viernes, 21 de noviembre de 2014

Catecismo Romano del Concilio de Trento VIII





"CATECISMO ROMANO" 
DEL CONCILIO DE TRENTO

Traducción y notas de P. Pedro Martín Hernández

Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1951
         


CAPITULO X 
"Creo en el perdón de los pecados"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

El hecho mismo de ver enumerada entre los artículos de la fe la verdad del perdón de los pecados, no nos permite dudar que en ella se encierra un misterio no sólo divino, sino necesario para conseguir la salvación. La vida cristiana - lo hemos repetido ya más veces - se alimenta esencialmente de la fe en los dogmas contenidos en el Símbolo.

Y para confirmar esta verdad - ya de suyo evidente- tenemos un testimonio explícito de nuestro Salvador. Ppco antes de su ascensión, presentándose un día en medio de los apóstoles, les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras y les dijo que así estaba escrito: que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por ]erusalén (Lc 24,45 Lc 47) (206).

Si los sacerdotes consideran detenidamente estas palabras, fácilmente advertirán que - siendo deber pastoral de su sacerdocio el enseñar a los fieles todas las verdades religiosas - aquí se trata de una obligación especial impuesta por el mismo Señor.

II. "CREO EN EL PERDÓN"

A) La Iglesia tiene verdadera potestad de perdonar pecados

Conviene precisar, ante todo, que en la Iglesia no sólo se llevó a cabo una vez por obra de Cristo aquella remisión de los pecados que había profetizado Isaías: El pueblo obtendrá el perdón de sus iniquidades (Is 33,25), sino que en ella se encuentra de una manera permanente la potestad de perdonar pecados. Y hemos de creer que por esta potestad se remiten y perdonan realmente los pecados, siempre que los sacerdotes hacen uso legítimo de los poderes recibidos de Cristo.
B) Por el bautismo

La remisión de los pecados tiene lugar primeramente en el bautismo, cuando el alma profesa por vez primera la fe. Con el agua bautismal se nos concede un perdón tan amplio, que queda borrada toda culpa - ya sea original, ya personal por comisión u omisión voluntaria - y remitido todo reato de pena.

C) En virtud de las "llaves del reino"

Sin embargo, con la gracia bautismal no queda libre nuestra naturaleza de sds debilidades (207). Más aún: son muy pocos los bautizados que en esta lucha contra la concupiscencia, estimuladora continua del pecado, puedan resistir con tanta energía o defenderse con tanta vigilancia, que consigan siempre evitar todas las heridas (208).

Se imponía, pues, una potestad de remitir los pecados por otro medio distinto del bautismo. Por eso Cristo entregó a la Iglesia las llaves del reino de los cielos, en virtud de las cuales pudiese perdonar a cualquier pecador arrepentido los pecados cometidos después del bautismo hasta el fin de su vida.

En el Evangelio tenemos clarísimos testimonios que confirman esta verdad. Cristo dijo a Pedro: Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mt 16,19). En otra ocasión: En verdad os digo: cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo (Mt 18,18). Y en San Juan cuando el Señor sopló sobre los apóstoles: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,22 Jn 23).


III. "DE LOS PECADOS"

Todo pecado

Esta potestad de la Iglesia no está limitada a determinadas especies de pecados; no existe ni puede imaginarse delito tan enorme que no pueda ser perdonado por la Iglesia, como tampoco existe hombre tan infame y malvado que, si verdaderamente se arrepiente de sus pecados, no tenga esperanza cierta de perdón (209).

Ni está limitada tampoco esta potestad a un tiempo determinado. En cualquier momento que un pecador quiera volver arrepentido al buen camino, debe ser bien acogido; lo dijo explícitamente Cristo cuando Pedro le preguntó sobre las veces que había de perdonar: No digo i/o hasta ¡siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,21-22).

IV. MINISTROS DEL PERDÓN

Cristo puso limitaciones, en cambio, respecto a los ministros de esta divina potestad. No quiso concederla a todos, sino solamente a los obispos y sacerdotes. Y dígase lo mismo en cuanto al modo de ejercerla: sólo puede ejercerse por medio de los sacramentos y usando la fórmula prescrita. Ni la misma Iglesia tiene derecho de remitir de otro modo.

De donde se sigue que, tanto los sacerdotes como los sacramentos, son meros instrumentos para la remisión de los pecados; por medio de ellos, Cristo nuestro Señor, autor y dador de la salvación, obra en nosotros el perdón de las culpas y la justificación.

V. LA IGLESIA PERDONA EN EL NOMBRE DE DIOS

Convendrá también hacer resaltar la amplitud y dignidad de este perdón concedido por Dios a las almas por medio de su Iglesia. Amplitud propia del poder divino, el único que puede perdonar pecados y transformar a los hombres de pecadores en justos. Esta consideración nos obligará a admirarle respetuosamente y nos enseñará a recibirlo con ardientes sentimientos de piedad.

La remisión de los pecados sólo puede realizarse en virtud del infinito poder de Dios. El mismo poder que creemos ser necesario para la creación del mundo y para la resurrección de los muertos (210).

San Agustín observa que es mucho mayor prodigio hacer justo a un hombre pecador que sacar de la nada el cielo v la tierra (211).

Y con San Agustín todos los Santos Padres afirman unánimemente que sólo Dios puede perdonar los pecados de los hombres, y que obra tan maravillosa a nadie puede atribuirse sino a su divina bondad c infinito poder. El mismo Señor dice por boca del Profeta: Soy yo, soy yo quien por amor de mí borro tus pecados y no me acuerdo más de tus rebeldías (Is 43,25).

Hablando de remisión de pecados, puede establecerse un paralelismo perfecto con las deudas: así como nadie puede remitir la deuda más que el acreedor, del mismo modo, estando nosotros obligados a Dios por los pecados - todos los días oramos: Perdónanos nuestras deudas (Mt 6,12)-, es evidente que nadie fuera de Él puede perdonárnoslos.

Este admirable poder no fue concedido jamás a ninguna criatura antes de Cristo. Por primera vez lo recibió Él, en cuanto hombre, de su Padre: Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, dijo al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa (Mt 9,6 Mc 2,9). Y, habiéndose hecho hombre para otorgar a los hombres el perdón de sus pecados, el Redentor, antes de ascender a los cielos para sentarse eternamente a la diestra del Padre, transmitió este poder a los obispos y sacerdotes en la Iglesia (2l2). Mas notemos de nuevo que Cristo perdona los pecados por propia virtud, mien tras que los sacerdotes lo hacen sólo como ministros suyos

Es claro que, si todcs los prodigios obrados por la divi na omnipotencia son grandes y admirables, éste es, entre todos, el más precioso concedido a la Iglesia por la misericordia de Jesucristo.

VI. RECONOCIMIENTO ESPERANZADO DE LA INFINITA MISERICORDIA DE DlOS

Del mismo modo con que la bondad paternal de Dios ha establecido sean remitidos los pecados de los hombres, suscitará en nuestras almas sentimientos de la más viva admiración ante la grandeza del prodigio.

Quiso Dios que nuestros pecados fuesen expiados desde la cruz por la sangre de su Hijo unigénito (213), de manera que Él pagase voluntariamente la pena merecida por nuestras culpas: el Justo, condenado por nosotros pecadores; el Inocente, padeciendo muerte cruel por los culpables (214).

Cada vez que pensemos que hemos sido rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha (1P 1,18), comprenderemos que no pudo Dios concedernos nada más precioso ni nada más saludable que esta potestad remisiva del pecado; don que descubre toda la misteriosa providencia de un Dios lleno de amor hacia nosotros.

Es necesario, pues, que todos sepamos sacar de este don infinito todos los frutos posibles. Porque, si voluntariamente pecamos, después de recibir el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados (He 10,26). Cualquiera que ofende a Dios con pecado mortal, pierde instantáneamente los méritos que consiguió de la pasión y muerte del Salvador y la posibilidad de entrar en aquel reino que la sangre de Cristo nos mereció y abrió (215).

El recuerdo de la inmensa miseria de nuestra naturaleza no podrá menos de estremecernos seriamente. Pero, si pensamos en este admirable poder concedido por Dios a su Iglesia y, confortados por la fe de este dogma, creemos que a todos y cada uno se ofrece la posibilidad de retornar - con la ayuda de la gracia - a su antiguo estado de dignidad espiritual, nos sentiremos impulsados a saltar de gozo y a entonar en lo íntimo del alma un canto de profunda gratitud al Señor.

Si cuando estamos gravemente enfermos nos parecen preciosas y agradables las medicinas que la ciencia prescribe y prepara, ¿cuánto más estimables no deberán parecer - nos los remedios espirituales que la divina sabiduría ha instituido para curar nuestras almas y restaurar nuestra vida cristiana? Tanto más cuanto que éstos encierran, no una dudosa esperanza de curación, como las medicinas del cuerpo, sino una indudable certeza de salud para quienes quieren ser curados.

VII. EL USO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Conocidas las sublimes ventajas de este beneficio, procuremos aprovecharnos de él con toda devoción. El no hacer jamás uso de un don, no sólo útil, sino necesario, supondría un evidente desprecio del mismo; desprecio tanto más inexplicable cuanto que Cristo concedió esta potestad a la Iglesia para que todos nos aprovecháramos de tan saludable remedio.

Porque así como nadie puede reconquistar la inocencia sin el bautismo, igualmente quien quiera recuperar, después del bautismo, la gracia perdida por el pecado mortal, necesariamente ha de recurrir al sacramento de la penitencia.

Mas el hecho de que el beneficio del perdón se nos haya concedido con tal amplitud y generosidad no debe inducirnos a pecar más fácilmente o a demorar el arrepentimiento. En el primer caso, evidentemente culpables de irreverencia y desprecio hacia esta potestad, nos haríamos indignos de la divina misericordia (216). En el segundo, temamos seriamente no nos sorprenda la muerte de improviso como meros creyentes de una remisión de pecados que nosotros mismos convertimos culpablemente en imposible e inútil (217).



CAPITULO XI 
"Creo en la resurrección de la carne"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

La Sagrada Escritura no sólo propone explícitamente como dogma que hemos de creer el misterio de la resurrección de la carne, sino que además lo razona y confirma con múltiples argumentos () (218). Ello nos dará idea de la importancia especial de esta verdad - fundamento firmísimo de la esperanza de nuestra salvación - y de su valor respecto a la fe cristiana. San Pablo escribe: SÍ la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y, si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe (1Co 15,13-14).

Procuremos poner en el estudio y explicación de este dogma tanto interés al menos como han puesto muchos impíos para negarlo y destruirlo. Así lo exigen, además, los frutos inmensos que de él se derivan - en seguida lo veremos - para la vida espiritual de los cristianos.

II. "CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE"

A) Sentido de la proposición

Lo primero que se ha de notar en este artículo del Símbolo es que la resurrección de los hombres viene designada con el nombre de resurrección "de la carne". Y esto no se hizo arbitrariamente.

Con ello los apóstoles quisieron enseñarnos otra verdad: la inmortalidad del alma humana. Para que nadie creyese que el alma muere con el cuerpo y con él vuelve a la vida (), sólo se menciona en este artículo la resurrección de la carne.

Y aunque es verdad que algunas veces en la Sagrada Escritura la palabra carne significa al hombre completo -toda carne es heno (Is 40,6); el Verbo se hizo carne ]n, 1,14), etc.-, aquí, sin embargo, se refiere únicamente al cuerpo, para que creamos que en esta dualidad delrtal (219). Como nadie puede resucitar si primero no muere, sería impropio hablar de resurrección del alma.

Otra razón de poner la palabra carne fue para refutar la herejía de Himeneo y Fileto, quienes, ya en tiempos de San Pablo, sostenían que la resurrección de que se habla en la Sagrada Escritura no es una resurrección corporal, sino meramente espiritual: de la muerte del pecado, a la vida de la gracia (220). Con la palabra carne queda refutado el error y confirmada la resurrección corporal.

B) Argumentos de la Sagrada Escritura

Innumerables hechos de la Escritura y de la Historia eclesiástica confirman este dogma. El Antiguo Testamento nos habla de muertos resucitados por Elias y por Elíseo (221). El Evangelio nos narra las resurrecciones obradas por Cristo (222), por los apóstoles (223) y por otros (224). Todos estos pasajes constituyen la más espléndida confirmación de esta verdad.

Y, si creemos que muchos muertos resucitaron, también hemos de creer que todos nosotros resucitaremos un día. Éste es el mejor fruto que deben reportarnos tan estupendos milagros: la total adhesión de nuestra fe al misterio de la resurrección de la carne.

Son muchos textos de la Escritura que podrán utilizar aun los medianamente versados en las Sagradas Letras. Mención especial merecen en el Antiguo Testamento las palabras de Job: Porque lo sé: mi Redentor vive, y al fin ¡se erguirá como fiador sobre el polco; y después que mi piel se desprenda de mi carne, en mi carne contemplaré a Dios (), y las del profeta Daniel: Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra, se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna ver güenza y confusión (). En el Nuevo Testamento, recordemos la disputa de Cristo con los saduceos sobre esta materia (225), el relato del último juicio (226) y la doctrina expuesta con tanta agudeza como claridad por San Pablo en sus epístolas a los fieles de Corinto y de Tesalónica (227).

C) Algunas semejanzas

Como premisa primera, quede bien claro el hecho: la resurrección de la carne es un dogma que tenemos que creer.

No obstante, siempre será muy útil demostrar con argumentos y ejemplos la conformidad de nuestros dogmas con la razón humana.

San Pablo responde a quien pregunte cómo pueden resucitar los muertos: ¡Necio! Lo que tú siembras no nace si no muere. Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo o algún otro tal. Y Dios le da el cuerpo según ha querido a cada una de las semillas el propio cuerpo. Y poco después: Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción (1Co 15,36-42).

San Gregorio apunta otras semejanzas: la luz cada día desaparece de nuestros ojos, como si muriera, y vuelve de nuevo, como si resucitara; los árboles pierden su verdor, y de nuevo lo adquieren, como si resucitaran; y las semillas mueren y se pudren, germinando de nuevo resucitadas (228).

D) Pruebas de razón

Los teólogos aducen además valiosos argumentos para probar este dogma:

1) Siendo las almas inmortales por naturaleza, y te niendo una inclinación natural, como parte del hombre, a unirse con los cuerpos, el permanecer eternamente separadas de ellos sería algo contrario a su misma naturaleza.

Y como todo lo violento y contrario a la naturaleza no puede ser perdurable, parece muy lógico se unan de nuevo a los cuerpos. Luego se impone la resurrección de los mismos.

De este argumento se sirvió el mismo Jesucristo cuando, disputando con los saduceos, dedujo la resurrección de los cuerpos de la inmortalidad de las almas (229).

2) Dios justo ha establecido en la otra vida castigos para los malos y premios para los buenos. Muchos hombres mueren sin haber pagado las penas merecidas o sin haber recibido el premio de sus virtudes. Es justo, pues, y necesario que las almas se junten de nuevo con los cuerpos, para que también éstos, con quienes estuvieron unidas para el bien y para el mal, reciban el merecido premio o castigo.

Este argumento fue ampliamente desarrollado por San Juan Crisóstomo en una espléndida homilía al pueblo antioqueno (230). Y San Pablo había escrito también a propósito de lo mismo: Si sólo mirando a esta inda tenemos la espetanza puesta en Cristo, somos los más miserables de los hombres (1Co 15,19).

La miseria de que habla el Apóstol, evidentemente no se refiere al alma, que, siendo inmortal, podría gozar siempre de la bienaventuranza en la vida futura, aunque no resucitaran los cuerpos. San Pablo se refiere al hombre total, que sería la más miserable de todas las criaturas si su cuerpo no recibiera premio por tantos trabajos y sufrimientos como padecieron, por ejemplo, los apóstoles en esta vida.

Más claramente desarrolló el mismo San Pablo este pensamiento en su Carta a los Tesalonicenses: Y nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y vuestra fe en todas vuestras persecuciones y en las tribulaciones que soportáis. Todo esto es prueba del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecéis. Pues es justo a los ojos de Dios retribuir con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros, atribulados, con descanso en compañía nuestra en la manifestación del Señor Jesús, desde el cielo, con sus milicias angélicas, tomando venganza en llamas de fuego sobre los que desconocen a Dios y no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús (2Th 1,4-8).

3) Por último, el hombre no puede conseguir la felicidad perfecta mientras el alma esté separada del cuerpo. Como toda parte separada del todo es imperfecta, así tambien el alma que no está unida al cuerpo. Es, pues, necesaria la resurrección de los cuerpos para que nada falte a la plena felicidad del alma.

III. ACLARANDO EL MISTERIO

A) Resucitaremos todos

Esto supuesto, salgamos al paso de una posible pregunta: ¿Quiénes han de resucitar?

San Pablo responde en su Carta a los Corintios: Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados (1Co 15,22).

Todos, pues, resucitaremos: los buenos y los malos. Sin embargo, no será igual la suerte de unos y otros; porque saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio (Jn 5,29) (231).

Y cuando decimos todos nos referimos a cuantos hayan1 muerto hasta el día del juicio y a cuantos morirán enton - ees. San Jerónimo afirma que la Iglesia sostiene como sentencia cierta que todos los hombres han de morir (232). Lo mismo opina San Agustín (233).

Ni se oponen a esta sentencia las palabras de San Pablo a los Tesalonicenses: Los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, jun - to con ellos seremos arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en los aires (1Th 4,16). San Ambrosio las comenta de esta manera: "En el mismo rapto les sobrevendrá la muerte, y, como en un sueño, el alma salida del cuerpo al instante se volverá a él. Morirán, pues, al ser arrebatados, para que cuando lleguen a la vista del Señor () reciban la vida con su presencia" (234).

B) Con nuestro "propio" cuerpo

También será de sumo provecho precisar con certeza que cada uno resucitará con el mismísimo cuerpo que tuvo durante la vida, aunque antes se hubiere corrompido y reducido a cenizas.

1) Tal es el pensamiento del Apóstol: Porque es preciso que lo corruptible se vista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1Co 15,53). La palabra esíe se refiere evidentemente al cuerpo. Job había ya profetizado claramente lo mismo: En mi carne contemplaré a Dios. ¡Yo le veré, veránle mis ojos, no otros! ().

2) Por lo demás, esto se infiere de la misma definición de resurrección. Resucitar, según San Juan Damasceno, es "volver a la condición que habíamos perdido" (235).

3) Recordemos, por último, la razón anteriormente apuntada sobre la necesidad de la resurrección. Los cuerpos -decíamos - han de resucitar, porque todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo (2Co 5,10). Luego conviene que el hombre resucite con el mismo cuerpo con que sirvió a Dios o al demonio, para que en aquel mismo cuerpo reciba la corona del triunfo y el premio o la pena eterna y el suplicio.

C) íntegros y perfectos en lo natural

Y no solamente resucitará el cuerpo. Resucitará también todo aquello que pertenece a la realidad de la naturaleza corpórea y todo aquello que exige el decoro y perfección del hombre.

San Agustín tiene a este propósito un insigne testimonio: "No tendrán entonces los cuerpos defecto alguno. Si algunos fueron en vida demasiado gruesos y obesos, no volverán a tomar toda aquella corpulencia excesiva; será considerado como superfluo cuanto exceda la proporción normal. Y al contrario, todo aquello que se hubiere consumido en el organismo por enfermedad o vejez, será reintegrado por el divino poder de Cristo. Como en el caso de delgadez, raquitismo, etc. Porque Cristo no sólo reparará nuestro cuerpo, sino que además reformará todo aquello que perdimos por las miserias y deficiencias de la vida". Y más adelante: "El hombre no volverá a tomar los cabellos que tenía, sino únicamente los que le convengan, según aquello del Evangelio: Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados" (236).

En primer lugar serán restituidos todos los miembros del cuerpo, por ser todos ellos partes integrantes de la naturaleza del hombre. Y así, los que por nacimiento o enfermedad estuvieron privados de la vista, los cojos, los mancos y los defectuosos en cualquier otro miembro, resucitarán con un cuerpo íntegro y perfecto. En caso contrario, no quedaría totalmente satisfecho el deseo natural del alma de unirse con su cuerpo; deseo que creemos con certeza ha de ser cumplido en la resurrección.

Es manifiesto, por otro lado, que la resurrección de los cuerpos, como la creación de los mismos, se encuentra entre las más estupendas obras divinas. Y así como en el principio hizo Dios todas las cosas perfectas, así también sucederá en la última resurrección.

A propósito de los mártires escribía San Agustín: "No estarán privados de aquellos miembros que les fueron amputados en el martirio. Semejante mutilación no dejaría de ser un defecto en sus cuerpos. De otra manera, los mártire* que fueron decapitados deberían resucitar sin cabeza. Pero permanecerán en sus miembros las cicatrices gloriosas de la espada, más resplandecientes que todo el oro y piedras preciosas, como lo son las cicatrices de las llagas de Cristo" (237).

Y no solamente los mártires. También los pecadores resucitarán con todos sus miembros aun cuando éstos le? hubieran sido amputados por su culpa. La acerbidad y agudeza de su suplicio estará en proporción con los miembros que poseen; por consiguiente, la íntegra restitución de los mismos no redundará para ellos en ventaja, sino en desgracia y miseria. Los méritos no se atribuyen a los miembros, sino a la persona con cuyo cuerpo están unidos; y así, a quienes hicieron penitencia, se les restituirán para premio, y a los malos para su suplicio.

Semejantes reflexiones conseguirán inflamar y alentar nuestro espíritu en el amor a la virtud; contemplando las miserias y trabajos de esta vida, esperaremos ardientemente aquella dichosa gloria de la resurrección que está reservada para los buenos.

D) Nuestros cuerpos resucitados serán inmortales

Resucitaremos con el mismo cuerpo substancial que tuvimos en la tierra. Pero, una vez resucitados, nuestra condición será muy distinta.

Ésta - entre otras - será la gran diferencia entre nuestros cuerpos resucitados y los que tuvimos en la tierra: aquí estaban sujetos a la ley de la muerte; pero, una vez resucitados, todos - los buenos y malos - seremos inmortales.

Esta maravillosa reintegración de la naturaleza es mérito de la victoria de Cristo sobre la muerte. Dice la Sagrada Escritura: Destruirá a la muerte para siempre (Is 25,8); y en otro lugar: ¿Dónde están, ¡oh muerte!, tus plagas? ¡Oh muerte!, yo mismo seré tu muerte (Os 13,14). Explicando estas palabras, escribe el Apóstol: El último enemigo reducido a la nada será la muerte (1Co 15,26). Y en San Juan leemos: La muerte no existirá más ().

Era muy conveniente que el pecado de Adán fuese vencido con inmensa superioridad por el mérito de Cristo, que destruyó el imperio de la muerte; como era igualmente muy conforme a la justicia divina que los buenos pudieran gozar para siempre de una vida bienaventurada, y que los pecadores, en cambio, sufriendo penas - eternas, buscasen la muerte, sin encontrarla; deseasen morir, y la muerte huyera de ellos ().

Y esta inmortalidad será, sin ninguna duda, común a los buenos y a los malos.

IV. DOTES DE LOS CUERPOS RESUCITADOS

Los cuerpos resucitados de los santos tendrán ciertas propiedades maravillosas, que les harán inmensamente más nobles y espléndidos que fueron antes de la resurrección.

Los Padres, apoyándose en la doctrina de San Pablo, señalaron cuatro, llamadas dotes:

A) Impasibilidad

Es una cualidad por la que los cuerpos resucitados, en modo alguno podrán sufrir y se verán libres de todo dolor y molestia. Ni el frío, ni el calor, ni las lluvias podrán dañarlos. Pues así en la resurrección de los muertos: se siem bra en corrupción y resucita en incorrupción (1Co 15,42).

Los escolásticos llamaron a esta dote impasibilidad, y no incorrupción, para significar una cualidad exclusiva de los cuerpos gloriosos. Los de los condenados son también incorruptibles, mas no impasibles, y estarán sujetos a los rigores del frío, del calor y de cualquier otra molestia (238).

B) Claridad

En virtud de esta dote, los cuerpos de los santos resplandecerán como el sol. Entonces los justos - dice Jesucristo en San Mateo - brillarán como el sol en el reino de mi Padre (Mt 13,43). Y para que nadie dudase de su palabra, lo confirmó con el ejemplo de su transfiguración (239).

San Pablo llama a esta dote unas veces gloria, y otras, claridad. Reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas (Ph 3,21). Y en otro lugar: vSe siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder (1Co 15,43).

El pueblo de Israel vio en el desierto una pálida imagen de esta gloria, cuando Moisés, después de haber hablado con Dios en el Sinaí, apareció tan resplandeciente en su rostro, que los hebreos no podían sostener la mirada (240).

Consiste esta claridad en un resplandor que rebasará al cuerpo de la íntima y perfecta felicidad del alma; una especie de comunicación de esa misma felicidad que goza el alma, del mismo modo que el alma será bienaventurada por una comunicación de la felicidad de Dios.

Mas no poseerán todos los santos en igual medida esta propiedad (241): todos serán igualmente impasibles, pero no igualmente esplendorosos. Uno es el resplandor del sol -dice San Pablo-, oíro el de la luna y otro el de las estrellas; y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor. Pues así en la resurrección de los muertos (1Co 15,41-42).

C) Agilidad

Es una dote por la que el cuerpo quedará libre del peso que ahora le oprime y podrá moverse con suma rapidez y facilidad extraordinaria a donde el alma quisiere (242).

Exponen ampliamente esta propiedad del cuerpo resucitado San Agustín en La ciudad de Dios (243) y San Jerónimo en su Comentario a Isaías (244). A ella alude también el Apóstol: Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y ¡se levanta en poder (1Co 15,43).

D) Sutileza

En virtud de esta propiedad, el cuerpo estará sometido en todo al imperio del alma y la servirá y obedecerá perfectamente.

San Pablo la expresaba con aquellas palabras: Se siembra cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual (1Co 15,44).

V. FRUTOS QUE DEBE REPORTARNOS ESTA DOCTRINA

Consideremos por último los frutos que tantos y tan sublimes misterios pueden reportarnos.

1) Ante todo, debe brotar de nuestros corazones un grito de reconocimiento, agradeciendo al Señor se haya dignado revelar a los pequeñuelos las cosas que ocultó a los sabios y discretos (Mt 11,25). ¡Cuántos hombres ilustres, verdaderas lumbreras en la ciencia humana, desconocieron estas verdades para nosotros tan ciertas! El habér noslas Dios manifestado a nosotros, que jamás hubiéramos llegado a comprenderlas con nuestra pobre inteligencia, es motivo sobrado para que estemos alabando sin cesar su infinita misericordia.

2) Otro fruto espontáneo de estos misterios será la facilidad con que podemos consolarnos y consolar a los demás ante la muerte de amigos y allegados. San Pablo alude a estos motivos de conformidad cuando escribe a los fieles de Tesalónica sobre los difuntos (245).

Y no sólo ante la muerte. En todos los trabajos y miserias de esta vida nos servirá de gran alivio el pensamiento de nuestra futura resurrección. El santo Job animaba su espíritu dolorido con la esperanza de poder contemplar un día - en la resurrección - a su Dios y Señor (246).

3) El pensamiento de la resurrección, por último, será de una eficacia sin igual para ayudarnos a llevar una vida recta, íntegra y libre de pecado. Pensando en los inmensos tesoros que para entonces tenemos preparados, fácilmente nos animaremos a vivir santa y piadosamente. Y al contrario, pocos motivos tan eficaces para refrenar nuestros apetitos y apartarnos del pecado como el pensamiento de los suplicios y males con que serán castigados los condenados, que en el último juicio resucitarán para su condenación (247).


CAPÍTULO XII
"Creo en la vida eterna"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Los apóstoles quisieron concluir el Símbolo - síntesis de nuestra fe - con la verdad de la vida eterna. Y esto por dos razones: a) porque después de la resurrección de la carne no restará a las almas más que recibir el premio de la vida eterna; b) y para que tuviéramos siempre ante los ojos, como pábulo del alma y fuente de santos pensamientos, la visión de aquella felicidad eterna, llena de todos los bienes.

El recuerdo de los premios eternos será siempre uno de los estímulos más eficaces en nuestra vida cristiana (248). Por grave y pesada que nos resulte en ciertas circunstancias la fidelidad a nuestra fe de cristianos, la esperanza del premio nos la hará más llevadera y reanimará nuestro espíritu, de modo que Dios nos encuentre siempre prontos y alegres en su divino servicio.

II. "LA VIDA ETERNA"

A) Felicidad perpetua

Muchos son los misterios ocultos en este último artículo del Credo. Procuremos penetrarlos diligentemente y acomodarlos a la capacidad de nuestros fieles.

Ante todo, notemos que la palabra vida eterna no significa tanto la perpetuidad de la vida - concedida también a los reprobos y a los demonios - cuanto la felicidad que hará eternamente dichosos a los buenos. Así nos parece debió pensar aquel doctor de la Ley cuando dijo al Señor: ¿Qué de bueno haré yo para conseguir la vida eterna? (Mt 19,16). Como si dijera: "¿Qué he de hacer yo para llegar allí donde se goza la felicidad perfecta?" (249) Éste es el auténtico sentido que en la Sagrada Escritura tienen las palabras vida eterna, como puede comprobarse en muchos de los textos (250).

B) Naturaleza de esta felicidad

1) Vida eterna ha sido llamada la última y suma felicidad, para que nadie creyere que ésta consiste en bienes materiales y caducos. La sola palabra bienaventuranza no expresa suficientemente la realidad de nuestro último destino, habiendo existido hombres, presuntuosamente sabios, que creyeron poder colocar el sumo bien en la felicidad que proviene de las cosas sensibles (251). Éstas envejecen y mueren; la bienaventuranza, en cambio, no puede circunscribirse a límites de tiempo.

Las cosas de la tierra distan tanto de la verdadera felicidad, que quien quiera alcanzar la eterna bienaventuranza debe necesariamente apartar de ellas su deseo y amor. Está escrito: No améis al mundo ni a lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. El mundo pasa, y también sus concupiscencias (1Jn 2,15-17).

Aprendamos, pues, a despreciar las cosas caducas y convenzámonos de que es imposible conseguir la felicidad en esta vida, donde estamos, no como ciudadanos, sino como peregrinos advenedizos (1P 2,11). Aunque también aquí, en la tierra, podemos poseer la felicidad negándonos a la impiedad y a los deseos del mundo y viviendo sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la vida gloriosa del gran Dios y de nuestro Salvador, Cristo Jesús (Tt 2,12-13).

Por no querer entender este lenguaje, muchos, alardeando de sabios, pensaron que la felicidad se ha de buscar en las cosas de la tierra; se hicieron necios y cayeron en gravísimas miserias, trocando la gloría del Dios incorruptible por la ¡semejanza de la imagen del hombre corruptible (Rm 1,21-22).

2) Significamos, además, con las palabras vida eterna, que la felicidad, una vez conseguida, jamás puede perderse. Algunos pensaban así, pero erróneamente; porque, siendo la felicidad el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, si su posesión no fuera estable, cierta y eterna, dejaría de ser felicidad para convertirse en angustioso suplicio de temor. Y si la felicidad debe llenar todas las aspiraciones del hombre, quien ha llegado a ser bienaventurado no puede dejar de querer que la posesión feliz de todos los bienes que ha conseguido dure para siempre.

C) Felicidad inefable

Cuan grande sea la felicidad de los bienaventurados que están en la patria celestial, puede deducirse fácilmente de la misma expresión vida bienaventurada. Tan grande, que sólo ellos pueden comprenderla.

Cuando para significar una realidad cualquiera hemos de valemos de un bien común por carecer del propio, es claro que dicha realidad es inexpresable o inefable. Para designar esta bienaventuranza nos servimos de una expresión no exclusiva, sino común; la llamamos vida eterna, locución común a los bienaventurados del cielo y a cuantos poseen una eternidad de vida. Prueba evidente de su grandiosidad y sublimidad, que no puede expresarse con nombre propio.

En la Sagrada Escritura se la designa con múltiples nombres: reino de Dios, reino de Cristo, reino de los cielos, paraíso, ciudad santa, nueva Jerusalén, casa del Padre (252).

Pero es claro que ninguno de ellos expresa suficientemente su grandeza.

D) Frutos que debe reportarnos esta verdad de fe

El recuerdo de los bienes y premios sublimes expresados en las palabras vida eterna, debe estimularnos a todos a la práctica de la piedad, de la santidad y de todas las virtudes.

La vida es, en verdad, uno de los mayores bienes que el hombre apetece por naturaleza. Por eso al decir vida eterna se define la bienaventuranza como el mejor de los bienes. Si esta misma pobre vida terrena, tan llena de miserias que más que vida podría llamarse muerte, nos resulta tan amable y gustosa, ¿con cuánto mayor ardor y alegría no debemos anhelar aquella vida eterna, que llevará consigo - superados todos los males - la razón absoluta y perfecta de todos los bienes?

Según la concorde opinión de los Padres (253), la felicidad eterna consistirá en la posesión de todos los bienes sin mezcla alguna de mal. Por lo que respecta a la exclusión de los males, son clarísimos los testimonios de la Sagrada Escritura. En el Apocalipsis está escrito: Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno (). Y en otra parte: Enjugará Dios las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto ya es pasado (). Será inmensa la gloria de los bienaventurados e incontables las especies de sus eternas delicias.

Mas lo que en modo alguno puede comprender nuestra inteligencia es la grandeza de esta gloria celeste. Para comprenderla y medirla será necesario que entremos nosotros en aquel gozo del Señor (Mt 25,21), que penetrandonos, saciará perfectamente todos los deseos de nuestro corazón.

III. DOBLE BIENAVENTURANZA

San Agustín dice que es más fácil enumerar los males de que estaremos privados que los bienes que hemos de gozar (254). Convendrá, sin embargo, pensar frecuentemente en ellos para inflamarnos en el deseo de conseguir tan gran felicidad.

Y ante todo es necesario distinguir las dos clases de bienes de que nos hablan los más autorizados teólogos:

1) los que constituyen la esencia misma de la bienaventuranza,  y

2) los que se derivan de ella como natural consecuencia. Los primeros son llamados esenciales, y los segundos accidentales.
A) Bienaventuranza esencial

La bienaventuranza esencial consiste en ver a Dios y gozar de Él como de fuente y principio de toda bondad y perfección.

Ésta es la vida eterna - dice el Señor-; que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,13). Y San Juan parece querer explicar estas palabras del Maestro cuando escribe: Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que he - mos de ser. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).

Esto significa que la vida eterna consistirá en dos cosas: ver a Dios como es en su naturaleza y substancia y llegar nosotros a ser "como dioses". Porque los que gozan de Él, aunque conservan su propia naturaleza, se revisten de una forma tan admirable y casi divina, que más parecen dioses que hombres.

Una pálida idea de este misterio podremos descubrirla en el hecho de que cualquier realidad es conocida por nosotros o en su misma esencia o a través de alguna semejanza o analogía. Y como no existe cosa alguna que tenga tal semejanza con Dios que pueda conducirnos a su perfecto conocimiento, es claro que nadie podrá ver su naturaleza y esencia divina si esa misma esencia no se une de alguna manera a nosotros. Esto parecen significar aquellas palabras del Apóstol: Ahora vemos por un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara (1Co 13,12). Con la palabra oscuramente - comenta San Agustín - San Pablo quiso significar que no existe semejanza alguna entre las cosas creadas y la íntima esencia de Dios 2o". Lo mismo afirma San Dionisio cuando escribe: "Las cosas superiores no pueden ser conocidas por semejanza de las cosas terrenas" (256).

En realidad, las cosas terrenas únicamente pueden proporcionarnos imágenes corpóreas; y jamás lo corpóreo podrá darnos una idea de las realidades incorpóreas. Tanto más cuanto que las imágenes de las cosas deben tener menos materialidad y ser más espirituales que las cosas mismas que representan, como fácilmente puede apreciarse en cualquiera de nuestros conocimientos. Y como es totalmente imposible que una realidad cualquiera creada pueda darnos una semejanza tan pura y espiritual como es el mismo Dios, de ahí que ninguna de las semejanzas humanas pueda llevarnos a un conocimiento perfecto de la esencia divina.

Las cosas creadas, además, están circunscritas y limitadas en su perfección; Dios, en cambio, es infinito. Ninguna de aquéllas puede, pues, darnos una idea de su infinita e ilimitada inmensidad divina. No queda, pues, otro medio de conocer la esencia divina sino que ella, de algún modo, se una con nosotros, elevando de manera misteriosa e inefable nuestra inteligencia hasta hacerla capaz de contemplar la naturaleza de Dios.

Esto lo conseguiremos con la luz de la gloría (). Iluminados con este resplandor, veremos en su luz la luz (Ps 35,10) (257). Los bienaventurados contemplarán a Dios siempre presente. Y con el don divino de esta luz intelectual - el más grande y perfecto de todos los dones celestiales - serán hechos partícipes de la naturaleza divina (2P 1,4) y gozarán de la verdadera y eterna felicidad.

La certeza de que también nosotros hemos de gozar un día esta divina bienaventuranza es tal, que el Símbolo nos obliga a esperarla con toda seguridad, fundados en la benignidad divina: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro".

Cierto que la verdad de la bienaventuranza será siempre un misterio para nosotros, por tratarse de una realidad enteramente divina, que ni puede expresarse con palabras ni ser comprendida por el entendimiento. No obstante, podemos vislumbrarla en algunas pálidas imágenes tomadas de las cosas sensibles: pues así como el hierro puesto al fuego se hace ascua y, conservando su propia naturaleza de hierro, nos parece, sin embargo, fuego verdadero, del mismo modo los bienaventurados admitidos a la gloria celestial, inflamados en amor de Dios, de tal manera se transforman, que, sin perder su naturaleza humana, puede decirse con razón se diferencian más de los que aún viven en la tierra que el hierro incandescente del totalmente frío.

Concluyendo: la suprema y perfecta bienaventuranza que llamamos "esencial" consiste en la posesión de Dios. Y ¿qué podrá faltar para ser perfectamente feliz al que posee a Dios, sumo y perfectísimo bien?

B) Bienaventuranza accidental

A esta suprema y perfecta felicidad esencial de los bienaventurados hay que añadir otras perfecciones que, por estar más al alcance de la inteligencia humana, suelen conmover y excitar más vehementemente nuestras almas. A ellas parece aludir San Pablo en su Carta a los Romanos: Gloria, honor y paz para iodo el que hace el bien (Rm 2,10).

Los bienaventurados gozaran, en efecto, no solamente de aquella gloria que hemos declarado ser la bienaventuranza esencial o está íntimamente ligada con ella, sino también de la gloria que les producirá el conocimiento claro y preciso que todos y cada uno han de tener del esplendor v dignidad de los demás bienaventurados. Para todos será inmenso honor el sentirse llamados por Dios no ya siervos, sino amigos, hermanos e hijos (258).

Jesucristo, nuestro divino Salvador, les introducirá en su reino con tan consoladoras y amorosas palabras: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mando (Mt 25,34). Con razón sentirán necesidad de gritar: ¡Cuan sobremanera has honrado a tus amigos, oh Dios! (Ps 138,17). Y el mismo Cristo les alabará delante de su Padre celestial y de sus ángeles y santos (259).

Si a esto añadimos que, por instinto natural, todos deseamos ser estimados y alabados por personajes ilustres en ciencia (), ¿cuan no será el aumento de gloria de los bienaventurados, que tan profunda estima se profesarán los unos a los otros?

Sería también interminable querer enumerar todos los bienes y goces de que estará llena la gloria de los bienaventurados (260); ni aun siquiera podríamos imaginarlos. Baste apuntar que allí poseeremos y gozaremos todos los bienes, todos los goces posibles y apetecibles de esta vida, lo mismo los bienes de la inteligencia que las perfecciones naturales del cuerpo; y esto en tan supremo grado, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni puede venir a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman (1Co 2,9 Is 64,3).

El cuerpo, transformado de terreno en espiritual y de pasible en inmortal, no experimentará allí ninguna de las necesidades de aquí abajo (261).

El alma tendrá la suma felicidad y la plena saciedad en el manjar de la gloria, que Dios irá ofreciendo a todos en su banquete celestial (262).

¿Quién echará allí de menos los vestidos preciosos o los pomposos adornos del cuerpo, inútiles cosas donde todos estarán revestidos de esplendor de inmortalidad (263) y adornados con corona de gloria eterna? (264) O ¿quién suspirará allí por palacios espaciosos y suntuosamente amueblados, cuando será suyo el mismo vastísimo y maravilloso cielo, enteramente iluminado por divino esplendor? Razón tenía el profeta para exclamar cuando contemplaba la belleza de aquella morada del cielo y ardía en deseos de penetrarla: ¡Cuan amables son tus moradas, oh Y ave Sebaot! Anhela mi alma y ardientemente desea los atrios de Y ave. Mi corazón y mi carne saltan de júbilo por el Dios vivo (Ps 88,2-3). ¡Ojalá sea también ésta la súplica constante de todos los cristianos!

IV. MEDIOS PARA ADQUIRIR LA VIDA ETERNA

En la casa del Padre - dice el Señor - hay muchas moradas (Jn 14,2), en las cuales se dará a cada uno según sus obras (Ps 61,13). Porque el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará (2Co 9,6) (265).

No nos quedemos, pues, en un puro e ineficaz deseo de la eterna bienaventuranza. Recordemos constantemente que los medios seguros para llegar a poseerla son la vida de fe y de caridad, la perseverancia en la oración, la frecuencia de los sacramentos y de la práctica constante de las obras de misericordia hacia el prójimo. Sólo así podemos esperar que la benignidad de Dios, que ha preparado para quienes le aman esta gloria bienaventurada, realice un día en nosotros la promesa que nos hizo por el profeta: Mi pueblo habitará en morada de paz, en la habitación de seguridad, en asilo de reposo (Is 32,18).


Fuente: Mercaba


NOTAS

(206) Setenta semanas están prefijadas sobre tu pueblo y sobre tu ciudad santa para acabar las ttansgresiones y dar fin al pecado, para expiar la iniquidad y traer la justicia eterna, para sellar la visión y la profecía y ungir una santidad santísima ().

Darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre ]esús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21).

Al día siguiente vio venir a Jesús y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).

Sabed, pues, hermanos, que por Éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados (Ac 13,38).

(207) "Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el bautismo..., no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa, sea anatema...

Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten si virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo" (C. Trid., ses.V cn.5: D 792).

(208) Siento otra ley en mis miembros, que repugna la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros (Rm 7,23).

(209) Absolutamente hablando, no hay pecado que no pueda ser perdonado por Dios o por la Iglesia, que absuelve en nombre y con la potestad de Dios. La misericordia divina es infinita, y quiere que todos los hombres se salven.

Jesucristo nos habla, sin embargo, del pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero (Mt 12,31-32). ¿Quiere esto decir que son imperdona bles tales pecados?

Es evidente que no. Ya en el siglo m, los novacianos pretendieron limitar a la Iglesia el poder de perdonar, y fueron condenados por el papa Cornelio. De ellos escribía San Agustín: "Fueron excluidos de la Iglesia y se hicieron herejes. Nuestra piadosa madre la Iglesia siempre es misericordiosa, por graves que sean los pecados cometidos". También Tertuliano enseñó, antes que éstos, que la Iglesia no tiene poder para perdonar ciertos pecados, tales como la idolatría, el asesinato y el adulterio; y tuvo que salirle al paso el Papa Calixto (D 43). Posteriormente quedó de una manera clara el pensamiento de la Ialesia en numerosos Concilios y Decretos (cf. D 424 430 464 671 699 840 894 896 911...).

¿Cómo entender, pues, el citado texto evangélico y otros pasajes parecidos de San Pablo? (He 6,4-6). El pecado contra el Espíritu Santo va directa y conscientemente contra la verdad; y como de ella ha de venir la salud (reconocimiento y confesión humilde de la culpa), el que la impugna se cierra a sí mismo la puerta de la salvación, y así viene a ser su pecado irremisible. Semejantes pecadores rehusan descaradamente el arrepentimiento, a pesar de las gracias que Dios les está constantemente dispensando. No pueden alcanzar el perdón, porque ni lo piden, ni cumplen los requisitos necesarios para obtenerle: cerrados en su soberbia, se nieqan a postrarse delante de Dios y a reconocerse pecadores. Tal fue el caso de los fariseos, que rechazaban a sabiendas los milagros obrados por Tesús para probar su divinidad, y los atribuyeron maliciosamente a Belce - bú, príncipe de los demonios.

(210) ¿Cómo habla así éste? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? (Mc 2,7).

Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder para perdonar los pecados, dijo al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vete a casa (Mt 9,6).

(211) SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan, 72; ML 35,1822-1824.

(212) A quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20,23).

(213) Y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús (Rm 3,24).

Y de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra, el que nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre (Ap 1,5).

En quien tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según la riqueza de su gracia (Ep 1,7).

(214) Porque también Cristo murió una vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarlos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu (1P 3,18).

(215) ¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 6,9-10).

He aquí que vengo preso, y conmigo mi recompensa, para iar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. Bienaventurados ios que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira (Ap 22,12-15).

(216) y no digas: Grande es su misericordia: Él perdonará sus muchos pecados: porque, aunque es misericordioso, también castiga, y su furor caerá sobre los pecadores. No difieras convertirte al Señor y no lo dejes de un día para otro (Si 5, 6-8).

(217) Dichosos los siervos aquellos a quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa y se prestará a servirles. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos. Vosotros sabéis bien que, si el amo de casa conociera a qué hora habría de venir el ladrón, velaría y no dejaría horadar su casa. Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre (Lc 12,37-40).

(218) Cf. Da 12,1-3 2M 7,9-14 2M 7,22-29 2M 12,42-45 Jb 19,25-26 Lc 20,34-36 Jn 5,28-29 Jn 6,40-44 Jn 11,23-26 2Co 4,14 1Th 4,13-18.

(219) Una de las verdades fundamentales de la religión católica es que nuestra alma sobrevivirá después de la muerte. A nadie se le ocultará su importancia y trascendencia práctica para la vida.

Ha sido definida repetidas veces por la Iglesia esta doctrina como dogma de fe (cf. D 16 40 86 738 1797...). Mas no es necesario recurrir al campo estrictamente dogmático; desde un punto de vista puramente filosófico resulta también evidente. Insinuemos algunos argumentos:

1) Es una creencia universal.-No hay en el globo tributan bárbara que no crea más o menos vagamente en la inmortalidad del alma. Y esto desde los tiempos prehistóricos, como lo están confirmando las excavaciones y dólmenes de recientes descubrimientos. Una creencia tan general y de tan vital influencia en la vida del hombre, necesariamente tiene que tener un fundamento: de lo contrario, la razón humana sería incapaz de adquirir con certeza verdad alguna.

2) Por la misma naturaleza del alma.-Que el alma humana sea esencialmente independiente del cuerpo, al que informa y da vida, lo demuestra el hecho de que nuestra mentalidad puede formar conceptos abstractos y sacar conclusiones lógicas.

Luego de que el cuerpo muera no se sigue que también muera el alma. Además, el cuerpo se compone de partes extensas, mientras el alma es una substancia simple, indivisible y espiritual: incorruptible. Podría en absoluto ser aniquilada por Dios, pero la razón y la fe de consuno nos dicen que Dios no la aniquilará jamás. Jesucristo nos dijo en San Mateo: Éstos (los malos) irán al tormento eterno; pero los justos, a la vida perdurable (Mt 25,46).

3) La naturaleza de la mente y de la voluntad.-Una y otra buscan la verdad infinita y la felicidad perfecta. Y ni una ni otra se dan en esta vida, donde el bien nunca es perfecto. Negada la vida de ultratumba y la inmortalidad del alma, estas ansias y aspiraciones del espíritu iserían un contrasentido.

4) La prueba ética.-Dios, legislador santo y justo, al promulgarnos la ley moral, reservó para la otra vida una sanción eficaz. No hay ley sin sanción. Y basta abrir los ojos para comprobar que las sanciones que acá abajo se aplican a los transgresores no responden a una regla de equitativa justicia; no es infrecuente que se premie el pecado y el vicio, mientras se vitupera y desprecia al virtuoso. La razón perdería el tino si le dijesen que la Hermana de la Caridad y la prostituta serán medidas por el mismo rasero. El mundo se nos convertiría en un caos (cf. CONWAY, C. S. P., Buzón de preguntas, p.49-50).

(220) "La resurrección de la carne fue negada por los gentiles, que se reían de San Pablo oyéndole hablar de ella en el areó - pago de Atenas (Ac 17,32). Entre los judíos la negaron los saduceos, a quienes confundió el Señor (Mt 22,23). Desde los tiempos apostólicos comenzaron a surgir las herejías en contra de la resurrección. San Pablo tuvo que reargüir a ciertos habitantes de Corinto que la negaban también (1Co 15,12), y a Himeneo y Fileto, que, extraviándose de la verdad, decían que la resurrección se ha realizado ya (2Tm 2,17). Posteriormente negaron la resurrección o enseñaron doctrinas falsas en torno a ella los seleucianos, herminianos, gnósticos, maniqueos, priscilianistas, valdenses, albigenses, socinianos y otros herejes, entre los que destaca Celso. Entre los protestantes circulan también errores relativos a la resurrección, sobre todo entre los liberales. Finalmente, los modernos racionalistas, materialistas y panteístas se hacen eco de aquellos viejos errores y herejías" (P. Royo, O, P., Teología de la salvación, p.576).

(221) Cf. 1R 17,22 2R 4,34.

(222) Cf. Mt 9,25; Lc 7,13-15, yJn 11,43.

(223) Cf. Ac 9,40.

(224) SAN AMBROSIO, Sean. 48, en la fiesta de Santa Inés, virgen y mártir (ML 17,725s.).

(225) y cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios os ha dicho: Yo soy el Dios de Abvaham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22,31-32).

Porque, cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dados en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos. Por lo que toca a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios, diciendo: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, u el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos. Muy errados andáis (Mc 12,25-26).

(226) Jesús les dijo: En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis vosotros también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28).

En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo, y los que la escucharen vivirán; pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener la vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre. No os maravilléis de esto, porque llega la hova en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz (Jn 5,25-28).

(227) pero ¿irá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? ¡Necio! Lo que siembras no nace si no muere. Y lo que siembra no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo, o algún otro tal. Y Dios le da el cuerpo seqún ha querido, a cada una de las semillas el propio cuerpo. No es toda carne la misma carne, sino que una es la de los hombres, otra la de los ganados, otra la de las aves, y otra la de los peces. Y hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, y uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas; y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor.

Pues así en la resurrección de los muertos: se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción (1Co 15,35-42).

Sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con ]esús nos resucitará y nos hará estar con vosotros (2Co 4,14).

No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como ios demás que carecen de esperanza. Pues, si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús tomará consigo a ¡os que áe durmieron en Él (1Th 4,13-18).

(228) SAN GREGORIO, Moral, 1.14 c.55: ML 75.1076.

(229) Cf. Mt 22,31-32.

(230) CRISÓSTOMO, Hom. 44 in loannem: MG 59,247-250.

(231) Las propiedades de la muerte sobre lals que hablan los teólogos son dos: su unicidad y su universalidad. Que es única, todos están convencidos. Nadie murió por segunda vez; y los casos milagrosos de resurrección narrados en el Evangelio y aun en las mismas vidas de los santos no pueden ser juzgados a tenor de la ley ordinaria. Por lo mismo que milagrosos, son casos que escapan la actual ordenación de las cosas y que Dios puede querer para alguno de sus fines providenciales: probar la divina misión de Cristo, la santidad de algún siervo suyo, etcétera.

Respecto a la universalidad, la Sagrada Escritura ofrece algunas dificultades, que conviene aclarar. Vayamos por partes:

1) Todos los hombres, procedentes de Adán por vía de generación natural, están condenados a morir. Y esta obligación vige en virtud de la ley impuesta por Dios al género humano como castigo del pecado original.

Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado (Rm 5,12).

Porque, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados (1Co 15,21-22).

Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio (He 9,7).

2) ¿Es posible que esta ley general sufra de hecho alguna excepción? Hay tres textos difíciles de San Pablo (1Co 15,51 1Th 4,15-18 2Co 5,4), de los que el primero, para mayor confusión, ofrece en el original griego un sentido muy distinto del que presenta la Vulgata.

¿Cómo deben interpretarse? Los PP. Colunga y Bover (cf. Sagrada Biblia de Nácar - Colunga y Bover - Cantera en las notas correspondientes a estos textos) dan la interpretación tal como la prefieren los partidarios de la excepción de la ley: en favor de los justos que vivan cuando sobrevenga el fin del mundo. Consiguientemente, según esta interpretación, la universalidad de la muerte no es absoluta; aquéllos que estén con vida cuando se acerque el fin del mundo, no morirán.

3) Sin embargo, como, por una parte, puede darse una interpretación de esos textos suficientemente coherente con la universalidad de la muerte sin forzarlos para nada; y como, por otra, está la opinión unánime de todos los Padres latinos y algunos griegos, de los escolásticos antiguos, con Santo Tomás a la cabeza; de la mayor parte de los exegetas antiguos y bastantes modernos, que no conceden excepción alguna a la ley de la muerte, parece que es más probable concluir en favor de una total universalidad que no admite excepción. Santo Tomás aduce razones muy fuertes sobre esta universalidad, que no parece deba tambalearse por la dificultad, ciertamente real, en explicar unos textos (cf. Supl. 78,1). En esta cuestión, como en otras complementarias al tratado de la muerte, nos remitimos una vez más al P.ROYO (O.C, p.239ss.), en donde con la amplitud necesaria puede saciarse cumplidamente el lector.

(232) SAN JERÓNIMO. Epíst. 52, a Mimerio y Alejandro: ML 22, 966-980.

(233) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.20 c.20: ML 41,687.

(234) SAN AMBROSIO, Epístola I aTes., c.4: ML 17,473.

(235) SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 1.4 c.28: MG 94,1219.

(236) SAN AGUSTÍN, De civitate Del, 1.22 el9,20 y 21: ML 41.780-784.

(237) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.22 c.20: ML 41,782.

(238) No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los afliia. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido, y los llevará a sus aguas manantiales (Is 49,10).

Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los guiará a las fuentes de aguas vivas y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7,16-17).

Y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado (Ap 21,4).

(239) y se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz (Mt 17,2).

(340) Cuando bajó Moisés de la montaña del Sinaí, traía en sus manos las dos tablas del testimonio, y no sabía que su faz se había hecho radiante desde que había estado hablando con Y ave (Éx. 34,29).

Pues si el ministerio de muerte escrito con letras sobre piedras fue glorioso, hasta el punto de que no pudieran los hijos de Israel mirar el rostro de Moisés a causa de su resplandor, con ser transitorio... (2Co 3,7).

(241) En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jn 14,2).

(242) Al tiempo de su recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral (Sg 3,7).

Pero los que confían en Y ave renuevan sus fuerzas y echan alas como de águila, y vuelan velozmente sin cansarse, y corren sin fatigarse (Is 40,31).

Se siembra en ignominia, y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder (1Co 15,43).

(243) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, c.18: ML 41,390-391.

(244) SAN JERÓNIMO, C.40 de Isaías: ML 24,413-424.

(245) No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza (1Th 4,13).

(246) Y después que mi piel se desprenda de mi carne, en mi carne contemplaré a Dios.

¡Yo le veré, veránle mis ojos, no otros! ¡Abrásense en mi seno mis entrañas! (Jb 19,26-27).

(247) Saldrán los otie han obrado el bien, para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio (Jn 5,29).

 (248) Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable (2Co 4,17).



Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos (2Co 5,1).



(249) Cf. Mt 25,46 Mc 10,17 Lc 10,25.


(250) Para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna (Jn 3,15).

Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3).

A los que con perseverancia en el bien obrar buscan la gloría, el honor y la incorrupción, la gloria eterna (Rm 2,7).

Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo (Rm 6,23).

(251) En los primeros tiempos de la Iglesia, algunos escritores eclesiásticos enseñaron el Milenarismo, doctrina abiertamente herética en algunas de sus manifestaciones, y en todas absolutamente rechazable.

Según los milenaristas, al final de los tiempos, Cristo descenderá glorioso a la tierra y resucitará a la vida a todos los justos para reinar con ellos en este mundo durante mil años antes del juicio final.

Este error parece traer su origen, en parte, de algunas fábulas y libros apócrifos de los judíos.y en parte, de algunas profecías del Apocalipsis (Ap 20,1-8) mal interpretadas.

Ofrece el milenarismo dos formas principales: el craso o material, que presenta un milenio de goces sensuales, y el espiritual o sutil, que se lo imagina a base de vida honesta y goces espirituales.

El primero es francamente herético (se opone a Mt 22,30 1Co 15,50 Rm 14,17), y fue defendido por Cerinto, los marcionitas, apolinaristas y otros herejes. El segundo fue enseñado incluso por algunos Santos Padres (Ireneo, Justino..., etcétera), pero fue combatido por todos los demás y ha sido rechazado por la Iglesia, incluso en sus formas más modernas (cf. la respuesta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio en AAS 36 (1944) 212). (P.ROYO, O.P., o.c, p.598).

(252) Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios que con ambos ojos ser arro/acfo en la gehenna (Mc 9,47).

¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 6,9-10).

Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios (Ep 5,5).

Por lo cual, hermanos, tanto más procurad asegurar vuestra vocación y elección cuanto que, haciendo así, jamás tropezaréis y tendréis ancha entrada al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2P 1,10-11).

No iodo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos (Mt 7,21).

Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso (Lc 23,43).

Al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios, y no saldrá ya jamás fuera de él, y sobre él escribiré el nombre de Dios y el nombre de la ciudad, de mi Dios, de la nueva Je - rusalén, la que desciende del cielo de mi Dios y mi nombre nuevo (Ap 3,12).

En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar (Jn 14,2).

(253) Cf. SAN AGUSTÍN, 1.22 De civitate Dei, c.30: ML 41.801.

(254) SAN AGUSTÍN, Sevm. 64, De Verbo Dotnini: ML 39,1868.

(255) SAN AGUSTÍN, 1.15 De Trinítate, c.9: ML 43,1068-1069.

(256) SAN DIONISIO, c.l De divinis nominibus: ML 122,1113-1119.

(257) Al hablar del conocimiento de Dios en teología, se plantea el problema de la posibilidad de un conocimiento intuid tivo de la esencia divina, en el orden sobrenatural claro está, pues todo conocimiento natural es siempre analógico y mediato, a través de las criaturas. Conocimiento intuitivo quiere decir conocimiento inmediato, claro y distinto de la esencia divina.

La Iglesia, frente a los errores de los neoplatónicos, de los palamitas del siglo xiv y de Rosmini en el siglo pasado, afirmó claramente la posibilidad y existencia del conocimiento intuitivo de Dios (cf. constitución de Benedicto XII: D 530; C. Florentino Pro Graecis: D 693; la condenación de Rosmini: D 1891ss.). El texto clásico de la Escritura en esta cuestión es aquel de San Pablo en que afirma que cuando todo haya desaparecido: la ciencia, el don de lenguas, la profecía, etc., la caridad aún continuará, y en toda su plenitud. Ahora vemos por un espejo y obscuramente - dice el Apóstol-; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido (intuitivamente, pues así nos conoce Dios) (1Co 13,8-12).

Los teólogos se entretienen luego en desentrañar la naturaleza de ese conocimiento intuitivo de Dios. Partiendo de las nociones de especie impresa y expresa que, por parte del objeto, son indispensables para nuestros conocimientos creaturales, se preguntan si en el conocimiento de Dios se dan tales especies. Responden que no, porque es imposible que pueda haber una reproducción creada - eso sería la especie - de la esencia divina, que es el mismo Ser subsistente.

Pasando luego a examinar la cuestión desde el ángulo de la potencia cognoscitiva, niegan que Dios pueda ser conocido intuitivamente por medio de las potencias sensitivas (ojos..., etc.). Luego sólo queda la potencia intelectual.

Pero surge de nuevo el problema: ¿Cómo conoce intuitivamente a Dios el entendimiento humano? ¿Con sus solas fuerzas? ¿Elevado sobrenaturalmente? Los beguardos y beguinos en el siglo xiv, Bayo en el xvi, y los ontologistas en el xix sostuvieron que el conocimiento intuitivo de Dios es accesible al entendimiento humano por sus propias fuerzas. Todos fueron condenados; el Concilio Viennense lo hizo con los beguardos y y beguinos (D 475), Pío V con Bayo (D 1021), y el Santo Oficio con los errores de los ontologistas (D 1659ss.). Y por si etso fuera poco, el C. Vaticano reaiirmó las condenaciones indirectamente al implantar, frente al racionalismo del siglo xix, las inconmovibles verdades de la fe y la razón, sus esferas distintas, la imposibilidad por parte de la razón de conocer el orden sobrenatuial, etc. (cf. D 1795-1796 1808 1816 1786).

La razón última está en que todo conocimiento supone una verdadera fusión del objeto conocido y el sujeto cognoscente. Y esta fusión no puede realizarse si entre ambos términos no existe proporción adecuada. Y como en este caso la esencia divina (objeto conocido) dista infinitamente de nuestro entendimiento (sujeto cognoscente), sigúese que, aunque la razón tenga poder radical para conocer intuitivamente a Dios, no lo tiene poi sus propias fuerzas; lo tiene en cuanto que es elevada y robustecida por un auxilio especial, que llaman los teólogos lumen gloriae. Como un toco potentísimo por el que la luz de nuestra razón se eleva a un grado infinito, y así el hombre se capacita para poder conocer intuitivamente a Dios.

Discuten los teólogos sobre la naturaleza de ese lumen gloriae - cuestión menos trascendental-, pero su existencia no puede ponerse en duda. Contra las pretensiones de beguardos y beguinos, la definió Ulemente V en el Concilio de Viena, a.1311-12, condenando la siguiente proposición: "Cualquier naturaleza intelectual es en sí misma naturalmente bienaventurada, y el alma no necesita de la luz de gloria (lumen gloriae) que la eleve para ver a Dios y gozarle bienaventuradamente" (D 475).

(258) yosofrOs sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15,14). Porque todos, así el que santifica como los santificados, de uno sólo vienen, y, por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos (He 2,11).

Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12).

Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (Rm 8,14).

(259) pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt 10,32).

(260) Sácianse de la abundancia de tu casa, u los abrevas en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz (Ps 35,9-10).

(261) Pues así en la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia, y se levanta en qloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder (1Co 15,42-43).

(262) Dichosos los siervos aquellos a Quienes el amo hallare en vela; en verdad os diao que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirles (Lc 12,37).

(263) Porqae es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1Co 15,53).

Después de esto miré y vi una muchedumbre grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos (Ap 7,9).

(264) Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible (1Co 9,25).

Porque la gimnasia corporal es de poco provecho; pero la piedad es útil para todo y tiene promesas para la vida presente y para la futura (2Tm 4,8).

(265) Ellos reedificarán las ruinas antiguas y levantarán los asolamientos del pasado. Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones (Is 61,4-5).

Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna (Mt 19,29).

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