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miércoles, 29 de julio de 2015

Catecismo Romano del Concilio de Trento XXIX





"CATECISMO ROMANO" 
DEL CONCILIO DE TRENTO

Traducción y notas de P. Pedro Martín Hernández

Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1951




TERCERA PARTE
LOS MANDAMIENTOS




CAPITULO IX
Nono y décimo mandamientos del Decálogo


No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece.
(Ex 20,17)


I. SIGNIFICADO Y VALOR DE LOS MANDAMIENTOS

El Señor ha querido dejarnos en estos dos últimos mandamientos de su ley el secreto de la observancia de todos los demás preceptos: saber regular y custodiar los deseos o codicias, últimos móviles de todos nuestros actos.

En realidad, quien sepa moderar sus desordenadas concupiscencias internas, se contentará fácilmente con lo que Dios le ha dado, sin desear lo ajeno; se alegrará de los dones concedidos a su prójimo; dará gracias y alabará al Dios inmortal, tributándole el debido culto en los días festivos; gustará las delicias de vivir en paz con él; honrará a los superiores; hará el bien y no ofenderá a los demás ni con palabras ni con acciones. Porque, según la Escritura, la raíz de todos los males es la avaricia, y machos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores (1Tm 6,10) (1), Y, aunque es la misma de su materia, y pueden, por consiguiente, explicarse conjuntamente estos dos mandamientos, son, sin embargo, distintos sus aspectos. San Agustín en los Comentarios al Éxodo distingue una doble concupiscencia procedente del corazón: la una, hacia las cosas externas, mira al provecho y utilidad; la otra, hacia las personas, apetece los placeres de la sensualidad. Hay quien atenta contra el dinero o las propiedades del prójimo por su propio lucro; y hay quien atenta contra la mujer ajena por lascivia (2).

Dios nos impuso explícitamente estos dos mandamientos por una doble razón:

1) Ante todo, para precisar mejor el alcance del sexto y séptimo preceptos. Claramente nos diré la misma razón natural que, prohibido un hecho o una determinada acción (), queda implícitamente prohibido su deseo. Si fuera lícito el desear, lo sería también el poseer. No obstante esta evidencia natural, la ceguera de juicio y la inclinación al pecado de los judíos llegaron a hacerles creer no ser pecaminosas las acciones puramente internas: los deseos. El mismo Jesús se verá obligado a echarles en cara: Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5,27-28): prueba evidente de que aun después de promulgada y conocida la ley, muchos de sus mismo intérpretes oficiales consideraban pecaminoso únicamente los hechos externos, 

2) En segundo lugar, para prohibir explícita y distintamente lo que sólo implícitamente se contenía en el sexto y séptimo mandamientos. El séptimo, por ejemplo, prohibe desear injustamente las cosas del prójimo; mas el nono prohibe desear las cosas ajenas con daño de los demás, aun en el caso en que legalmente pudiéramos hacerlo.


II. NUEVA PRUEBA DE LA BONDAD INFINITA DE DIOS PARA CON NOSOTROS

Los dos últimos mandamientos son una nueva prueba de la infinita bondad de Dios para con nosotros. Con los anteriores preceptos del Decálogo pretendió el Señor defender de posibles ofensas extrañas nuestra vida y nuestros bienes; con estos dos intenta evitar que cada uno se haga daño a sí mismo con el desenfreno de sus apetitos y la avidez de malos deseos.

Tienden estos divinos preceptos a refrenar los estímulos de las pasiones, los impulsos desordenados y, por consiguiente, dañosos, de manera que, vencedores y dueños de nuestros ciegos instintos internos, podamos más libremente dedicarnos a los supremos deberes del espíritu.

Quiso el Señor, además, advertirnos con estos mandamientos que su ley no se observa perfectamente con el mero cumplimiento material y exterior de los actos prescritos, sino con la íntima y generosa adhesión del alma. En esto precisamente radica una de las más profundas diferencias entre las leyes divinas y humanas; éstas se satisfacen con una pura observancia exterior; aquéllas, en cambio, exigen una verdadera, sincera e íntima adhesión del alma, porque Dios ve y penetra con su presencia toda la realidad del hombre: su cuerpo y los móviles más secretos de su espíritu (3).

Son, pues, estos preceptos divinos como un espejo, donde vemos reflejados los posibles vicios y deformaciones de nuestra naturaleza humana. Lo dice expresamente San Pablo: Yo no conocería la codicia si la ley no dijera: "No codiciarás" (). 

Nuestra concupiscencia-fomes peccati-, nacida del pecado, constituye un constante incentivo al mal y es una prueba permanente de que hemos nacido en pecado. Por esto sentimos la necesidad de refugiarnos suplicantes en Aquel que es el redentor de todo pecado.


III. DOBLE ASPECTO DE LOS PRECEPTOS

Coinciden también estos mandamientos con los anteriores en ofrecer un doble aspecto distinto: positivo y negativo.


IV. ASPECTO NEGATIVO

En su aspecto negativo, no prohiben de manera absoluta toda concupiscencia. Porque hay concupiscencias que no son culpables; tal, por ejemplo, la "del espíritu contra la carne", de que nos habla San Pablo (4), o la que instaba a David a pedir a Dios su justificación (5).

A) Noción de concupiscencia

"Concupiscencia" es aquella conmoción o movimiento del alma que nos hace desear las cosas agradables que no poseemos (6). Ahora bien, no siempre es mala esta apetencia

y búsqueda de las cosas de que carecemos; no es malo, por ejemplo, apetecer la comida y bebida o buscar la defensa del frío y del calor; semejantes estímulos son espontáneos, puestos por el mismo Creador en nuestra naturaleza.

Lo que constituye el pecado de la concupiscencia es la depravación de nuestros estímulos, el deseo de lo que es contrario al espíritu y a la recta razón.

Si el apetito viene regulado por la razón y se mantiene en sus límites, no sólo no es malo, sino que puede convertirse en fuente de grandes ventajas: nos impulsará, por ejemplo, a buscar a Dios en la oración y a suplicarle las cosas que necesitamos, porque la plegaria es la expresión de nuestros deseos, y sólo bajo su estímulo se explica la floración de tantas oraciones en la Iglesia de Dios.

El mismo deseo escuchado por el Señor nos hará más gratos sus dones; dones tanto más estimados cuanto más ardientemente hayan sido pedidos y esperados. Y de la alegría de su posesión brotará también espontáneo nuestro reconocimiento agradecido al Dios dador de todos los bienes.

Es evidente, pues, que no toda concupiscencia es pecado. Y cuando San Pablo afirma que la concupiscencia es pecado (7), deben interpretarse sus palabras en el mismo sentido que tienen en Moisés, cuyo testimonio alega el Apóstol; es decir, referidas únicamente a la concupiscencia carnal (8); El mismo Apóstol lo especifica a los Gálatas: Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne (Ga 5,16).

Si los estímulos de nuestros deseos naturales se mantienen sabiamente regulados, no constituyen culpa alguna; mucho menos cuando se trata de las tendencias espirituales del alma, que apetece lo bueno, lo santo, lo que repuana a la carne. A estas espirituales concupiscencias nos exhorta el mismo Dios en la Saqrada Escritura: Ansiad, pues, mis palabras; deseadlas e instruios (Sg 6,11); Venid a mí cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos (Si 24,26).

B) Concupiscencias pecaminosas

Prohiben, por consiguiente, estos mandamientos, no la facultad de apetecer-que, indiferente, puede ponerse al servicio del bien o del mal-, sino únicamente los deseos depravados, que San Pablo llama "concupiscencia de la carne" y "fomite del pecado" (9). Sólo éstos, supuesto siempre el consentimiento de la voluntad, engendran la culpa. Deseos e impulsos que no respetan freno alguno de la razón ni se atienen a los límites señalados por Dios en sus leyes. Está condenada esta concupiscencia desde un doble punto de vista:

1) Porque apetece cosas esencialmente malas (adulterios, homicidios, etc.), de las que dice San Pablo: Esto fue en figura nuestra para ave no codiciemos lo malo, como lo hicieron ellos (los hebreos) (1Co 10,6); 

2) o porque desea cosas de suyo buenas, pero prohibidas por alguna otra razón. Así Dios prohibió antiguamente poseer, y, por conguiente, desear el oro y la plata, para evitar que los hebreos construyeran con ellos ídolos (10).

E igualmente hay muchas cosas de suyo buenas cuya posesión (y, por consiguiente, también su deseo) nos está prohibida por Dios o por la Iglesia, por tratarse de cosas pertenecientes a otros. El mandamiento precisa la casa, el siervo, la esclava, el campo, la mujer, el buey, el asno, etc. Estos deseos de cosas ajenas, si la voluntad consiente en ellos, son pecaminosos, y de ellos nacen espontáneamente los robos y pueden derivarse otros gravísimos delitos. Recordemos a este propósito las palabras del apóstol Santiago: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego, la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte (Jc 1,14-15).

C) Prohibiciones concretas

La fórmula "No desearás" pretende frenar de una manera general y absoluta nuestros apetitos desordenados de cosas aienas. La experiencia confirma que en el alma de todos los hombres late una secreta sed de las cosas del prójimo; sed que, según testimonio de la Escritura, difícilmente se ve saciada: El que ama el dinero no se ve harto de él (); ¡Au de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra! (Is 5 Is 8).

Supuesta esta general advertencia, desciende el mandamiento a múltiples y concretas prohibiciones, por las que podremos apreciar mejor la gravedad específica de determinadas apetencias culpables:

1) En primer luqar, la casa. Significa esta palabra no sólo el lugar donde se habita, sino también los bienes que la acompañan, especialmente las haciendas que se transmiten de padres a hijos. En el Éxodo, por ejemplo, se dice aue el Señor edificó casa a las parteras (1), significando con ello que Dios aumentó y acrecentó sus posesiones.

El sentido de la lev es la prohibición de los deseos con que apetecemos ávidamente las riquezas de los demás, envidiando su posición, poder y nobleza. Se nos ordena, en cambio, el saber contentarnos cada uno con nuestro estado, humilde o elevado, rico o pobre. Se nos prohibe igualmente la envidia de la gloria o fama de los demás, que también es un bien de la casa de cada uno.

2) Cuando añade el Señor: Ni su buey ni su asno, nos advierte que no sólo no hemos de apetecer las cosas ajenas de mayor valor (riqueza, nobleza o gloria de una casa), mas ni siguiera las más pecmeñas y despreciables.

3) Continúa el mandamiento: Ni su siervo, ni su síerva, significando que la prohibición de los malos deseos se extiende también al hecho de no sobornar o comorar con dinero o promesas la servidumbre ajena, induciéndola a romper los contratos de servicio y abandonar a sus amos. Por el contrario, si abandonan a sus patronos antes de cumplir los pactos establecidos, débeseles exhortar a volver de nuevo al servicio concertado.

4) Al referirse explícitamente al prójimo, parece significar el mandamiento la culpa de quienes alimentan culpables apetencias de las posesiones del vecino: las casas y campos que limitan con sus propiedades. La vecindad viene a ser como un vínculo de amistad, y sería grave pecado convertir la amistad en odio bajo el impulso de la avaricia o la envidia.

Es claro, sin embargo, que no cometería falta alguna quien estuviese dispuesto a comprar por su justo precio las casas o fincas colindantes con las suyas, sin recurrir a medios injustos, engaños o culpables violencias.

5) Prohibe el mandamiento, por último, codiciar la mujer del prójimo, tanto si se trata del deseo de poseerla adúlteramente como si se trata del deseo de contraer ma trimonio con ella.

Estando permitido en la ley mosaica el libelo de repudio (12), podría suceder fácilmente que la esposa repudiada fuese aceptada por otro como mujer. El Señor prohibió esto rigurosamente para que ni los maridos fuesen demasiado fáciles en repudiarlas, ni las mujeres se volviesen tan desagradables e impertinentes con sus maridos que les obligasen a repudiarlas.

En la ley evangélica el pecado sería mucho más grave, porque una mujer divorciada o separada de su marido no puede contraer matrimonio sino después de muerto su legítimo esposo (13).

Poder codiciar la mujer ajena equivaldría a un diabólico crescendo de deseos pecaminosos de adulterio y aun de la misma muerte del legítimo marido.

Extiéndese también la prohibición a las mujeres ligadas a sus prometidos con el sagrado vínculo de los esponsales o con simple promesa formal de matrimonio.

Gravísimo pecado sería, evidentemente, codiciar la mujer consagrada a Dios con votos religiosos.

Es claro, por lo demás, que, si alguno deseare contraer matrimonio con una mujer casada a quien él cree soltera, en modo alguno faltaría contra el mandamiento, pues si él supiese que estaba casada con otro, no desearía casarse con ella. Tal fue el caso de Faraón y de Abimelec, que desearon casarse con Sara, a quien juzgaron hermana y no esposa de Abraham (14).


V. ASPECTO POSITIVO

A) Lucha contra la concupiscencia

1) Para arrancar de raíz esta baja pasión de la codicia procuremos en primer lugar no apegar nuestro corazón a las riquezas si Dios nos las concede (Ps 61,11). Antes bien, estemos dispuestos a emplearlas en servicio de Dios y del prójimo con verdadero y piadoso espíritu de caridad (15).

Y si el Señor nos hizo nacer pobres, convenzámonos que el mejor modo de soportar la pobreza es la serenidad de ánimo y aun la aleqría. Si de verdad todos nos sintiéramos libres de desordenados apetitos de las cosas terrenas, apagaríamos en su raíz la codicia de los bienes ajenos.

La Sagrada Escritura y toda la literatura cristiana están llenas de alabanzas a la pobreza y al desprecio de las riquezas (16).

2) Exige este precepto, además, que centremos los cristianos nuestros mejores y más ardientes deseos en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Jesucristo nos enseñó en la oración del Padrenuestro que hemos de desear se cumpla siempre, no lo que nosotros queremos, sino lo que Dios quiera. Y la voluntad de Dios es clara: que tendamos a la santidad, conservando nuestras almas puras y limpias de toda mancha; que nos ejercitemos constantemente en los deberes espirituales, por contrarios y aun repugnantes que resulten a nuestros bajos instintos; que ordenemos nuestros apetitos, sometiéndolos a los dictámenes de la razón y de la ley divina; que domemos nuestras concupiscencias y refrenemos las violentas acometidas de los sentidos, fragua de todas nuestras codicias y liviandades.

Por último, nos ayudará muchísimo para apagar el ardor de nuestros desordenados apetitos la consideración y valoración de los daños que de ellos provienen:

a) Ante todo, se afirma con ellos en nosotros el poderoso influjo del pecado. San Pablo escribe: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal obedeciendo a las concupiscencias (Rm 6,12).

Dominadas las pasiones, el pecado pierde su fuerza sobre nosotros; mas, si nos dejamos esclavizar por ellas, el reino de Dios desanarece de nuestro corazón, instaurándose, en cambio, la dominación del mal (17).

b) En las concupiscencias desordenadas se alimentan, además, todos los pecados, según la expresión del apóstol Santiago (18). Igualmente escribía San Juan: Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo (1 Jn 2,16).

c) De ellos procede, por último, aquel oscurecimiento del recto juicio que nos lleva a considerar como honesto y lícito cuanto apetecen nuestras pasiones.

De ahí el gravísimo daño y durísimo riesgo de que quede sofocada y despreciada la misma palabra divina que amorosamente sembró el Señor en nuestras almas: Otros hay para quienes la siembra cae entre espinas; ésos son los que oyen la palabra; pero sobrevienen los cuidados del siglo, la fascinación de las riquezas y las demás codicias, y la ahogan, quedando sin dar fruto (Mc 4,18-19).

B) Aplicaciones prácticas

Y para concluir señalemos algunas categorías de personas que de manera especia] deben reflexionar seriamente sobre las obligaciones de estos dos mandamientos, por encontrarse en mayor peligro de llegar a ser víctimas de los desordenados deseos. Tales son: los aficionados a juegos deshonestos; los comerciantes y proveedores de mercancías que desean carestías y desórdenes para aprovecharse con acaparamientos y especulaciones; los soldados que desean la guerra para robar y saquear; los médicos que quieren que haya enfermos para especular con ellos; los abogados y magistrados deseosos de causas y litigios; los industríales que, en su afán de lucro y para aprovecharse económicamente, procuran oscilaciones y desórdenes en la distribución de los productos necesarios para la vida..., etc.

Y en la misma línea, los que, ambiciosos de glorias y alabanzas, tratan de procurárselas a toda costa, con medios sutiles e indignos, y a veces hasta con la calumnia de quienes las merecen más que ellos. ¡Como si la fama y la gloria fuesen recompensa de la nulidad y de la pereza y no del valor y del trabajo!


Fuente: Mercabá


NOTAS:

(1) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. ¿Y de dónde entre vosotros tantas guerras y contiendas? ¿No es de las pasiones, que luchan en vuestros miembros? (Jc 1,14 Jc 4,1). 
(2) SAN AGUSTÍN, Quaest. in Pent., 1.2 q.71: ML 34,620ss. 
(3) No ve Dios como el hombre; el hombre ve la figura, pero Y ave mira el corazón (1 Re. 16,7). ...Dios, justo escudriñador del corazón y de los ríñones (Ps 7,10). Cf. Jr 11,20; 17,10. 
(4) Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis (Ga 5,17). 
(5) Consúmese mi alma por el deseo constante de tus decretos (Ps 118,20). 
(6) Cf. SANTO TOMÁS, 1-2, q.30, a. 4. 
(7) Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mi, pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,17-20). 
(8) Cf. Ex 20,17. 
(9) Os digo, pues: andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne.
Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación... Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5,16 Ga 19,24). Os ruego, carísimos, que, como peregrinos advenedizos, os abstengáis de los apetitos carnales que combaten contra el alma (1P 2,11). Cf. 1Jn 2,11. 
(10) Consumirás por el fuego las imágenes esculpidas de sus dioses; no codicies la plata y el oro que haya sobre ellas, apropiándotelo... (Dt 7,25). 
(11) Cf. Dt 1,21. 
(12) Si un hombre toma una mujer y es su marido, y ésta luego no le agrada, porque ha notado en ella algo de torpe, le escribirá el libelo de repudio, y, poniéndoselo en la mano, la mandará a su casa... (). 
(13) También se ha dicho: El que repudiase a su mujer, déle libelo de repudio. Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio (Mt 5,31-32). Cf. Mt 19,9; Mc 10,7-12; Lc 16,18; Rm 7,3; 1Co 7,3-11. 
(14) Gn 12,11; 20,2ss. 
(15) Díjole Jesús: Si quietes ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigúeme (Mt 19,21). 
(16) Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos (Mt 5,3). Él, levantando sus ojos sobre los discípulos, decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Lc 6,20). Cf. Ac 4,34-35; 5,1. 
(17) ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! (1Co 6,15).
(18) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte (Jc 1,14-15). 






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