CARTA ENCÍCLICA
COMMUNIUM RERUM
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
PÍO
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA X
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
CON MOTIVO DEL JUBILEO SACERDOTAL DEL PAPA
Y DEL OCTAVO CENTENARIO
DE SAN ANSELMO
DE SAN ANSELMO
(21 de abril de 1909)
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
1. La caridad fuente de la piedad actual del pueblo cristiano.
En medio la acerbidad de los tiempos y las recientes calamidades que oprimen de dolor Nuestro corazón, Nos alegra y anima la piedad unánime de todo el pueblo cristiano que no ha dejado de ser aún “espectáculo para el mundo, los Ángeles y los hombres[1]. Esta piedad, movida quizá con más ardor a la vista de los presentes infortunios, proviene sin embargo, como de causa única, de la caridad de Nuestro Señor Jesucristo. Pues como ninguna virtud, digna de este nombre, ha florecido en el mundo, ni puede florecer sino por Cristo, únicamente a Él se han de atribuir todos los frutos que de ella se derivan entre los hombres, aun entre aquellos que son más remisos en la fe o enemigos de la religión; en los cuales, si se encuentra algún vestigio de la verdadera caridad, se debe a la bondad que Cristo trajo a este mundo, y que no han podido aún arrancar de sí mismos ni de la sociedad cristiana.
Motivo: Agradecimiento por las manifestaciones a propósito del jubileo sacerdotal del Papa.
Al comprobar el deseo unánime de los fieles por consolar al Padre y aliviar a los hermanos en las calamidades comunes y privadas, sentimos conmover se Nuestro corazón de tal manera que no hallamos palabras con que expresar Nuestro agrade cimiento. Y aunque ya muchas veces lo hemos significado en particular a cada uno, queremos ahora dar a todos públicamente Nuestras más expresivas acciones de gracias, y en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, y por vuestro medio a todos los fieles que se hallan confiados a vuestros cuidados.
Asimismo deseamos declarar públicamente Nuestra gratitud, por tantas y tan brillantes demostraciones de amor y benevolencia, con que Nuestros queridísimos hijos celebraron en todo el mundo Nuestro jubileo sacerdotal. Todo lo cual fue muy grato a Nuestro corazón, no tanto por lo que se refería a Nosotros, sino más bien por causa de la religión y de la Iglesia, porque fue un valiente testimonio de fe, y como una demostración pública del honor debido a Cristo y a la Iglesia, por medio de la veneración de aquel, a quien el Señor ha colocado para gobernar a su familia.
Otras fiestas: Norteamérica, Inglaterra y Francia.
Pero también Nos han alegrado grandemente otros frutos que de ello se siguieron. Así, las fiestas con que varias diócesis de Norte América celebraron con religiosa solemnidad el primer centenario de su erección, bendiciendo al Señor, por haber llamado tantas almas a la luz de la verdad y al seno de la Iglesia Católica; así, el magnífico homenaje que se tributó nuevamente a Cristo, presente en la divina Eucaristía, por miles de creyentes y con la asistencia de muchos de Nuestros Venerables Hermanos y de Nuestro Legado, en la nobilísima isla de Inglaterra; y así también, el consuelo de la afligida Iglesia de Francia al contemplar los espléndidos triunfos del augusto Sacramento, especialmente en el santuario de Lourdes, cuyo quincuagésimo aniversario, celebrado con tanta solemnidad fue para Nosotros motivo de grande alegría. Por estos y otros hechos, sepan todos y entiendan los enemigos de la Iglesia, que el esplendor de las ceremonias y el culto de la Augusta Madre de Dios y los mismos filiales homenajes tributados al Sumo Pontífice, se refieren en último término a la gloria de Dios: para que Cristo sea todo, y esté en todas las cosas[2]; de modo que, establecido el Reino de Dios en la tierra, puedan lograr los hombres la salvación eterna.
2. Retorno de los hombres a Dios y adhesión de las naciones a la Iglesia.
Este triunfo de Dios sobre la tierra que debe esperarse en los individuos y en la sociedad, no es otra cosa que el retorno de los hombres a Dios, mediante Cristo, y a Cristo, mediante la Iglesia, como lo habíamos anunciado Nosotros, según el programa de Nuestro Pontificado, al dirigiros por primera vez Nuestra palabra en la Encíclica “E supremi apostolatus cathedra”[3], y como lo hemos declarado luego en diversas ocasiones. Esperamos confiados este retorno, y para que se verifique cuanto antes, dirigimos a ello Nuestros intentos y Nuestros deseos, como a un puerto, en donde se vean apaciguadas aun las tempestades de la vida presente. Y no por otro motivo, Nos han sido tan gratos los homenajes ofrecidos a la Iglesia en Nuestra humilde persona, sino porque, con la ayuda de Dios, son indicio de este retorno de las naciones a Cristo y de una más intensa y pública adhesión a Pedro y a su Iglesia.
Este grado de unión con la Sede Apostólica no existió ciertamente en todas las épocas ni en todas las clases de hombres, en la misma proporción ni con las mismas manifestaciones exteriores. No obstante, puede afirmarse con toda verdad, que por disposición especial de la divina Providencia, tanto más estrecha esta unión, cuanto más adversos, como ocurre en nuestros días, fueron los tiempos, ya para sana doctrina o la disciplina sagrada o bien para la libertad de la Iglesia. En otras épocas dieron ejemplo de unión los santos, al recrudecer las persecuciones contra la grey de Cristo cuando los vicios corrompían más al mundo, oponiendo providencialmente Dios a estos males, su virtud y su sabiduría.
3. Octavo centenario de la muerte de San Anselmo.
Entre estos santos queremos recordar ahora a uno de una manera especial, cuyo octavo centenario de su gloriosa muerte celebramos este año. Nos referimos a San Anselmo de Aosta, doctor de la Iglesia y defensor acérrimo de su doctrina y derechos, ya como monje y Abad en las Galias, ya también como arzobispo de Cantorbery y Primado de Inglaterra. Y no creemos que será inoportuno, pues de las fiestas jubilares celebradas con brillante esplendor en honor otros dos santos doctores de la Iglesia San Gregorio Magno y San Juan Crisóstomo, gloria el uno de la Iglesia occidental y el otro de la oriental, dirigir Nuestras miradas hacia otro astro que, si “se distingue, en claridad”[4] de los dos anteriores, sin embargo, emulándolos en sus ascensiones, difunde en torno suyo no menor luz con su doctrina y con sus ejemplos. Más aún, podría decirse que en cierta forma es mayor, en cuanto que Anselmo se encuentra más cercano a nosotros, por la época, el lugar, el carácter, los estudios, y porque se asemejan más a nuestros tiempos, su género de lucha, la forma pastoral que adoptó, y el método de enseñanza que aplicó y difundió él y sus discípulos, confirmado principalmente por sus escritos, “los cuales compuso en defensa de la religión cristiana para provecho de las almas, y que sirvieron luego como norma para todos los teólogos, que después de él enseñaron las sagradas letras según el método escolástico“[5]. Por tanto, así como en la oscuridad de la noche, mientras unas estrellas se ocultan, aparecen otras para iluminar el mundo, así también, para ilustrar a la Iglesia, a los Padres se suceden los hijos. Entre éstos brilla San Anselmo como astro de primera magnitud.
Lumbrera de santidad y de sabiduría.
Ya la verdad, en medio de las tinieblas de los errores y de los vicios en que le tocó vivir fue tenido San Anselmo por los mejores de sus contemporáneos, como una lumbrera de santidad y de sabiduría. Pues “fue de hecho una de las principales columnas de la fe, honra y prez de la Iglesia… una gloria del episcopado, un hombre que superó a los mejores de su tiempo”[6] , “Sabio y bondadoso, orador brillante y de agudo ingenio“[7], su fama llegó a tan alto grado, que mereció se escribiese de él que nadie en el mundo “habría podido decir: Anselmo es inferior o semejante mí“[8]; por lo cual fue muy acepto a los reyes, a los príncipes y a los Romanos Pontífices, y fue querido, no solamente por sus hermanos en religión y por los fieles, “sino aun por sus mismos enemigos”[9]. Aquel grande y valeroso Pontífice Gregorio VII, le escribió, cuando aún era Abad, una carta llena de estima y de afecto, en la cual “encomendaba a sí mismo y a la Iglesia Católica a sus oraciones”[10], También Urbano II le escribió una carta en que reconocía su “superioridad en la piedad y en la ciencia“[11].Pascual II se dirigió a él en muchas ocasiones y con especial afecto, alabando la reverencia de su devoción y perseverancia de su piadosa solicitud, reconociendo asimismo “la autoridad de su vida santa y de su ciencia”[12], lo cual le movía a acceder a todos sus pedidos llamándolo abiertamente el más sabio y el más piadoso de todos los Obispos de Inglaterra.
4. Su humildad, mansedumbre y grandeza.
Sin embargo Anselmo se tenía sí mismo por un hombrecillo despreciable, desconocido, de escasa cultura y de vida pecadora. Pero aunque sintiese tan bajamente de sí, ello no disminuía en nada la alteza de sus pensamientos, como suelen pensar los hombres corrompidos moral e intelectualmente, de los cuales dice la Sagrada Escritura, que “el hombre animal no comprende las cosas que son según el espíritu de Dios”[13]. Pero lo más admirable es que su magnanimidad y su invicta constancia, aunque fueron probadas con tantas adversidades, persecuciones y destierros, estuvieron siempre unidas a una mansedumbre y amabilidad tales, que lograban apaciguar la de sus mismos adversarios y ganarse su voluntad. Así pues, aquellos “cuya causa Anselmo contradecía, “alababan no obstante su bondad”[14].
Se hallaban por tanto de acuerdo en él dos cosas que el mundo juzga falsamente irreconciliables y contradictorias, a saber: la simplicidad con la grandeza, humildad con la magnanimidad, la fuerza con la suavidad, la ciencia en fin con la piedad; de tal manera que, tanto en los comienzos de su vida religiosa como durante todo el tiempo de su vida, fue tenido por todos, “de una manera singular, como un modelo de santidad y de doctrina”[15].
5. Su lucha pública por la justicia y la verdad.
Este doble mérito de Anselmo no se contuvo entre las paredes domésticas ni en el ámbito de las clases, sino que como de una palestra militar, salió a mostrarse en campo abierto. Porque habiendo vivido en tiempos tan difíciles, como antes dijimos, tuvo que sostener violentas luchas por la justicia y por la verdad. Y siendo él por naturaleza, más bien propenso a la contemplación y al estudio, se vio inmiscuido en muchas y graves ocupaciones; y luego, cuando tuvo que atender al gobierno de la Iglesia, se encontró en medio de la lucha de esa época agitada. Así pues, siendo de carácter dulce y apacible, por el amor a la sana doctrina y a la santidad de la Iglesia tuvo que renunciar a la vida tranquila, a la amistad de los poderosos, al favor de los grandes, a los dulces vínculos con que se hallaba unido a sus hermanos en religión y a los de más Obispos, sus colegas en el trabajo, viéndose obligado a luchar con toda clase de adversidades y preocupaciones. Porque encontró a Inglaterra llena de odios y de peligros, y hubo de luchar contra reyes y príncipes usurpadores y tiranos de la Iglesia y de los pueblos, contra los ministros débiles o indignos de desempeñar los oficios sagrados, contra la ignorancia y los vicios de los grandes y del pueblo, sin que nunca se disminuyese su ardor, que hizo de él el defensor acérrimo de la fe, de las costumbres, de la disciplina y libertad de la Iglesia, y por tanto de su doctrina y de su santidad. Se hizo pues enteramente digno de este otro elogio del ya citado Papa Pascual: “Gracias sean dadas a Dios, porque en ti permanece siempre la autoridad propia del Obispo, y porque aunque vivas entre bárbaros no cesas de anunciarles la verdad, ni por temor a la violencia de los tiranos, ni por conservar el favor de los pode rosos, y sin temor a la hoguera ni la guerra”. Y en otra ocasión: “Nos alegramos, porque con la ayuda de Dios, ni las amenazas te perturban, ni las promesas te hacen mudar de propósito”[16].
Por todo esto es muy justo que también Nosotros, Venerables Hermanos, luego de transcurridos ocho siglos, nos gocemos como Nuestro Predecesor Pascual, y haciéndonos eco de sus palabras demos asimismo las gracias a Dios. Deseamos igualmente exhortaros a que fijéis vuestra vista en este ejemplo de doctrina y de santidad, el cual partiendo de Italia, brilló durante más de tres años en Francia y por más de quince en Inglaterra, y fue un baluarte común y una gloria para toda la Iglesia.
6. Su unión con Cristo y ron su Iglesia.
Además, si grande fue Anselmo “en obras y en palabras”, es decir, en la ciencia y en la vida, en la contemplación y en la acción; si en la paz y en la guerra consiguió espléndidos triunfos para la Iglesia y notables provechos para la sociedad civil: todo se debe a la íntima unión con Cristo y con la Iglesia que tuvo durante toda vida y en todo el tiempo de su magisterio.
Imitación del modelo.
Si grabamos todas estas cosas en nuestra memoria, Venerables Hermanos, en la solemne conmemoración de tan eximio Doctor, encontraremos en ello preclaros ejemplos que admirar y que imitar. De esta consideración obtendremos también nosotros con abundancia, la fuerza y el consuelo necesarios en el cuidado afanoso del gobierno de la Iglesia y de la salud de las almas, de modo que no descuidemos nuestra obligación de cooperar con todo empeño para que todas las cosas sean restauradas en Cristo y para que Cristo “sea formado en todas las almas”[17],principalmente en aquéllas que son la esperanza del sacerdocio, para sostener constantemente la doctrina de la Iglesia, para defender con valor la libertad de la Esposa Cristo, la santidad de sus derechos divinos y la plenitud en fin, de aquellos auxilios que exige la defensa del sacro Pontificado.
Tiempos calamitosos.
Porque veis muy bien, Venerables Hermanos, -y lo habéis deplorado muchas veces juntamente con Nosotros-, cuán lamentables son los tiempos en que vivimos y cuán adversas las condiciones en que nos encontramos. Además de los públicos infortunios que Nos han producido profundo pesar, se ha aumentado nuestro dolor a causa de las calumnias levantadas contra el clero, a quien se acusa de haberse mostrado indolente en las presentes calamidades obstaculizando la benéfica labor de la Iglesia en favor de los hijos desolados y despreciando su solicitud y providencia maternales.
7. Ataques actuales de las naciones cristianas contra los derechos de la Iglesia.
Dejamos de lado muchas otras maquinadas en contra de la Iglesia con traidora astucia, o llevadas a cabo con sacrílego atrevimiento, hollando todo derecho público y toda la ley de justicia y de moral natural. Lo más grave es que ello ha sucedido en aquellos países que habían recibido con mayor abundancia de la misma Iglesia las luces de la civilización. Porque, ¿qué hay más inhumana que ver a los mismos hijos que la Iglesia crió y alimentó como a sus primogénitos hacer de ellos los mejores y los más robustos, y ver ahora que algunos de ellos esgrimen sus armas contra su misma madre que tanto se desveló por ellos? Y no es alegría lo que proporciona el estado de los demás países, donde la guerra, aunque se presenta en forma diversa, sin embargo recrudece de la misma manera o amenaza por medio de ocultas maquinaciones. Se pretende en fin en todas partes, en las naciones que más deben a la civilización cristiana, privar a la Iglesia de derechos, tratarla como si no fuese, por su naturaleza y por derecho propio, una sociedad perfecta, según que fue instituida por el mismo Cristo, reparador de nuestra naturaleza; se quiere destruir su reinado, que si bien se refiere en primer término y directamente a las almas, no obstante, no favorece menos a su salvación eterna que a la estabilidad del progreso civil; se quiere a viva fuerza que en lugar del reinado de Dios, domine, bajo el falso nombre de libertad, la más desenfrenada licencia. Y para que triunfe con el imperio de las pasiones y de los vicios la peor esclavitud, precipitando a las almas a su ruina, -“porque el pecado hace miserables a los pueblos”[18]-, no cesan entre tanto de gritar, “no queremos que Este reine sobre nosotros”[19].
Expulsión de las Órdenes religiosas.
De aquí proviene la expulsión en los países católicos de las órdenes religiosas, que fueron siempre ornato y defensa de la Iglesia, y las que promovieron más eficazmente la ciencia y la cultura entre las naciones bárbaras y civilizadas; de aquí el debilitamiento y la persecución de todas las instituciones de cristiana beneficencia; de aquí el desprecio y la irrisión de sus ministros, reducidos a la impotencia y a la inercia, a los cuales se combate de tal manera que resultan nulos sus esfuerzos, o se les dificulta o se les impide por completo el ejercicio del magisterio, sobre todo alejándolos gradualmente de la educación de la juventud; de aquí también la anulación de todas las obras católicas de utilidad pública; desechados, despreciados y perseguidos también los mejores entre los laicos que profesan abiertamente el catolicismo, como si fueran de clase inferior y de poco valer, hasta que llegue el día en que, a causa de la hostil opresión de las leyes, ya no les sea posible ejercer su acción en ninguno de los ramos de la vida pública.
Insidias de los enemigos.
Entre tanto, los causantes de esta guerra, llevada a cabo con tanta saña y tanta astucia, afirman descaradamente que no los mueve sino el deseo de la libertad, la civilización y el progreso, y más aún, el amor a la patria: siendo semejante también en esto a su padre, “el cual fue homicida desde el principio y que cuando habla falsamente, habla según su naturaleza, porque es mentiroso”[20], y está movido por un odio insaciable contra Dios y contra el género humano. Hombres de crueles entrañas, que tratan de engañar y armar insidias a los ingenuos. No es el dulce amor de la patria o la solicitud por el pueblo, ni otro cualquier buen deseo o intento, el que los mueve a esta sacrílega guerra, sino el odio ciego contra Dios y contra su admirable obra, la Iglesia. De este odio se derivan, como de venenosa fuente, esos criminales propósitos de oprimir a la Iglesia y apartarla de toda vida social; de allí el proclamarla muerta y anticuada, sin que por eso dejen de perseguirla; más aún, han llegado a tal punto de audacia y de insensatez, que luego de haberla privado de toda libertad, la acusan de no tener parte alguna en el bienestar de la sociedad y en la felicidad de la patria. De este mismo odio procede también el disimular astutamente o callar de propósito los servicios más notables que ha prestado la Iglesia y la Sede Apostólica, es que ya no aprovechan estos servicios como otros tantos argumentos en contra nuestra, para hacer surgir la sospecha e insinuarse astutamente en las multitudes, acechando e interpretando cada palabra y obra de la Iglesia como si fuese un grave peligro para la sociedad, en lugar de reconocer, como es evidente, que el progreso de la genuina libertad y de la civilización más exquisita provienen principalmente de Cristo, por medio de la Iglesia.
Sobre esta guerra, movida por los enemigos exteriores, “que en algunas naciones se lleva a cabo a campo abierto, y en otras con astucia e insidiosa mente, aunque de cualquier modo que sea se persigue a la Iglesia en todas partes”, ya habíamos prevenido en otras ocasiones vuestra vigilancia, Venerables Hermanos, sobre todo en Nuestra alocución consistorial, pronunciada el 16 de Diciembre de 1907.
8. Los ataques solapados del modernismo.
Pero con no menor severidad y dolor Nos vemos obligados a denunciar y reprimir otro género de guerra, interna y doméstica, pero tanto más funesta, cuanto que se lleva a cabo más solapadamente. Esta guerra, movida por algunos hijos desnaturalizados, que viven en el seno de la Iglesia para desgarrarlo sigilosamente, se dirige en primer término a la raíz, al alma de la Iglesia; trata de enturbiar los manantiales de la piedad y de la vida cristianas, de envenenar las fuentes de doctrina, de disipar el sagrado depósito de la fe, de conmover los mismos fundamentos de la divina institución, por medio del desprecio de la autoridad pontificia y episcopal; pretende dar nueva forma a la Iglesia, prescribirle nuevas leyes y nuevos derechos, según lo exigen los monstruosos sistemas ellos sostienen; en suma, quieren deformar toda la belleza de la Esposa de Cristo, movidos por el vano resplandor de una nueva cultura, a la que falsamente se da el título de ciencia, y sobre la cual nos previene muchas veces el Apóstol con estas palabras: “Mirad nadie os engañe con una filosofía sin sustancia y capciosa, según los principios humanos y mundanos, y no según Cristo”[21].
Los funestos efectos del modernismo y de la incredulidad.
Algunos, seducidos con esta vana filosofía y con engañosa y afectada erudición, unida una extremada audacia en la crítica, “extraviaron en sus ideas[22], y dejando de lado… la buena conciencia, naufragaron en la fe”[23]; otros, en fin, entregándose exageradamente al estudio se perdieron en causas, y se alejaron del estudio de las cosas divinas y de las verdaderas fuentes de la ciencia. Por otra parte, esta mortal corrupción, tomó el nombre de “modernismo”, debido a su morboso afán de novedad, aunque denunciada muchas veces y desenmascarada por los mismos excesos de sus fautores no deja de ser un mal gravísimo y profundo para la república cristiana. Se oculta el veneno en las venas y en las entrañas de nuestra sociedad que se apartó de Cristo y de la Iglesia, y “como un cáncer”, va carcomiendo las nuevas generaciones, más inexpertas y más audaces. No se debe ciertamente esta manera de proceder a los estudios profundos y a la verdadera ciencia, pues es evidente que entre la fe y la razón no puede existir contradicción alguna[24]; sino que ello se debe al orgullo de su entendimiento y a la atmósfera malsana que se respira en todas partes, de ignorancia o de conocimiento confuso y erróneo de cosas de la religión, unido a la vanidosa presunción de hablar y discutir de todo. Esta peste malsana es fomentada por el espíritu de incredulidad y rebelión contra Dios, de tal manera que los que son arrastrados por este ciego frenesí de novedad, creen fácilmente que se bastan a sí mismos, y que pueden prescindir, abierta o hipócritamente, del yugo de la divina autoridad, y crearse una religión que se mantenga dentro del derecho natural, y que se acomode al carácter y manera de ser individuales, la cual toma las apariencias y nombre del cristianismo, pero en realidad se halla muy alejada de vida y de su verdad.
En todo esto no es difícil ver una de tantas formas de la perpetua guerra que se hace contra la verdad divina, y que ahora se lleva a cabo tanto más peligrosamente, cuanto más insidiosas son las armas de esta nueva y fingida piedad, del sentimiento religioso y la sinceridad con que los sectarios de esta doctrina se esfuerzan por conciliar cosas enteramente opuestas, como son las locuras de la ciencia humana, con fe divina, y los cambios del mundo, con la firmeza estable de la Iglesia.
9. Las mismas luchas de San Anselmo y de los santos varones de su época.
No obstante, Venerables Hermanos, aunque deploráis todas estas cosas juntamente con Nosotros, no por eso decaéis de ánimo, ni dejáis de tener confianza. No ignoráis cuán graves fueron las luchas que tuvo que sostener el cristianismo en otros tiempos, aunque de índole muy diversa a los nuestros. Será suficiente recordar la época en que vivió Anselmo, tan llena de dificultades según se puede comprobar en los Anales de la Iglesia. Hubo de lucharse entonces verdaderamente por la Iglesia y por la Patria es decir, por la santidad del derecho público, por la libertad, la cultura, la doctrina, todo lo cual se hallaba en manos de la Iglesia; hubo de resistirse al derecho de los Príncipes, que se arrogaban la facultad de conculcar los derechos más sagrados; hubo de extirpar los vicios, la ignorancia, la rudeza del mismo pueblo, que conservaba aún los resabios de la antigua barbarie; y fue necesario asimismo re formar una parte del clero, débil o irregular en su conducta, como quiera que muchos de sus miembros, escogidos según el capricho y perversa elección de los Príncipes, eran luego dominados por ellos a quienes obedecían servil mente.
Tal era el estado de las cosas, sobre todo en aquellos países a los cuales dedicó especialmente Anselmo sus esfuerzos, ya por medio de la enseñanza propia del maestro, ya con el ejemplo del religioso, o con la asidua vigilancia y múltiples industrias del Arzobispo o del Primado. Así pues, recibieron sus beneficios, en primer término, las provincias de las Galias, que habían caído pocos siglos antes en poder de los Normandos, y las Islas Británicas, que hacía poco habían entrado en el seno de la Iglesia. Ambas naciones, habiendo sido durante tanto tiempo convulsionadas por las guerras externas y las internas sediciones, dieron lugar a la relajación en los gobernantes y en los súbditos, en el clero y en el pueblo.
De semejantes abusos de su siglo se quejaban amargamente los insignes varones de aquélla época, como Lanfranco, maestro entonces de Anselmo y luego su predecesor en la sede de Cantorbery; y más aún los Romanos Pontífices, entre los cuales baste recordar al enérgico Gregorio VII, defensor intrépido de la justicia en lo que se refería a la libertad de la Iglesia y a la santidad del clero. Imitando Anselmo estos deseos y estos ejemplos, y haciendo oír la voz del dolor, escribe en esta forma al soberano de los que a él estaban confiados, y que se solía gloriar de hallarse muy unido a él por lazos del parentesco y de la amistad: “Mirad, mi estimado señor, de qué manera la Iglesia de Dios, nuestra Madre, a la que el mismo Dios llama su bella amiga y su querida Esposa, es abatida por los gobernantes perversos, cómo se halla afligida por la condenación eterna de aquellos a quienes fue encomendada por Dios como protectores que la defendiesen, con qué arrogancia usurparon sus riquezas en provecho propio; con qué crueldad la privan de su libertad y cuán despiadadamente disipan su ley y su religión. Estos, rehusando obedecer a los decretos del Apostólico (hechos en defensa de la religión cristiana), se muestran abiertamente desobedientes al apóstol Pedro, cuyas veces él representa, y también a Cristo, que recomendó a Pedro su Iglesia… Porque los que no quieren sujetarse a la ley de Dios, son tenidos, sin duda alguna, como enemigos de Dios”[25]. Así Anselmo, y ojalá que lo hubiesen oído siempre, no sola mente los sucesores y los hijos de este valeroso Príncipe, sino también los de más reyes y pueblos, tan amados por él, defendidos y colmados de beneficios.
10. El Santo y la dignidad, libertad y pureza de la Iglesia.
Pero las mismas persecuciones, los destierros, las expoliaciones, las fatigas sobrellevadas, principalmente en el desempeño del oficio pastoral, no sólo no debilitaron el vigor de su virtud, sino que lo unieron cada vez más estrechamente a la Iglesia y a la Sede Apostólica. En medio de las pruebas más angustiosas escribía de este modo a Nuestro Predecesor Pascual: “No temo el destierro, ni la pobreza, ni los tormentos, ni la muerte, porque con la ayuda de Dios, está mi corazón preparado a sobrellevar todo esto, por la obediencia a la Sede Apostólica y por la libertad de mi Madre, la Iglesia de Cristo”[26]. Acude en demanda de protección y ayuda a la cátedra de Pedro, “no sea que por causa mía se vea disminuida alguna vez la firmeza de la religiosidad eclesiástica y de la autoridad apostólica”, según lo significa al escribir a dos ilustres prelados de la Iglesia Romana. Y añade enseguida esta razón que es para nosotros la piedra de toque de la fortaleza y de la dignidad pastoral. “Prefiero morir, y durante mi vida verme agobiado toda clase de penurias en el destierro antes que ver que por mi causa o por mi ejemplo, es en alguna forma mancillada la dignidad de la Iglesia de Dios”[27].
Esta dignidad, libertad y pureza la Iglesia son tres cosas que absorben por completo los pensamientos del santo varón, es lo que pide constantemente a Dios con sus lágrimas, oraciones y sacrificios; es lo que promueve con todas sus fuerzas, ya sea por medio de la resistencia vigorosa, o con la paciencia viril; es lo que defiende en sus obras, en sus escritos y en sus sermones. Con suaves y profundas palabras invita a lo mismo a los monjes, sus hermanos, a los Obispos, a los sacerdotes y a todo el pueblo fiel, y con mucha mayor vehemencia a aquellos príncipes que conculcaban más despiadadamente los derechos y la libertad de la Iglesia, con gran daño propio y de sus súbditos.
Estas nobles palabras, brillante testimonio de la sagrada libertad, son muy oportunas en nuestros días y enteramente dignas de aquellos “a los que Espíritu Santo ha colocado como Obispos para regir la Iglesia de Dios“[28] y no dejan de ser útiles ni siquiera cuando, debido a la fe languideciente o a la perversidad de los hombres, o a la ofuscación de los prejuicios, no hayan de encontrar acogida. Porque, como bien lo sabéis, Venerables Hermanos, a nosotros se refiere de una manera especial la palabra del Señor: “Clama, no te des reposo, levanta tu voz cual trompeta”[29]; y esto principalmente ahora en que también “el Altísimo ha hecho oír su voz“[30]. En el rugido de la naturaleza y de las calamidades presentes: la voz “del Señor que conmueve la tierra”, voz que resuena profundamente en Nuestros oídos para enseñarnos la dura lección de que lo que no es eterno no vale nada, “pues no poseemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura“[31]; pero voz de justicia y al mismo tiempo de misericordia, que llama al recto camino a las naciones extraviadas.
11. Necesidad de predicar las grandezas de la fe a toda clase de personas.
En estas públicas calamidades debemos elevar Nuestra voz, y predicar la grandeza de la fe, no solamente al pueblo, a los humildes, a los afligidos, sino también a los poderosos, a los ricos, a los gobernantes y a todos aquellos en cuyas manos se halla el destino de las naciones; y demostrar asimismo a todos las grandes verdades que la historia confirma con sus terribles y cruentas lecciones, a saber, que “el pecado hace miserables a los pueblos”[32], “los poderosos serán grandemente atormentados”[33],de donde aquél aviso del Salmo 2º: “Ahora bien, reyes, prestad atención, y aprended, jueces de la tierra. Servid a Dios con temor… Abrazad la disciplina, no sea que se aíre el Señor y os apartéis del camino verdadero“. Y se han de esperar las más terribles consecuencias de estas amenazas, cuando las culpas sociales se multiplican, cuando el pecado de los grandes y el del pueblo consiste en la exclusión de Dios y en la rebelión contra la Iglesia de Cristo: doble apostasía social que es fuente de anarquía, de corrupción y de un cúmulo infinito de desgracias para individuos y para la sociedad.
Y como quiera que callando y contemporizando podemos ser cómplices de estas culpas, -lo cual ocurre no raras veces entre los buenos-, cada uno de sagrados pastores tome como dicho para sí, e incúlquelo oportunamente a los demás, lo que escribió Anselmo al poderoso Rey de Flandes: “Os ruego, suplico, exhorto y aconsejo, como fiel amigo de vuestra alma, mi Señor, que nunca creáis que se disminuye la alteza de vuestra dignidad, si amáis y defendéis la libertad de la Esposa de Dios y madre vuestra, la Iglesia, no penséis que os abajáis, si la exaltáis, ni que perdéis fuerzas si la fortificáis. Atended, mirad a vuestro alrededor: a la mano están los ejemplos; considerad qué aprovechan, a dónde llegan los gobernantes que persiguen o desprecian a la Iglesia. Es demasiado evidente y no hay para qué decirlo”[34]. Lo mismo repite y más claramente, con la fuerza y suavidad que le eran propias, al gran Balduino, Rey de Jerusalén: “Como amigo fiel os exhorto y os suplico encarecidamente, y pido a Dios que, viviendo bajo su ley sometáis en todo vuestra voluntad a la voluntad divina. Porque sólo entonces reináis para vuestro provecho cuando reináis según la voluntad de Dios. No penséis, como lo hacen muchos malos reyes, que la Iglesia de Dios os ha sido encomendada como a un amo, para que os sirva, sino que os ha sido entregado como a su abogado y defensor. Ninguna cosa ama Dios más en este mundo que la libertad de su Iglesia. Los que pretenden no tanto ayudarla como dominarla, son sin duda enemigos de Dios. Quiere Él que su Esposa sea libre y no esclava. Aquellos que la respetan y la honran, como hijos a su madre, demuestran verdaderamente ser sus hijos e hijos de Dios. Pero los que pretenden que les esté sujeta, no son sus hijos, sino extraños, y por tanto son justamente privados de la herencia y de los bienes que a ella han sido prometidos”[35].
Así desahogaba su espíritu lleno de amor a la Iglesia, en esta forma demos traba su entusiasmo por la defensa de su libertad, tan necesaria en el gobierno de la familia cristiana como querida por Dios, según lo afirmaba el mismo egregio doctor en aquella sentencia concisa y enérgica: “Ninguna cosa ama Dios más en este mundo que la libertad de su Iglesia” Y Nosotros, Venerables Hermanos, no encontramos una manera mejor de expresaros Nuestros pensamientos, sino repitiéndoos una y otra vez estas hermosas palabras.
12. Avisos del Santo a reyes y poderosos.
Asimismo, parece que son muy oportunos otros avisos del mismo santo dirigidos a los reyes y a los grandes. Así por ejemplo, escribía a la Reina Matilde de Inglaterra: “Si queréis recta y eficazmente dar gracias a Dios con las mismas obras, tened presente aquella reina que a Él plugo elegir como Esposa en este mundo… Tenedla, digo, a ésta, bien presente, engrandecedla, honradla, defendedla, para que podáis con ella y en ella agradar a Dios, y vivir juntamente con ella en la eterna bienaventuranza”[36]. Pero sobre todo, cuando os encontréis con algún hijo que, envanecido con el poder terreno, vive sin acordarse de su Madre amantísima, o que se revela contra ella, entonces traed a la memoria estas palabras: “Es vuestra obligación… el sugerir éstas y otras cosas semejantes, con frecuencia, oportuna e importunadamente; y debéis exhortarla a que se muestre, no señor, sino defensor de la Iglesia, no hijastro sino hijo muy querido de ella”[37].
Porque nosotros, sobre todo nosotros, debemos inculcar también aquel otro dicho de Anselmo tan noble y tan paternal: “Cuando oigo alguna cosa de vosotros que no agrada a Dios ni os es provechosa, si me descuido en avisaros, ni temo a Dios, ni os amo como debo”[38]. Y si entendiéremos que “tratáis las iglesias que están en vuestro poder, de una manera diversa a la que a ellas y a vuestra misma alma conviene”, entonces, imitando a Anselmo, debemos nuevamente rogar, aconsejar y avisar “que consideréis con diligencia todas estas cosas, y si vuestra conciencia os manifiesta que debéis corregiros en algo os dispongáis a hacerlo”[30]. “Porque no debe descuidarse nada que pueda corregirse, porque Dios pide cuenta no sólo de las malas obras, sino también de haber omitido corregir aquellos males que podían enmendarse. Y cuanto mayor es el poder que tienen para corregirlos, con tanto mayor rigor les exige Dios que según la potestad que misericordiosamente les ha sido comunicada, quieran hacerlo y lo pongan en práctica como es debido. Y si podéis hacerlo todo de una vez, no debéis por esto dejar de esforzaros por ir de bien en mejor; porque suele Dios conducir benignamente a la perfección los buenos propósitos y los buenos deseos, y retribuirlos con gran generosidad”[40].
Estos y otros avisos semejantes, tan sabios y tan santos, que Anselmo daba a los señores y a los reyes de la tierra, son también muy oportunos a los Pastores y a los Príncipes de la Iglesia, a quienes está principalmente encomendada la defensa de la verdad, de la justicia y de la religión. Es verdad que las dificultades son cada día mayores, y son tantas las emboscadas que se nos arman que apenas nos queda lugar donde movernos sin algún peligro. Porque mientras se sueltan los frenos al vicio y a la impiedad, se oprime a la Iglesia con fiera obstinación, y conservando como un sarcasmo el nombre de libertad, se multiplican de mil manera los obstáculos para impedir vuestra acción y la de vuestro clero; de tal manera que no es de admirar si no podía hacer todo aquello que es necesario para apartar a los hombres del error del pecado, para corregir los abusos para inculcar en las almas la noción: de lo verdadero y de lo bueno, y para aliviar, en fin, a la Iglesia, de los múltiples males que la acongojan.
13. Es propio de la Iglesia vivir entre luchas, dificultades y aflicciones.
Pero existen razones que deben levantar nuestro espíritu. Porque vive el Señor que hará que “todo se convierta en bien para aquellos que le aman“[41]. De estos males Él sacará bienes, y tantos obstáculos opuestos a su obra por la perversidad humana, hará brillar con más esplendor los triunfos de Iglesia. Es éste el consejo admirable de la divina Sabiduría, son éstos, en el orden actual de la Providencia, “misteriosos caminos”[42], -“porque no son mis pensamientos iguales a los vuestros, ni mis caminos son vuestros caminos, dice el Señor”[43]; de tal manera que la Iglesia de Cristo renueva en sí cada vez más la vida de su divino Fundador, que tanto padeció, de modo que en cierta forma complete “aquello que falta a la pasión de Cristo”[44]. Por lo cual, su condición de militante en la tierra es la de vivir entre las luchas, las dificultades y las incesantes aflicciones para poder de este modo “entrar en el reino de Dios… por medio muchas tribulaciones“[45], y unirse al fin con la iglesia triunfante del cielo.
Así desarrolla Anselmo, sobre esta materia, aquel lugar de San Mateo: “Jesús obligó a sus discípulos a subir la barca”: “Según la interpretación mística se describe aquí el estado de la Iglesia desde la venida del Salvador hasta el fin del mundo… La barca pues era batida por las olas en medio del mar mientras Jesús permanecía en la cumbre del monte; porque desde que el Salvador subió al cielo, la Santa Iglesia ha sido sacudida en este mundo con grandes tribulaciones, dispersada con muchas tempestades de persecuciones, vejada de diversas maneras por la perversidad de hombres malvados y tentada de infinitos modos por los vicios. Pues el viento le era contrario, porque el soplo de los espíritus malignos siempre le es adverso para que no pueda llegar al puerto de la salvación; se esfuerzan por hundirla en las olas de las adversidades del siglo, levantando contra ella todas las dificultades que les son posible”[46].
Están pues muy equivocados los que creen y esperan para la Iglesia, un estado permanente de plena tranquilidad, de prosperidad universal, y un reconocimiento práctico y unánime de su poder, sin contradicción alguna; pero es peor y más grave el error de aquellos, que se engañan pensando que lograrán esta paz efímera, disimulando los derechos y los intereses de la Iglesia, sacrificándolos a los intereses privados, disminuyéndolos injustamente, complaciendo al mundo “en donde domina enteramente el demonio”[47], con el pretexto de simpatizar con los fautores de la novedad y atraerlos a la Iglesia, como si fuera posible la armonía entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el Demonio. Son éstos, sueños de enfermos, alucinaciones que siempre han ocurrido y ocurrirán mientras haya soldados cobardes, que arrojen las armas a la sola presencia del enemigo, o traidores, que pretendan a toda costa hacer las paces con los contrarios, a saber, con el enemigo irreconciliable de Dios y de los hombres.
14. Caridad y no cobarde neutralidad y culpable condescendencia en el gobierno pastoral.
A vosotros, Venerables Hermanos, a quienes la divina Providencia ha constituido pastores y guías del pueblo cristiano, incumbe la obligación de procurar resistir con todo empeño a esta funestísima tendencia de la moderna sociedad, de adormecerse en una vergonzosa inercia, mientras recrudece la guerra contra la religión, procurando una cobarde neutralidad e interpretando falsamente los derechos divinos y humanos, por medio de rodeos y convenios, y sin acordarse de aquella categórica sentencia de Cristo: “el que no está conmigo está contra mí”[48]. No queremos decir que los ministros de Cristo deban hacer caso omiso de la caridad paterna, ya que a ellos se refieren principalmente las palabras del apóstol: “Me he hecho todo a todos, para salvarlos a todos”[49], ni que no convenga a veces ceder algo del propio derecho, en cuanto sea posible y según lo exija la salvación de las almas. Pero a vosotros, que os halláis animados por la caridad de Cristo, nadie podrá achacaros esta culpa. Por lo demás, esta justa condescendencia, no implica ninguna falta en el cumplimiento del deber, ni viola en lo más mínimo los inmutables y eternos principios de la verdad y de la justicia.
De este modo vemos que ocurrió en la causa de Anselmo, o mejor dicho, en la causa de Dios y de la Iglesia, por la cual tuvo que sostener él tan largas y tan rudas luchas. Así pues, luego de haber cesado tan prolongada guerra, Nuestro Predecesor Pascual, del que tantas veces ya hemos hecho mención, le dirigía estas elogiosas palabras: “Creemos que gracias a tu caridad y la insistencia de tus oraciones, se ha logrado que la misericordia divina viniese en auxilio de ese pueblo confiado a tus cuidados”. Y respecto a la piadosa condescendencia que usó el mismo Pontífice con los culpables, añadía: “Ten entendido que hemos condescendido tanto, para poder levantar con este afecto y compasión a los que se hallaban caídos. Porque el que está en pie, si alarga la mano al caído para levantarlo, nunca logrará su intento, si no se inclina también él un poco. Por lo demás, aunque el inclinarse parezca acercarse a la caída, sin embargo, no es de temer que pierda el equilibrio de la rectitud[50].
Pero al hacer Nuestras estas palabras de Nuestro Predecesor, escritas para consuelo de Anselmo, no queremos disimular el vivo sentimiento del peligro, que asalta aun a los mejores Pastores de la Iglesia, por temor de sobrepasar los límites debidos en la condescendencia o en la intolerancia. Y de estos temores son testimonio las ansias, las dudas, las lágrimas de varones santísimos, que sentían profundamente la terrible gravedad del gobierno de las almas y la gravedad del peligro. Pero sobre todo es testimonio de ello la misma vida de Anselmo, el cual, llamado de la soledad y de la vida del claustro y de los estudios, para ser elevado a tan alta dignidad, en tiempos tan difíciles, se vio atormentado por las preocupaciones y las más angustiosas congojas, temiendo principalmente el ser descuidado en trabajar por la salvación de su alma y de su pueblo, y por el honor de Dios y de la Iglesia. Pero en medio de esta angustia y del dolor tan vehemente que le ocasionó la culpable deserción de muchos, aun de sus hermanos en el episcopado, no encontraba otro consuelo mayor que la con fianza en Dios y el recurso a la Sede Apostólica. Así pues, “en medio de naufragio… y al embravecerse las tempestades, se refugiaba en el seno de su madre la Iglesia”, solicitando del Pontífice Romano, “inmediato y piadoso auxilio y consuelo”[51]. Quizá permitió Dios que este hombre tan sabio y tan santo se viese oprimido con tantas calamidades, para que fuese para nosotros consuelo y ejemplo en las grandes dificultades y aflicciones de la vida Pastoral, de tal manera que cada uno de nosotros pudiera sentir y desear lo mismo que Pablo: “Con gusto me gloriaré en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo…; pues cuando soy débil, entonces soy poderoso”[52].
15. Unión con la Sede Apostólica y recurso a ella.
Y no son tan diferentes a éstos los sentimientos que expresaba Anselmo escribiendo en esta forma al Papa Urbano II: “Santo Padre, me pesa de ser lo que soy, me pesa de ser lo que fui; me pesa de ser Obispo porque por mis pecados no cumplo con el oficio de Obispo. Mientras me conservaba en mi estado humilde, tenía la impresión de hacer algo, pero colocado en lugar tan alto, oprimido por tan pesada carga, ni hago nada provechoso para mí, ni soy útil a los demás. Su cumbo bajo este peso, pues me veo privado más de lo que se podría creer de las fuerzas, de la virtud, de la industria y de la ciencia necesarias para tan alto oficio. Deseo abandonar una carga que no puedo sobrellevar, un peso que me oprime, pero al mismo tiempo temo ofender con ello a Dios. El temor de Dios me obligó a aceptarlo, y este mismo temor me obliga a retenerlo… Pero ahora, como se me oculta la voluntad de Dios, no sé qué hacer, y estoy dudoso y angustiado, sin saber qué decisión tomar”[53].
Así suele Dios hacer sentir, aun a los hombres más santos, su debilidad, para que se manifieste mejor en ellos la fuerza del poder divino, y para que con el sentimiento humilde y sincero de la propia insuficiencia, se conserve mejor la adhesión a la autoridad de la Iglesia. Esto ocurrió en Anselmo y en otros obispos que luchaban por la libertad y la doctrina de la Iglesia a las órdenes de la Sede Apostólica; todos los cuales obtuvieron como fruto de su obediencia la victoria en la guerra, con firmando con su ejemplo la sentencia divina de que “el hombre obediente cantará victoria“[54]. La esperanza de premio semejante brilla sobre todo para aquellos que obedecen a Cristo en su Vicario en todas aquellas cosas que se refieren, o al régimen de las almas, o al gobierno de la Iglesia, o que están en alguna forma relacionadas con ello “puesto que de la autoridad de la Sede Apostólica dependen la dirección y los consejos de los hijos de la Iglesia”[55].
Cómo se haya señalado Anselmo en este género de virtud con qué ardor y fidelidad conservó siempre la unión perfecta con la Sede Apostólica, puédese también deducir de lo que escribía en otra ocasión al mismo Pontífice Pascual: “Con cuánto gusto se adhiere mi espíritu, según mis fuerzas, a la reverencia y obediencia a la Sede Apostólica, lo demuestran las muchas y graves tribulaciones, conocidas únicamente por Dios y por mí mismo… Espero que en esto no mereceré ser reprendido por Dios. Por lo cual, en cuanto me fuere posible, quiero someter todos mis actos a la disposición de esta misma autoridad, para que los dirija, y si fuere necesario, los enmiende“[56].
16. Su oración por la Iglesia.
Igual firmeza de voluntad demuestran sus hechos, sus escritos y especialmente sus cartas, que Nuestro Predecesor Pascual decía que “habían sido escritas con la pluma de la caridad”[57]. Pero en sus cartas al Pontífice no solamente pide piadosa ayuda y consuelo[58], sino que promete hacer continua oración a Dios. Así por ejemplo, cuando aún era Abad de Beccense escribía a Urbano II estas afectuosas frases: “No cesamos de rogar continuamente a Dios por causa de vuestra tribulación y la de la Iglesia Romana, que es nuestra tribulación y la de todos los verdaderos fieles, para que os acorte los días malos, hasta que sea excavada la fosa al pecador. Y estamos seguros que Dios, aunque nos parezca que tarda en venir en nuestro auxilio, no dejará que gobiernen los pecadores sobre la herencia de los justos, que no abandonará su posesión, y que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”[59].
En estas y otras cartas semejantes de Anselmo encontramos admirable consuelo, no solamente al renovar el recuerdo de un santo tan devoto de esta Sede Apostólica, sino también porque ello Nos trae a la memoria, Venerables Hermanos, vuestras cartas y tantos otros testimonios de vuestra unión con Nosotros en semejantes luchas y aflicciones.
17. Unión actual de obispos y fieles con el Romano Pontífice.
Es de admirar ciertamente cómo la unión de los Obispos y de los fieles con el Pontífice Romano se ha venido estrechando cada vez más íntimamente al recrudecer las tempestades desencadenadas en el correr de los siglos contra el nombre cristiano, llegando en nuestros días a hacerse tan unánime y cordial, que sólo puede explicarse por la intervención divina. Es esta unión Nuestro mayor consuelo, así como también es una gloria y una poderosa defensa de la Iglesia. Pero cuanto mejor es el beneficio con tanta mayor razón es envidiado por el demonio y odiado por el mundo, el cual no tiene idea de nada semejante en la sociedad terrena, ni puede explicárselo por medio de sus razones políticas y humanas, ni considera que sea el cumplimiento de la sublime oración que Cristo hizo en la última cena.
Es pues necesario, Venerables Hermanos, que nos esforcemos con todo empeño por custodiar y hacer siempre más íntima y cordial esta unión divina entre la cabeza y los miembros, sin atender a consideraciones humanas, sino teniendo presentes los motivos divinos, para que todos seamos una sola cosa en Cristo. Si tendiéremos con todas nuestras fuerzas a la consecución de este fin, cumpliremos mejor nuestra misión sublime, que consiste en ser continuadores y propagadores de la obra de Cristo y de su reino en la tierra. Por eso la Iglesia sigue repitiendo en el correr de los siglos la amorosa plegaria del divino Esposo, que es también el deseo más ardiente de Nuestro corazón: “Padre Santo, conserva en tu nombre a los que me diste, para que sean una sola cosa como nosotros“[60].
Pero es necesario este esfuerzo no sólo para oponerse a los asaltos exteriores de aquellos que combaten abiertamente contra la libertad y los derechos de la Iglesia, sino también para obviar los peligros internos, de que antes hicimos mención, al deplorar que existiese cierta clase de hombres que se esfuerzan con astucia por destruir en sus fundamentos la constitución y la esencia misma de la Iglesia, manchar la pureza de la doctrina y trastornar toda su disciplina. Aun en nuestros días continúa avanzando el veneno, que ya ha logrado infiltrarse en muchos miembros del clero, principalmente en los jóvenes, como habíamos dicho, inficionados con esta atmósfera morbosa, por la desmesurada manía de novedad que los precipita al abismo y los sofoca.
18. La ciencia positiva, el progreso material y el agnosticismo moderno.
Además, por una deplorable aberración, sucede que los progresos en las ciencias positivas y en la prosperidad material, buenos por su naturaleza, dan ocasión y pretexto a muchos ingenios débiles, dispuestos al error por las pasiones, para levantarse contra la verdad divina con una intolerable soberbia. Estos tales deberían más bien recordar las múltiples equivocaciones y contradicciones frecuentes de los incautos fautores de la novedad, en las cuestiones de orden especulativo y práctico que son más vitales para el hombre, y reconocer en ello el castigo del orgullo humano, que se contradice a sí mismo y se hunde miserablemente, antes de llegar a divisar el puerto de la verdad. Pero ellos, no han sabido aprovecharse ni siquiera de la propia experiencia, para humillarse y cambiar de opinión “y abajar, la soberbia que se levanta contra la ciencia de Dios, sujetando su entendimiento en obsequio de Cristo“[61].
Más aún, pasaron del uno al otro extremo, de la presunción al despecho, siguiendo aquel método de filosofía que, dudando de todo, lo envuelve todo en las tinieblas. De aquí procedió el agnosticismo contemporáneo junto con otras absurdas doctrinas del mismo género y una infinidad de sistemas contradictorios entre sí y con la recta razón. Y con esta diversidad de sentencia: “se perdieron en sus disquisiciones, porque creyéndose sabios, fueron hechos necios”[62]. Mientras tanto, sus altisonantes discursos, esta nueva ciencia que proponían como venida del cielo y los modernos sistemas, logra atraer a muchos jóvenes y apartarlos del recto camino, en la misma forma que le ocurrió a Agustín, envuelto por los errores de los maniqueos. Pero acerca de estos funestos maestros de la insensata sabiduría, de sus intenciones, de sus engaños y de sus erróneos y perniciosos sistemas, hablamos extensamente en Nuestra carta Encíclica “Pascendi dominici gregis”, del 8 de Septiembre de 1907.
19. Peligros doctrinarios en tiempo de San Anselmo.
Baste hacer notar ahora que si los peligros que entonces recordábamos son más graves y más inminentes en nuestros días, no son sin embargo enteramente distintos de los que amenazaban la doctrina de la Iglesia en los tiempos de Anselmo. Hemos de procurar además encontrar en la obra del Santo Doctor una ayuda y un consuelo semejantes para la tutela de la verdad, como lo encontramos en su fortaleza apostólica, para la defensa de los derechos.
Para no recordar ahora detalladamente todas las condiciones intelectuales del clero y del pueblo de aquella época, era entonces singularmente peligroso un doble exceso en el solían incurrir los hombres de aquel tiempo.
Algunos más ligeros y vanidosos, imbuidos de una erudición superficial, se gloriaban, más de lo que puede creerse, de ese cúmulo de conocimientos. Estos, seducidos por esta vana especie de filosofía y de dialéctica, a la se daba el nombre de ciencia, despreciaban las autoridades sagradas, “con criminal temeridad se atrevían a disputar contra cualquiera de los dogmas que profesa la fe cristiana, y con como absurdo todo aquello que podían comprender antes que confesar con humilde sabiduría que podían existir muchas cosas que ellos eran incapaces de entender. Porque suelen algunos, apenas han comenzado a engreírse con una ciencia que todo lo presume de sí misma, -ignorando que si alguno cree que sabe algo, no conoce de qué manera lo debe saber-, antes de poseer las alas espirituales mediante la solidez en la fe, levantarse suntuosamente a las cuestiones más alta de la misma fe, De donde proviene mientras se esfuerzan por subir antes de tiempo y por medio del entendimiento, por el mismo entendimiento ven obligados a descender a toda clase errores”[63]. Ejemplos semejantes contemplamos también a cada paso en nuestros días.
Otros, por el contrario, de ánimo tímido y apocado, atemorizados por la caída de muchos que naufragaron en la fe y por el peligro de la ciencia que hincha, pretendían excluir toda filosofía, si no ya toda discusión y estudio razonado sobre la doctrina sagrada.
Entre ambos excesos se encuentra en medio el uso de la Iglesia, la cual, así como detesta la presunción de los primeros que, “hincha como un odre por el espíritu de vanidad…” (así lo reprendió Gregorio IX en época posterior), porque “pretenden más de lo justo fundar la fe sobre razones naturales, adulterando la palabra de Dios con las fantasías de los filósofos”[64]; así también reprueba la negligencia de los segundos, demasiado ajenos a los estudios racionales y que no se preocupan “de aprovechar, por medio de la fe, en su inteligencia”[65], principalmente cuando deben, por la obligación de su oficio, defender la fe católica contra los errores que se levantan por todas partes.
20. Lumbrera de ciencia sagrada. Sus enseñanzas.
Puede decirse que para llevar a cabo esta defensa fue promovido Anselmo por Dios, el cual con el ejemplo, con la palabra y con los escritos, mostrase el camino seguro, abriese, para provecho de todos, las fuentes de la sabiduría cristiana, y fuese el guía y la norma de aquellos maestros católicos que después de él “enseñaron las sagradas letras según el método escolástica”[66]. Por eso no sin razón se lo ha estimado y tenido siempre como su precursor.
No pretendemos afirmar con esto que el santo Doctor de Aosta haya llegado desde el primer momento a lo más elevado de la especulación teológica o filosófica, ni que haya obtenido una fama igual a la de los dos eximios maestros, Santo Tomás y San Buenaventura. Los frutos que luego se siguieron de la sabiduría de éstos últimos, no maduraron sino con el tiempo, y mediante el concurso y el trabajo de muchos doctores. El mismo Anselmo, tan modesto, como es propio de los verdaderos sabios, al mismo tiempo que docto y de agudo ingenio, no publicó ninguno de sus escritos a no ser que se ofreciese la ocasión, o se viese obligado a ello por la superior autoridad. Por lo demás, declara en ellos “que si ha escrito algo que deba ser corregido, no se opone a que se efectúe la enmienda”[67]; más aún, cuando se trata de una cuestión controvertida y que no pertenece al depósito de la fe, no quiere que el discípulo “se adhiera a ella de tal manera que a toda costa la defienda, si es que alguno pudiere probar la falsedad de esas opiniones y establecer las contrarias con argumentos mejores; lo cual, si ocurriere, dice, no negarás que ello nos ayudó por lo menos para el ejercicio de la discusión”[68].
Sin embargo Anselmo logró mucho más de lo que él mismo u otros habrían esperado de sí. Fue tanto lo que adelantó, que la gloria de los doctores que luego vinieron, y aun la del mismo Tomás de Aquino, no oscureció la fama de su precursor, aunque el angélico doctor no haya aceptado muchas de las conclusiones de aquél, o bien las haya refundido enteramente y con más precisión. Pero Anselmo tiene el mérito de haber abierto el camino a la especulación, de haber disipado los temores de los que vacilaban, de haber apartado los peligros de los incautos y los daños que provenían de los que cavilaban exageradamente, que son justamente llamados por él: “aquellos dialécticos de nuestros días, mejor dicho, los que son herejes por la dialéctica”[69],en los cuales la razón era esclava de la imaginación y de la vanidad.
Contra estos últimos hace notar que “aunque se debe exhortar a todos que entren con grandísimo cuidado en las cuestiones de la Sagrada Escritura, estos dialécticos de nuestros días… deben ser alejados por completo de la discusión de los asuntos espirituales”. Y la razón que luego añade es muy oportuna para los que hoy día los imitan, repitiendo los mismos errores: “Porque en sus almas, la razón, que debe ser la reina y el juez de todas las cosas que hay en el hombre, se encuentra de tal manera enredada por las imágenes materiales que no puede verse libre de ellas, ni es capaz de distinguir entre éstas, aquellas cosas que solamente ella debe contemplar”[70].
21. La Razón y la Fe. Estudios filosóficos y teológicos.
Ni son menos oportunas en nuestros tiempos aquellas palabras con que critica a esos falsos filósofos, “los cuales, como no pueden, entender aquello que creen, disputan contra la verdad de la misma fe confirmada por los Santos Padres; como si los murciélagos y los búhos, que únicamente ven el cielo por la noche, disputasen de los rayos del sol del mediodía, con las águilas que lo miran de hito en hito”[71]. Por lo tanto, condena aquí y lo mismo en otro lugar[72], la perversa opinión de aquellos, que exagerando el campo de la filosofía, le atribuían el derecho de invadir los dominios de la teología. El egregio doctor, oponiéndose a esta insensatez, señala muy bien los límites propios de cada una de estas ciencias, e insinúa suficientemente cuál debe ser el oficio de la razón respecto de las cosas de la fe: “Nuestra fe, se ha de defender por medio de la razón contra los impíos. Pero, ¿en forma y hasta dónde? Nos lo dicen palabras que se siguen: “Hay que mostrarles a éstos, por medio de razón cómo nos desprecian contra toda razón[73]. Por tanto, el principal oficio de la filosofía es demostrar cuán conforme a la razón es nuestra fe, y lo que a ello se sigue, a saber, el creer a la autoridad divina que nos propone misterios profundísimos, los cuales, debido a los múltiples indicios de credibilidad “son enteramente dignos de fe”.
Muy diverso es el fin peculiar de la teología cristiana, la cual se funda sobre el hecho de la revelación divina y confirma en la fe a aquellos que confiesan gozarse con el nombre de cristianos; es decir, “que ningún cristiano debe poner en duda lo que la Iglesia católica cree con el corazón y confiesa de palabra, sino que conservando siempre firmísimamente la misma fe, amándola y viviendo según ella, debe con humildad procurar, en cuanto le fuere posible, investigar las razones de lo que cree. Si puede entenderlo, dé gracias Dios; de lo contrario, no ataque lo que no comprende, sino abaje humildemente su cabeza”[74].
Por tanto, cuando los teólogos indagan o los fieles buscan razones respecto de la fe, ello no es para basar en ellas la fe, la cual tiene por fundamento la autoridad de Dios que lo ha revelado; a saber, como dice San Anselmo: “así como el recto orden exige que creamos en los altísimos misterios de la fe cristiana, antes de pretender discutirlos con nuestra razón: así también, parece que es falta, si luego de haber sido confirmados en la fe, no nos esforzamos por comprender aquello que creemos”[75].Se refiere aquí Anselmo a aquella inteligencia de que habla el Concilio Vaticano[76]; pero como el mismo santo dice en otro lugar: “Aunque después de los Apóstoles, muchos nuestros Santos Padres y Doctores, dicen tantas y tan grandes cosas de la razón de nuestra fe… no han podido, sin embargo decir todo lo que habrían dicho, si hubiesen vivido durante más tiempo; y por otra parte, la razón de la verdad es tan amplia y tan profunda, que no puede ser agotada por los mortales, y además, el Señor no cesa de partir los dones de su gracia en su Iglesia, con la cual ha prometido estar hasta el fin de los siglos. Y omitiendo ahora otros lugares donde la Sagrada Escritura nos invita a investigar la razón, aquél en donde nos dice: “si no creyereis, no comprenderéis”, nos indica claramente su intención de hacer extensivo este asunto a la inteligencia, ya que nos enseña la manera de progresar en ella”. Ni ha de hacerse caso omiso de la razón que añade en último término, a saber, “que entre la fe y la visión, se encuentra en medio la inteligencia que podemos tener en esta vida de los misterios, y por tanto, cuanto más adelantar e alguno en ésta, tanto más se acercará a aquélla, que todos anhelamos“[77].
22. Solidez en los estudios y males que se pueden seguir de la falta de ésta.
Con estos y semejantes principios estableció Anselmo los fundamentos sólidos de los estudios filosóficos y teológicos; los mismos fueron por él pro puestos como régimen de los estudios para el futuro, los cuales después otros sapientísimos varones, príncipes de la escolástica, y en primer término Santo Tomás de Aquino, acrecentaron, ilustraron y perfeccionaron para gran gloria y defensa de la Iglesia.
Gustosamente hemos hecho mención de este mérito de Anselmo, Venerables Hermanos, porque nos dieron la ocasión que deseábamos de exhortaros a que procuréis conducir nuevamente a la juventud, sobre todo del clero, a las salubérrimas fuentes de la sabiduría cristiana, abiertas primero por el doctor de Aosta, y enriquecidas luego sobremanera por Santo Tomás de Aquino. Sobre lo cual deseamos que no se echen en olvido las instrucciones de Nuestro Predecesor León XIII, de feliz memoria[78], y las Nuestras, sobre las cuales hemos insistido tantas veces, y principalmente en la ya mencionada Encíclica “Pascendí dominici greguis” del día 8 de septiembre de 1907. Con demasiada claridad se confirma cada día más por la triste experiencia el daño y la ruina ocasionados por el descuido de estos estudios, o por haberlos realizado sin un método fijo y seguro, como quiera que no pocos, aun entre el clero, antes de haber obtenido la suficiente idoneidad y preparación para ello, se arrogaron el derecho de discutir “las más altas cuestiones de la fe”[79].Deplorando esto junto con Anselmo que remos repetir sus serias recomendaciones: “Nadie pues, se entregue temerariamente a las intrincadas cuestiones de las cosas divinas si no ha adquirido primero, con la solidez de la fe, la estabilidad en sus costumbres y en la ciencia, no sea que discurriendo con incauta ligereza por los múltiples desvíos de los sofismas, se vea enredado en errores de los cuales le sea luego muy difícil librarse”[80]. Si a esta ligereza se añaden luego los incentivos de las pasiones, como suele acontecer, síguese entonces la ruina total de los estudios serios y de la integridad de la doctrina. Porque hinchados con esa necia soberbia que lamenta San Anselmo en los dialécticos herejes de su tiempo, desprecian la autoridad de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres y Doctores, respecto de los cuales por el contrario, un talento más modesto repetiría las respetuosas palabras de Anselmo: “Ni en nuestros tiempos, ni en el futuro, esperamos ver otros semejantes a ellos en la contemplación de la verdad”[81].
Ni hacen mayor aprecio de la autoridad de la Iglesia y del Sumo Pontífice que se esfuerzan por volverlos al buen camino, a pesar de que en sus palabras se muestran muy generosos en declarar su sujeción a ellos, porque esperan que defendiéndose en esta forma obtendrán crédito y protección. Apenas pueden entreverse fundadas esperanzas de que éstos vuelvan al recto camino ya que niegan la obediencia a aquel a quien “la divina Providencia ha entregado… como a señor y padre de toda la Iglesia que peregrina en la tierra, la custodia de la vida y de la fe cristianas y el gobierno de la Iglesia, y por tanto, donde quiera que surja en la Iglesia algo en contra de la fe católica, a nadie pertenece con más justicia el enmendarlo, que a su autoridad; ni nadie con más seguridad puede corregir el error, como su prudencia“[82]. y ojalá que estos pobres extraviados que tienen siempre prontas las hermosas palabras de sinceridad, de conciencia, de experiencia religiosa, de fe sentida y vivida, comprendiesen los sabios consejos de Anselmo y procediesen según su ejemplo y doctrina, y sobre todo, ojalá que grabasen profundamente en sus corazones estas palabras: “En primer lugar debe purificarse el corazón por medio de la fe… y se han de iluminar los ojos mediante la observancia de los preceptos del Señor… y con humilde obediencia a los testimonios de Dios debemos hacemos pequeños para conseguir la sabiduría… Quitadas la fe y la obediencia a los mandamientos divinos, no sólo se ve impedida la inteligencia de llegar a comprender las verdades más elevadas, sino que aún pierde a veces el talento concedido, y hasta la misma fe, si se descuida la buena conciencia“[83].
23. Exhortación final.
Por lo tanto, si estos hombres inquietos continúan obstinados en esparcir los motivos de disensiones y de errores, en disipar el patrimonio de la doctrina sagrada de la Iglesia, en impugnar la disciplina, en despreciar las costumbres más venerables, “siendo una especie de herejía pretender destruirlas“[84], y en abatir desde sus fundamentos la misma constitución divina de la Iglesia; con tanto mayor cuidado debemos nosotros, Venerables Hermanos, vigilar y alejar de nuestra grey, sobre todo de su parte más delicada, que es la juventud, una peste tan perniciosa. Esta gracia pedimos incesantemente a Dios, interponiendo el valioso patrocinio de su Augusta Madre, y la intercesión de los bienaventurados habitantes de la Iglesia triunfante, especialmente de San Anselmo, astro resplandeciente de cristiana sabiduría, guardián incorrupto y valiente defensor de todos los sagrados derechos de la Iglesia. Al mismo queremos dirigirnos con las palabras, que cuando aún vivía en la tierra, le escribió Nuestro Santo Predecesor Gregorio VII: “Como quiera que el olor tus buenas obras ha llegado hasta nosotros, damos gracias a Dios y te abrazamos de corazón en el amor de Cristo, teniendo por cierto que merced a tus ejemplos ha progresado la Iglesia Dios, y que por tus oraciones y las de los que son semejantes a ti, podrá ser también librada de los peligros que la amenazan viniendo en su ayuda la misericordia de Cristo. Asimismo, pedimos a tu caridad que ruegues asiduamente a Dios a fin de que aunque salve a su Iglesia, y a Nosotros, que aunque indignos la gobernamos, de los inminentes ataques de herejes, y para que a éstos, abandonando sus errores, los conduzca al camino de la verdad“[85].
Sostenidos con estos auxilios y confiados en vuestra correspondencia, a todos vosotros, Venerables Hermanos, al clero y al pueblo entregado a cada de vosotros, os impartimos con todo afecto en el Señor Nuestra bendición apostólica como prenda de la gracia divina y testimonio de Nuestra especial benevolencia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la festividad de San Anselmo, día 21 de abril de 1909, en el año sexto de Nuestro Pontificado. Pío X
[1] I Cor. 4, 9.
[2] Coloss. 3, 11.
[3] Encíclica del 4 de Oct. de 1903.
[4] I Coro 15. 41.
[5] Brev. Rom., día 21 de Abril.
[6] Poema de la muerte de Anselmo.
[7] Epitafio
[8] Poema de la muerte de Anselmo.
[9] Ibid.
[10] Brev. om. 21 abril.
[11] Libro III de las cartas de San Anselmo, 74 y 42.
[12] I Cor. 2, 14.
[13] I Cor. 2, 14.
[14] Poema a la muerte de Anselmo.
[15] Brev. Rom., día 21 de Abril.
[16] Libro III de las cartas de San Ambrosio, cartas 44 y 71.
[17] Gálat. 4, 19.
[18] Prov. 14, 34.
[19] S. Luc. 19, 14.
[20] S. Juan 8, 44.
[21] Coloss. 2, 8.
[22] Rom. 1, 21.
[23] I Tim. 1, 19.
[24] Conc. Vatic. Constit. Dei Filius, cap. 4.
[25] Cartas, libro III, c. 65.
[26] Cartas, libro III, c. 73.
[27] Cartas, libro III, c. 47.
[28] Act. 20, 28. (29) Isalas 58,1.
[29] Isaías 58, 1.
[30] Salmo 17, N.
[31] Hebreos, 13, 14.
[32] Prov. 14, 34.
[33] Sap. 7, 7.
[34] Cartas, libro IV, c. 12.
[35] Cartas, libro IV, c. 80
[36] Cartas, libro III, c. 57.
[37] Ibid., c. 59.
[38] Ibid., c. 52.
[39] Ibid., c. 142.
[40] Cartas. Libro IV, c. 52.
[41] Rom. 8, 28.
[42] Rom. 9, 33.
[43] Isai. 55, 8.
[44] Coloss. 1, 24.
[45] Act. 14, 21.
[46] Horn. 3.
[47] I Juan 5, 19.
[48] S. Mat. 12, 30.
[49] I Cor 9, 22.
[50] Del libro III de las cartas de San Anselmo, c. 140.
[51] Cartas. libro III. c. 37.
[52] II Cor. 12, 9, 10.
[53] Cartas, libro III, c. 37.
[54] Prov. 21, 28.
[55] Cartas, 1, 4, c.1.
[56] Ibid. c. 5.
[57] Libro III de las cartas de San Anselmo, c. 74.
[58] Ibid. c. 37.
[59] Libro II de las cartas de San Anselmo, c. 33.
[60] S. Juan 17, 11.
[61] II Cor. 10, 4, 5.
[l62] Rom. 1, 21, 22.
[63] S. Anselmo, De fide Trinitatis, cap. 2.
[64] Greg. IX. Carta Tacli dolore cordis a los teólogos de París, 7 de Julio de 1228
[65] Libro II de las cartas de San Anselmo, c. 41.
[66] Brev. Rom., día 21 de Abril.
[67] Cur Deus Homo. libro II, c. 23.
[68] “De Grammatico”, c. 21, al final.
[69] De fide Trinitatis, c. 2.
[70] Ibid.
[71] Ibid.
[72] Libro II de las cartas de S. Anselmo, c. 4.
[73] Libro II de las cartas de S. Anselmo
[74] De fide Trinitatis, c. 2.
[75] Cur Deus Homo. 1. I, c. 2.
[76] Constit. Dei Filius, c. 4
[77] De fide Trinitatis. Prólogo.
[78] Enciclica Aeterni Patri, 4 de Agosto de 1879.
[79] De fide Trinitatis, c. 2
[80] Ibid.
[81] Ibid. Prólogo
[82] Ibid.
[83] Ibid.
[84] San Anselmo, De nuptiis consanguineorum cap. 1
[85] Libro II de las cartas de San Anselmo, c. 31.
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