La potestad legítima viene de Dios y el que resiste a la potestad resiste a la ordenación de Dios, con lo cual queda muy ennoblecida la obediencia, ya que ésta se presta a la más justa y elevada autoridad; pero cuando falta el derecho de mandar, o se manda algo contra la razón, contra le ley eterna, o los mandamientos divinos, es justo no obedecer a los hombres, se entiende, pero obedecer a Dios. Cerrado así el paso a la tiranía, no lo absorberá todo el Estado, y quedarán salvos los derechos de los particulares, de la familia, de todos los miembros de la sociedad, dándose a todos parte en la libertad verdadera, que está, como hemos demostrado, en poder cada uno vivir según las leyes y la recta razón.

B) LOS ERRORES DEL LIBERALISMO ACERCA DE LA LIBERTAD.

I - Origen del liberalismo y sus grados.

11. La falsa libertad. Si los que a cada paso disputan acerca de la libertad entendieran la honesta y legítimas como acabamos de describirla, nadie osaría acusar a la Iglesia, de aquello que como suma injusticia propalan, de ser enemiga de la libertad de los individuos o de la sociedad; pero hay ya muchos imitadores de Lucifer, cuyo es aquel nefando grito: no serviré, que con nombre de libertad defienden una licencia absurda. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso que tomando nombre de la libertad, quieren ser llamados Liberales.

II - El liberalismo radical, sus orígenes, consecuencias y refutación.

El liberalismo extremo. En realidad lo que en filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, eso mismo pretenden en la moral y en la política los fautores del Liberalismo, los cuales no hacen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vida los principios sentados por los partidarios del naturalismo. Ahora bien; lo principal de todo el naturalismo es la soberanía de la razón humana, que negando a la divina y eterna la obediencia debida, y declarándose a sí misma sui juris, se hace a sí propia sumo principio, y fuente, y juez de la verdad. Así también los discípulos del Liberalismo, de quienes hablamos, pretenden que en el ejercicio de la vida ninguna potestad divina hay a que obedecer, sino que cada uno es ley para sí de donde nace esa moral que llaman independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los preceptos divinos suele conceder al hombre una licencia sin límites. Fácil es adivinar a dónde conduce todo esto, especialmente al hombre que vive en sociedad. Porque una vez restablecido y persuadido que nadie tiene autoridad sobre el hombre síguese no estar fuera de él y sobre él la causa eficiente de la comunidad y sociedad civil, sino en la libre voluntad de los individuos, tener la potestad pública su primer origen en la multitud, y además, como en cada uno la propia razón es único guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también la de todos para todos, en lo tocante a las cosas públicas. De aquí que el poder sea proporcional al número, y la mayoría del pueblo sea la autora de todo derecho y obligación.

El liberalismo repugna a la razón. Pero bien claramente resulta de lo dicho cuán repugnante sea todo esto a la razón; repugna en efecto sobremanera no sólo a la naturaleza del hombre, sino a la de todas las cosas creadas, el querer que no intervenga vínculo alguno entre el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador, y por tanto Legislador Supremo y Universal, porque todo lo hecho tiene forzosamente algún lazo para que lo una con la causa que lo hizo; y es cosa conveniente a todas las naturalezas, y aun pertenece a la perfección de cada una de ellas, el contenerse en el lugar y grado que pide el orden natural, esto es, que lo inferior se someta y deje gobernar por lo que le es superior.

Doctrina perniciosa para el individuo y la sociedad. Es además esta doctrina perniciosísima, no menos a las naciones que a los particulares. Y en efecto, dejando el juicio de lo bueno y verdadero a la razón humana sola y única, desaparece la distinción propia del bien y del mal; lo torpe y lo honesto no se diferenciarán en la realidad, sino según la opinión y juicio de cada uno; será lícito cuando agrada, y, establecida una moral, sin fuerza casi para contener y calmar los perturbados movimientos del alma, quedará naturalmente abierta la puerta a toda corrupción.

En cuanto a la cosa pública, la facultad de mandar se separa del verdadero y natural principio, de donde toma toda su virtud para obrar el bien común; y la ley que establece lo que se ha de hacer y omitir, se deja al arbitrio de la multitud más numerosa, lo cual es una pendiente que conduce a la tiranía. Rechazado el imperio de Dios en el hombre y en la sociedad, es consiguiente que no hay públicamente religión alguna, y se seguirá la mayor incuria en todo lo que se refiera a la Religión. Y asimismo, armada la multitud con la creencia de su propia soberanía, se precipitará fácilmente a promover turbulencias y sediciones; y quitados los frenos del deber y de la conciencia, sólo quedará la fuerza, que nunca es bastante a contener, por sí sola, los apetitos de las muchedumbres. De lo cual es suficiente testimonio la casi diaria lucha contra los socialistas y otras turbas de sediciosos, que tan porfiadamente maquinan por conmover hasta en sus cimientos las naciones. Vean, pues, y decidan los que bien juzgan, si tales doctrinas sirven de provecho a 'a libertad verdadera y digna del hombre, o sólo sirven para pervertirla y corromperla del todo.

III - El liberalismo mitigado: doctrina y refutación.

12. Doctrina del liberalismo moderado. Es cierto que no todos los fautores del Liberalismo asienten a estas opiniones, aterradoras por su misma monstruosidad, y que abiertamente repugnan a la verdad, y son causa evidente de gravísimos males; antes bien muchos de ellos, obligados por la fuerza de la verdad, confiesan sin avergonzarse, y aun muy de su grado afirman que la libertad degenera en vicio y aun en abierta licencia, cuando se usa dé ella destempladamente, postergando la verdad y la justicia, y que debe ser por tanto, regida y gobernada por la recta razón y sujeta consiguientemente al derecho natural y a la eterna ley divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción del hombre libre a las leyes que Dios quiera imponerle, haya de hacerse por otra vía que la de la razón natural.

Refutación. Pero al decir esto, no son en manera consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede negar con derecho, se ha de obedecer a la voluntad de Dios legislador, por estar el hombre todo en la potestad de Dios, y tender a Dios, síguese que a esta potestad legislativa suya nadie puede ponerle límites ni modo, sin ir, por el mismo hecho, contra la obediencia debida. O aun más, si el hombre llegara a arrogarse tanto que quisiera decretar cuáles y cuántas son sus propias obligaciones, cuáles y cuántos son los derechos de Dios, aparentará reverencia a las leyes divinas, pero no la tendrá de hecho, y su propio juicio prevalecerá sobre la autoridad y providencia de Dios. Es, pues, necesario que la norma constante y religiosa de nuestra vida se derive, no sólo de la ley eterna, sino también de todas y cada una de las demás leyes que, según su beneplácito, ha dado Dios, infinitamente sabio y poderoso, y que podemos seguramente conocer por señales claras e indubitables. Tanto más, cuanto que estas leyes, por tener el mismo principio y el mismo autor que la eterna. concuerdan del todo con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen el magisterio del mismo Dios, que, precisamente para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente, guiándolos al mismo tiempo que les ordena. Quede pues, santa e inviolablemente unido lo que ni puede ni debe separarse; y sírvase a Dios en todo, como la misma razón natural lo ordena, con toda sumisión y obediencia.

IV - El liberalismo muy moderado: doctrina y refutación.

13. El liberalismo "estatal" es más moderado pero no más lógico. Algo más moderados son, pero no más consecuentes consigo mismos, los que dicen que, en efecto, se han de regir según las leyes divinas la vida y costumbres de los particulares pero no las del Estado. Porque en las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios, y no tenerlos en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia: que es necesario separar la Iglesia del Estado.

No es difícil conocer lo absurdo de todo esto: porque, como la misma naturaleza exige del Estado, que proporcione a los ciudadanos medios y oportunidad con que vivir honestamente, esto es, según las leyes de Dios, ya que es Dios el principio de toda honestidad y justicia, repugna, ciertamente por todo extremo, que sea lícito al Estado el descuidar del todo esas leyes, o establecer la menor cosa que las contradiga. Además, los que gobiernan los pueblos son deudores a la sociedad, no sólo de procurarle con leyes sabias la prosperidad y bienes exteriores, sino de mirar principalmente los bienes del alma.

Ahora bien; para incremento de estos bienes del alma, nada puede imaginarse más a propósito que estas leyes, de que es autor Dios mismo; y por esta causa los que en el gobierno del Estado no quieren tenerlas en cuenta, hacen que la potestad política se desvíe de su propio instituto y de las prescripciones de la naturaleza.

Armonía entre el poder civil y religioso. Pero lo que más importa y Nos hemos más de una vez advertido, es, que aunque la potestad civil no mira próximamente al mismo fin que la religiosa, ni va por las mismas vías, con todo al ejercer la autoridad, es fuerza que hayan de encontrarse, a veces, una con otra. Ambas tienen los mismos súbditos y no es raro decretar una y otra acerca de lo mismo, bien que con motivos diversos. Llegado este caso, y siendo el chocar cosa necia y abiertamente opuesta a la voluntad sapientísima de Dios, es preciso algún modo y orden con que apartadas las causas de porfías y rivalidades, haya conformidad en las cosas que han de hacerse. Con razón se ha comparado esta conformidad a la unión del alma con el cuerpos igualmente provechosa a entrambas, cuya desunión, al contrario, es perniciosa, singularmente al cuerpo, que por ella pierde la vidas.

C) LAS PRETENDIDAS CONQUISTAS DEL LIBERALISMO Y SU RECTIFICACIÓN.

I - Libertad de cultos: su naturaleza u refutación.

14. Consecuencias del Liberalismo: la libertad de cultos. Para que mejor se vea todo esto, bueno será considerar una por una esas varias conquistas de la libertad que se dicen logradas en nuestros tiempos. Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad de Cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es estar del todo en mano de cada uno el profesar la religión que más le acomode, o el no profesar ninguna. Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente. Dedúcese esto necesariamente de estar nosotros de continuo en poder de Dios, y ser por su voluntad y providencia gobernados, y tener en El nuestro origen, y haber de tornar a El. Allegase a esto, que no puede darse virtud verdadera sin religión. Porque la virtud moral es la que versa en las cosas que nos llevan a Dios consumo y último bien del hombre; y por tanto, la religión, que obra las cosas directa e inmediatamente ordenadas al honor divino, es la primera y es la reguladora de todas las virtudes. Y si se indaga, ya que hay varias religiones disidentes entre sí, cuál ha de seguirse entre todas, responden, a una la razón y la naturaleza: la que Dios haya mandado y puedan fácilmente conocer los hombres por ciertas notas exteriores con que quiso distinguirla la Divina Providencia para evitar un error, al cual en cosa de tamaña importancia, habla de seguirse suma ruina. Así que, al ofrecer al hombre esta libertad de cultos, de que vamos hablando, se le da facultad para pervertir o abandonar impune una obligación santísima, y tornarse, por lo tanto, al mal, volviendo la espalda al bien inconmutable; lo cual, como hemos dicho, no es libertad, sino depravación de ella y servidumbre del alma envilecida bajo el pecado.

La libertad de cultos en el Estado. Considerada en el Estado la misma libertad, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros; y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso que este haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo, habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligaciones algunas, o que puede infringirlas impunemente, pero no es menos falso lo uno que lo otro. No puede, en efecto, dudarse que la sociedad establecida entre los hombres, ya se mire a sus partes, ya a su forma, que es la autoridad, ya a su causa, ya a la gran copia de utilidades que acarrea, existe por voluntad de Dios, que es quien creó al hombre para vivir en sociedad, y quien le puso entre sus semejantes para que las exigencias naturales, que el no pudiera satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad. Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios, y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón, que el Estado sea ateo, o lo que viene a parar en el ateísmo, que se haya de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones, y conceda a todas promiscuamente iguales derechos.

Objetivamente debe fomentar la verdadera Religión que es útil para todos. Siendo, pues, necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Esta religión es, pues, la que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y último deben, atender con prudencia y últimamente a la comunidad de los ciudadanos. La autoridad pública está, en efecto, constituida para utilidad de sus súbditos; y aunque próximamente mira a proporcionarles la prosperidad de esta vida terrena, con todo, no debe disminuirles, sino aumentarles la facilidad de conseguir aquel sumo y último bien, en que está la sempiterna bienaventuranza del hombre, y a que no puede llegarse en descuidándose de la religión.

15. La religión fomenta la moral y, por ende, la libertad. Pero ya otras veces hemos hablado de esto más largamente: ahora sólo queremos advertir, que una libertad de este género es dañosísima a la libertad verdadera, tanto de los que gobiernan como de los gobernados. A maravilla aprovecha, por el contrario, la religión; como que pone en Dios el origen de la potestad, y gravísimamente ordena, a los príncipes no descuidar sus deberes, no mandar injusta ni acerbamente, gobernar a su pueblo con benignidad, y casi con caridad paterna. Quiere que los ciudadanos estén sujetos a los gobernantes legítimos como a ministros de Dios, y los une a ellos, no solamente por medio de la obediencia, sino por el respeto y el amor, prohibiendo toda sedición y todo conato que pueda turbar el orden y tranquilidad pública, y que al cabo son causa de que se estreche con mayor freno la libertad de los ciudadanos. No hay que decir cuánto conduce la religión a las buenas costumbres, y éstas a la libertad; puesto que la razón demuestra y la historia confirma que, cuanto más morigeradas son las naciones, tanto más prevalecen en libertad, en riquezas y en poderío.

II - Libertad de opinión.

16. La libertad de expresión. Volvamos ahora algún tanto la atención hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto place. Apenas es necesario negar el derecho a semejante libertad cuando se ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando toda moderación y todo límite. El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto para que se extienda al mayor numero posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento, y en cuanto a los vicios, que corrompen el alma y las costumbres, es justo que la pública autoridad los cohiba con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma sociedad. Y las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por la autoridad de las leyes que cualquiera injusticia cometida por fuerza contra los débiles. Tanto más, cuanto que la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede de modo alguno, o puede con suma dificultad, precaver esos engaños y artificios dialécticos, singularmente cuando halagan las pasiones. Si a todos es permitida esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será ya sagrado e inviolable; ni aún se perdonará a aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad, y que forman como el patrimonio común y juntamente nobilísimo del género humano. Oculta así la verdad en las tinieblas, casi sin sentirse, como muchas veces sucede fácilmente se enseñoreará de las opiniones humanas el error pernicioso y múltiple. Con lo cual recibe tanta ventaja la licencia como detrimento la libertad, que será tanto mayor y más segura cuanto mayores fueren los frenos de la licencia. Por lo que dice respecto a las cosas opinables, dejadas por Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la naturaleza sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente, porque esta libertad nunca induce al hombre a oprimir la verdad, sino muchas veces a investigarla y manifestarla.

III - Libertad de enseñanza.

17. La falsa libertad de enseñanza. No de otra manera se ha de juzgar la que llaman libertad de enseñanza. No puede, en efecto, caber duda de que sólo la verdad debe llenar el entendimiento, porque en ella está el bien de las naturalezas inteligentes y su fin y perfección; de modo que la enseñanza no puede ser sino de verdades, tanto para los que ignoran como para los que ya saben, para dirigir a unos al conocimiento de la verdad y conservarlo en los otros. Por esta causa, sin duda, es deber propio de los que enseñan, librar de error a los entendimientos y cerrar con seguros obstáculos el camino que conduce a opiniones engañosas. Por donde se ve cuánto repugna a la razón esta libertad de que tratamos, y cómo ha nacido para pervertir radicalmente los entendimientos al pretender serle lícito enseñarlo todo según su capricho; licencia que nunca puede conceder al público la autoridad del Estado sin infracción de sus deberes. Tanto más, cuanto que puede mucho con los oyentes la autoridad del maestro, y es rarísimo que pueda el discípulo juzgar, por sí mismo, si es o no verdad lo que explica el que enseña.

18. Concepto de la verdadera libertad de enseñanza. Por lo cual es necesario que esta libertad no salga de ciertos términos, si ha de ser honesta, es decir, si no ha de suceder impunemente que la facultad de enseñar se trueque en instrumento de corrupción.

Dos clases de verdades. Pero las verdades acerca de las que ha de versar únicamente la doctrina del preceptor, son de dos géneros: naturales y sobrenaturales. Las naturales, como son los primeros principios y los deducidos inmediatamente de ellos por la razón, constituyen un como patrimonio común del género humano, y, puesto que en él se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la justicia, la religión, la misma unión social, nada sería tan impío, tan neciamente inhumano como el dejar que sea profanado y disipado.

Ni ha de conservarse menos religiosamente el preciosísimo y santísimo tesoro de las cosas que conocemos por habérnoslas revelado el mismo Dios. Las principales se demuestran con muchos e ilustres argumentos, de que usaron con frecuencia los Apologistas, como son: el haber Dios revelado algunas cosas; el haberse hecho carne el Unigénito de Dios para dar testimonio de la verdad; el haber fundado el mismo Unigénito una sociedad perfecta, que es la Iglesia, de la cual es cabeza El mismo, y que prometió estar con ella hasta la consumación de los siglos.

Los maestros de la verdad: El Padre y Jesucristo. A esta sociedad quiso que quedaran encomendadas cuantas verdades enseñó, con la condición de que las guardase, las defendiese y con autoridad legítima las enseñase; y a la vez ordenó a todos los hombres, que obedecieran a su Iglesia no menos que a El mismo teniendo segura los que así no lo hicieran su perdición sempiterna. Consta, pues, claramente, que el mejor v más seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad, y también el Unigénito, que está en el seno del Padre, y es camino, verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a cuya enseñanza han de prestarse todos dócilmente: et erunt omnes docibiles Dei.

La Iglesia. Pero, en punto de fe y de costumbres hizo Dios a la Iglesia partícipe del magisterio divino, y, por beneficio también divino, libre de error; por lo cual es la más alta y segura maestra de los mortales, y en ella reside el derecho inviolable a la libertad de enseñar. Y, de hecho, sustentándose la Iglesia con la doctrina recibida del cielo, nada ha antepuesto al cumplimiento exacto del encargo que Dios le ha confiado; y más fuerte que las dificultades que por todas partes la rodean, no ha aflojado un punto en defender la libertad de su magisterio.

No hay oposición entre ciencia y Fe. Por este camino, desterrada la superstición miserable, se renovó el orbe según la cristiana sabiduría. Pero como la razón claramente enseña que entre las verdades reveladas y las naturales no puede darse oposición verdadera, y así que cuanto a ellas se oponga, ha de ser por fuerza falso, por lo mismo dista tanto el magisterio de la Iglesia de poner obstáculos al deseo de saber y al adelanto en las ciencias, o de retardar de algún modo el progreso y cultura de las letras, que antes les ofrece abundantes luces y segura tutela Por la misma causa es este magisterio de no escaso provecho a la misma perfección de la libertad humana; puesto que es sentencia de Jesucristo, Salvador nuestro, que el hombre es hecho libre por la verdad, cognoscetis veritatem et veritas liberabit vos, "conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. No hay, pues, motivo para que la libertad genuina se indigne y la verdadera ciencia lleve a mal las justas y debidas leyes con que la Iglesia y la razón a una exigen que se pongan límites a las enseñanzas de los hombres; antes bien la Iglesia, como a cada paso atestiguan los hechos, al hacer esto primera y principalmente para proteger la fe cristiana, procura también fomentar y adelantar todo genero de ciencias humanas. Bueno es, mirado en sí mismo, y laudable, y debe buscarse lo escogido de la doctrina, y toda erudición que sea originada de un recto juicio y está conforme con la verdad de las cosas, sirve no poco para ilustrar las mismas cosas que creemos por revelación divina.

El hecho es que a la Iglesia se deben estos verdaderamente insignes beneficios: el haber conservado gloriosamente los monumentos de la antigua sabiduría el haber abierto por todas partes asilos a las ciencias; el haber excitado siempre la actividad del ingenio, fomentando con todo empeño las mismas artes de que toma ese tinte de urbanidad nuestro siglo. Por último, no a de callarse que hay un campo inmenso, patente a los hombres, en que poder extender su industria y ejercitar libremente su ingenio, a saber: todo aquello que no tiene relación necesaria con la fe y costumbres cristianas, o que la Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja íntegro y libre al juicio de los doctos.

Abusos del liberalismo. De aquí se entiende qué género de libertad quieren y propalan con igual empeño los secuaces del Liberalismo: de una parte, se conceden a sí mismos y al Estado una licencia tal que no dudan en abrir paso franco a las opiniones más perversas; de otra ponen mil estorbos a la Iglesia, limitando su libertad a los términos más estrechos que les es dado ponerle por más que de la doctrina de la Iglesia no ha de temerse inconveniente alguno, sino esperarse grandes provechos.

IV - Libertad de conciencia.

19. Libertad de conciencia. También se pregona con grande ardor la que llaman libertad de conciencia, que si se toma en el sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho. Pero puede también tomarse en el sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento. Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre singularmente amada de la Iglesia. Este genero de libertad reivindicaron constantemente para sí los Apóstoles, ésta confirmaron con sus escritos los Apologistas, ésta consagraron con su sangre los Mártires en número crecidísimo.

Límites de la autoridad humana. Y con razón, porque esta libertad cristiana el supremo y justísimo señorío de Dios en los hombres, y la vez la primera y principal obligación del hombre para con Dios. Nada tiene de común esta libertad con el ánimo sedicioso y desobediente, ni ha de creerse de ninguna manera que pretenda separarse del respeto debido a la autoridad pública; porque en tanto asiste a la potestad humana el derecho de mandar y exigir obediencia, en cuanto no disienta en cosa alguna de la potestad divina, conteniéndose en los límites que esta ha determinado; pero cuando se manda algo que claramente discrepa de la voluntad divina, se va lejos de los límites dichos, y se choca juntamente con la divina Autoridad; por donde entonces el no obedecer es lo justo.

Tiranía del liberalismo. Al contrario los fautores del Liberalismo, que dan al Estado un poder despótico y sin límites y pregonan que hemos de vivir sin tener para nada en cuenta a Dios, no conocen esta libertad de que hablamos tan unida con la honestidad y la religión. Y si para conservarla se hace algo, lo imputan a crimen contra la sociedad. Si hablasen con verdad, no habría tiranía tan cruel a que no hubiese obligación de sujetarse y que sufrirla.

V - La tolerancia.

20. La tolerancia de la Iglesia. Muchísimo desearía la Iglesia, que en todos los órdenes de la sociedad penetraran de hecho y se pusieran en práctica estos documentos cristianos, que hemos tocado sumariamente; porque en ellos hay encerrada suma eficacia para remediar los males actuales, no pocos ciertamente, ni leves, nacidos en gran parte de esas mismas libertades, pregonadas con tanto encomio, y en que parecían contenerse las semillas del bienestar y de la gloria. Pero el éxito burló la esperanza, y, en vez de frutos deliciosos y sanos, los hubo acerbos y corrompidos. Si se busca remedio, búsquese en el restablecimiento de las sanas doctrinas, de que solo puede esperarse confiadamente la conservación del orden, y la tutela, por tanto, de la verdadera libertad.

A pesar de todo, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los sucesos, por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sin sólo a lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública soporte algunas cosas ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar un mayor bien. Aun el mismo providentísimo Dios, con ser de infinita bondad y todopoderoso, permite que haya males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes, en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno de la sociedad al que gobierna el mundo; y aun por lo mismo que la autoridad humana no puede impedir todos los males, debe conceder y dejar impunes muchas cosas, que han de ser, sin embargo, castigadas por la divina Providencia, y con justicia.

No se aprueba el mal. Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y sólo por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede sin embargo, ni debe aprobarlo ni quererlo en sí mismo; porque, como el mal en sí mismo es privación de bien, repugna al bien común, que debe querer el legislador y defenderlo cuanto mejor pueda. También en esto debe la ley humana proponerse imitar a Dios, que el permitir que haya males en el mundo, ni quiere que los males se hagan, ni quiere que no se hagan, sino quiere permitir que los haya, lo cual es bueno, sentencia del DOCTOR ANGÉLICO, que brevísimamente encierra toda la doctrina de la tolerancia de los males.

Limites de la tolerancia; la prudencia de la Iglesia. Pero ha de confesarse, para juzgar con acierto, que cuanto es mayor el mal que ha de tolerarse en la sociedad, otro tanto dista del mejor este género de sociedad; y además, como la tolerancia de los males es cosa tocante a la prudencia política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón de bien. Pero si por las circunstancias particulares de un Estado acaece no reclamar la Iglesia contra alguna de estas libertades modernas, no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente que se permitan, mejorados los tiempos haría uso de su libertad, y persuadiendo, exhortando, suplicando, procuraría como debe cumplir el encargo que Dios le ha encomendado, que es mirar por la salvación eterna de los hombres. Pero siempre es verdad que libertad semejante, concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, por ser repugnante a la razón que lo verdadero y lo falso tengan igual derecho.

21. La intolerancia del liberalismo. Y en lo tocante a tolerancia causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y equidad de la Iglesia los que profesan el Liberalismo. Porque con esa licencia sin límites, que a todos conceden acerca de las cosas que hemos enumerado, traspasan toda moderación y llegan hasta parecer que no dan más a la honestidad y la verdad que a la falsedad y la torpeza. En cambio, a la Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de las costumbres, porque en cumplimiento de su deber, siempre ha rechazado y niega que sea lícito semejante género de tolerancia tan licencioso y tan perverso, la acriminan de falta de paciencia y mansedumbre; sin reparar cuando lo hacen, que achacan a vicio lo que es digno de alabanza. Pero en medio de tanta ostentación de tolerancia, son con frecuencia estrictos y duros contra todo lo que es católico, y los que dan con profusión libertad a todos rehúsan a cada paso dejar en libertad a la Iglesia.

D) RESUMEN Y CONCLUSIONES.

22. Origen del liberalismo y sus doctrinas. Juntando en gracia de la claridad, brevemente y por sus capítulos, todas nuestras doctrinas y sus consecuencias he aquí su resumen. Es imprescindible que el hombre todo se mantenga verdadera y perfectamente bajo el dominio de Dios; por tanto no puede concebirse la libertad del hombre, si no está sumisa y sujeta a Dios y a su voluntad. Negar a Dios este dominio o no querer sufrirlo no es propio del hombre libre, sino del que abusa de la libertad para rebelarse; en esta disposición del ánimo es donde propiamente se fragua y completa el vicio capital del Liberalismo. El cual tiene múltiples formas, porque la voluntad puede separarse de la obediencia debida a Dios, o a los que participan de su autoridad, no del mismo modo ni en un mismo grado.

Es claro que rechazar absolutamente el sumo señorío de Dios y sacudir toda obediencia, lo mismo en lo público que en la familia y privadamente, así como es perversión suma de la libertad, así es también pésimo género de Liberalismo; y de él ha de entenderse enteramente todo lo dicho.

Rechazan la revelación y la Iglesia. Próximo a este es el de los que confiesan que conviene someterse a Dios, Criador y Señor del mundo, y por cuya voluntad se gobierna toda la naturaleza; pero audazmente rechazan las leyes, que exceden la naturaleza, comunicadas por el mismo Dios en puntos de dogma y de moral, o a lo menos aseguran que no hay por qué tomarlas en cuenta singularmente en las cosas públicas. Ya vimos antes cuánto yerran estos y cuán poco concuerdan consigo mismos. De esta doctrina mana, como de origen y principio, la perniciosa teoría de la separación de la Iglesia y del Estado; siendo por el contrario, cosa patente, que ambas potestades, bien que diferentes en oficios y desiguales por su categoría, es necesario que vayan acordes en sus actos y se presten mutuos servicios.

Dos errores más. A esta opinión, como a su género, se reducen otras dos. Porque muchos pretenden que la Iglesia se separe del Estado toda ella y en todo; de modo que en todo el derecho público, en las instituciones, en las costumbres, en las leyes, en los cargos del Estado, en la educación de la juventud, no se mire a la Iglesia más que si no existiese; concediendo a lo más a los ciudadanos la facultad de no tener religión, si les place, privadamente. Contra esto tienen toda su fuerza los argumentos con que refutamos la separación de la Iglesia y del Estado, añadiendo ser cosa absurdísima que el ciudadano respete a la Iglesia y el Estado la desprecie.

Otros no se oponen, ni podrían oponerse, a que la Iglesia exista, pero le niegan la naturaleza y los derechos propios de sociedad perfecta, pretendiendo no competirle el hacer leyes, juzgar, castigar, sino sólo exhortar, persuadir y aun regir a los que espontáneamente se le sujetan. Así adulteran la naturaleza de esta sociedad divina, debilitan y estrechan su autoridad, su magisterio, toda su eficacia, exagerando al mismo tiempo la fuerza y potestad del Estado hasta el punto de que la Iglesia de Cristo quede sometida al imperio y jurisdicción del Estado, no menos que cualquiera asociación voluntaria de los ciudadanos. Para refutar esta opinión valen los argumentos usados por los Apologistas y no omitidos por Nos, singularmente en la Encíclica Immortale Dei, con los cuales se demuestra ser, por institución divina, esencial a la Iglesia cuanto pertenece a la naturaleza y derechos de una sociedad legítima, suprema y por todas partes perfecta.

Otro error. Por último, hay muchos que no juzgan que la Iglesia debe condescender con los tiempos, doblándose y acomodándose a lo que la moderna prudencia desea en la administración de los pueblos. Este parecer es honesto, si se entiende de cierta equidad que pueda unirse con la verdad y la justicia; es decir: que la Iglesia, con la probada esperanza de algún gran bien, se muestre indulgente y conceda a los tiempos lo que, salva siempre la santidad de su oficio, puede concederlas. Pero muy de otra manera sería si se tratara de cosas y doctrinas introducidas contra la justicia por el cambio de las costumbres y los falsos juicios. Ningún tiempo hay que pueda estar sin religión, sin verdad, sin justicia, y como estas cosas supremas y santísimas han sido encomendadas por Dios a la tutela de la Iglesia, nada hay tan extraño como el pretender de ella que sufra con disimulación lo que es falso o injusto, o sea connivente en lo que daña a la religión.

23. Deducciones de la doctrina católica. Síguese de lo dicho que no es lícito de ninguna manera pedir, defender, conceder la libertad de pensar, de escribir, de enseñar, ni tampoco la de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Pues si los hubiera dado en efecto, habría derecho para no reconocer el imperio de Dios, y ninguna ley podría moderar la libertad del hombre. Síguese también que, si hay justas causas podrán tolerarse estas libertades, pero como determinada moderación, para que no degeneren en liviandad e insolencia. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas para el bien los ciudadanos, pero sientan de ellas lo mismo que la Iglesia siente. Porque toda libertad puede reputarse legítima, con tal que aumente la facilidad de obrar el bien; fuera de esto, nunca.

Colaboración con el Estado liberal. Cuando tiranice o amenace un gobierno, que tenga a la nación injustamente oprimida, o arrebate a la Iglesia la libertad debida, es justo procurar al Estado otro régimen con el cual se pueda obrar libremente; porque entonces no se pretende aquella libertad inmoderada y viciosa, sino que se busca algún alivio para el bien común de todos; y con esto únicamente se pretende que allí donde se concede licencia para lo malo, no se impida el derecho de hacer lo bueno.

Ni es tampoco, mirado en sí mismo, contrario a ningún deber el preferir para la república un modo de gobierna moderadamente popular, salva siempre la doctrina católica acerca del origen y ejercicio de la autoridad pública. Ningún género de gobierno es reprobado por la Iglesia, con tal que sea apto para la utilidad de los ciudadanos; pero quiere, como también lo ordena la naturaleza, que cada uno de ellos este constituido sin injuria de nadie, y singularmente dejando íntegros los derechos de la Iglesia.

Tomar parte en los negocios públicos, a no ser donde por la singular condición de los tiempos se provea otra cosa, es honesto; y aun más, la Iglesia aprueba que cada uno contribuya con su trabajo al común provecho, y cuanto alcancen sus fuerzas defienda, conserve y haga prosperar la cosa pública.

EPÍLOGO

24. Exordio y Bendición. Estas cosas, Venerables Hermanos, que en cumplimiento de Nuestro oficio apostólico, hemos enseñado, llevando por guía a un tiempo la fe y la razón, confiamos han de ser de fruto para no pocos, en especial juntándose a los Nuestros vuestros esfuerzos. Nos, por cierto, en la humildad de Nuestro Corazón, alzamos a Dios los ojos suplicantes, y con todo fervor le pedimos que se digne conceder benignamente a los hombres la luz de su sabiduría y de su consejo, para que, fortalecidos con su virtud, puedan en cosas de tanta monta discernir la verdad y consiguientemente vivir, según ella pide, en privado, en público, en todos tiempos y con inconmovible constancia. Como presagio de estos celestiales dones, y testimonio de Nuestra benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos, y al Clero y pueblo que cada uno de vosotros preside, damos amantísimamente en el Señor la Apostólica Bendición.


Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Junio del año 1888, de Nuestro Pontificado el undécimo.

Leonis pp. XIII








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