martes, 2 de febrero de 2016

Fiesta de la Purificación de Nuestra Señora o de "La Candelaria"





"Año Litúrgico"
Día II de febrero
P. Juan Croisset, S.J.




DE LA PURIFICACIÓN DE NUESTRA SEÑORA
LLAMADA LA CANDELARIA


La fiesta de este día comprende dos grandes misterios: la Purificación de la Santísima Virgen y la Presentación de Jesucristo. La más pura de todas las vírgenes, que viene á sujetarse á la ley de la Purificación, y el Santo de los santos, el Sacerdote Eterno del Nuevo Testamento, que viene á ofrecerse al Señor como sagrada víctima. María, Madre de Dios, la más santa de todas las mujeres, viene á ofrecer un sacrificio de expiación; aquella que jamás contrajo la menor mancha; el Hijo Unigénito del Padre Eterno, el Redentor de todos los hombres, quiere ser rescatado para inmolarse á Sí mismo por nosotros en el Calvario: doble sacrificio en doble misterio. La más tierna de todas las madres, que ella misma viene á ofrecer en sacrificio á su Hijo; la más pura de todas las vírgenes, que por humildad quiere ser confundida con todas las demás mujeres; María, en la Presentación, sacrifica por amor á los hombres la cosa que más ama como Madre, que es su Hijo; en la Purificación sacrifica, por decirlo así, lo que más aprecia como Virgen, que es la gloria de la misma virginidad. Cuántos misterios se encierran en un solo misterio! Un Dios víctima, una Virgen que sólo toma el título y la cualidad de Madre; un Santo profeta, que, teniendo en sus brazos al Mesías, desenvuelve todo el secreto y toda la economía de nuestra redención; todo este conjunto nos predica hoy el amor de un Dios para con los hombres; la ternura de la Madre de un Dios para con los pecadores; el culto de la religión; la perfecta sujeción á la ley; el mérito de la humildad y la importancia de la salvación. ¡Qué rico mineral de saludables reflexiones para quien medita bien el espíritu de este misterio !

Cuando el Señor dio la ley á su pueblo, ordenó que las mujeres, por algún tiempo después del parto, se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna de las que fuesen consagradas al culto. Este tiempo se limitó á cuarenta días siendo hijo lo que pariesen, y á ochenta siendo hija, con la obligación de que, pasado este respectivo término, la madre se presentase en el templo y ofreciese al Señor en holocausto un tierno corderillo en acción de gracias por su feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del pecado, es decir, de la impureza legal; pero que, si la recién parida fuese pobre, en lugar del corderillo ofreciese otra tórtola ú otro pichón, con los cuales, ofrecidos al Señor por el sacerdote, quedase purificada.

Además de la ley que hablaba de la purificación de la madre, había otra que particularmente se entendía del hijo primogénito. Si el primer fruto del vientre de la madre fuere hijo, dice la Escritura, le separaréis para el Señor y se le consagraréis. (Exod., 13.) Por esta ley, todos los primogénitos de los hijos de Israel debían ser dedicados al ministerio de los altares; pero porque Dios había escogido para este empleo á los hijos de la tribu de Leví, ordenó que los primogénitos de las otras tribus, no debiendo servir en el templo, fuesen presentados al Señor como primicias que se le debían, y que después fuesen rescatados á precio de dinero.

Es cierto que la ley de la purificación de ningún modo comprendía á María, porque habiendo concebido por obra del Espíritu Santo, y siendo Madre sin dejar de ser Virgen, no tenía necesidad de purificarse, y consiguientemente no debía entenderse con Ella esta ley. El milagroso nacimiento de Jesucristo sólo había contribuido para hacer más pura á su Madre; pues, exclamaba San Agustín (Lib. de Adv., 5, haeres., 5): ¿De dónde había de venir mancha é impureza á aquella doncella que supo ser Madre sin dejar de ser Virgen? ¿Cómo había de hacerse lugar la inmundicia en aquel castísimo seno en que el Verbo se hizo carne? Entré en él (dice el Señor, según San Agustín) como en mi santuario, hállele puro, y no le dejé menos puro que le hallé. No te cause admiración este milagro; porque aunque fue mi Madre, pero fue Madre mía, y fabricada para tal por mi misma mano.

Sin embargo, la purísima María se sujeta voluntariamente á una ley que sólo se entendía con las mujeres comunes. Considérese él amor que tenía á la virginidad, y mídase por aquí la grandeza del sacrificio que hace inmolando hoy, á vista de todo el pueblo, aquel concepto en que, por decirlo así, colocan las vírgenes su mayor gloria. Basta que sea un acto de humildad y de religión, para no querer dispensarse de él, para no usar, para no hacer caso de su privilegio. El ejemplo que le había dado su mismo Hijo al octavo día de su nacimiento, sujetándose á la ley de la circuncisión, no la permite darse Ella por dispensada de la purificación á los cuarenta días de su parto. ¡Qué confusión! ¡Qué vergonzosa advertencia para aquellas personas que se dispensan de las obligaciones más esenciales de la religión con el vano título de la dignidad ó del nacimiento!

Fue la Virgen al templo el día señalado por la ley, y, siguiendo en todo el espíritu de su Hijo, ofreció por El y por Ella dos pichones, que la ley mandaba ofrecer á los pobres. Es verdad que teniendo la dicha de ofrecer á Dios el Cordero inmaculado, cuya sangre había de purificar al mundo, pudo no ser muy necesario que le ofreciese el otro cordero, que sólo era figura de Este, según la inteligencia de la ley.

Pero si la Señora hizo en este día un gran sacrificio como Virgen por su purificación legal, no le hizo menor como Madre en la Presentación de su querido Hijo. Fácilmente se puede discurrir que el que hizo la ley no estaba obligado á ella; con todo eso, se sujetó á su observancia, y María ofreció cinco siclos por su rescate. No dio este precio por eximir de la obligación de servir á los altares al que sabía bien que era el Sacerdote Eterno y Hostia de propiciación por la salud de todos los hombres; antes bien, en esta misma cualidad, la Madre le ofreció, y el Hijo se ofreció á su Eterno Padre. Era, pues, la ceremonia legal, por decirlo así, no más que la corteza del misterio; el sacrificio del Hijo y de la Madre era todo interior. Por esta oblación comenzó hoy Cristo en el templo el sacrificio de nuestra redención, que había de consumar en el Calvario.

Instruida María del misterio, cuando hoy le ofrece en el templo á su Eterno Padre, le ofrece en cierta manera á la cruz. Se puede decir que si le rescata es porque todavía estaba la víctima tierna, por reservarla y por criarla para este grande sacrificio. Aseguran unánimes los Padres que esta oferta la hizo María de plena deliberación y con toda su voluntad, en cuya atención la dan el glorioso nombre de Reparadora del linaje humano. Por la misma razón la aplica San Buenaventura aquellas palabras de que usó el Apóstol para explicar el exceso del amor que Dios tuvo á los hombres: de tal manera amó María á los hombres, que les dio su Unigénito Hijo.

Concibe ahora, si es posible, cuánto costaría este sacrificio á la más tierna de todas las madres. No sólo sabía entonces, en general, que aquel querido Hijo había de dar la vida por nuestra redención, sino que, como lo afirma el abad Ruperto, estaba viendo individualmente con los ojos del alma hasta los más menudos tormentos y dolores que habían de acompañar á su afrentosa muerte; y, presentando hoy esta divina víctima al Señor, dio principio al sangriento sacrificio. Por eso no se debe admirar que hubiese observado tan profundo silencio cuando su Hijo fue condenado á muerte; pues ya había dado su consentimiento para ella en la oblación que hizo en este día.

Cuando la Santísima Virgen entró en el templo, se hallaba en él un venerable anciano llamado San Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que largo tiempo había estaba suspirando por la venida del Salvador, que había de ser el consuelo de su pueblo. El Espíritu Santo, de que estaba lleno, y que le había dado cierta oculta seguridad de que no moriría sin haber visto con sus hijos al Cristo del Señor, con cuyo fin le condujo en esta sazón al templo, le dio á conocer interiormente que aquella mujer era la Madre de Dios, y que el Hijo que llevaba en los brazos era el Mesías verdadero. Arrebatado entonces de un extraordinario ímpetu de amor, de agradecimiento y de alegría, tomó en sus brazos al Niño y comenzó á exclamar, diciendo: Ahora sí, Señor, que podéis disponer de vuestro siervo, llamándole al descanso eterno, según lo que le tenéis de antemano prometido. Ya moriré, no teniendo más que desear en este mundo; tiempo es ya de contento; que se cierren mis ojos, no teniendo más que ver, pues han logrado la dicha de ver al Salvador de los hombres; al que ha de enseñar á las naciones; al que ha de disipar con su luz las tinieblas del error y de la idolatría, extendidas por toda la faz de la Tierra; al que ha de ser, en fin, la gloria de tu pueblo de Israel..

Volviéndose después el santo anciano á María, y restituyéndola el divino depósito de su precioso Hijo: Bien veo, la dijo, y bien comprendo que, aunque este Niño ha venido al mundo para salvar generalmente á todos los hombres, algún día ha de ser su venida ocasión de perdición á muchos, que no querrán aprovecharse de su muerte. Previendo estoy que, no obstante el gran deseo que tienen los judíos de recibirle, no ha de tener mayor ni peor enemigo que su pueblo. Mientras viva en este mundo será objeto de contradicción. Acaba de ofrecerse como víctima á su Mismo Padre, y tú has consentido en su muerte por el mismo hecho de presentarle para ella; pues bien puedes hacer el ánimo á que tu alma será de parte á parte traspasada con una aguda espada de dolor, cuando llegue el caso de consumarse á tu misma vista este sangriento sacrificio.

Mientras aquel hombre inspirado habla así de la dignidad del Salvador y del misterio de nuestra redención, una santa viuda, de edad de ochenta y cuatro años, llamada Santa Ana, hija de Fanuel, célebre por el don de profecía y por la santa vida que constantemente observaba después de la muerte de su marido, con quien había vivido siete años, entró en el templo, que frecuentaba mucho, y arrebatada del mismo espíritu y de los mismos ímpetus de gozo que San Simeón, comenzó á alabar á Dios y á contar lo que sabía de aquel divino Niño á cuantos esperaban la redención y la salud de Israel.

La fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen es una de las más antiguas que celebra la Iglesia. El año de 642, en tiempo del emperador Justiniano, se celebraba el día 2 de Febrero, en que se cumplen puntualmente los cuarenta desde el nacimiento del Niño Dios. Llamaron los griegos á esta fiesta Hypapante, que quiere decir Encuentro, por el que tuvieron el viejo San Simeón y Santa Ana profetisa, hallándose en el templo al mismo tiempo que concurrieron en él eL Hijo de Dios y su Santísima Madre. San Gelasio I (492-496), Papa, que gobernaba la Iglesia treinta años antes que Justiniano I (527-565) fuese emperador, había ya instituido en Roma esta fiesta, cuando, para desterrar la de las Lupercales ó purificaciones profanas, que celebraban los gentiles en el día 13 ó 14 de este mes, instituyó la de la Purificación de la Virgen con la ceremonia de las Candelas, á fin de borrar con la santidad de nuestros misterios las profanaciones y las infamias que cometían los paganos en este tiempo llevando antorchas encendidas, y haciendo muchas impías ceremonias alrededor de sus templos, á las cuales daban el nombre de Lustraciones.

Creen algunos que el papa San Gelasio I sólo dio mayor solemnidad á esta fiesta, pretendiendo que, por lo demás, ya se celebraba en la Iglesia en el tercer siglo. Lo cierto es que Surio, en la vida del famoso San Teodosio, fundador de tantos monasterios, que vivía en el año de 430, habla de una fiesta muy célebre de la Virgen, que se solemnizaba entonces con grande devoción: había una fiesta en honra de la Virgen Madre de Dios, y, como era muy solemne, era grande la concurrencia de los fieles a celebrarla. Tanta verdad es que la devoción á la Santísima Virgen fue desde los primeros siglos de la Iglesia la devoción favorecida de los fieles, así como lo es el día de hoy de todos los predestinados.

A imitación de lo que hizo en este día la Madre de Dios, acostumbran piadosamente en muchos obispados las mujeres, cuando se hallan convalecidas del parto, ir á la iglesia, darlas gracias á Dios por el feliz alumbramiento, y ofrecerle el hijo ó hija que se sirvió concederles. ¿Y no será cierta especie de sacrílega impiedad, después de una oferta tan religiosa, criar los hijos con máximas poco cristianas, y sacrificarlos por la mayor parte á las vanidades del mundo?


La Misa del día es la del misterio, y la oración la que sigue:


Oremus
 Omnipotens, sempiterne Deus, majestatem tuam tuam supplices exoramus: ut sicut Unigenitus Filius tuus hodierna die cum nostrae carnis substantia in templo est praesentatus; ita nos facias, purificatis tibi mentibus, praesentari: Per Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum: Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus per omnia secula seculorum. R. Amén

Oración
Todopoderoso y sempiterno Dios, rogamos humildemente á Vuestra Majestad que, así como vuestro Unigénito Hijo se presentó hoy en el templo vestido de la sustancia de nuestra carne, así nos  concedáis la gracia de que nosotros nos presentemos á Vos con aquella pureza que debemos. Por J. C. N. S.



MEDITACIÓN
Sobre el misterio del día.

Punto Primero.- Considera las admirables virtudes que practicó en este misterio la Santísima Virgen. Ocultó profundamente su gloria, no queriendo parecer la que verdaderamente era; manifestó su humildad, queriendo parecer la que no era verdaderamente. Era Madre de Dios, y apareció como si no fuera más que madre de un mero hombre; era la más pura de todas las vírgenes, y se dejó ver como si fuese cualquiera de las demás mujeres. Estaba dispensada de aquella ley que humillaba; sin embargo, la observó con todas sus circunstancias. Amaba indeciblemente á aquel adorable Hijo, y no por eso dejó de ofrecerle por nosotros á la muerte, sacrificándole como víctima á su Eterno Padre. Oyó la más triste, la más dolorosa profecía que podía oír una madre, y se sujetó á ella con la mayor resignación. ¡Mi Dios, qué conforme fue el espíritu de la Madre con el espíritu del Hijo! ¡Y qué distante está nuestro espíritu del espíritu de entrambos! 

Todos queremos parecer lo que no somos, y no podemos sufrir, en fuerza de nuestro orgullo, que parezcamos lo que somos. Hasta el pie de los sagrados altares llevamos con nosotros la ambición, el fausto y la profanidad. ¿Qué otra cosa quieren decir esas orgullosas señales de distinción, de que en ninguna parte nos mostramos tan celosos como en el templo? En medio de eso nos asombra, nos embelesa la profunda humildad de la Santísima Virgen. ¡Es posible que nunca hayamos de ser más que unos meros y estériles admiradores de las más grandes virtudes! ¿Inspíranos, por ventura, una gran delicadeza de conciencia nuestro amor á la pureza? ¿Qué diligencias hacemos para adquirir, para conservar una virtud tan necesaria y tan delicada? Pero ello es mucha verdad que solamente ven á Dios las almas puras.

¿Observamos la ley con tanta religión como María? Sin embargo, no estamos menos obligados á observarla. Ella no omite la más mínima cosa de las que pueden agradar á Dios; y á lo menos ¿tenemos nosotros por la mayor de todas las desdichas el desagradarle, siendo así que todos los días le estamos ofendiendo sin remordimiento? ¡Mi Dios, cuánto tengo de qué acusarme y de qué confundirme en cada uno de estos capítulos!


Punto Segundo.- Considera todo lo que pasó en este misterio, porque todo fue instrucción. Un santo viejo, hombre justo y temeroso de Dios, que toda la vida había suspirado por la venida del Mesías, logra la dicha de tener al Niño Jesús entre sus brazos. ¡ Oh mi Dios, y qué complacencia tenéis en comunicaros, en daros á los que os aman y á los que os desean! ¡Qué poco tardáis en consolar á los que os sirven con fidelidad y con fervor! Una confianza en Dios, constante, perseverante, nunca se quedó sin fruto. 

Ahora sí, Señor, exclamó San Simeón lleno de un dulcísimo consuelo, de una alegría indecible; ahora sí, Señor, que dejaréis en paz á vuestro siervo, pues que ya han visto mis ojos al Salvador de los hombres. iAh, y cuánta verdad es que, una vez que se ha gustado de Dios, causan disgusto y hastío todas las criaturas! Las honras, los bienes de fortuna, hasta la misma vida se hace intolerable á quien ha sabido formar una idea justa de la salvación eterna. En la comunión recibimos dentro de nuestros pechos á aquel mismo Salvador á quien Simeón recibió en el templo entre sus brazos. Pero ¿recibimos también las mismas gracias? Mas ¿es la misma nuestra disposición para recibirla?

¿Quiénes fueron los que tuvieron la dicha de ver en el templo al Salvador? Un Santo anciano, que tantos años había estaba suspirando por verle; una Santa anciana, que vivía muy retirada, que apenas acertaba á salir del templo, y que pasaba los días y las noches en oración y en perpetuo ayuno; solos éstos lograron esta fortuna entre los innumerables moradores de aquella populosa ciudad. Desengañémonos, que no se encuentra á Dios entre el bullicio del mundo; en todos tiempos fue corto el número de los escogidos.

Quiso el Padre Eterno que su Hijo fuese ofrecido por las mismas manos de María. Tan pura, tan preciosa víctima no debía ser ofrecida por otras manos. Nunca hubo oblación más agradable. ¿Queremos que Dios acepte las que hacemos? Pues encaminémoslas siempre por mano de la Santísima Virgen.

¡ Qué amor nos mostró el Hijo, sacrificándose con tanta anticipación por los hombres! ¡ Con qué caridad nos miró la Madre, ofreciendo desde luego esta víctima por nuestro amor! ¿No será justo que los que no quisieron recibir á Jesús por Salvador, le tengan por juez? ¿No será justo que este divino Salvador sea puesto en el mundo para ruina de los que voluntariamente no quieren admitirle para su salud? Y, por mi desgracia, ¿no seré yo acaso de este número?

Virgen Santísima, estáis Vos muy interesada en que yo me salve, y así no me permitiréis que me pierda. Después de Dios, Vos sola sois todo mi consuelo; así como, después de Dios, Vos sola sois toda mi confianza. Vos ofrecisteis vuestro precioso Hijo á su Eterno Padre por mi salvación; no permitáis que este mismo beneficio se convierta en mi mayor ruina únicamente por culpa mía. Alcanzadme, Señora, aquella pureza del alma y cuerpo sin la cual ninguno acierta á agradaros. Conseguidme la gracia de que observe exactamente la ley, de que ame y sirva á mi Dios con perseverancia, de que os profese siempre la más tierna devoción; dadme grata licencia para que toda la vida y en la hora de mi muerte os trate cómo á mi buena Madre; y no permitáis cometa jamás delito alguno que me haga indigno de ser contado en el número de vuestros fieles siervos y de vuestros amantes hijos. Así sea.


Jaculatorias.- Virgen Santísima, mostraos Madre nuestra; y para que nuestras oraciones sean agradables á vuestro querido Hijo, dignaos Vos, Señora, de presentárselas por vuestras manos. Dios te salve, Virgen santa, esperanza nuestra, y todo nuestro consuelo después de Jesucristo.



PROPÓSITOS

1. Siendo todas las ceremonias de la Iglesia no sólo santas, sino instituidas para santificación de los fieles, asiste hoy á la bendición y á la distribución de las candelas con el mismo espíritu con que la Iglesia las practica; esto es, para reconocer, amar y adorar con fe viva al que el santo anciano Simeón reconoció, amó y adoró por el Salvador del mundo, y como la verdadera luz que había de alumbrar á los gentiles. No dejes de tener en tu cuarto una de las velas que se bendicen en este día, con el fin de que te la enciendan en la última hora, cuando recibas los postreros Sacramentos, y mientras se lee la recomendación del alma.

2. La devoción á la Santísima Virgen fue siempre reputada en la Iglesia católica como presagio de la bienaventuranza, y como señal sensible de la predestinación. Vos sois (dice San Juan Damasceno hablando de esta Señora), Vos sois una prenda segura de mi salvación eterna. Después de Nuestro Señor Jesucristo, Vos sois, ¡oh bienaventurada Virgen María! (dice San Agustín), la única esperanza de los pecadores. Se ha observado que no hubo jamás hereje alguno que no fuese opuesto al culto de la Madre de Dios; como que no es posible ser enemigo del Hijo sin serlo al mismo tiempo de la Madre. Tú has de hacer profesión toda la vida de ser uno de los más celosos y de los más fieles siervos de esta Soberana Reina; graba profundamente en tu alma esta solidísima devoción, y después de Jesucristo sean tus amores y toda tu confianza María. Todo lo que el Hijo ofrece al Padre le es infinitamente agradable, y todo lo que la Madre ofrece al Hijo es recibido con el mayor agrado. Ni el Padre puede negar cosa al Hijo, ni el Hijo á la Madre, ni la Madre á los que mira como á fieles siervos suyos y recurren á ella con confianza de hijos. Aliéntate á ser tú de este número: no te contentes con profesar una tierna devoción á la Santísima Virgen; inspírala á tus hijos, á tus criados, á tus dependientes, y ten lástima de los infelices que miran con indiferencia á esta Madre de los escogidos.

3. Habiendo sido éste el dichoso día en que la Virgen ofreció su querido Hijo al Eterno Padre por la salvación de los hombres, también debe ser el día en que nosotros nos ofrezcamos y nos sacrifiquemos de todo nuestro corazón á esta amabilísima Madre. Ofrécela hoy tu familia, tus parientes, tus criados y todo cuanto de alguna manera te perteneciere; pero conságrate á ti particularmente á su servicio. Sobre todo, no dejes de alistarte en alguna de las congregaciones ó cofradías que están dedicadas á su honra, como son la Legión de María, la Cofradía del Rosario ó del Carmen, si no tienes la fortuna de estar ya alistado en alguna de ellas. No quieras privarte por más tiempo de un auxilio en que interesas tanto, y solicita la misma dicha para tus amigos, para tus hijos y para tus parientes. Haz propósito de rezar el Oficio parvo de la Virgen, á lo menos todas las octavas de sus festividades; pero el Rosario todos los días; y da principio desde hoy á estas devociones, sin olvidar jamás lo que dice San Bernardo: que habiendo venido Cristo al mundo para redimirle, depositó en manos de su Madre todas las gracias que son el precio de la redención. Redempturus genus humanun, universum pretium contulit in Mariam. (Serm. III in Nativ. Mar.).





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