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lunes, 8 de junio de 2015

Cardenal Newman: Cuatro sermones sobre el Anticristo III






CUATRO SERMONES SOBRE EL ANTICRISTO

POR 

JOHN HENRY CARDENAL NEWMAN



SERMÓN TERCERO
LA CIUDAD DEL ANTICRISTO


“La mujer que has visto es aquella gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra”(1). De este modo el Ángel interpreta ante San Juan la visión de la Gran Ramera, la encantadora, que sedujo a los habitantes de la tierra. La ciudad de la que se habla en estos términos evidentemente Roma, que era entonces la sede del imperio que dominaba toda la tierra, cuyo poder era supremo aun en Judea. Escuchamos hablar de los romanos a lo largo de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Nuestro Salvador nació cuando Su madre, la Santísima Virgen, y José, fueron llevados a Belén para pagar impuesto al gobernador romano. Fue crucificado bajo Poncio Pilato, el gobernador romano. San Pablo fue protegido en reiteradas oportunidades por su condición de ciudadano romano; por otra parte, fueron los gobernadores romanos quienes lo capturaron e hicieron prisionero hasta que por fin fue enviado a Roma, ante el emperador, y allí fue martirizado junto con San Pedro. Por lo tanto la soberanía, de Roma en la época en que Cristo y sus Apóstoles predicaron y escribieron, un hecho de notoriedad histórica, es también patente en el mismo Nuevo Testamento. Sin lugar a dudas, a esto se refiere el Ángel cuando habla de “la gran ciudad que reinó sobre la tierra”.

La conexión de Roma con el reino y las gestas del Anticristo es un tema tan presente en las controversias de hoy en día, que puede valer la pena considerar, luego de todo lo que he dicho acerca del último enemigo de la Iglesia, lo que las profecías escriturísticas dicen con relación a Roma. Esto es lo que intentaré hacer, como antes, bajo la guía de los primeros Padres.


1

Observemos qué es lo que se dice boca del Ángel con relación a Roma, en el pasaje más arriba citado, y qué es lo que podemos deducir de ello.

Esta gran ciudad es descrita bajo la imagen de una mujer, cruel, disoluta e impía, ataviada de esplendor mundano, en púrpura y escarlata, en oro, piedras preciosas y perlas, esparciendo y bebiendo la sangre de los santos, hasta embriagarse con ella. Más aún, ella es llamada “Babilonia la Grande”, para significar su poder, riqueza, profanidad, orgullo, sensualidad y espíritu perseguidor, según el modelo de aquél antiguo enemigo de la Iglesia. No necesito explicar acá cómo todo esto responde perfectamente al carácter y a la historia de la Roma del tiempo en que habla San Juan. Nunca hubo un pueblo más ambicioso, arrogante, duro de corazón y mundano que el romano; nunca lo hubo, pues ningún otro pueblo tuvo la oportunidad de perseguir hasta tal punto a la Iglesia. Los cristianos sufrieron diez persecuciones terribles que extendieron durante más de doscientos cincuenta años. No alcanzaría el día para llevar la cuenta de las torturas que sufrieron por parte de Roma, de tal modo que la descripción del Apóstol tuvo posteriormente, como profecía, un cumplimiento tan notable, como precisa había sido en su momento bajo la forma de relato histórico.

Esta ciudad culpable, representada por San Juan como una mujer depravada, está sentada sobre “un monstruo color escarlata, repleto de nombres de blasfemia, que tiene siete cabezas y diez cuernos”(2). De aquí somos conducidos al capítulo séptimo Daniel, en el cual los cuatro grandes imperios del mundo son representados bajo la figura de cuatro bestias: un león, un oso, un leopardo y un monstruo innominado, “diverso” del resto, “espantoso y terrible, y tremendamente fuerte”; “que tenía diez cuernos”(3). Ésta es ciertamente la misma bestia de San Juan vio: los diez cuernos la caracterizan. Ahora bien, la cuarta bestia la profecía de Daniel es un Imperio romano; por lo tanto, “la bestia”, en la cual la mujer está sentada, es ese mismo Imperio. Y esto concuerda en forma muy precisa con lo sucedido históricamente, puesto que Roma, la señora del mundo, se sentó y fue llevada triunfalmente por ese mismo mundo que ella había sometido, domado y hecho su criatura.

Además el profeta Daniel interpreta qué los diez cuernos del monstruo son “diez reyes que surgirán”(4) a partir de este Imperio; con lo cual concuerda San Juan al decir: “los diez cuernos que has visto son diez reyes que todavía no han recibido reino alguno, pero que recibirán poder como reyes durante una hora con la bestia”(5). Por otra parte, en una visión anterior, Daniel habla del Imperio como destinado a ser “dividido”, “en parte fuerte y en parte frágil”(6). Más aún, este Imperio, la bestia de carga de la mujer, por fin se levantará contra ella y la devorará, como un animal salvaje que se rebela contra su amo, y esto deberá suceder durante su estado y dividido o múltiple. Estos diez cuernos que has visto la aborrecerán y la dejarán sola y desnuda, y devorarán su carne y la consumirán por el fuego”(7). Ése será el fin de la gran ciudad. Finalmente, tres de los reyes, tal vez todos, serán sometidos por el Anticristo, quién aparecerá cuando ellos estén en el poder, pues ése es el curso de la profecía de Daniel: “Otro se levantará luego de ellos, y será diferente de los primeros y subyugará a tres reyes. Y proferirá palabras arrogantes contra el Altísimo oprimirá a los santos del Altísimo y pretenderá mudar los tiempos y las leyes; y ellos serán entregados en su mano hasta un tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo”(8). Este poder que surgirá por sobre los reyes es el Anticristo; y desearía que observéis cómo Roma y el Anticristo se relacionan mutuamente en la profecía. Roma caerá antes del surgimiento del Anticristo, puesto que los reyes destruirán Roma, y luego el Anticristo aparecerá y suplantará a los reyes. Por lo que podemos juzgar a partir de las palabras, esto parece claro. Primero, San Juan dice: Los diez cuernos odiarán y devorarán” a la mujer; en segundo lugar, Daniel dice: “Yo contemplaba los cuernos, y he aquí que surgió de entre ellos otro pequeño cuerno”, esto es el Anticristo, “ante el cual (o junto al cual) tres de los primeros cuernos fuera arrancados de raíz”(9).


2

Consideremos ahora hasta que punto estas profecías se han cumplido, y qué resta por cumplirse.

En primer lugar,  el Imperio romano se ha quebrado como estaba predicho. Se dividió en un número de reinos independientes, tales como el nuestro, Francia, y otros más; pero todavía es difícil numerar diez exacta y precisamente. En segundo lugar, aunque Roma ciertamente ha sido desolada del modo más pavoroso y miserable, todavía no ha padecido exactamente sufrimientos por parte de diez secciones de su antiguo imperio, sino de bárbaros que cayeron sobre ella desde regiones externas. En tercer lugar, todavía existe como ciudad, mientras que, según la profecía, debería ser “desolada, devorada y consumida por el fuego”. Y en cuarto lugar, existe un punto de la descripción de la ciudad impía que permanece prácticamente incumplido en el caso de Roma. Ella deberá tener “en su mano una copa de oro llena de abominaciones”, y deberá “embriagar a todos los habitantes de la tierra con el vino de su fornicación”(10), expresión que sin lugar a dudas denota algún tipo de seducción o de engaño que le será permitido practicar sobre el mundo, y que todavía no se ha cumplido, en el caso de esa gran ciudad imperial sobre las siete colinas de la palabra San Juan. Por lo tanto hay aquí cuestiones que requieren alguna consideración.


Digo que, hasta el presente, el Imperio romano no ha sido verdaderamente dividido en diez partes. El profeta Daniel es conspicuo entre los escritores inspirados por la claridad y exactitud de sus predicciones; tan es así que algunos incrédulos, superados por la verdad de las mismas, sólo pueden refugiarse en la suposición indigna, irracional e insostenible de que fueron escritas luego de que los hechos que pretenden vaticinar. Pero en el caso de los diez reyes, no tenemos ese exacto cumplimiento histórico; en consecuencia, debemos suponer que todavía no ha ocurrido. Esto concuerda con la antigua creencia de que dichos reyes debían aparecer hacia el fin del mundo, y sólo por un corto tiempo, hasta el advenimiento del Anticristo. De hecho, ha habido aproximaciones al número diez, pero más no puedo decir al respecto.

Veamos ahora cómo el actual estado de cosas se corresponde con la profecía y con la antigua interpretación de la misma. Es difícil decir si el Imperio romano ha desaparecido o no; en un sentido ya no existe, puesto que no se puede asignar una fecha en la cual haya llegado a su fin, y mucho puede decirse acerca de los varios sentidos según los cuales puede ser considerado como aún existente, aunque un estado mutilado y decaído. Pero si esto es así, y si debe culminar en diez vigorosos reyes como dice Daniel, entonces un día debe revivir. Veamos ahora cómo la descripción profética da cuenta de este hecho.

“La bestia salvaje”, esto es, el Imperio romano, “el monstruo que tú has visto, era y ya no es, y ascenderá del abismo, y avanza hacia su perdición”(11). Nuevamente se hace mención del “Monstruo que era, y ya no es y sin embargo es”. Nuevamente se nos dice en forma expresa que los diez reyes y el Imperio surgirán juntos; los reyes aparecerán al tiempo de la resurrección del monstruo, no durante su estado lánguido y aletargado. “Los diez reyes (...) no han recibido aún el reino, pero recibirán poder como reyes junto con la bestia sólo por una hora”(12). Por lo tanto, sin el Imperio romano todavía está postrado, los diez reyes no han surgido aún; y si los diez reyes no han aparecido, los llamados a destruir a la mujer, y la sentencia definitiva sobre Roma, todavía no han llegado.


3

En consecuencia, el juicio pleno sobre Roma todavía no se ha realizado; sin embargo, sus sufrimientos y los de su Imperio han sido muy severos. San Pedro parece predecirlos como inminentes en su primera epístola. Parece sugerir que la visita de nuestro Señor, que estaba comenzando en ese momento, no era una venganza local o momentánea sobre un pueblo o ciudad particular, sino un juicio solemne extendido sobre toda la tierra, pero que debía comenzar en Jerusalén. “El tiempo ha llegado -dice- en que el juicio debe comenzar por la casa de Dios [en la ciudad santa]; y si primero comienza entre nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen el Evangelio de Dios? Y si los justos apenas serán salvos [o sea, el resto que debía salir de Sión; de acuerdo con la profecía aquella simiente elegida de la Iglesia judía que recibió a Cristo cuando Él vino, y que tomó el nuevo nombre de Cristianos, y creció y se desplegó en una Iglesia nueva, o en otras palabras, los elegidos, de los cuales nuestro Salvador dice que estarán involucrados en todas las persecuciones y castigos del pueblo elegido, y que al mismo tiempo serán preservados hasta el fin], si los justos apenas serán salvos, ¿qué será del impío y del pecador? [o sea, los hablantes del mundo y general]”(13).

Nos encontramos entonces con una alusión a la presencia de un terrible flagelo que se abatía en aquel momento sobre el mundo impío, comenzando por la apóstata Jerusalén. Y de hecho, así ocurrieron las cosas: la venganza cayó primero sobre la ciudad santa, que fue destruida por los romanos, luego se desató sobre los ejecutores mismos(14). El imperio se desorganizó y se partió en pedazos en medio de disensiones e insurrecciones, plagas, hambrunas y terremotos, mientras innumerables hordas de bárbaros lo atacaban por el norte y por el este, despedazándolo y quemando y saqueando a la misma Roma. El juicio que comenzó en Jerusalén recorrió el mundo por siglos y siglos, hasta que por fin llegó a su cumplimiento hiriendo a la arrogante señora de las naciones, la mujer culpable montada sobre el cuarto monstruo que vio Daniel. Mencionaré una o dos de estas terribles devastaciones. 

Hordas de bárbaros invadieron el mundo civilizado, el imperio romano. Una multitud -aunque la palabra multitud es muy débil para describirlos- invadió Francia(15), que vivía en paz y prosperidad bajo la sombra Roma. Asolaron e incendiaron la ciudad y el campo. Diecisiete provincias fueron convertidas en un desierto. Ocho ciudades metropolitanas fueron incendiadas y destruidas. Multitudes de cristianos perecieron aun dentro de las iglesias. 

La feraz costa de África fue escenario de otra de estas invasiones(16). Los bárbaros no dieron cuartel a nadie que se les opusiese. Torturaron a sus cautivos, sin importarles edad, rango o sexo, para forzarlos a descubrir sus riquezas. Trasladaron los habitantes de las ciudades a las montañas. Saquearon las iglesias. Tan completa fue la destrucción que ni los árboles frutales escaparon a ella.

Con respecto a los castigos inflingidos por manos de la naturaleza mencionar sólo tres de entre muchos otros. Primero, una inundación del mar en todas partes del imperio Oriental; el agua cubrió la costas dos millas tierra adentro, arrasando con las casas y los habitantes a lo largo de miles de millas. Una gran ciudad [Alejandría] perdió cincuenta mil personas(17).

Segundo, una serie de terremotos, algunos de los cuales fueron sentidos en todo el imperio. Constantinopla fue sacudida durante más de cuarenta días. En Antioquía 250.000 personas perecieron en otro terremoto.

Tercero, una plaga que se extendió (languideciendo y reviviendo) durante cincuenta y dos años. En Constantinopla, durante tres meses murieron diariamente cinco mil personas, y hacia el final final diez mil. Todos estos datos los tomo de un escritor moderno que no es favorable al Cristianismo, ni crédulo en materia de testimonios históricos. En algunas regiones la población fue arrasada y no se ha recuperado hasta nuestros días(18).

Tales fueron los flagelos con los cuales la cuarta bestia de la visión de Daniel fue humillada, “los terribles azotes del Señor Dios, la espada, el hambre y la peste”(19). Tal fue el proceso por el cual “aquel que le retiene”, (en el lenguaje San Pablo) comenzó a “ser retirado”(20), aunque no del todo hasta hoy.

Y mientras el mundo era así atormentado, no lo era menos la orgullosa ciudad que lo había regido. Roma fue tomada por asalto y saqueada tres veces. Los habitantes fueron asesinados, hechos cautivos, u obligados a dispersarse por toda Italia. Él oro las joyas de la reina de las naciones, su púrpura y sedas preciosas, y sus obras de arte, fueron robadas o destruidas.


4

Estos sucesos grandiosos y notables ciertamente forman parte del predicho juicio sobre Roma, pero al mismo tiempo no llegan a realizar exactamente la profecía, la cual dice expresamente por un lado, que las diez porciones del mismo Imperio que había casi muerto, se levantarán contra ciudad, “y la dejarán sola y desnuda y la consumirán por el fuego”(21), lo que todavía no han hecho. Por otra parte, está profetizado que la ciudad experimentará una total destrucción, lo que todavía no le ha ocurrido, puesto que aún existe. Las palabras de San Juan acerca de este punto son claras y precisas. “Babilonia la grande ha caído, ha caído; y se ha convertido en morada de demonios, en guarida de espíritus inmundos, en guarida de toda clase de aves inmundas y detestables”(22); palabras que parecen referirse a la maldición lanzada contra la verdadera Babilonia, y sabemos cómo se realizó dicha maldición. El profeta Isaías había dicho que en Babilonia “morarán bestias salvajes del desierto y sus casas se llenarán de creaturas lastimosas, y habitarán ahí búhos, y los sátiros [o sea los demonios] danzarán allí(23), incluso es difícil  decir donde estaba ubicada realmente,  tan grande es su desolación. San Juan parece predecir dicha desolación con relación a la ciudad criminal y perseguidora que estamos considerando; y a pesar de lo que ya ha sufrido, dicha ruina no ha caído sobre ella todavía. De nuevo, “ella será completamente consumida  por el fuego, pues fuerte es el Señor Dios quien la ha juzgado”(24). Sin dudas, esto implica destrucción total, aniquilación. Y nuevamente, “un ángel poderoso tomó una roca, como una gran piedra de molino, y la arrojó al mar, diciendo: “Así de golpe, será arrojada Babilonia la gran ciudad, y nunca jamás será hallada”(25).

Quisiera agregar a todos estos pasajes la siguiente reflexión. Indudablemente la Escritura habla de Roma como de un enemigo más inveterado de Dios y de sus santos que la misma Babilonia; habla de ella como la impureza y ruina del mundo. Luego, si Babilonia ha sido completamente destruida, con mucha más razón es dable conjeturar que Roma será destruido un día.

Inclusive podemos observar que hombres santos de la primitiva Iglesia ciertamente pensaron que las invasiones bárbaras no eran todo lo que Roma debía recibir en concepto de venganza, sino que Dios un día la destruiría  por la furia de los elementos. “Roma -dice el Papa Gregorio. en momentos en que un conquistador bárbaro había tomado posesión de la ciudad, y todo parecía indicar su destrucción-, no será destruida por las naciones mas se consumirá internamente por tormentas de rayos, torbellinos y terremotos”(26). Concuerda con esto la profecía adjudicadas a San Malaquías de Armagh, un arzobispo medieval (1130 d.C), quien declara: “En la última persecución de la Santa Iglesia, Pedro de Roma ocupará el trono y apacentará su rebaño en medio de numerosas tribulaciones. Cuando éstas hayan finalizado, la ciudad sobre las siete colinas será destruida, y el juez tremendo juzgará al pueblo.”


5

Esto es lo que puede decirse desde un punto de vista, pero también algo puede decirse desde otro; no ciertamente mostrar que la profecía se ha cumplido en su totalidad, sino que, ésto supuesto, aquello que todavía debe cumplirse no concierne a Roma sino a algún otro objeto u objetos de la ira divina. Explicaré en dos puntos aquello que quiero decir.

En primer lugar, ¿Por qué Roma no ha sido destruida todavía? ¿Por qué razón los bárbaros no la aniquilaron? Babilonia sucumbió bajo la mano de vengador enviado contra ella;  Roma, no ¿Por qué razón? Puesto que si ha habido algo que difiriese la venganza destinada a Roma, podría ser que dicho obstáculo actuase todavía y retuviese la mano levantada de la cólera divina hasta que venga el fin. La causa de esta inesperada prórroga parece ser simplemente la siguiente: cuando los bárbaros cayeron sobre Roma, Dios tenía un pueblo en esa ciudad. Babilonia era una mera prisión de la Iglesia, Roma la había recibido como huésped. La Iglesia moraba en Roma, y mientras sus hijos sufrían en la ciudad pagana a manos de los bárbaros, al mismo tiempo ellos fueron la vida y la sal de la ciudad de sus padecimientos. 

Los cristianos entendieron esto en su momento y sacaron provecho de su situación. Recordaron la intercesión de Abraham por Sodoma y el anuncio misericordioso que Dios les hizo: de haber existido diez hombres justos en ella, la ciudad se había salvado(27).

Cuando la ciudad fue sitiada, amenazada y, finalmente, vencida, los paganos gritaron que el Cristianismo era la causa de esto. Dijeron que siempre habían florecido bajo sus ídolos, y que estos ídolos o demonios (ellos les llamaban dioses) estaban disgustados debido al número de romanos que se habían convertido a la fe del Evangelio, y que en consecuencia se había vengado abandonándolos a sus enemigos. Por otra parte, se burlaron de los cristianos diciéndole: “¿Donde está ahora vuestro Dios? ¿Por qué no lo salva? Vuestra situación no es mejor que la nuestra”. Y como el mal ladrón, repetían: “Si tú eres el Cristo sálvate a Tí mismo y a nosotros”; o como la multitud: “si Él es el Hijo de Dios, que descienda de la cruz”(28).

Estas cosas ocurrieron en vida de uno de los más celebrados obispos y doctores de la Iglesia, San Agustín, quien respondió el desafío. Respondió a los paganos y también a sus hermanos, algunos de los cuales se encontraban ofendidos y golpeados por el hecho de que dichas calamidades hubiesen sobrevenido a una ciudad que se había vuelto cristiana(29). Señaló a las ciudades pecadoras que habían sido visitadas y destruidas, mientras que Roma había sido preservada. He aquí, dijo San Agustín, el completo cumplimiento de la promesa de Dios, anuncia a Abraham: por el bien de los cristianos que la habitaban, Roma fue castigada, más no destruida totalmente.

Los hechos históricos apoyan la interpretación de San Agustín. Dios dispuso en forma visible, y no solamente en su secreta providencia, que la Iglesia fuese la salvación de la ciudad. El  fiero conquistador Alarico, el primero en asaltarla, exhortó a sus tropas “a respetar las Iglesias de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, como santuarios sagrados e inviolables”. Además, ordenó que un cantidad de plata consagrada a San Pedro fuese devuelta a su Iglesia desde el sitio dónde había sido encontrada(30). 

Nuevamente, cincuenta años después, cuando Atila hacía avanzada soy la ciudad. San León, el obispo de Roma de aquel tiempo, fue a su encuentro acompañado de dos emisarios, y logró hacerlo desistir de su propósito.
Unos pocos años después, Genserico, el más salvaje de los conquistadores bárbaros, apareció delante de la ciudad inerme. El mismo intrépido prelado salió a su encuentro a la cabeza de su clero, y aunque no logró preservar a la ciudad del pillaje, pudo sin embargo obtener la promesa de que la población indefensa será perdonada, los edificios protegidos del fuego, y los cautivos no serían torturados(31). 

Y la Iglesia Cristiana protegió también de los godos, hunos y vándalos, a la ciudad culpable en la cual ella moraba. ¡Que maravillosa disposición de la divina Providencia, ostensible incluso diariamente! La Iglesia santifica al mundo y sin embargo sufre con él; compartiendo sus sufrimientos, no obstante los aliviana. En el caso que estamos considerando, ella ha    (podemos humildemente decir) suspendido hasta ahora la venganza destinada a caer sobre  la ciudad ebria de la sangre de los mártires de Jesús. Esta venganza nunca ha sido ejercida,  está simplemente suspendida; ninguna otra razón puede aducirse para explicar por qué Roma no ha caído bajo la regla general del trato que Dios dispensa a sus criaturas rebeldes, y no ha sufrido (de acuerdo con la profecía) la plenitud de la ira divina que había comenzado a descargarse sobre ella, sino que todavía se encuentra en ella una Iglesia Cristiana santificándola, intercediendo por ella, salvándola en definitiva. Consideramos, que dicha porción de la Iglesia Cristiana, con el correr del tiempo, se ha infectado con los pecados de la misma Roma, y ha aprendido a ser ambiciosa y cruel a la manera de aquellos que poseyeron la ciudad antiguamente(32). Mas si ella fuera ahora lo que algunos piensan, si fuese tan réproba como la Roma pagana misma, ¿qué detiene el juicio tiempo atrás comenzado? ¿Por qué el Brazo Vengador, que descargó su primer golpe siglos atrás, demora el segundo y el tercero, hasta que la ciudad haya caído? ¿Por qué no es Roma como Sodoma y Gomorra, si no hay en ella hombres justos?

Esta es, por lo tanto, la primera observación que deseo realizar con respecto al dicho incumplimiento de la profecía; tal vez, debido a la divina clemencia, ésta será pospuesta hasta el mismísimo fin, y nunca realizada. Acerca de esto, nada podemos saber en un sentido o en otro. 

En segundo lugar, puede considerarse que, así como Babilonia es un “tipo” de Roma, y del mundo del pecado y de la vanidad, del mismo modo Roma puede muy bien ser “tipo” de alguna otra ciudad, o de un mundo soberbio y engañoso. La mujer se dice tanto de Babilonia como de Roma, y así como ella es algo más que Babilonia –es decir Roma-, así también podría ser algo más que Roma, algo que todavía está por venir. Varias grandes ciudades de la Escritura son, en su irreligiosidad y ruina, “tipos” del mundo mismo. Su fin es descrito en figuras que sólo se aplican en su plenitud al fin del mundo; se dice que el sol y la luna caen,  que la tierra tiembla, y que las estrellas caen del cielo(33). En la profecía de Nuestro Señor, la destrucción de Jerusalén es asociada al fin de todas las cosas. Como su ruina prefigura un juicio mayor y más amplio, los capítulos a los que me he estado refiriendo pueden tener un cumplimiento ulterior, no es Roma sino en el mundo mismo, o en alguna otra gran ciudad a la cual no podemos el presente aplicarlos, o a todas las grandes ciudades del mundo en su conjunto, y al espíritu que impera en ellas: espíritu de avaricia, lujuria, autodependencia e irreligión. Y en este sentido ya se ha cumplido una parte del capitulo que estamos considerando, que no se aplica a la Roma pagana. Me refiero a la descripción de la mujer emborrachando a los hombres con su sortilegios y engaños, pues no otra cosa que una intoxicación, es ese espíritu arrogante, impío, falsamente liberal y mundano que desde las grandes ciudades se extiende por toda una nación.


6

Resumamos todo lo dicho. La pregunta que nos hemos formulado es la siguiente: ¿No es acaso cierto (como se dice y cree comúnmente) que Roma aparece en el Apocalipsis jugando un papel importante en los sucesos que tendrán lugar el fin de los tiempos por intermedio, o luego del tiempo del Anticristo? A lo que respondo del siguiente modo. El juicio de Roma ha tenido lugar en gran parte cuando su Imperio le fue quitado; las persecuciones a la Iglesia han sido en gran medida vengadas, y las profecías concernientes a ella se han cumplido. El que ella sea ulteriormente juzgada depende de dos circunstancias. Primero que Dios permita en su gran misericordia que los “hombres justos” de la ciudad, quienes la salvaron en su primer juicio, puedan hacerlo nuevamente. Segundo, que la profecía se refiera en su totalidad a Roma, o más bien a otra entidad o entidades de las cuales Roma, es un tipo. Inclusive digo que, si lo divinos oráculos afirman que Roma debe ser todavía juzgada, esto debe realizarse antes de la venida del Anticristo, pues éste deberá vencer a diez reyes, y durar por un cierto tiempo, pero son los diez reyes los que deberán destruir a Roma. Por otra parte, en todo caso parece claro que la profecía propiamente dicha todavía no se ha cumplido, no importa lo que decíamos acerca del papel que juega Roma en ella. El Imperio romano todavía no se ha dividido en diez cabezas, ni se ha levantado contra la mujer, no importa lo que ella represente, ni ella ha recibido su juicio definitivo.

Se nos advierte contra el peligro de tener parte en sus pecados y en su castigo; de ser hallados, cuando el fin sobrevenga, como meros hijos de este mundo y de sus grandes ciudades; con gustos, opiniones y hábitos propios de las mismas; con un corazón dependiente de la sociedad humana y una razón moldeada por ésta. Se nos advierte contra el peligro de encontrarnos el último día delante nuestro Juez, lleno de los bajos sentimientos, principios y fines que el mundo fomenta; con nuestros pensamientos vagando (si eso fuere entonces posible) detrás de las vanidades; con pensamientos no más elevados que la consideración de nuestras propias comodidades y ventajas; con un alivio desprecio por la Iglesia, sus ministros y sus simples; con un amor por el rango y el status, por el esplendor y las modas del mundo, con una afectación de refinamiento, una dependencia de las fuerzas de nuestra razón, una habitual autoestima y una completa ignorancia del número y atrocidades de los pecados que testifican en contra nuestra. Si somos hallados en estado cuando el fin sobrevenga, ¿dónde nos encontraremos cuando el juicio haya culminado y los santos hayan sido llevados al cielo, y haya silencio y tinieblas donde antes había alegría y expectación? ¿Podrá entonces la gran Babilonia procurarnos algún bien, como si ella fuese inmortal, así como nosotros sí lo somos?

Los hombres de hoy día(34) dan nombres seductores a los pecados y a los pecadores. Pero en aquella hora todos los ciudadanos de Babilonia aparecerán bajo su verdadera luz, aquella que la Palabra de Dios arroja sobre ellos: “perros, hechiceros, impuros, asesinos, idólatras, amigos y fautores de la mentira”(35).


John Henry Cardenal Newman, "Cuatro Sermones sobre el Anticristo", Ediciones del Pórtico, Buenos Aires, 1999. Traducción, prólogo y notas R. P. Carlos A. Baliña


Notas

1.- Ap 17, 18.
2.- Ap 17, 3.
3.- Dan 7, 7.
4.- Dan 7, 24.
5.- Ap 17, 12.
6.- Dan 2, 41-42.
7.- Ap 17, 16.
8.- Dan 7, 24-25.
9.- Dan 7, 8.
10.- Ap 17, 4, 2.
11.- Ap 17, 8.
12.- Ap 17, 12.
13.- I Pe 4, 17-18. Ver también Jer 25, 28-29; Ez 9, 6.
14.- Ver Is 47, 5-6.
15.- Estos acontencimientos tuvieron lugar en el año 407. Cfr. Gibbon, Historia de la decadencia y de la caída del Imperio Romano, vol. V, cap. 30.
16.- Año 430; op. Cit., vol. VI, cap. 33.
17.- Año 365; op. Cit., vol. IV, cap. 26.
18.- Año 540; op. Cit., vol. VII, cap. 43.
19.- Ez 14, 21.
20.- II Tes 2, 7.
21.- Ap 17, 16.
22.- Ap 18, 2.
23.- Is 13, 21.
24.- Ap 18, 8.
25.- Ap 18, 21.
26.- Gregorio Magno, Diálogos II, 15.
27.- Cfr. Gen 18, 32.
28.- Cfr. Lc 23, 39; Mt 27, 39-40.
29.- San Agustín, De Civitate Dei, 1, 1-7, PL 41, 13-20; De Urbis Excidio, PL 40, 715-724.  
30.- Cfr. Gibbon, op. Cit., vol. V, cap. 31.
31.- Cfr. Gibbon, op. Cit., vol. VI, cap. 35, 36.
32.- Recordemos que Newman pronunció estos sermones en el año 1835, diez años antes de su conversión a la Iglesia Católica [N. del t.].
33.- Cfr. Is 13, 10; Mt 24, 29.
34.- Este párrafo sólo se encuentra en la citada versión francesa [N. del T.].
35.- Ap 22, 15.


Traducción: Carlos A. Baliña


Sea todo a la mayor gloria de Dios.



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