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jueves, 15 de junio de 2017

Dom Gueranger. La Fiesta del Corpus Christi





"Año Litúrgico"
Dom Gueranger



FIESTA DEL CORPUS CHRISTI


El Santísimo Sacramento en el Centro de la Liturgia

La luz del Espíritu Santo, que vino a aumentar en la Iglesia la inteligencia siempre viviente del misterio de la augusta Trinidad, la lleva a contemplar en seguida esta otra maravilla que concentra ella misma todas las operaciones del Verbo encarnado, y nos conduce desde esta vida a la unión divina. El misterio de la Sagrada Eucaristía va a aparecer en todo su esplendor, y es importante disponer los ojos de nuestra alma para recibir saludablemente la irradiación que nos aguarda. Lo mismo que no hemos estado nunca sin la noción del misterio de la Santísima Trinidad, y que nuestros homenajes se dirigen siempre a ella; así también la Sagrada Eucaristía no ha dejado de acompañarnos en todo el curso de este año litúrgico, ya como medio de rendir nuestros homenajes a la suprema Majestad, ya como alimento de la vida sobrenatural. Podemos decir que estos dos inefables misterios nos son conocidos y que los amamos; pero las gracias de Pentecostés nos han abierto una nueva entrada en lo más íntimo que tienen; y, si el primero nos pareció ayer rodeado de los rayos de una luz más viva, el segundo va a brillar para nosotros con un resplanidor que los ojos de nuestra alma nunca habían recibido.

Siendo la Santísima Trinidad, como hemos hecho ver, el objeto esencial de toda la religión, el centro a que vienen a parar todos nuestros homenajes, aun cuando parezca que no llevamos una intención inmediata, se puede decir también que la Sagrada Eucaristía es el más precioso medio de dar a Dios el culto que le es debido, y por ella se une la tierra con el cielo. Es, pues, fácil, penetrar la razón del retraso que la Iglesia tuvo en la institución de las dos solemnidades que suceden inmediatamente a la de Pentecostés. Todos los misterios que hemos celebrado hasta aquí, estaban contenidos en el augusto Sacramento, que es el memorial y como el resumen de las maravillas que el Señor hizo por nosotros1. La realidad de la presencia de Cristo bajo las especies sacramentales, hizo que en la Hostia reconociésemos en Navidad al Niño que nos nació; en Pasión, la víctima que nos rescató; en Pascua, al vencedor de la muerte. No podíamos celebrar todos estos misterios sin apelar en nuestro socorro al inmortal Sacrificio, y no podía ser ofrecido, sin renovarlos ni reproducirlos.

Las fiestas mismas de la Santísima Virgen y de los Santos nos mantenían en la contemplación del divino Sacramento. María, a quien hemos honrado en sus solemnidades de la Inmaculada Concepción, de la Purificación, de la Anunciación, ¿no formó con su propia sustancia este cuerpo y esta sangre que ofrecemos sobre el altar? La fuerza invencible de los Apóstoles y de los Mártires que hemos celebrado, ¿no la sacaron del alimento sagrado que da el ardor y la constancia? Los Confesores y las Vírgenes, ¿no nos han parecido como la floración del campo de la Iglesia que se cubre de espigas y de racimos de uva, gracias a la fecundidad que le da Aquél que es la a la vez el pan y la vid?

Reuniendo todos nuestros medios para honrar a estos gloriosos habitantes de la corte celestial, hemos hecho uso de la salmodia, de los himnos, de los cánticos, de las fórmulas más solemnes y tiernas; pero como homenaje a su gloria, nada igualaba a la ofrenda del Sacrificio. Allí, entrábamos en comunicación directa con ellos, según la enérgica expresión de la Iglesia en el canon de la Misa (communicantes). Adoran ellos eternamente a la Santísima Trinidad por Jesucristo y en Jesucristo; por el Sacrificio nos uníamos a ellos en el mismo centro, mezclábamos nuestros homenajes con los suyos, y para ellos resultaba un aumento de honra y de felicidad. La Sagrada Eucaristía, Sacrificio y Sacramento, siempre nos estaba presente; y, si en estos días debemos ¡recogernos para mejor comprender la grandeza y poder infinitos, si debemos esforzarnos por gozar con más plenitud la inefable suavidad, no es un descubrimiento que se nos muestra de súbito: se trata del elemento que el amor de Cristo nos dejó preparado, y del cual usamos ya, para entrar en relación directa con Dios y rendirle nuestros deberes más solemnes y a la vez más íntimos.


Primera Fiesta del Corpus

Sin embargo, el espíritu que gobierna a la Iglesia, debía inspirarla un día el pensamiento de establecer una solemnidad particular (Aqui termina el texto de Dom Guéranger) en honor del misterio augusto en que se contienen los demás. El elemento sagrado que da a todas las fiestas del año su razón de ser y las ilumina con su propio resplandor, la Eucaristía, pedía por sí misma una fiesta en relación con la magnificencia de su objeto.

Pero esta exaltación de la Hostia, sus marchas triunfales, tan justamente caras a la piedad cristiana de nuestros días, eran imposibles en la Iglesia del tiempo de los mártires. No fueron usadas después de la victoria, porque no formaban parte en la manera y espíritu de las formas litúrgicas primitivas, que continuaron en uso por mucho tiempo. En primer lugar eran menos necesarias y como superfluas para la fe viva de aquella edad: la solemnidad del Sacrificio mismo, la participación común en los Misterios sagrados, la alabanza no interrumpida de los cantos litúrgicos que irradiaban alrededor del altar, daban a Dios homenaje y gloria, mantenían la exacta noción del dogma, y tenían en el pueblo una sobreabundancia de vida sobrenatural que ya no se encuentra en la época siguiente. El memorial divino daba sus frutos: las intenciones del Señor al Instituir el misterio, se habían cumplido, y el recuerdo de esta institución, celebrada entonces como en nuestros días en la Misa de Jueves Santo, quedaba grabada profundamente en el corazón de los fieles.


La Debilitación de la Fe

Así fué hasta el s. XIII; pero entonces, y por consecuencia del enfriamiento que constata la Iglesia a principios de este siglo-la fe se debilitó, y con ella, la robusta piedad de las antiguas naciones cristianas. En esta decadencia progresiva, que no debía detener las maravillas de la santidad individual, era de temer que el adorable Sacramento, que es el misterio de la fe por esencia, tuviese que sufrir más que ningún otro, de la indiferencia y frialdad de las nuevas generaciones. Ya en diversas partes y por inspiración del infierno, había aparecido alguna negación sacrilega de la Sagrada Eucaristía, conmoviendo a los fieles, si bien estaban aún demasiado apegados generalmente a sus tradiciones para dejarse seducir, pero que puso en guardia a los pastores y que hizo ya sus víctimas.


Las Herejías Sacramentarias

Escoto Erígena había elaborado la fórmula de la herejía Sacramentaría. La Eucaristía no era para él sino "un signo, una figura de la unión espiritual con Jesús, percibida por sola la inteligencia'". Su necia pedantería tuvo poca resonancia, y no prevaleció contra la tradición católica expuesta en los sabios escritos de Pascasio Radberto, Abad de Corbeya. Renovados en el s. xi por Berengario, los sofismas de Escoto turbaron aún más seriamente y por más tiempo la Iglesia de Francia, sin que por eso sobreviviesen a la sutil vanidad de su segundo padre. El infierno avanzaba poco en sus ataques demasiado directos aún; alcanzó mejor su fin por caminos desviados. El imperio bizantino favorecía los restos de la secta maniquea, que, mirando la carne como la obra del principio malo, arruinaba a la Eucaristía por su base. Mientras Berengario, ávido de gloria, dogmatizaba con estrépito sin provecho para el error, Tracia y Bulgaria dirigían sus apóstoles silenciosamente hacia Occidente. Lombardía, las Marcas y Toscana fueron infectadas; pasados los montes, la impura chispa cayó a la vez sobre varios puntos del reino cristianísimo. Orleans, Toulouse, Arrás, vieron el veneno entrar por sus muros. Se creyó haber sofocado el mal en su origen, con enérgicas represiones, pero el contagio se extendía a ocultas. Tomando el mediodía de Francia por base de sus operaciones, la herejía se organizó solapadamente durante todo el s. XII; tales fueron sus disimulados progresos, que quitándose la careta por fin, pretendió, a principios del s. xin, sostener con las armas en la mano sus dogmas impíos. Fueron necesarios ríos de sangre para someterla y quitarla sus plazas fuertes; y mucho tiempo aún después de la derrota de la insurrección armada, la Inquisición tuvo que vigilar activamente las provincias infectadas por el azote de los Albigenses.


La Visión de la Bienaventurada Juliana

Simón de Monforte fué el paladín de la fe. Pero al tiempo mismo en que el brazo victorioso del héroe cristiano abatía a la herejía, Dios preparaba a su Hijo, indignamente ultrajado por los sectarios en el Sacramento de su amor, un triunfo más pacifico y una reparación más completa. En 1208, una humilde religiosa hospitalaria, la Beata Juliana de Mont-Cornillon, cerca de Lie ja, tuvo una visión misteriosa en que se le apareció la luna llena, faltando en su disco un trozo. Después de dos años le fué revelado que la luna representaba la Iglesia de su tiempo, y que el pedazo que faltaba, indicaba la ausencia de una solemnidad en el Ciclo litúrgico. Dios quería dar a entender que una fiesta nueva debía celebrarse cada año para honrar solemne y distintamente la institución de la Eucaristía; porque la memoria histórica de la Cena del Señor en el Jueves Santo, no respondía a las necesidades nuevas de los pueblos inquietados por la herejía; y no bastaba tampoco a la Iglesia, ocupada por otra parte entonces por las importantes funciones de ese día, y absorbida pronto por las tristezas del Viernes Santo.

Al mismo tiempo que Juliana recibía esta comunicación, la fué mandado poner manos a la obra y hacer conocer al mundo la divina voluntad. Veinte años pasaron antes de que la humilde y tímida virgen se lanzase a tomar sobre sí tal iniciativa. Se abrió por fin a un canónigo de San Martín de Lie ja, llamado Juan de Lausanna, a quien estimaba singularmente por su gran santidad, y le pidió tratase del objeto de su misión con los doctores. Todos acordaron reconocer que no sólo nada se oponía al establecimiento de la fiesta proyectada, sino que resultaría, por el contrario, un aumento de la gloria divina y un gran bien de las almas. Animada por esta decisión, la Bienaventurada hizo componer y aprobar para la futura fiesta un oficio propio, que comenzaba por estas palabras: Animarum, cibus, del que quedan todavía algunos fragmentos,


La Fiesta del Corpus Christi

La Iglesia de Lieja, a quien la Iglesia universal debía ya la fiesta de la Santísima Trinidad, estaba predestinada al nuevo honor de dar origen a la fiesta del Santísimo Sacramento. En 1246, después de tanto tiempo y de obstáculos innumerables, Roberto de Toróte, obispo de Lieja, estableció por decreto sinodal que, cada año, el Jueves después de la Trinidad, todas las iglesias de su diócesis deberían observar en lo sucesivo, con abstención de obras serviles y ayuno preparatorio, una fiesta solemne en honor del inefable Sacramento del Cuerpo del Señor.

La fiesta del Santísimo Sacramento fué, pues, celebrada por primera vez en esta insigne iglesia, en 1247. El sucesor de Roberto, Enrique de Gueldre, guerrero y gran señor, tuvo ocupaciones muy distintas que su predecesor. Hugo de Saint-Cher, cardenal de Santa Sabina, legado en Alemania, habiendo acudido a Lieja para poner remedio a los desórdenes que se producían en el nuevo gobierno, oyó hablar del decreto de Roberto y de la nueva solemnidad. Siendo prior en otro tiempo y provincial de los P'railes Predicadores, fué uno de los que, consultados por Juan de Lausanna, habían alabado el proyecto. Consideró honroso para sí celebrar la fiesta y cantar la Misa con gran pompa. Además, por ordenanza con fecha del 29 de Diciembre de 1253, dirigida a los Arzobispos, Obispos, Abades y fieles del territorio de su legación, confirmó el decreto del obispo de Lieja, y lo extendió a todas las tierras de su jurisdicción, concediendo indulgencia de cien días a todos los que, contritos y confesados, visitasen piadosamente las iglesias en que se hacía el oficio de la fiesta, el mismo día, o la Octava. El año siguiente, el cardenal de San Jorge del Velo de Oro, que le sucedió en su legación, confirmó y renovó las ordenanzas del cardenal de Santa Sabina. Pero estos decretos reiterados no pudieron triunfar de la frialdad general; y tales fueron las maniobras del enemigo, que se sentía herido hasta lo más hondo, que después de la salida de los legados, se vió a eclesiásticos de gran renombre y constituidos en dignidad oponer a las ordenanzas sus decisiones particulares. Cuando murió la Bienaventurada Juliana, en 1258, la iglesia de San Martín fué la única en celebrar la fiesta, ella que había tenido la misión de establecerla en el mundo entero. Pero dejaba, para continuar su obra, una piadosa reclusa, por nombre Eva, que fué la confidente de sus pensamientos.


La Extensión de la Fiesta a la Iglesia Universal

El 29 de Agosto de 1261, Santiago Pantaleón subía al trono pontificio con el nombre de Urbano IV. Había conocido a la Bienaventurada Juliana cuando era Arcediano de Lieja, y había aprobado sus planes. Eva creyó ver en esta exaltación una señal de la Providencia. A instancias de la reclusa, Enrique de Gueldre, escribió al nuevo Papa para felicitarle y pedirle confirmase con su aprobación suprema la fiesta instituida por Roberto de Toróte. Al mismo tiempo, diversos prodigios, y especialmente el del corporal de Bolsena, ensangrentado por una hostia milagrosa casi a los ojos de la corte pontificia, que residía entonces en Orvieto, vinieron como a urgir a Urbano de parte del cielo y a afianzar el buen celo que antes había manifestado por la honra del Santísimo Sacramento. Santo Tomás de Aquino fué encargado de componer según el rito romano el Oficio que debía reemplazar en la Iglesia al de la Bienaventurada Juliana, adaptado por ella al rito de la antigua liturgia francesa. La bula Transiturus dió en seguida a conocer al mundo las intenciones del Pontífice: Urbano IV, recordando las revelaciones de que había tenido conocimiento en otro tiempo, establecía en la Iglesia Universal, para la confusión de la herejía y la exaltación de la fe ortodoxa, una solemnidad especial en honor del augusto memorial dejado por Cristo a su Iglesia. El día señalado para esta fiesta era la Feria quinta o Jueves después de la Octava de Pentecostés.

Parecía que la causa quedaría por fin terminada; pero los trastornos que asolaban entonces a Italia y al Imperio, hicieron olvidar la bula de Urbano IV, antes de que pudiera ser puesta en ejecución. Más de cuarenta años pasaron antes que de nuevo fuera promulgada y confirmada por Clemente V en el Concilio de Viena. Juan XXII, insertándola en el Cuerpo del Derecho en las Clementinas, la dió fuerza de ley definitiva, y tuvo así la gloria de dar la última mano, hacia el año 1318, a esta gran obra cuya conclusión había exigido más de un siglo.


El Deseo del Corazón Humano

Contra esta fiesta y su divino objeto, los hombres han repetido las palabras: ¿Cómo puede hacerse esto? ' y la razón parecía justificar sus dichos contra lo que llamaban las pretensiones insensatas del corazón del hombre.

Todo ser tiene sed de felicidad, y, con todo eso, no aspira más que al bien de que es capaz; porque la condición del bien es no encontrarse más que en la plena satisfacción del deseo que le persigue.

El hombre, como todo lo que vive alrededor suyo, tiene sed de dicha; y con todo eso, él solo en este mundo siente en sí aspiraciones que sobrepasan inmensamente los límites de su frágil naturaleza. Dios, al revelársele por sus obras, de una manera correspondiente a su naturaleza creada; Dios, causa primera y fin universal, perfección sin límites, belleza infinita, bondad suma, objeto bien digno de aquietar para siempre, colmándolos, su inteligencia y su corazón: Dios así conocido, así gustado, no basta al hombre. Este ser de la nada quiere el infinito en su sustancia; suspira por la paz del Señor y por su vida íntima. La tierra a sus ojos es desierto sin salida, sin agua para apagar su sed; "como el ciervo, exclama, busca el agua de las fuentes, así mi alma aspira a ti, oh Dios! ¡Mi alma tiene sed del Dios fuerte, del Dios vivo! ¡Oh! ¿Cuándo iré, cuándo apareceré ante la cara de Dios?"

¡Entusiasmo extraño seguramente para la fría razón! ¡Aspiraciones, al parecer, verdaderamente insensatas! Esta vista de Dios, esta vida divina, este festín cuyo alimento será Dios mismo, ¿podrá algún día hacer el hombre que estas sublimidades no queden infinitamente por encima de las potencias de su naturaleza, como de toda naturaleza creada? Un abismo le separa del objeto que le encanta, y no es otro que 1a, enorme desproporción de la nada al ser. El acto creador con toda su omnipotencia no puede por sí solo llenar el abismo; y para que la desproporción cesase de ser un obstáculo a la unión deseada, sería menester que Dios mismo salvase la distancia y se dignase comunicar a este hijo de la nada sus propias energías. Mas ¿qué es el hombre para que el Ser supremo, cuya magnificencia está por encima de los cielos, rebaje hasta él su excelencia?


Respuesta del Amor Infinito

Dios es amor; y lo admirable no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El mismo se nos haya anticipado con su amor. Ahora bien, el amor reclama la unión, y la unión requiere semejanza1. ¡Oh riquezas de la naturaleza divina, en la que se manifiestan, del mismo modo infinitos, el Poder, la Sabiduría y el Amor, que constituyen la Trinidad Augusta! ¡Gloria a Ti, Espíritu Santo, cuyo reino, apenas comenzado, ilumina con sus rayos nuestros ojos mortales! ¡En esta semana que nos ve comenzar contigo el inventario de los preciosos dones dejados en nuestras manos por el Esposo al subir al cielo 2, en este primer Jueves que nos recuerda la Cena del Señor, descubres a nuestros corazones la plenitud, el objeto, la admirable armonía de las obras que realiza el Dios uno en su esencia y trino en sus personas; en el velo de las especies sagradas ofreces a nuestros ojos el memorial vivo de las maravillas realizadas por el concierto de la Omnipotencia, la Sabiduría y el Amor! 3 La Eucaristía sola podía, efectivamente, poner en pleno esplendor el desenvolvimiento en el tiempo, la marcha progresiva de los divinos designios inspirados por el amor que los conduce hasta el fin.


Alabanza a la Sabiduría Eterna

Oh Sabiduría, salida de la boca del Altísimo, que abarcas de un extremo a otro y dispones todas las cosas con fortaleza y suavidad implorábamos en el tiempo de Adviento tu venida a Belén, la casa del pan; eran la aspiración primera de nuestro corazón. El día de tu gloriosa Epifanía manifestó el misterio de las bodas y reveló al Esposo; la Esposa fué preparada en las aguas del Jordán; cantamos a los Magos que se dirigían con presentes al festín figurativo, y a los comensales que bebían vino milagroso. Mas el agua cambiada en vino, presagiaba aun más excelsas maravillas. La viña, la verdadera viña cuyos sarmientos somos nosotros, dió flores embalsamadas y frutos de gracia y honor. El trigo abunda en los valles y éstos cantan un himno de alabanza. 

Sabiduría, noble soberana, cuyos atractivos divinos cautivan desde la infancia los corazones ávidos de la verdadera hermosura; ¡ha llegado por fin, el día del verdadero festín de las bodas! Como una madre llena de honor, acudes a alimentarnos con el pan de vida, a embriagarnos con la bebida saludable. Es mejor tu fruto que el oro y la piedra preciosa, mejor tu sustancia que la plata más pura. Los que Te comen, volverán a tener hambre; los que Te beben, no apagarán su sed. Porque tu conversación no tiene nada de amargo, tu compañía nada de hastío; contigo están la alegría y el júbilo, las riquezas, la gloria y la virtud.

En estos días que elevas tu trono en la asamblea de los santos, sondeando a placer los misterios del divino banquete, deseamos publicar tus maravillas, y en unión contigo, cantar tus alabanzas ante los ejércitos del Altísimo. Dígnate abrir nuestra boca y llenarnos de tu Espíritu, divina sabiduría, a fin de que nuestra alabanza sea digna de su objeto y abunde, conforme a tu promesa, en la boca de tus adoradores.


La Procesión 

¿Quién es ésta que viene embalsamando el desierto del mundo con una nube de incienso, de mirra y de toda suerte de perfumes? La Iglesia rodea la litera de oro en que aparece el Esposo en su gloria. Junto a El están ordenados los fuertes de Israel, sacerdotes y levitas del Señor poderosos ante Dios. Hijas de Sión, salid a su encuentro, contemplad al verdadero Salomón en el esplendor de la diadema que le puso su madre en el día de sus bodas y de la alegría de su corazón '. Esta diadema es la carne que recibió el Verbo de la purísima Virgen cuando tomó a la humanidad por Esposa2. Por este cuerpo perfectísimo y por esta carne sagrada, se perpetúa todos los días, en el altar, el inefable misterio de las bodas del hombre y la Sabiduría eterna. Para el verdadero Salomón, pues, cada día es también el día de la alegría del corazón y de goces nupciales. ¿Qué más natural que, una vez al año, la Iglesia dé libre curso a sus transportes hacia el Esposo oculto bajo los velos del Sacramento? Por esta razón el sacerdote consagra hoy dos hostias y después de consumir una, coloca la otra en la custodia, que respetuosamente llevada en sus manos, atravesará bajo palio, al canto de himnos, las filas de la muchedumbre prosternada.


Resumen Histórico

Este solemne homenaje hacia la Eucaristía, como hemos dicho más arriba, es de origen más reciente que la fiesta del Corpus. Urbano IV no habla aún en su bula de institución, en 1264. Por el contrario, Martín V y Eugenio IV, en sus Constituciones citadas anteriormente, (26 de mayo 1429 y 26 de mayo 1433), prueban que estaba en uso en su tiempo, pues conceden indulgencias a los que la siguen. El milanés Donato Bossius refiere en su crónica, que "el Jueves 29 de Mayo de 1404, se llevó solemnemente por vez primera el Cuerpo de Cristo por las calles de Pavía, como se ha usado después." Algunos autores concluyeron que la procesión del Corpus no remontaba más allá de esta fecha y debía su primer origen a la Iglesia de Pavía. Pero esta conclusión va más allá del texto sobre el que se apoya, que acaso no expresa más que un hecho de la crónica local.

En efecto, encontramos mencionada la Procesión en un título manuscrito de la Iglesia de Chartres 1330, en un acta del capítulo de Tournai 1325, en el concilio de París 1323, y en 1320 en el de Sens. Fueron concedidas indulgencias por estos dos concilios a la abstinencia y ayuno de la vigilia del Corpus, y se añade: "En cuanto a la Procesión solemne que se hace el Jueves de la fiesta llevando el Santísimo Sacramento, como parece que es por una inspiración divina por la que se ha introducido en nuestros días, no establecemos nada al presente, dejándolo todo a la devoción del clero y del pueblo". La iniciativa popular, pues, parece que tuvo gran parte en esta institución. Y así como Dios había escogido un Papa francés para establecer la fiesta, así también de Francia se extendió poco a poco por todo el Occidente este glorioso complemento de la solemnidad del Misterio de la fe. (Luego del Concilio de 1311, en que definitivamente se promulgó la fiesta, Vienne adoptó por armas el olmo coronado de un cáliz y una hostia rodeada de estas palabras: Vienna civitas sonata.)

Mas parece probable que, al principio, la Hostia no era en todos los lugares llevada al descubierto como hoy día en las procesiones, sino solamente velada o encerrada en una píxide o cajita preciosa. Así se llevaba desde el siglo xi en algunas Iglesias, en la procesión de Ramos y aun en la de Resurrección. En otro lugar hemos hablado de esas manifestaciones solemnes que, por lo demás, tenían menos por objeto honrar directamente al Santísimo sacramento, que hacer más palpable el misterio del día. De cualquier modo que sea, el uso de las custodias u ostensorios, como las llama el concilio de Colonia, año 1452, siguió de cerca el establecimiento de la nueva procesión.


Doctrina del Concilio de Trento

Con todo eso, la herejía protestante trató pronto de novedad, de superstición, de idolatría odiosa, estos desenvolvimientos naturales del culto católico inspirados por la fe y el amor. El concilio de Trento castigó con el anatema las recriminaciones de los sectarios y en un capítulo especial, justificó a la Iglesia en términos que no podemos dejar de reproducir: "El santo Concilio declara piadosa y santísima la costumbre que se ha introducido en la Iglesia, de dedicar cada año una fiesta especial para celebrar, todo lo posible, el augusto Sacramento, así como llevarle en procesión por las calles y plazas públicas con pompa y honor. Es justo que se establezcan ciertos días en que los cristianos, con una manifestación solemne y particular, den testimonio de su gratitud y piadoso recuerdo hacia el Señor y Redentor, por el beneficio inefable y divino que pone ante nuestros ojos la victoria y triunfo de su muerte. Convenía además que la verdad victoriosa triunfase de la mentira y herejía, de tal suerte que sus adversarios, en medio de tal esplendor y tan grande alegría de toda la Iglesia, o pierdan ánimos, o, llenos de confusión, vengan, en fin, a arrepentimiento"2.


Bellezas del Corpus

Mas nosotros católicos, fieles adoradores del Santísimo Sacramento, ¡"con qué alegría" exclama el elocuente Padre Fáber, "debemos contemplar esta resplandeciente e inmensa nube de gloria que la Iglesia hace hoy subir hacia Dios! ¡Sí, se diría que el mundo está aún en su estado de fervor e inocencia, primitivas! Mirad estas gloriosas procesiones que con sus estandartes resplandecientes por el sol, se desarrollan en las plazas de las opulentas ciudades, por la calles de los pueblos cristianos cubiertas de flores, bajo las bóvedas venerables de las antiguas basílicas y a lo largo de los jardines de los Seminarios, asilos de piedad. En esta aglomeración de pueblos, el color del rostro y la diversidad de lenguas no son sino nuevas pruebas de la unidad de esta fe que todos se regocijan de profesar por la voz del magnífico ritual Romano. ¡En cuántos altares de distinta arquitectura, adornados con las flores más suaves y resplandecientes, en medio de nubes de incienso, al son de cantos sagrados y en presencia de una multitud prosternada y recogida, el Santísimo Sacramento es elevado sucesivamente para recibir las adoraciones de los fieles, y descendido para bendecirlos! ¡Cuántos actos inefables de fe y de amor, de triunfo y reparación, cada una de estas cosas nos representan! El mundo entero y el aire de la primavera se llenan de cantos de alegría. Los jardines se despojan de las bellas flores, que manos piadosas arrojan al paso de Dios, oculto en el Santísimo Sacramento. Las campanas tocan a lo lejos sus graciosos carrillones. El Papa en su trono y la doncella de su aldea, las religiosas claustradas y los ermitaños solitarios, los obispos, los dignatarios y predicadores, los emperadores, los reyes y los principes, todos piensan hoy en el Santísimo Sacramento. Las ciudades se ven iluminadas, las moradas de los hombres se animan con trasportes de alegría. Es tal el gozo universal, que los hombres se entregan a él sin saber por qué, y que se comunica de rechazo a todos los corazones donde reina la tristeza, a los pobres, a todos los que lloran su libertad, su familia o su patria. Toaos estos millones de almas que pertenecen al pueblo regio y al linaje espiritual de San Pedro, están hoy más o menos preocupados con la idea del Santísimo Sacramento; de suerte que la Iglesia militante entera salta de un gozo y de una emoción semejante al oleaje del mar agitado. El pecado parece olvidado; las lágrimas mismas parecen arrancadas más bien por la abundancia dé felicidad que por la penitencia. Es una embriaguez semejante a la que transporta al alma a su entrada en el cielo; o bien se diría que la tierra se convierte en cielo, como podría suceder por efecto de la alegría de que la inunda el Santísimo Sacramento".

Durante la procesión se cantan los himnos del oficio del día, el Lauda Sion, el Te Deum, y según la duración del trayecto, el Benedictus, el Magníficat u otras piezas litúrgicas, que tienen alguna relación con la fiesta, como los himnos de la Ascensión indicados en el Ritual. De vuelta a la Iglesia, la función se acaba como las exposiciones ordinarias, con el canto del Tantum ergo, del verso y la oración del Santísimo Sacramento. Mas después de la Bendición solemne, el Diácono expone la Sagrada Hostia sobre el trono, donde los fieles la formarán, durante ocho días, una guardia amorosa y solícita.

No debemos concluir esta festividad sin mencionar, aunque sea brevemente la gran devoción que en España se viene teniendo, ya de antiguo, al Santísimo Sacramento, y el esplendor con que en siglos pasados se celebró y sigue celebrándose hoy día la gran fiesta del Corpus y su Procesión. Esta veneración hacia Jesús Sacramentado la testimoniaron de consuno el arte y la literatura. El arte nos ha legado un tesoro inmenso de custodias que son verdaderas joyas, cuajadas de primores artísticos no menos que de materias preciosas. La literatura nos ofrece una riquísima copia de Autos Sacramentales en que el ingenio y la doctrina de nuestros dramaturgos clásicos, derrochó galanuras de elocuencia y poesía e hizo de nuestro pueblo un pueblo que podríamos llamar teólogo.

Esta devoción al Santísimo, junto con la de la Inmaculada Madre del Verbo hecho Hombre, la supieron inocular nuestros misioneros en toda la América Española, que, si tenía a gala en competir antiguamente con la Madre Patria en rendir honores al Dios de la Hostia, hoy conserva todavía esa singular veneración al más augusto de los misterios del cristianismo. ¡Gloria a la España Católica, y gloria a las naciones por ella cristianizadas!







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