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miércoles, 26 de octubre de 2016

Magisterio: Encíclica Sobre la Unidad de la Humanidad en la Fe




CARTA ENCÍCLICA 

PRAECLARA GRATULATIONIS

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

LEÓN

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XIII


A LOS VENERABLES HERMANOS

PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA


SOBRE LA UNIDAD DE LA HUMANIDAD EN LA FE
(20 de Junio de 1894)



Motivo de la Encíclica: la concordia de todos en el homenaje y sus propios esfuerzos por la unidad de todos en la fe.

   Las preclaras manifestaciones de felicitación pública que en el decurso del año pasado Nos vinieron de todas partes para celebrar Nuestro jubileo episcopal, y que hace poco tuvieron su corona con la insigne piedad de la nación española: ellos Nos consolaron principalmente porque en aquella unanimidad de sentimientos se reflejaba la unidad de la Iglesia y su admirable unión con el Sumo Pontífice.

   En aquellos días parecía que el mundo católico, olvidado de toda otra preocupación, tuviera fija su mirada y sus pensamientos en el Vaticano. Embajadas de Príncipes, multitud frecuente de peregrinaciones, cartas llenas de afecto, augustísimas ceremonias significaban muy claramente la unidad de los católicos -sólo un corazón y un alma sola- en la reverencia a la Sede Apostólica. Y aun nos resultaba ello tanto más grato, cuanto que mejor respondía a Nuestros pensamientos e intenciones. Pues, conociendo Nos bien la condición de los tiempos y recordando Nuestro deber, durante todo Nuestro pontificado siempre hemos tenido como mira, y en lo posible lo hemos procurado Nos por las enseñanzas y Nuestra actuación, el estrechar con Nos lo más íntimamente posible a todos los pueblos y a las naciones todas, y poner de relieve la multiforme acción benéfica del Pontificado romano. Damos, pues, sumas gracias y Nos declaramos, ante todo, obligados a la divina bondad, por cuyo singular beneficio hemos podido llegar a tan avanzada edad. Vaya luego Nuestra gratitud a los Príncipes, Obispos, al clero y a todos cuantos, mediante toda clase de demostraciones de piedad y de homenaje, honraron la dignidad del ministerio apostólico y ofrecieron, a la vez, oportuno consuelo a Nuestra persona.

La unión de todos los hombres en la fe, suma aspiración   

   Faltó, naturalmente mucho para que Nuestro consuelo fuera pleno y perfecto; pues, en medio de los testimonios de alegría y de amor de los pueblos, en Nuestro ánimo estaba siempre fija una innumerable multitud, extraña a aquella armonía festiva de todos los católicos: los unos, por desconocer plenamente el Evangelio; los otros, porque, aun siendo cristianos, disienten de la fe católica. Grande era, y es aún, Nuestra tristeza por ello; ni es posible no sentir  un grande e íntimo dolor, al pensar  en ese grupo inmenso del género humano que equivocados de rumbo peregrinan lejos de nosotros.

   Pues Dios todopoderoso, desea que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la Verdad (Cf. 1 Tim. 2, 4.), y porque años y amarguras Nos acercan al final de la mortal carrera, Nos place imitar a nuestro Redentor y maestro, Jesucristo, que, al volverse al cielo, con la más ferviente plegaria pidió al Dios Padre que sus discípulos y seguidores fueran una sola cosa, en mente y en corazón: Ruego... que todos sean una cosa, como Tú, Padre, en mí, y yo en Ti, que también ellos sean en nosotros una cosa (Io. 17, 20-21). Plegaria y súplica divina que, por haber sido hecha no por los que ya creían en Cristo, sino por los que debían creer más adelante, no sin razón creemos que signifiquen bien Nuestros deseos de trabajar a fin de que todos, en toda tierra y nación, sean llamados y movidos a la unidad de la fe divina.

Los gentiles y la fe cristiana

    Movidos por la caridad que acude con mayor premura allá donde mayor es la necesidad, Nuestro espíritu vuela primero hacia los pueblos más desgraciados de todos, esto es, a los que o nunca recibieron la luz del Evangelio o, si la recibieron, llegaron a perderla, ya por la propia inercia, ya por las vicisitudes de los tiempos, de suerte que ignoran plenamente a Dios. Y porque toda salvación viene de Cristo Jesús, pues no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el que debamos ser salvos (Act. 4, 12). Nuestro máximo deseo es que todas las regiones del mundo puedan muy pronto ser penetradas y dominadas por el sacro nombre de Jesús. Y en ello nunca la Iglesia dejó de cumplir su deber. De hecho, ¿cuál fue su mayor labor, cuál su mayor entusiasmo y constancia en diecinueve siglos sino el cuidarse de conducir todos los pueblos a la verdad y vida cristianas? Aun hoy en día, con la máxima frecuencia, siguen la ruta de todos los mares hasta las tierras más remotas, por misión recibida de Nos, los heraldos del Evangelio; y no pasa día sin que supliquemos al Señor se digne piadoso multiplicar sacerdotes dignos de ese apostolado, tales que, para dilatar el reino de Cristo, no rehuyan sacrificar comodidades, salud y, si fuere preciso, aun la vida misma.

Oración por la unidad de la fe   

    Tú, empero, Redentor y Padre del género  humano, Cristo Jesús: date prisa y no aplaces el cumplimiento de aquella promesa tuya de que, todo lo atraerías a tí cuando fueses exaltado de la tierra (Jo. 12, 32). Ven pues, y revélate ya a esas muchedumbres privadas todavía de los beneficios tan preciosos que con tu sangre ganaste para los mortales; despierta a quienes aun moran en las tinieblas y en la sombra de la muerte (Ps. 106, 10: cfr. Ps. 87, 7; Is. 9, 2; Mt. 4, 16), de modo que, iluminados por el resplandor de tu sabiduría y de tu virtud, en ti y por ti se reúnan en unidad.


Llamado a los disidentes en general a volver a la unidad de la fe

    Al reflexionar sobre el misterio de esta unidad, a Nuestra mirada se ofrecen también, el conjunto de aquellos pueblos a quienes la piedad divina condujo hace ya mucho tiempo de los antiguos errores a la sabiduría evangélica. En efecto, nada hay más alegre en el recuerdo, ni de mayor alabanza para la providencia de Dios, que la memoria de aquellas épocas antiguas, cuando la fe cristiana era considerada universalmente como un patrimonio común e indiviso; cuando las naciones civilizadas, aunque separadas por tierras, razas y costumbres, y aun estando algunas veces, con harta frecuencia, en lucha las unas con las otras, sin embargo, en materia de religión todas se mantenían unánimes en la fe de Cristo. 

   Al recordar esto, es muy doloroso pensar que, con el correr de los tiempos, la desconfianza y la enemistad, engendro de desgraciados acontecimientos, han ido arrancando del seno de la Iglesia romana a pueblos enteros y florecientes. Mas, sea de ello lo que quiera, confiados en la gracia y misericordia del Dios omnipotente, único que conoce el momento oportuno para socorrer, y en cuyas manos está el inclinar la voluntad de los hombres a donde más le agrada, Nos dirigimos a esos mismos pueblos, y con paternal amor los exhortamos y conjuramos para que, compuestas en paz las discordias, retornen a la unidad.

Las iglesias orientales. El patrimonio común. El primado. El Cisma

   Ante todo, dirigimos una mirada de intenso afecto hacia el Oriente, allá donde tuvo principio la salvación del mundo. Sí, el ansia de Nuestros deseos Nos hace concebir alegre esperanza de que las Iglesias orientales, ilustres por la fe añeja y por las glorias antiguas, no deberán continuar ya, sino que se volverán allá de donde partieron; y tenemos mayor confianza de ello porque no es muy grande la distancia que las separa de nosotros; más aún, con tal de quitar un poco, en lo que resta se está de acuerdo, de suerte que para la misma defensa de las doctrinas católicas, tomamos testimonios y pruebas así de la liturgia y de la enseñanza como de la práctica de los orientales. El punto principal de la discordia es el primado del Romano Pontífice. Pero escudríñense los orígenes, se investigue el sentimiento de los primitivos, consúltense las tradiciones de la edad que siguió a los orígenes. Y como consecuencia aparecerá luminosa la prueba de cómo en realidad pertenece a los Romanos Pontífices aquel divino oráculo de Cristo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt. 16, 18). De hecho, en el número de los Pontífices durante la antigüedad, se cuentan no pocos procedentes del Oriente mismo, un Anacleto, un Evaristo, un Aniceto, un Eleuterio, un Zósimo, un Agatón; a la mayoría de los cuales hasta les tocó el sellar, mediante su sangre derramada, aquel gobierno de toda la Iglesia cristiana, por ellos mantenido con tanta sabiduría como santidad.

   Son bien conocidos en que época, por que razones, con que motivos y por cuales autores se originó esa desgraciada discordia. Antes que el hombre separase lo que Dios había unido, venerado era el nombre de la Sede Apostólica entre los pueblos todos del mundo cristiano; y al Pontífice Romano, como a sucesor legítimo de San Pedro, y por consiguiente Vicario de Jesucristo en la tierra, Oriente y Occidente le obedecían concordes y sin titubeo alguno.

   Por eso, cuando se piensa en los comienzos del cisma, aun Focio mismo se dio gran prisa por enviar a Roma legados que expusieran sus cosas; y el sumo pontífice Nicolás I, sin oposición por parte de nadie, desde Roma envió sus representantes a Constantinopla, para que investigaran sutilmente en la causa del patriarca Ignacio, y con verdad y plenitud de testimonios informaran luego a la Sede Apostólica; de donde resulta que la historia íntegra de aquel hecho claramente confirma el primado de la Sede Romana, de la cual comenzaba entonces la separación.

   Más tarde, en los dos Concilios ecuménicos posteriores, tanto en el segundo de Lyón como en el de Florencia, nadie ignora cómo espontánea y unánimemente todos -latinos y griegos- sancionaron como dogma la suprema potestad de los Pontífices de Roma.

Mejor voluntad actual y manifestaciones de mutua amistad

   Intencionalmente recordamos estos hechos, precisamente porque suponen una invitación para de nuevo entrar en la paz; tanto más cuanto que los orientales parece que ahora -así al menos lo creemos- alimentan mejor ánimo hacia los católicos y aun cierta inclinación de benevolencia. Buena prueba de ello se ofreció no hace mucho cuando, con motivo de piadosas peregrinaciones, los católicos fueron muy bien recibidos en Oriente, con singulares muestras de cortesía y amistad.

   Por eso, a todos vosotros que vivís separados de la Iglesia católica,  se abre Nuestro corazón (II Cor. 6, 11), sin distinción alguna, de rito griego o de cualquier otro oriental, pero diferentes de la Iglesia católica. Deseamos bien que cada uno recuerde aquel discurso tan afectuoso como grave de Besarión a vuestros antepasados: "¿Qué excusa tendremos ante Dios por estar separados de nuestros hermanos, cuando por recogernos y unirnos en un solo redil bajó El del cielo, se encarnó y fue crucificado? ¿Cuál será nuestra defensa ante la posteridad? No toleremos esto, Padres egregios, no propiciemos tal pronunciamiento de separación; no estemos personalmente tan mal aconsejados, ni aconsejemos tan mal a los nuestros".

Debe ser unión de doctrina y de gobierno

   Pensad seriamente ante el Señor cuáles son Nuestros deseos. No son razones humanas, sino el amor divino lo que Nos mueve a exhortaros a la paz y unión con la Iglesia de Roma; unión, que la entendemos perfecta y total, pues no sería tal toda otra que consigo trajera tan sólo una cierta comunidad de dogmas y una correspondencia en el amor fraternal. La verdadera unión entre los cristianos es la que quiso e instituyó Jesucristo mismo, fundador de su Iglesia; esto es, la constituida por la unidad de la fe y la unidad del régimen. No tenéis por qué temer que Nos o Nuestros sucesores vayamos a disminuir vuestros derechos, las prerrogativas patriarcales, las costumbres litúrgicas de cada una de las Iglesias. Pues tal fue el pensamiento -es ahora, y será en lo futuro-, el criterio y la conducta de la Sede Apostólica: adaptarse ampliamente y con equidad a los orígenes y costumbres de los diversos pueblos.

   Por lo contrario, una vez restablecida la comunión con nosotros, sería maravillosa la floración y la gloria de vuestras Iglesias. Que Dios, benignísimo, acoja vuestra misma oración: Señor, aniquila los cismas de las iglesias (1); y esta otra: Congrega a los dispersos y haz que vuelvan los errantes, y únelos a tu santa Iglesia católica y apostólica(2). 

   Restituyamos, pues, así la fe una y santa, que la más remota antigüedad nos ha trasmitido inalterablemente así a vosotros como a nosotros: es la fe que guardaron inviolada vuestros padres y antepasados; es la misma que con el esplendor de las virtudes y la grandeza del ingenio y la excelencia de la doctrina ilustraron a porfía Atanasio, Basilio, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo, los dos Cirilos, y muchísimos otros, cuya gloria común pertenece igualmente al Oriente y al Occidente.

Mensaje especial a los pueblos eslavos

   Os queremos hablar de modo especial a vosotros, los pueblos todos de los Esclavos, de nombre tan glorioso en la historia. Bien sabéis cuán bien merecieron de los Eslavos los santos Cirilo y Metodio, vuestros padres en la fe, a los que, no hace muchos años, Nos hemos tributado singulares honores. Por sus virtudes y sus trabajos, algunos pueblos de vuestra estirpe tuvieron la cultura y la salvación. 

   De donde nació, y duró largamente entre los Eslavos y los Pontífices de Roma una hermosa y singular relación, de beneficios por una parte, de piedad fidelísima por la otra. Y si la malicia de los tiempos ha apartado a una gran parte de vuestros antepasados de la fe de Roma, pensad cuán gran mérito sería para vosotros si os volvierais a la unidad. Porque la Iglesia jamás se cansa de volver a llamaros a su seno, dispuesta siempre a ofreceros todo auxilio de salud, prosperidad y grandeza.

La situación de los protestantes. Disminución del acervo dogmático y de la autoridad de la Biblia.

   Con no menor afecto hemos de recordar a aquellos otros pueblos, a quienes en época más cerca las vicisitudes de las cosas y de las personas separaron de la Iglesia romana. Olvidando las distintas circunstancias de los siglos pasados, se sobrepongan a toda consideración humana; y con un espíritu ansioso de verdad y de salud, se dispongan a considerar la Iglesia, tal como fue establecida por Cristo. Y si quisieran parangonar con ella sus iglesias particulares, y examinar en qué parte se encuentra la religión, muy pronto habrán de conceder que, olvidando la creencia primitiva, a través de sucesivas variaciones se fueron llegando a erróneas novedades en muchos puntos y de gran importancia; y no querrán negar que de aquel patrimonio de verdad que los novadores llevaron consigo en su separación, quede ya ni siquiera fórmula alguna de fe entre ellos, que sea indudable y tenga autoridad. 

   Más aún, las cosas han llegado a tal punto que muchos no temen ya destruir el fundamento mismo, sobre el que se apoya toda religión y la esperanza toda del género humano, es decir, la divina naturaleza de Jesucristo, Salvador nuestro. 

   Igualmente, los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, que antes reconocían como divinamente inspirados, los despojan ya de dicha autoridad; cosa que necesariamente había de suceder, luego de haber concedido a cada uno la facultad de interpretarlos a su gusto.

El naturalismo y racionalismo entre los protestantes.

   De allí resultó que cada uno, rechazando toda norma ajena de conducta, reconociera como única quía y regla de vida la conciencia; de allí también, que lucharan entre sí las opiniones y sectas, cayendo a menudo en las máximas del naturalismo y del racionalismo. Y por ello, desesperando ya de encontrarse acordes en la doctrina, andan exaltando la fraternal unión por la caridad, para recomendarla a todos. Que buena razón tienen para ello, pues todos hemos de estar unidos por la mutua caridad; es lo que, sobre toda cosa, mandó Jesucristo, que el amor mutuo fuese siempre el distintivo de sus discípulos. Mas ¿cómo una caridad perfecta podrá jamás unir a los corazones, cuando la fe no haya puesto en concordia a los espíritus?

Las razones de las conversiones e invitación a la unión.

   Por estas razones, muchísimos de los aludidos, siguiendo su recto juicio y sus ansias de verdad, buscaron en la Iglesia Católica el seguro camino de la salvación, pues, comprendían que, de ningún modo, podrían estar unidos a Jesucristo, su cabeza, si no se adhirieran a su cuerpo que es la Iglesia, ni  que podrían recibir la fe genuina de Cristo si siguieran repudiando el magisterio legítimo, entregado a Pedro y sus sucesores.

   Ellos comprobaron que en la Iglesia estaba expresada la forma y figura de la verdadera Iglesia, fácilmente recognoscible por las notas que le puso Dios su fundador. Y entre ellos se enumeran no pocos, hombres de ingenio agudo y sutil para investigar las antigüedades, los cuales con extraordinarios escritos ilustraron la ininterrumpida sucesión apostólica de la Iglesia romana, la integridad de los dogmas en ésta, la constancia en su disciplina. Ante ejemplos tales, más aún con el corazón que con las palabras, os llamamos a vosotros, hermanos Nuestros, que hace ya tres siglos andáis separados de nosotros sobre la fe de Cristo, y también a todos los demás, quienesquiera seais, que luego por cualquier razón os hayáis separado de nosotros: Encontrémonos todos en la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios (Efes. 4, 13). 

   Unidad ésta, que nunca faltó en la Iglesia católica, y que jamás faltará en modo alguno: dejad que Nos os invitemos a ella, y que con amor os tendamos la mano. Mirad que la Iglesia, madre común, os está llamando hace ya mucho tiempo; pensad que con ansia fraternal os están esperando todos los católicos, a fin de que santamente honréis a Dios con nosotros, profesando un solo Evangelio y una sola fe, manteniéndonos en una sola esperanza, y unidos por una sola caridad perfecta.

También los católicos deben cuidar su unión.

   Para completar la armonía de unidad tan deseada, Nos resta dirigirnos a todos aquellos a quienes en el mundo entero, hace ya tiempo que Nos consagramos solicitud, pensamientos y preocupación en afán sólo de su salvación, es decir, a los católicos, a quienes la profesión de su fe, al hacerles obedientes a la Sede Apostólica, los mantiene unidos con Cristo. Y no es que se les deba exhortar a la unidad, puesto que por divina benignidad participan ya de ella; pero conviene avisarles, puesto que por todas partes aumentan los peligros, para que no se dejen perder aquel tan gran don de Dios, por su inercia o por su descuido.

   Por ello, deben ajustar su pensamiento y su acción, en cada caso, a las enseñanzas que ya hemos dado otras veces, ya al dirigirnos a los pueblos católicos todos, ya a algunos de ellos: pero, sobre todo, cuiden bien de tener como norma y ley para sí mismos el obedecer en todas y cada una de las cosas al magisterio eclesiástico y a la autoridad de la Iglesia, y ello no con restricciones y desconfianza, sino con todo su ánimo y con toda su voluntad.

¿Qué es la Iglesia, y cuál su misión? Sus relaciones con el Estado.

   Para ello, piensen seriamente cuán pernicioso sea a la unidad cristiana aquel error que bajo las más diversas formas de pensar ha oscurecido la mente de muchos, y hasta les ha borrado el carácter especial esencial y la verdadera noción de la Iglesia. Esta, por voluntad y disposición de Dios que la ha formado, es sociedad perfecta en su género; tiene como oficio propio el enseñar a la humana familia los preceptos y doctrinas del Evangelio, y, al tutelar la santidad de las costumbres y el ejercicio de las cristianas virtudes, conducirla a aquella felicidad que a cada uno le espera en el cielo. 

   Por ser sociedad perfecta, tiene un principio de vida suyo plenamente, no recibido de fuera, sino innato en ella por voluntad divina; por su virtud tiene innata la potestad de hacer leyes, sin que ni en el hacerlas ni en el interpretarlas dependa de nadie; en consecuencia, también debe ser libre en todas las materias que la pertenecen. 

   Mas tal libertad sea tal que no admita ni rivalidad ni odio, pues la Iglesia misma no se mueve ni por ambición ni por mira alguna particular: su única voluntad y su único propósito es el mantener en los hombres los deberes de las virtudes, y de ese modo proveer a su eterna salvación. Sin embargo, fue siempre su costumbre mostrarse maternalmente benigna e indulgente; más aún, no pocas veces, cediendo a las necesidades y circunstancias de los pueblos, deja de usar sus derechos: buena prueba de ello son los Concordatos, pactados a menudo con los imperios. 

   Nada tan ajeno a ella como invadir los derechos del Estado; justo es, por lo tanto, que el Estado respete los derechos de la Iglesia, guardándose muy bien de tocar ni una parte de ellos. 

La Iglesia perseguida por las pretensiones del Estado. Regalismo redivivo.

   Mas, atendiendo a la realidad de las cosas, ¿cuál es la verdad de los tiempos? Es un continuo sospechar de la Iglesia, desdeñarla, odiarla, calumniarla odiosamente; y lo que aun es más grave, por todos medios y con todo empeño se busca el someterla plenamente a la autoridad de los Gobiernos. Así se le han quitado sus bienes, y se le ha restringido la libertad; de aquí las dificultades rebuscadas para impedir la educación de los seminaristas; leyes excepcionales contra el clero; disueltas o prohibidas las órdenes religiosas, firme defensa de la Iglesia; en una palabra, se han renovado con mayor aspereza los principios y actuación de los regalistas. Todo esto no es sino violar los sacrosantos derechos de la Iglesia; y de ello se han derivado inmensos daños para la sociedad civil, por su oposición abierta a la divina voluntad. Porque, la verdad es que Dios, soberano autor del universo, que con suma providencia puso -al frente de la humana sociedad- la potestad civil y la eclesiástica, quiso también que permanecieran distintas, no las quiso separadas, ni tampoco en mutuo conflicto. Más aún, como la voluntad de Dios mismo, así también la común utilidad de la humana sociedad requiere absolutamente que la autoridad civil, al regir y gobernar, se mantenga en armonía con la eclesiástica. Tenga, pues, sus derechos y sus deberes el Estado; los tiene también la Iglesia; mas todo ello de modo tal que uno y otro estén unidos por vínculos de concordia. 

   Así es como en las relaciones entre Iglesia y Estado tendrá fin aquella tensión, que al presente las perturba, impróvida por muchas razones, y deplorada por todos los buenos. Y a la par se logrará que, sin confundirse ni separarse la naturaleza de ambos, los ciudadanos den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mat. 22, 21).

La obra nefasta de la Masonería.

   Muy grande es el daño que a la unidad religiosa viene de la secta de la Masonería, cuya funesta fuerza hace ya tanto tiempo que pesa sobre las naciones, singularmente sobre las católicas. Gozando de la perturbación de los tiempos, audaz por el crecer de su poderío y por el éxito de sus intentos, se empeña por todos medios en confirmar y ensanchar aun más su propio dominio. Ya de los escondrijos y de las celadas salió a plena luz; y, como desafiando a Dios mismo, se ha asentado en esta misma Roma, capital del catolicismo.

   Y, lo que es peor, doquier que pone su pensamiento, se introduce por todas las clases e instituciones sociales, atenta solamente a dominarlas y señorearlas. Gravísimo daño en verdad: clara es la malicia de sus principios, y la perversidad de sus intentos. 

   So pretexto de defender los derechos del hombre y restaurar la civil coexistencia, ataca encarnizadamente al catolicismo; rechaza la revelación; los deberes religiosos; trata con todo vilipendio los sacramentos y todas las cosas sagradas, que califica de supersticiones; cuanto al matrimonio, a la familia, a la educación de la juventud, a toda institución privada o pública, cuida bien de arrancarles su impronta cristiana, y borra del corazón de los pueblos toda reverencia a la autoridad humana y a la divina. 

   Proclama el culto de la naturaleza, y que solamente por los principios de ésta se ha de regular la verdad, la honestidad, la justicia. Así es como, con toda certeza, el hombre viene como devuelto de nuevo a las costumbres del vivir pagano, más corrompido todavía por el refinamiento de los placeres. 

   Aunque sobre esta materia ya otras veces hemos alzado con energía Nuestra voz (3), sentimos, sin embargo, deber de Nuestro apostólico Ministerio el insistir una vez más, y con la mayor seriedad, en avisar que en peligro tan grave son pocas las cautelas todas. Que Dios, en su bondad, confunda propósitos tan nefarios, mas vea seriamente el pueblo cristiano y comprenda que debe sacudir, ya de una vez, yugo tan indigno como el de la secta; cuiden, sobre todo, de sacudirlo con más empeño los que más se resienten de su opresión, esto es, los pueblos de Italia y de Francia. Los medios y maneras con que mejor puedan hacerlo, ya Nos mismo lo indicamos. Ni es incierta la victoria, si se confía en Aquel que es guía y que dijo: Yo he vencido al mundo (Jo., 16, 33)

Vencidos el regalismo y la masonería, surgirían las ventajas; la primera, el trabajo de la Iglesia en libertad..

   Desaparecidos ambos peligros, un  vez vueltos a la unidad de la fe los Estados y las Naciones, grande sería el remedio eficaz para los males y grande la abundancia de bienes. Señalemos los principales.

  Primero, la dignidad de la Iglesia y de su actuación: volvería ella a tener el grado de honor que le es debido; y, al no ser ya ni odiada ni impedida, recorrería su camino comunicando la verdad y la gracia del Evangelio a todos, con suma ventaja para las naciones mismas. Porque, al estar destinada por Dios para guía y maestra de los hombres, se encuentra ella en grado de prestar el más eficaz concurso al bien común en medio de las graves transformaciones de los tiempos, a resolver los más complicados problemas sociales, y promover la rectitud y la justicia, bases inconmovibles de los Estados.

Segunda ventaja: el acercamiento de las naciones, alejando el espectro de un conflicto. La guerra fría.

   Además, se impulsaría en forma preclara la unión entre las naciones,  que tan de desear es en nuestros tiempos, a fin de conjurar los horrores de la guerra. 

   Contemplamos ahora mismo la situación de Europa. Hace ya muchos años que se vive en una paz más aparente que real. Dominadas por las mutuas desconfianzas y sospechas, casi todas las naciones luchan a porfía febrilmente en la carrera de los armamentos. La inexperta juventud, alejada de la paternal vigilancia y dirección, se ve lanzada en medio de los peligros de la vida militar; en la flor de la edad y de su vigor, del cultivo de los campos, de la paz de los estudios, de los negocios, de las artes, es arrancada y lanzada a las armas. Y, en consecuencia, los erarios se hallan agotados por los enormes dispendios, aniquiladas las riquezas públicas, disminuidas las fortunas familiares; y, en consecuencia, tal estado de paz armada ha llegado ya a ser casi intolerable. Pero ¿será tal la naturaleza de la humana sociedad? Salir, pues, de semejante estado y conseguir la verdadera paz no puede lograrse sino por beneficio de Jesucristo. Para refrenar la ambición y la codicia, así como las rivalidades, que son las antorchas que encienden la guerra, nada vale tanto como las virtudes cristianas, sobre todo la justicia: gracias a ésta se mantienen intactos los derechos de cada nación y la santidad de los tratados, y duran estables los vínculos de la fraternidad humana, cuando en los ánimos está grabada aquella verdad, que la justicia hace grandes a las naciones (Prov. 14, 34)

La cuestión social y política en el interior. El papel de la Iglesia.

   Y no será otra la condición en el interior de los Estados, donde la salvaguardia del bien público quedará mucho más asegurada y firme que lo fuera por las leyes o las armas. Nadie deja de ver cómo cada día creen amenazadores los peligros de la pública seguridad y tranquilidad, mientras, por desgracia, la frecuencia de los más atroces crímenes es testimonio de que las sectas subversivas están conspirando para ruina y destrucción de todos. 

   Con encendido calor se debaten hoy los dos problemas de la cuestión social, y la política. Gravísimas, en verdad, las dos. 

   Por más que a ambos problemas se les hayan dedicado, para resolverlos con sabia prudencia, loables estudios, modificaciones y ensayos, nada tan oportuno como educar las muchedumbres en el sentimiento recto del deber, por principio interno de la fe cristiana. 

   Del problema social tratamos ya de propósito en este sentido, no hace mucho, buscando los verdaderos principios en el Evangelio y de la razón natural (Cf. Rerum novarum.). 

   En cuando al problema político, que se agita tratando de conciliar la libertad con la autoridad, que muchos confunden en la teoría y, lo que es mucho peor, separándolas de hecho, tan sólo de la revelación puede lograrse un oportuno auxilio. Porque, puesto y reconocido universalmente que, en cualquier forma de gobierno, la autoridad viene sólo de Dios, pronto la razón encuentra legítimo en los unos el derecho de mandar, y connatural en los otros el deber de obedecer, sin que esto sea disconforme a la dignidad personal, porque se obedece más bien a Dios que al hombre. Dios hará juicio severísimo a los que tienen autoridad (Sabiduría, 6, 6), siempre que no le representen a El con rectitud y con justicia. 

   La libertad, además, de los individuos no podrá ser sospechosa ni odiada por nadie, porque, sin dañar a ninguno, su acción no se alejará de la verdad, de la rectitud, de todo cuanto va ligado a la tranquilidad pública. 

   Por último, si se reflexiona en todo lo que puede la Iglesia, madre y reconciliadora de los pueblos y de los príncipes, nacida para ayudar a unos y a otros con la autoridad y con su consejo, entonces será muy evidente cuánto contribuya a la común salvación el que las gentes todas sometan su ánimo a los mismos principios y a la profesión misma de la fe cristiana.

Estado ideal de cosas gracias al cristianismo.

   Pensando Nos en todas estas cosas con inflamado deseo, vemos ya de lejos el orden de cosas que reinaría doquier, y sentimos la más dulce alegría al contemplar los bienes que de allí se derivarían. Apenas puede imaginarse el feliz progreso que toda grandeza y prosperidad lograría inmediatamente doquier que, reordenadas las cosas en tranquilidad y en paz, se promovieran los nobles estudios literarios, y, además, se constituyeran cristianamente, o multiplicadas según Nuestros documentos, las sociedades de agricultores, obreros, industriales, por medio de las cuales sea comprimida la voraz usura y ampliado el campo de los útiles trabajos.

El funesto influjo de las luchas religiosas.

   Abundancia tal de semejantes beneficios ya no quedaría limitada a los confines de las naciones civilizadas y cultas, sino que, a guisa de abundantísimo río, se expansionaría por todas partes. Porque no ha de olvidarse lo que al principio ya dijimos, esto es, que gentes innumerables, ya desde hace muchos siglos, se hallan suspirando por que les llegue la luz de la verdad y de la civilización. En verdad que, en lo que toca a la eterna salvación de las naciones, los designios de la mente divina se hallan muy alejados de la inteligencia humana: sin embargo, si todavía por las más diversas regiones de la tierra se halla tan difundida la infeliz superstición, ello ha de atribuirse precisamente en no pequeña parte a las diferencias surgidas por motivos religiosos. Y en verdad, si es dado a la mente humana el discurrir por los acontecimientos, la misión de Dios confiada a Europa parece haber sido ésta, la de propagar por todo el mundo la verdad de la religión cristiana y su civilización. Los comienzos y progresos de empresas tan magnífica, laboriosamente realizados en los tiempos pasados, caminaban hacia los más alegres incrementos, cuando en el siglo XVI surgió improvisada discordia. Desgarrada la cristiandad por disputas y disensiones, debilitada Europa en su vitalidad por las luchas y las guerras, se resintieron las sacras misiones en la forma más funesta. Y ahora, pues que duran todavía las causas de la discordia, ¿por qué maravillarse de que parte tan grande de los hombres continúe sojuzgada, esclava de bárbaras costumbres y de ritos irrazonables? 

   Con todo empeño y como a porfía dediquémonos todos, por lo tanto, a restablecer la antigua concordia, en pro del bien común. Para tal fin, y para ensanchar ampliamente los beneficios de la religión cristiana, parecen todavía muy oportunos los tiempos; porque el sentimiento de la fraternidad humana nunca jamás antes penetró tan profundo en los espíritus, y jamás en época alguna se vio al hombre caminar con tanto entusiasmo en busca de sus semejantes, a fin de conocerles y de ayudarles. Con increíble celeridad se recorren las mayores distancias por tierra y por mar; de donde vienen sumos beneficios, no sólo para el comercio y para las investigaciones científicas, sino también para que desde el nacimiento del sol hasta su ocaso se propague la palabra de Dios (Ps. 49, 1; 112, 3; Malaq. 1. 11).

En Cristo está la gracia y el bienestar.

   Ciertamente no ignoramos cuán largo sea el trabajo y cuán arduo habrá de ser hasta que se reconstruya el suspirado orden de las cosas; y hasta tal vez no faltará quien juzgue excesivas Nuestras esperanzas, como si se tratara de cosas que sean más de desear que de esperar. Pero es que Nos colocamos toda esperanza, toda confianza en Jesucristo Salvador del linaje humano, recordando muy bien cuántas y cuán grandes cosas llegaron a triunfar en otro tiempo por la necedad de la Cruz (1 Cor. 1, 18) y de su predicación, para estupor y confusión de la humana sabiduría del mundo (1 Cor. 1, 20; 2, 6; 3, 19).

   Conjuramos de modo especial a los Príncipes y a los gobernantes, apelamos a su prudencia política y a su amorosa preocupación por los pueblos, a que quieran ponderar la verdad de Nuestros pensamientos, y a que con el favor de su autoridad los secunden. Aunque se recogiese sólo una parte de los frutos ansiados, no sería sino un gran beneficio en medio de una decadencia tan universal, cuando al insoportable peso de lo presente acompaña el terror de lo futuro.

   El fin del pasado siglo dejó a Europa agotada por las ruinas y temblorosa por las revoluciones. Al contrario, el siglo que está acabando, ¿por qué no deberá trasmitir como herencia al género humano auspicios de concordia, con la esperanza de los bienes inestimables que se encierran en la unidad de la fe cristiana?

Auspicios y Bendición Apostólica.

   Dios, rico en misericordia (Act. 1, 7), en cuyo poder están los tiempos y los momentos, favorezca benigno Nuestros votos y Nuestros deseos, y se apresure a concedernos con su benignidad suma el cumplimiento de aquella promesa de Jesucristo, de que habrá un solo rebaño y un solo pastor (Jo. 10, 16)


Dado en Roma, junto a San Pedro, a 20 de junio de 1894, de Nuestro Pontificado año décimoséptimo.





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