miércoles, 2 de noviembre de 2016

La Religión Demostrada XII: El Establecimiento de la Religión Cristiana Prueba su Divinidad







LA RELIGIÓN DEMOSTRADA


LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA
ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA



P. A. HILLAIRE


Ex profesor del Seminario Mayor de Mende
Superior de los Misioneros del S.C.






DECLARACIÓN DEL AUTOR

Si alguna frase o proporción se hubiere deslizado en la presente obra La Religión Demostrada, no del todo conforme a la fe católica, la reprobamos, sometiéndonos totalmente al supremo magisterio del PAPA INFALIBLE, jefe venerado de la Iglesia Universal.

A. Hillaire.



CUARTA VERDAD
LA RELIGIÓN CRISTIANA ES LA ÚNICA
RELIGIÓN DIVINA



III. DIVINIDAD DE LA RELIGIÓN CRISTIANA


122. P. ¿El establecimiento de la religión cristiana, ¿prueba su divinidad?

R. Sí, el establecimiento de la religión cristiana es una prueba irrefutable de su divinidad.

Todo efecto exige una causa capaz de producirlo. En virtud de este principio, tenemos que considerar como divina una religión cuyo establecimiento y pronta difusión en el mundo no pueden atribuirse a medios naturales, sino únicamente al poder divino. Y éste es precisamente el caso de la religión cristiana.

A pesar de los más grandes obstáculos, y sin ningún medio natural para vencerlos, se ha establecido rápidamente en todo el universo. El establecimiento del Cristianismo es, por consiguiente, una obra divina que no puede explicarse sino por una especial intervención de Dios.

1° OBSTÁCULOS QUE VENCER . – Había que obligar a los judíos a que renunciaran a la ley de Moisés y a que reconocieran por Mesías a ese Jesús que ellos habían crucificado; había que mover a los paganos a vencer sus vicios, destrozar sus ídolos, a renegar de la religión de sus padres sostenida por todos los poderes públicos: y, por último, sobre estas ruinas había que establecer una religión nueva, con misterios incomprensibles y una moral contraria a todas las naciones.

2° INSUFICIENCIA DE LOS MEDIOS . – Los obstáculos eran inmensos, y los medios naturales completamente insuficientes. Los apóstoles encargados de establecer la religión cristiana, no poseían ni la fuerza de las armas, ni el cebo de las riquezas y de los placeres, ni siquiera el prestigio de la palabra y de la ciencia. Eran doce pescadores de Galilea, pobres, ignorantes y salidos de una nación despreciada por todos los pueblos.

3° ÉXITO RÁPIDO Y GENERAL.– Y sin embargo, a pesar de lo sublime de la empresa y de la debilidad de los instrumentos, la religión cristiana se estableció en todo el Imperio Romano y se propagó tan rápidamente por la India, la Persia, el África, España, la Galia, Germania, Bretaña, etc., que hacia el fin del siglo I, a la muerte del apóstol San Juan, apenas se podía nombrar un país que no hubiera recibido la predicación del Evangelio. Después de tres siglos de persecuciones, la Cruz de Cristo brilla en todas partes, y desde la cumbre del Capitolio domina el universo.

Por consiguiente, el establecimiento del Cristianismo es un hecho divino, un verdadero milagro de Dios, único que puede mudar los corazones y las voluntades.

N.B.– Hasta ahora hemos probado la divinidad de la religión cristiana apoyándonos, sobre todo, en la autoridad de nuestros Libros Santos considerados como históricos. Pero los Libros Santos no son el único fundamento de nuestra fe, ni encierran toda la doctrina cristiana, ni todas las pruebas de su divinidad.

Así como los milagros en que nos hemos apoyado no son los únicos que Dios ha obrado en favor de la religión, así también hay otros milagros del orden moral. Si los primeros manifiestan la intervención divina, en cuanto son contrarios a las leyes físicas, los últimos también manifiestan como tal, porque derogan las leyes morales.

El orden moral tiene sus leyes, como el orden físico. Es una ley de orden moral que una gran muchedumbre no cambie de convicciones, de conducta en algunos días, particularmente cuando todos los motivos de pasión y de interés se unen para oponerse al cambio.

El milagro en el orden moral es, pues, un hecho contrario al curso ordinario de las cosas humanas y no se puede explicar sino por una especial intervención de Dios. El establecimiento del Cristianismo en uno de estos milagros.

1° Grandiosidad de la empresa. – ¿Era grande la importancia de la empresa? Era menester: a) abolir la religión mosaica; b) suprimir el culto de los ídolos; c) fundar sobre estas ruinas la religión cristiana: tres cosas naturalmente imposibles.

a) Obstáculo del judaísmo.– Se trataba de obligar a los judíos a renunciar a la ley de Moisés. Pero ellos estaban fuertemente apegados a su religión, que creían fundada por Dios, confirmada por numerosos milagros y por la cual sus antepasados habían muerto en los campos de batalla o en los tormentos. Los judíos se gloriaban de ser el pueblo de Dios, y esperaban un Mesías que haría de ellos la más poderosa y la más gloriosa de las naciones.

¿Cómo convencerlos de que su religión no era sino figura de la verdadera; de que su título de pueblo de Dios debía ser el título de todos los pueblos? ¿Cómo hacerles aceptar por Mesías a Aquél a quien ellos habían crucificado?... ¡Qué escándalo para su orgullo y sus prejuicios! ¿No era éste un obstáculo insuperable?... Se explica, pues, que los judíos fueran los primeros en perseguir a los cristianos.

b) Obstáculo del paganismo.– Se trataba de destruir la idolatría esparcida por todo el mundo. La idolatría venía reinando durante siglos, era la religión de los antepasados, estaba como embebida en todos los actos de la vida pública y privada, y estaba sostenida por todos los poderes públicos. Además, dejando a los hombres en libertad para creer y obrar a su capricho, halagaba las tendencias más gratas a la naturaleza. Abolir este culto tan cómodo, tan fácil, tan agradable; derribar los dioses protectores del imperio para adorar a un judío crucificado... ¡qué locura!

Por eso el Cristianismo levantó en contra suya: 1° A los sacerdotes de los ídolos, cuyo crédito e intereses estaban en peligro. 2° A los sabios, a los filósofos, cuyo orgullo despreciaba los misterios cristianos. 3° Al poder público, que veía con indignación un nuevo culto que se constituía con independencia propia frente a él. 4° Finalmente, a la multitud, ignorante y grosera, que rechazaba con furor una religión que condenaba su vida de placeres y de goces ilícitos.

Nada se ahorró para matar a la religión naciente en su cuna; los primeros cristianos fueron el blanco de todos los desprecios, del odio, de las calumnias y de las persecuciones. Porque no adoraban a los ídolos, se les acusaba de ser la causa de todas las desgracias públicas; se les llamaba impíos, sacrílegos, enemigos de la patria. Los dogmas mismos del Cristianismo, desnaturalizándolos por la ignorancia, servían de pretexto para las más absurdas calumnias. Durante trescientos años, los emperadores romanos, dueños y señores del mundo, desplegaron todo su poder y crueldad en ahogar en sangre a los discípulos de Cristo.

c) Obstáculos de parte de la doctrina cristiana. – Había que hacer aceptar la religión cristiana, la cual, lejos de ofrecer ningún atractivo natural al espíritu y al corazón del hombre, era, por su perfección y su severidad, de naturaleza tal, que más bien provocaba una repulsión invencible. Por su dogma, el Cristianismo impone la creencia en misterios que no comprende la razón: un solo Dios en tres personas; un Dios nacido de Madre Virgen y concebido sin concurso de varón, por obra del Espíritu Santo; un Dios que nace pobre, vive humilde y muere en una cruz como el último de los criminales...

Por su moral severa, la religión cristiana combate las pasiones, condena todos los vicios, prescribe todas las virtudes. ¡Qué contraste entre la vida de los paganos y la que se imponía a los cristianos! Ser humilde, modesto, dulce, paciente,caritativo hasta amar a los propios enemigos; despegado de los bienes de la tierra hasta preferir la indigencia a la injusticia; casto hasta rechazar el pensamiento del mal; fiel a su religión hasta el martirio. He ahí lo que el Cristianismo pedía a los hombres que, bajo el patrocinio de los dioses del paganismo, podían, sin remordimientos, satisfacer todas sus inclinaciones y entregarse a todos los desórdenes. La religión cristiana era, pues, de suyo un obstáculo naturalmente invencible.

2° Impotencia de los medios. – ¿Cuáles fueron los medios empleados para propagar la religión cristiana? – El principal fue la predicación de los apóstoles. Pues bien, todo concurría a desacreditar su doctrina, a llevar al fracaso su proyecto. Los apóstoles son doce, doce judíos despreciados por los otros pueblos; doce pescadores de Galilea, despreciados por el resto de los judíos; y no poseen nada que pueda dar autoridad a su predicación.

El hombre posee en este mundo tres poderes: la espada, el oro y la palabra. Los apóstoles no tienen ninguno de ellos; ni son poderosos, ni ricos, ni sabios, ni oradores. Hacen prosélitos no empuñando las armas, sino cayendo víctimas de ellas. No tienen más arma que su confianza en Dios y la oración. Pobres y obligados a vivir de limosnas o del trabajo de sus manos, no pueden ofrecer el oro que procura placeres y honores; a sus discípulos no prometen para la vida presente más que persecuciones, suplicios y, a veces, un cruel martirio. Ignorantes y sin prestigio, no pueden sino provocar la risa del público al predicar, en un lenguaje rudo, dogmas incomprensibles, una moral que aterra y la adoración de la cruz.

Y no se diga que el Cristianismo se extendió al amparo de la ignorancia. Porque la difusión del Evangelio se efectuó en el siglo de Augusto, en el siglo más culto y más ilustrado, cuando el Imperio Romano estaba lleno de filósofos, de oradores, de poetas, de historiadores; a estos genios de la Roma antigua, a estos hombres orgullosos de su saber y de su elocuencia, vienen algunos pobres pescadores de Galilea a enseñar dogmas que la razón no puede comprender. La época es también la más corrompida, en ella reina el vicio bajo todas sus formas; y a estos hombres podridos de sensualidad vienen los apóstoles a predicar la humildad, la pureza, la mortificación.

Dios escogió a los necios según el mundo para avergonzar a los sabios; y a los flacos del mundo escogió para avergonzar a los fuertes; y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que ningún hombre se jacte en su presencia (56). Si Dios se hubiera valido o del poder de los Césares, o de la ciencia de los filósofos, los oradores se hubieron atribuido a la gloria de la empresa. Pero no habiendo empleado Dios sino la sencillez de doce pobres pescadores, es más claro que la luz meridiana que la gloria de esta gran revolución le pertenece a Él solo. Es la obra maestra de la potencia y sabiduría
divinas.

3° Rapidez y generalidad del éxito.– ¿Cuál fue el éxito de la empresa? La propagación del Cristianismo fue tan rápida como general. Después de Pentecostés, los apóstoles fundan en Jerusalén una iglesia floreciente. Evangelizan la Judea, la Galilea y la Samaria: una multitud de judíos, y aun varios sacerdotes de la antigua ley, abrazan la ley nueva (57).

Los apóstoles se dispersan por diversas regiones: Asia, Egipto, Grecia, Italia, Germania, Galia, etc., oyen a los Enviados de Dios; y éstos fundan iglesias por todas partes, y envían misioneros a las regiones más lejanas.

San Pedro funda en Antioquia, capital de Asia menor, donde pro primera vez, los discípulos de Cristo son llamados cristianos; después traslada su sede a Roma, capital del imperio romano, haciendo del foco del paganismo el centro, la Iglesia Madre de la cristiandad.

San Pablo evangeliza el Asia Menor, Macedonia, Grecia e Italia; Santiago el Mayor, España; San Andrés, Escila y Tracia; Santo Tomás, el país de los Partos y China; San Bartolomé, las Indias, etc.

A las Galias llega San Dionisio Areopagita, que predica en París: San Marcial, en Mende y en Limoges; San Trófimo, en Arlés; San Lázaro, el resucitado en Marcella, etc. Así el Oriente y el Occidente reciben el Evangelio.

San Pablo, veinticuatro años después de la muerte de Jesucristo, pudo escribir a los romanos: Vuestra fe es anunciada al mundo entero.

San Justino, menos de cien años después de la muerte de Jesucristo, puede decir en su diálogo con Trifón: No hay nación, civilizada o bárbara, en la que no se haya ofrecido, en nombre de Jesús crucificado, oraciones al Padre y Criador de todas las cosas.

Los escritores romanos de la época hacen notar su admiración: el historiador Tácito nos dice que, bajo el reinado de Nerón, causó asombro el descubrir en Roma un número tan crecido de cristianos. Séneca, preceptor de este príncipe, añade: “El Cristianismo se ha fortalecido de tal manera, que se ha extendido por todos los países: los vencidos han dictado la ley a los vencedores”.

Todo el mundo conoce las altivas palabras de Tertuliano a los magistrados de Roma: “Somos de ayer, y ya lo llenamos todo: vuestras ciudades, vuestras islas, vuestros castillos, vuestras aldeas, vuestros campos, vuestras tribus, vuestras decurias, el palacio, el senado, el foro; sólo os dejamos vuestros templos... Si nos separamos de vosotros, os asustaríais de vuestra soledad” (58).

El triunfo de la religión de Jesucristo fue tal, que, al cabo de tres siglos, el paganismo había caído, y Constantino, el primer emperador cristiano, colocaba la cruz sobre el Capitolio.

¿Es explicable, sin la intervención de Dios, una propagación tan rápida? ¿Puede citarse un hecho más contrario a todas las leyes de la naturaleza? ¿No es un milagro de primer orden, un milagro tan patente como la resurrección de un muerto, la conversión del mundo pagano llevada a cabo, a pesar de los obstáculos, por un grupo de hombres del pueblo? Esto no es obra humana, es obra divina: A Domino factum est.

4° Causa de la conversión del mundo. – Para establecer la creencia en una doctrina que sobrepasa la inteligencia humana, era necesario que Dios interviniera sobrenaturalmente, dentro de los corazones, con su gracia todopoderosa, y fuera de ellos, con el milagro. El milagro suplía la debilidad de los apóstoles; hacía las veces de la ciencia, del genio, de la elocuencia; les conciliaba el respeto y la admiración de los pueblos; era la señal incontrastable de su misión divina. Es claro que los apóstoles no hubieran sido enviados de Dios, cuyo poder era el único capaz de hacerlos triunfar, hoy día, en lugar de esta Iglesia que se extiende hasta los confines de la tierra, no quedaría de su tentativa más que el recuerdo de una locura sublime.

CONCLUSIÓN.– Se puede terminar esta demostración con el célebre dilema que San Agustín proponía a los incrédulos de su tiempo. Puesto que no ha sido refutado todavía, lo proponemos a todos los incrédulos modernos.


LA RELIGIÓN SE HA ESTABLECIDO, O POR LOS MILAGROS,
O SIN EL AUXILIO DE LOS MILAGROS

Meditad bien vuestra respuesta y elegid con toda libertad.

1° Si confesáis los milagros de Jesucristo y de los apóstoles, al hacedlo así confesáis que la religión cristiana es obra de Dios, porque sólo Dios puede obrar milagros verdaderos, y no puede hacerlos sino en favor de una religión verdadera y divina.

2° Si negáis estos milagros, atestiguáis mejor aún la divinidad de la religión cristiana. Porque si una religión, enemiga de todas las pasiones, incomprensible en sus dogmas, severa en su moral, se ha establecido sin el auxilio de los milagros, este mismo hecho es el mayor y más inaudito de los milagros.

Dadle todas las vueltas que queráis: este dilema es un círculo de hierro del que no podéis salir.

OBJECIÓN.– A fin de escapar de la fuerza abrumadora de esta prueba invencible, dicen los incrédulos modernos: El mahometismo y el protestantismo se han propagado también rápidamente, y, sin embargo, estas religiones no son divinas.

R. La comparación no es posible: todo favorecía a estas falsas religiones, mientras que todo era contrario a la religión cristiana. 1o El mahometismo, fundado por Mahoma en el siglo VII, entre los pueblos ignorantes de la Arabia, es una mezcla de mosaísmo y de sensualismo, muy conforme a las aspiraciones de la naturaleza corrompida. Es una religión muy cómoda. Un solo dogma lo resume todo: Dios es Dios y Mahoma es su profeta. Su moral es facilísima: algunas purificaciones, algunas prácticas exteriores, y con esto plena libertad a todos los malos instintos de la carne mediante la poligamia y el divorcio.

El medio de propaganda empleado por Mahona y sus partidarios es la fuerza de las armas. Cree o muere, tal es su divisa. El instrumento de conversión es la cimitarra.

Así, el mahometismo se propaga suprimiendo todo misterio, mientras que la religión de Cristo se propaga a pesar de los dogmas incomprensibles que impone a la razón; el uno, gracias a las pasiones que halaga, a los desórdenes que permite, y la otra a pesar de las pasiones que combate y de las leyes severas que impone. El mahometismo hace prosélitos a la fuerza; el Cristianismo se extiende a pesar de la fuerza, de las persecuciones más violentas y del mismo martirio de sus seguidores.

Pascal tenía razón cuando afirmaba: “Mahoma se estableció matando; Jesucristo, dejando que mataran a los suyos... Jesucristo y Mahoma tomaron caminos y medios tan opuestos, que, supuesto el triunfo de la doctrina de Mahoma, Jesús debía fracasar, y el Cristianismo perecer, si no hubiera sido sostenido por una fuerza divina”. No hay, pues, comparación posible entre la propagación del islamismo y de la religión cristiana.

2° La difusión del protestantismo entre algunas naciones católicas es obra de las pasiones humanas. Fue presentado, al principio, no como una religión nueva, sino como una reforma y un retorno al Cristianismo primitivo. Los protestantes se llamaban reformados – la voz de los siglos los llama deformados –. ¡Curiosa reforma que suprime toda autoridad religiosa, suprime las leyes molestas: confesión,ayunos, abstinencias, y da, finalmente, completa libertad para creer y obrar a gusto!

El protestantismo halagó, para establecerse, todas las pasiones: el orgullo, otorgando a cada uno el derecho de creer lo que quiera; la avaricia, permitiendo a sus secuaces apoderarse de los bienes de la Iglesia; la lujuria, suprimiendo la continencia; la gula, aboliendo las abstinencias y los ayunos; la pereza, negando la necesidad de las buenas obras.

Las pasiones, la violencia de los reyes, la ignorancia del pueblo, las calumnias esparcidas contra la Iglesia, las guerras religiosas y las medidas de proscripción contra los católicos, tales son los medios de propaganda del protestantismo, que no se ha mantenido sino gracias al apoyo del poder civil. La historia lo atestigua.

Las pretendidas conversiones de los protestantes se limitan a pervertir a algunos católicos ignorantes o viciosos, a conquistarse a algunos indiferentes y a la distribución de Biblias. Que nos muestren una sola nación bárbara que haya sido civilizada por el protestantismo. Todas las herejías padecen de esterilidad. Todos los esfuerzos de los misioneros protestantes llevan más a la destrucción de las misiones católicas que a la conversión de los pueblos paganos. Tertuliano había ya notado esta perversa inclinación en los herejes de su tiempo, cuando decía: “Su principal aspiración consiste no en convertir a los paganos, sino en pervertir a los nuestros”.

NARRACIÓN.– Llegada de San Pedro a Roma. – Bajo el reinado de Claudio, el año 42 de nuestra era, un viajero, cubierto de polvo y abrumado por el cansancio de un largo camino, llegaba a la entrada de Roma, cerca de la puerta Naval.

Un filósofo romano, amante de novedades, impresionado al observar el traje del extranjero y la expresión grave e inteligente de su rostro, le habló, entablándose el diálogo siguiente:

EL FILÓSOFO.– Extranjero, ¿de dónde vienes? ¿Cuál es tu país?

PEDRO.– Vengo de oriente; y pertenezco a una raza que vosotros odiáis, a la que habéis expulsado de Roma: mis compatriotas se encuentran relegados al otro lado del Tiber. Soy judío de nación, nacido en Betsaida de Galilea.

EL FILÓSOFO.– ¿Qué es lo que te trae e Roma?

PEDRO.– Vengo a destruir el culto de los dioses que vosotros adoráis y a daros a conocer el único verdadero Dios que no conocéis. Vengo a establecer una religión nueva, la única divina.

EL FILÓSOFO.– ¡A fe que esto es algo nuevo! ¡Hacer conocer un nuevo Dios, establecer una religión nueva!... ¡La empresa es grande! Pero, ¿cuál es el Dios desconocido de que hablas?

PEDRO.– Es el Dios que ha creado el cielo y la tierra; es un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios Padre ha enviado al mundo a su Hijo único, Jesucristo, que se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Como hombre, fue al principio carpintero en una pequeña aldea, Nazaret; vivió pobre, murió en una cruz en Jerusalén para expiar los pecados del mundo, pero resucitó al tercer día. Como Dios, tiene todo poder en el cielo y en la tierra, y me envía para deciros que todos los dioses del Imperio no son sino falsas deidades traídas por el demonio. Él es el único verdadero Dios a quien se debe adorar en todo el mundo.

EL FILÓSOFO.– ¡Por Júpiter, tú deliras!... ¡Tú querrías derribar los altares de nuestros dioses, que han dado a los romanos el imperio del mundo, para hacer adorar en su lugar a un Dios crucificado! Pero, ¡puede, acaso, imaginarse algo más absurdo, más impío?

PEDRO.– No, no deliro. Dentro de poco vuestros templos serán un montón de ruinas; y en Roma no habrá más que un solo Dios, el Dios crucificado en Jerusalén.

EL FILÓSOFO.– ¿Y qué vienes a anunciarnos de parte de un Dios tan extraño?... Seguramente tu religión debe ser cómoda, fácil y atrayente, puesto que esperas substituir con ella la religión del Imperio.

PEDRO.– La religión que yo predico parece una locura a los hombres. Obliga a la inteligencia a creer misterios insondables, y al corazón a domar todas sus pasiones. Condena todos los vicios que tienen templos en esta ciudad; impone la práctica de las virtudes más costosas: la humildad, la castidad, la caridad, la penitencia.

EL FILÓSOFO.– ¿Y qué prometes a los secuaces de tu religión?

PEDRO.– Aquí en la tierra tendrán que soportar incesantes luchas, privaciones y sufrimientos. Deben estar prontos a sacrificarlo todo, hasta la propia vida, antes que apostatar de su fe. Pero en el cielo, después de su muerte, yo les prometo un trono de gloria más hermoso que todos los tronos del mundo.

EL FILÓSOFO.– Si los romanos renuncian a las delicias de la vida para abrazar tu religión tan austera; si cambian los bienes presentes por los tronos que les prometes sobre las nubes, yo te miraré como a un Dios.

PEDRO.– Yo no soy nada por mí mismo, pero Aquél que me envía es todopoderoso. Vengo en su nombre a enseñar a todas las naciones, y a establecer su religión en todo el universo.

EL FILÓSOFO.– ¡Dioses inmortales! ¡Jamás hombre alguno soñó con semejante proyecto!... Establecer una religión de tal naturaleza en Roma, en el centro de la civilización y de las luces; querer hacer adorar a un Galileo crucificado, ¡es locura!... ¿Quién eres tú para soñar con semejantes empresas?

PEDRO.– ¿Ves allá en la orilla a aquellos pescadores? Pues ese es mi oficio. Para ganar el pan he pasado una buena parte de mi vida arreglando redes y pescando en un pequeño lago de mi tierra.

EL FILÓSOFO.– ¿Con qué medios cuentas para imponer al mundo tus ideas? ¿Tienes, por ventura, soldados más numerosos y más valientes que los de César?

PEDRO. – Nosotros somos doce, esparcidos por todos los pueblos, y mi Dios me prohíbe emplear la violencia. Él nos ha enviado como ovejas en medio de lobos. No tengo más arma que esta cruz de madera...

EL FILÓSOFO.– ¿Posees, al menos, inmensos tesoros para ganar discípulos?

PEDRO.– No tengo ni oro ni plata. En el mundo no poseo más que este vestido que me cubre.

EL FILÓSOFO.– En ese caso, confiarás en tu elocuencia. ¿Cuánto tiempo has estudiado con los retóricos de Atenas o de Alejandría el arte de persuadir a los hombres?

PEDRO.– Ignoro los artificios del lenguaje. No he frecuentado más escuela que la del carpintero, mi Maestro, y no sé nada fuera de la santa religión que Él me ha enseñado.

EL FILÓSOFO.– Pero, ¿esperas tú entonces que los emperadores, los magistrados, los gobernadores de provincia, los ricos y los sabios favorecerán tu empresa?

PEDRO.– No; toda mi esperanza está en Dios. ¿Cómo podría yo contar con los ricos, los sabios y los Césares?... Yo mando a los ricos que desprecien sus riquezas, a los sabios que sometan su razón al yugo de la fe, a César que renuncie a su dignidad de gran Pontífice y acate las órdenes de Aquél que me envía.

EL FILÓSOFO.– En tales condiciones, fácil caso es prever que todo estará contra ti. ¿Qué intentas hacer cuando tal suceda?

PEDRO.– Morir en una cruz; mi divino Maestro me lo ha profetizado.

EL FILÓSOFO.– Verdaderamente esto es lo más verosímil de todo cuanto acabas de decirme. Extranjero, tu empresa es una locura...

El romano se va, mientras hablando consigo mismo, dice: “¡Pobre loco! Es una lástima que este judío haya perdido la cabeza; parece una persona respetable”.

Pedro besa su cruz de madera y penetra en Roma. Allí, a pesar de los sacerdotes, a pesar de los filósofos, a pesar de los Césares, funda la religión de Jesucristo; hace adorar a esos orgullosos romanos a un judío crucificado; persuade a los voluptuosos a que practiquen la penitencia, y puebla de vírgenes aquella ciudad pecadora. El ignorante pescador prueba su doctrina tan cumplidamente, que los que la abrazan derraman con gusto su sangre en defensa de la misma.

Algunos años más tarde, el apóstol extiende sus brazos en la cruz que ha predicado. Su muerte fija para siempre en Roma la sede de su imperio. Después de su martirio, la cátedra desde la cual ha enseñado nunca queda vacía. Durante trescientos años la espada de los Césares hiere a todos los que la ocupan. Pero su trigésimo segundo sucesor bautiza al César y enarbola la cruz sobre el Capitolio. En adelante, la cruz de madera llevada a Roma por Pedro dominará sobre el mundo: Stat crux dum volvitur orbis.

¿No es esto un milagro? ¡Un pescador triunfa de todo el poder romano empeñado en destruir su obra, y el mundo adora a un judío crucificado, bajo la palabra de doce pescadores de Galilea! ¡Esto no era humanamente posible y, sin embargo, ha sucedido!... La locura de la cruz ha triunfado de todo el universo: he aquí el monumento inmortal de la divinidad del Cristianismo. ¡El dedo de Dios está aquí!...

NARRACIÓN.– El carpintero de Nevers.– Mons. Gaume arguye en esta forma a un librepensador: “Puesto que pretendéis que la conversión del mundo por un judío crucificado es una cosa muy natural y muy lógica, ¿por qué, después de tantos siglos, nadie ha repetido jamás el experimento? Ensayadlo vos mismo, os lo ruego. Nunca empresa alguna fue más digna de un gran corazón: vuestra filantropía, vuestra compasión por el género humano, doblegado bajo el yugo de la superstición, os prohíben rehusar el experimento propuesto; conocéis los elementos del problema y los tenéis al alcance de la mano.

”Un día bajáis a las orillas del Loira, llamáis a doce marineros y les decís: Amigos míos, dejad vuestras barcas y vuestras redes, seguidme. Ellos os siguen; subís con ellos a la inmediata colina, y, apartándoos un poco, los hacéis sentar sobre el césped y les habláis de la siguiente manera:

”Vosotros me conocéis, sabéis que soy carpintero e hijo de un carpintero. Hace treinta años que trabajo en el taller de mi padre. ¡Pues bien! Estáis en un error; no soy lo que vosotros pensáis. Aquí donde me veis, yo soy Dios; yo soy quien ha creado el cielo y la tierra. He resuelto hacerme conocer y adorar en todo el universo hasta el fin de los siglos. Quiero asociaros a mi gloria. Aquí tenéis mi proyecto: empezaré recorriendo, durante algún tiempo, las campiñas de Nevers, predicando y mendigando. Se me acusa de diferentes crímenes, y yo me ingenio de tal modo que me hago condenar y conducir al cadalso. Este es mi triunfo.

”Algunos días después de mi muerte vosotros recorreréis las calles de Nevers, detendréis a los que pasan y les diréis. Oíd la gran novedad. Aquél carpintero que vosotros conocíais, que ha sido condenado a muerte por el tribunal y guillotinado en estos últimos días, es el Hijo de Dios. Él nos ha encargado el decíroslo y de ordenaros que le adoréis con nosotros; de lo contrario, iréis al infierno. Para tener la dicha y el placer de adorarle, todos vosotros, hombre y mujeres, pobres y ricos, debéis empezar reconociendo que vosotros y vuestros padres y todos los pueblos civilizados no habéis sido hasta aquí más que unos idiotas, y que os habéis engañado en adorar groseramente al Dios de los cristianos.

”Después debéis arrodillaros a nuestros pies, decirnos todos vuestros pecados, aun los más secretos, y hacer todas las penitencias que nos parezca bien imponeros. Luego os complaceréis en dejar que se burlen de vosotros y os insulten, sin decir una palabra; consentiréis que os encarcelen, sin poner la menor resistencia y, finalmente, os entregaréis para ser decapitados en una plaza pública, creyendo allá en lo íntimo de vuestro corazón que nada más grato podía aconteceros.

“No debo ocultároslo: todo el mundo se burlará de vosotros; no importa, vosotros hablaréis siempre. El comisario de policía os prohibirá que prediquéis mi divinidad: vosotros no le haréis caso, y seguiréis predicándola con doblado fervor. Os arrestarán nuevamente, os azotarán: dejaos azotar. Finalmente, para imponeros silencio, os cortarán la cabeza: dejaos cortar la cabeza; entonces todo marchará a las mil maravillas.

”Cuando esto haya sucedido, habremos obtenido un triunfo completo; todo el mundo se querrá convertir, yo seré reconocido como el verdadero Dios; se me adorará en Nevers, en Roma, en Londres, en San Petersburgo, en Constantinopla, en Pekín.

”Bien pronto el taller de mi padre se transformará en una hermosa capilla, a la que acudirán multitud de peregrinos, de los cuatro puntos cardinales. En cuanto a vosotros, seréis mis doce apóstoles, doce santos, cuya protección se invocará en todo el mundo. ¡Qué gloria para vosotros! Convertir el mundo no es más difícil de lo que acabo de deciros, y ése es mi proyecto. Como veis, es muy sencillo, muy fácil, muy conforme a las leyes de la naturaleza y de la lógica. Puedo contar con vosotros, ¿verdad?

”Es fácil adivinar cómo sería recibida semejante proposición. Me parece oír a los buenos marineros, furiosos por la burla de que son objeto, increpar entre amenazas a su autor; me parece verlos descender a la ciudad y anunciar por todas partes que el carpintero fulano ha perdido la cabeza... Y no me extraña oír que, ese mismo día, el nuevo Dios había sido conducido al Charetón, donde, en lugar de los homenajes divinos, gozaría del privilegio indiscutido de ocupar el primer puesto entre los locos.

”Sin embargo, notémoslo bien, el proyecto del carpintero de Nevers, que es, sin duda alguna, lo sublime de la locura, no es más insensato que el de Jesús de Nazaret, si Jesús no es más que un simple mortal. ¿Qué digo? Es mucho menos absurdo todavía. Un carpintero de Nevers no lleva desventaja a un carpintero de Nazaret; un francés guillotinado no es inferior a un judío crucificado; doce marineros del Loira valen tanto sino más que doce pescadores de los pequeños lagos de Galilea.

”Hacer adorar a un ciudadano francés del siglo XIX es menos difícil que hacer adorar a un judío en el siglo de Augusto. En el primer caso, sólo sería preciso apartar a los pueblos de una religión contraria a todas pasiones. En el segundo caso, sería necesario arrancar a los pueblos de una religión que halagaba todos los malos instintos del hombre.

”Así pues, cuando se quiere explicar el establecimiento del Cristianismo por causas humanas, se llega con la mayor facilidad al último grado de lo absurdo. Y, sin embargo, no hay efecto sin causa; haga lo que quiera el incrédulo, el Cristianismo es un hecho, y este hecho importuno se yergue ante él en toda su sublimidad. Sí, pues, no hay causa humana que pueda explicar el establecimiento del Cristianismo, hay que reconocer una causa divina”. (extracto de Mons. Gaume.)



VI . NÚMERO Y CONSTANCIA DE LOS MÁRTIRES CRISTIANOS

123. P. ¿El número y la constancia de los mártires, ¿prueban la divinidad de la religión cristiana?

R. Sí; el número de los mártires durante los tres primeros siglos de la Iglesia, su constancia en los tormentos, los frutos maravillosos de su heroísmo, atestiguan claramente la divinidad de la religión cristiana.

1° La historia testifica que millones de hombres testigos de los milagros de Jesucristo o de los apóstoles, afrontaron los suplicios y la muerte antes que renegar de su religión. No pudieron proceder así sin estar convencidos de la realidad de los hechos que sirven de fundamento al Cristianismo. Es así que se debe creer a testigos que se dejan degollar por sostener la verdad de su testimonio; luego el testimonio de los mártires es una prueba luminosa de la divinidad de la religión cristiana.

2° La constancia de los mártires en los suplicios es superior a las fuerzas humanas. Su valor no puede venir sino de Dios: ellos lo declaran, los paganos los reconocen, y Dios lo confirma con milagros. Pero como Dios no puede poner su fuerza al servicio del error y de la mentira, debemos concluir que la religión profesada por los mártires es una religión divina.

3° El martirio de los cristianos fue causa de la difusión prodigiosa del Cristianismo. Las conversiones de los paganos, testigos de su heroísmo, aumentaron de tal suerte, que Tertuliano pudo decir: La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Pues bien, esas conversiones, tanto por su número como por su rapidez y perseverancia, constituyen un hecho sobrenatural y divino, que prueba también la divinidad de la religión cristiana.

La palabra mártir significa testigo; los mártires han dado a la Iglesia el testimonio de su sangre.

Los mártires de la Iglesia primitiva pueden ser considerados de dos maneras distintas.

1° En su aspecto meramente natural; y entonces son testigos oculares o de los milagros de Jesucristo, como los apóstoles y los discípulos, o de los milagros obrados por los apóstoles. Su testimonio es una prueba humana invencible de la realidad de los hechos que sirven de fundamento del Cristianismo.

2° En su aspecto sobrenatural; los mártires muestran un valor que sobrepasa las fuerzas humanas. Su constancia es un milagro del orden moral, como la profecía es un milagro del orden intelectual, y la resurrección de un muerto un milagro del orden físico. Así considerada, su constancia es una prueba de autoridad divina en favor de la religión cristiana, porque Dios no ayuda para sostener la mentira.

1° Número de los mártires. – La historia de los primeros siglos de la Iglesia refiere que hubo una multitud sin cuento de mártires. El hecho no sólo lo afirman los autores cristianos, sino que lo confirman además Tácito, Libanio, Plinio el Joven y otros historiadores paganos. Se cuentan, desde Nerón (año 64) hasta Constantino (año 312), diez persecuciones generales, además de las persecuciones locales. Según documentos de la mayor autenticidad, el número de los mártires se calcula en unos once a doce millones, durante los tres primeros siglos de la Iglesia. La última persecución, ordenada por Diocleciano fue tan recia, que este emperador creyó haber extinguido el nombre cristiano de la redondez de la tierra, como lo prueba el hecho de haber mandado acuñar una medalla con esta inscripción: Nomine christianorum delecto.

Barbarie de los suplicios.– Los mártires sufrieron todo lo que la barbarie puede inventar de más cruel. Fueron extendidos en el potro, flagelados con azotes de cuero provistos de puntas emplomadas, desollados vivos, desgarrados con tenazas o garfios de hierro, quemados con antorchas, crucificados, devorados por los tigres y los leones, cubiertos de planchas de metal calentadas al rojo, sumergidos en aceite hirviendo, asados a fuego lento en parrillas; en fin, según la frase de Tácito, torturados con los tormentos más refinados, exquisitissimis poenis.

Valor del testimonio de los mártires.– El testimonio de los mártires es una demostración evidente de la divinidad del Cristianismo. Y de ello es fácil convencerse con sólo considerar el significado de la palabra mártir, que quiere decir testigo, y la naturaleza de las pruebas que debe tener una religión revelada.

Tal religión debe demostrarse con hechos, porque se trata de saber si Dios ha hablado a los hombres, y si los enviados de Dios han comprobado su misión divina por medio de milagros.

Ahora bien, en todos los tribunales del mundo, los hechos no pueden ser probados más que por el testimonio inmediato o mediato de personas fidedignas. Varios testigos dignos de fe bastan para establecer la certeza de un hecho.

Para probar que el Cristianismo es una religión revelada por Dios, era necesario demostrar que Jesucristo, su fundador, había predicado en la Judea, que había hechos milagros y profecías, que había muerto, resucitado y subido a los cielos, en prueba de su misión divina. Esos son los hechos que Jesucristo había encargado a sus apóstoles que atestiguaran, cuando les dijo: Daréis testimonio de Mí en Jerusalén y en toda Judea y Samaria, y hasta lo último de tierra (59).

Entre los mártires, unos habían sido testigos oculares de los milagros de Jesucristo, y otros de los milagros de los apóstoles. Estos testigos no son veinte, treinta ni cien, sino millones, que, durante más de trescientos años, atestiguaron esos hechos en todas las partes del mundo, no solamente con juramento, sino también con el sacrificio de la propia existencia en medio de los suplicios más horrorosos.

No hay duda que un testigo dice la verdad cuando su testimonio dista tanto de procurarle alguna ventaja, que, antes al contrario, le ocasiona la pérdida de sus bienes y de la vida misma. Luego el testimonio de los mártires, en favor de los hechos que son el fundamento de la religión cristiana, es superior a toda prueba jurídica y hasta rebasa los límites de la ley de la naturaleza.

2° Constancia de los mártires.– Una muchedumbre inmensa de cristianos de todas las nacionalidades y condiciones, de todas las edades y sexos, acepta libremente las torturas más horribles antes que renegar de su religión. Esta muchedumbre es pacífica; nada se descubre en ella que recuerde al fanatismo de los partidos políticos, de las sectas secretas, de las sublevaciones populares. Sus tormentos son atroces; sus verdugos, implacables; sus jueces, inflexibles; y nada es capaz de debilitar su constancia, nada puede agotar su paciencia, nada alcanza a alterar su dulce y modesta resignación. Interrogados, hablan con tal prudencia, firmeza y oportunidad, que justifican la promesa que les hiciera el Salvador de su divina asistencia (60). Serenos y sonrientes, fijos los ojos en el cielo, expiran orando por sus verdugos.

¿No es éste un gran milagro? ¿Es, por ventura, cosa natural que niños, jovencitas, mujeres y viejos decrépitos acepten los más horribles suplicios sin temor y hasta el júbilo? ¡Oh!, de ningún modo. Nos es la naturaleza la que puede dar al hombre este valor sereno, perseverante, heroico, que arrostra impávido las torturas más terribles; no es la naturaleza la que hace aceptar los sufrimientos como un bien, cuando una sola palabra, un solo gesto de apostasía puede librar de los suplicios y de la muerte. Para obrar así, se necesita que una fuerza sobrenatural acuda en socorro de la debilidad humana.

No se puede invocar el amor a la gloria, la vana esperanza de los bienes futuros, y menos todavía el fanatismo.

a) No se puede atribuir la constancia de los mártires al amor a la gloria: los cristianos sabían que su nombre sea objeto de execración para la sociedad pagana, y que, al aceptar el martirio, se llenaban de infamia. Muchos mártires sacrificados en montón estaban perfectamente seguros de que su nombre y su tumba permanecerían ignorados de los hombres, y sólo serían conocidos por Dios.

b) No cabe tampoco atribuirla a la vana esperanza de los bienes futuros; porque si esta esperanza no hubiera estado fundada en pruebas sólidas, no hubiera estado fundada en pruebas sólidas, no hubiera podido mover a la aceptación del martirio a una muchedumbre inmensa de hombres notables por su prudencia y su saber. Los cristianos no pudieron menos de razonar como el Apóstol: Si Jesús no ha resucitado, es vana nuestra fe, como es vana nuestra predicación. Si los muertos no resucitan, nosotros somos los más desgraciados de los hombres, y si así es, comamos y bebamos, pues mañana moriremos.

c) Menos aún es posible atribuir la constancia de los mártires al fanatismo. – No hay ni sombra de analogía entre el fanatismo y el valor de los mártires. El fanatismo es fruto de la ignorancia y del error; el valor es hijo de la luz y de la verdad. El fanático muere por una creencia en que no ha reflexionado bastante, o por opiniones personales desprovistas de pruebas; el mártir, al contrario, da su vida para atestiguar hechos ciertos o en favor de creencias de las cuales posee pruebas decisivas.

Para el fanático, el suplicio no es más que una desgracia inevitable, un ímpetu de desesperación, el incidente de una lucha; el mártir, al contrario, abraza el suplicio por elección espontánea y meditada. En el fanatismo, el valor tiene su origen en la exaltación y en la vanidad: es un leopardo que, al caer, quiere gozar el placer de desgarrar las carnes del que le abate; el mártir católico lleva el perdón en su corazón, la ternura en la mirada, la bendición en los labios: su valor nace de su encendido amor a Dios, a Jesucristo y a su Iglesia. Finalmente, el fanatismo no es más que una debilidad temporal y local; nunca ha contado más que un escaso número de víctimas, mientras que la Iglesia católica ha producido, en veinte siglos, cerca de treinta millones de mártires.

La constancia y el valor de los mártires vienen de Dios. – Así se evidencia: a) por la declaración de los mártires mismos, los cuales se mostraban contestes en afirmar que, sin el auxilio de Dios, no podrían sobrellevar las torturas. Por eso se encomendaban a las oraciones de los fieles para obtener la gracia de salir victoriosos del combate. Aparte de esto, más de una vez se vio a algunos que, confiando demasiado en sus propias fuerzas, se rindieron a la atrocidad de los tormentos.

b) Los paganos confesaban la imposibilidad de que los mártires soportaran semejantes suplicios sin el auxilio especial de Dios. Por eso frecuentemente exclamaban: ¡Qué grande es el Dios de los cristianos, puesto que da tal fuerza a sus adoradores!

c) Por último, lo prueba también los milagros innumerables obrados es favor de los mártires. ¡Cuántas veces las fieras, en vez de destrozarlos, se postraron a sus pies, las hogueras se apagaron y los instrumentos de tortura se quebraron! En muchos casos caminaron sobre carbones encendidos como sobre rosas; por el influjo de su sola presencia, los templos paganos se derrumbaron, los ídolos se rompieron y los mismos tiranos quedaron ora ciegos, ora paralíticos, ora muertos, a la vista de un pueblo entero que atribuía esos hechos prodigiosos a la magia, o que se convertía al Cristianismo. Ante esos milagros públicos y perfectamente comprobados, es imposible poner en tela de juicio que el valor y la constancia de los mártires venían de Dios.

N.B. – Este argumento se funda, no solamente en la constancia de los mártires de la Iglesia primitiva, sino que recibe una fuerza nueva del valor heroico de dieciocho o veinte millones de mártires que, desde el siglo III, han muerto por la fe en distintas partes del mundo. Un valor tan extraordinario en tan enorme muchedumbre de mártires no se puede explicar por causas naturales; hay que atribuirlo a la virtud divina, única que puede obrar tales maravillas en sus débiles criaturas.

3° Frutos maravillosos del martirio.– Los suplicios de los mártires fueron causa de la multiplicación maravillosa de los cristianos. Tenemos como testigo a Tertuliano, que increpa en esta forma a los gobernadores: Sometednos a la tortura, atormentadnos, condenadnos, aplastadnos... Nuestro número aumenta siempre que nos segáis; la sangre de los cristianos es semilla que produce más cristianos... Vuestra crueldad refinadísima no consigue otra cosa que aumentar nuestro número.

Arnodio y Lactancio dicen lo mismo. Teodoro añade la siguiente comparación: Cuando el leñador corta los árboles de un bosque, los troncos producen más renuevos que los que hubieran brotado de las ramas cortadas; del mismo modo, cuanto mayor es el número de piadosas víctimas inmoladas por vosotros, tanto mayor es el número de los que abrazan la doctrina del Evangelio.

Libanio, autor pagano, confiesa que el Cristianismo había hecho grandes adelantos por el martirio de sus fieles, y declara qué fue esto lo que impidió a Juliano el Apóstata renovar los edictos sanguinarios publicados contra ellos en los siglos anteriores.

Ahora bien, este hecho no puede ser efecto de una causa natural o humana; es imposible que los hombres no se sientan retraídos de abrazar una religión que los expone a una muerte cierta y cruel, si no los impulsa a abrazarla una inspiración divina.

CONCLUSIÓN.– “El valor milagroso de los mártires es evidentemente una prueba irrefutable de la verdad del Cristianismo y de su origen divino. Dios no puede servirse del milagro para animar a un fiel a perseverar en una religión falsa. El valor sobrenatural de los mártires y, por consiguiente, la acción misma de Dios, ha fortalecido y acrecentado la religión cristiana, dándole millares de discípulos arrastrados por el ejemplo de los mártires a ver en el Cristianismo una religión divina. Este efecto lo ha querido Dios. Concluyamos, pues, que Dios mismo ha atestiguado la verdad del Cristianismo, y que ha confirmado así la realidad de los hechos sobrenaturales sobre los cuales reposa la evidencia de la religión cristiana”. – (WILMERS.)

OBJECIÓN. – Se objeta, a veces, contra esta prueba de la divinidad de la religión cristiana, que todas las religiones tienen mártires.

R. Los pretendidos mártires del mahometismo, del budismo, del protestantismo no se asemejan en nada a nuestros mártires cristianos:

1° Su número es muy reducido.
2° La mayoría de ellos no murió libremente por sostener su religión.
3° En la generalidad de los casos, estos pretendidos mártires fueron condenados a muerte, no por su fe, sino por crímenes castigados por la ley: revueltas, robos, incendios.
4° Tales mártires no murieron por atestiguar hechos fáciles de conocer, sino solamente por mantener opiniones y doctrinas cuya prueba no podían dar.

Los caracteres que distinguen a los mártires cristianos de los pretendidos mártires de las falsas religiones, son: a) la muerte libremente aceptada por la fe; b) la inocencia de vida; c) una convicción ilustrada; d) los milagros que acompañaron o siguieron a su martirio.

a) La muerte libremente aceptada por la fe. – Morir por su religión cuando, renunciando a ella, se podía evitar la muerte, ése es verdadero carácter del martirio. A los cristianos se les proponía renunciar a su religión o morir. Si apostataban, se les prometían recompensas y honores... Ellos eligieron los tormentos y la muerte. Por consiguiente, carece de todo valor y fundamento la comparación establecida entre nuestros mártires y los mahometanos o sectarios sorprendidos con las armas en la mano, o sacrificados en matanzas como la de San Bartolomé o condenados por las leyes civiles sin libertad para retractarse. Fuera de eso, las falsas religiones, como el mahometismo, autorizan la abjuración por miedo.

b) La inocencia de vida. – “¿Qué se puede reprochar a los mártires?– preguntaba Tertuliano –; son los hombres más puros, vírgenes inmaculadas, piadosos fieles, la flor de la sociedad. No se ha podido señalar en ellos un vestigio de desorden. Y no hay que maravillarse, puesto que no se propasaban ni a una mirada indiscreta ni a un deseo ilícito. ¡Se les llama enemigos de César, y ellos ruegan por él en sus templos y son los únicos que lo hacen! ¡Se les acusa de enemigos de la patria y ellos, con mayor abnegación y ardimiento que los demás, derraman por ella su sangre en el campo de batalla! ¡Se les proclama enemigos de las leyes, y nosotros desafiamos a que se halle un solo cristiano que no las cumpla, cuando son compatibles con las de la conciencia! No se castiga en ellos más que el nombre que llevan”.

Estudiad las actuaciones de sus procesos, las ordenanzas de los emperadores, y veréis que rinden homenaje a la inocencia de los mártires. Se les condena a la última pena, únicamente porque son discípulos de Cristo. No sucede los mismo con los pretendidos mártires de las falsas religiones. Consultad la historia, y ella os dirá que los incrédulos dan frecuentemente el nombre de mártires a malhechores, a delincuentes ajusticiados en castigo de sus propios crímenes. Así, por ejemplo, los hugonotes no han sufrido tormento por atestiguar la verdad de su doctrina, sino porque eran culpables de rebelión, sedición, asesinatos e incendios.

c) Convicción ilustrada. – Tal es el tercer carácter que distingue a nuestros mártires. Cuando los de las falsas religiones no son rebeldes apresados con las armas en la mano, son ignorantes exaltados que mueren por opiniones personales que no son capaces de probar. Tal es el fanatismo de los musulmanes, de los protestantes y de los budistas de la India. ¿Qué habían visto los protestantes? ¿Qué podían testificar? Habían visto a Lutero, a Calvino, o a sus discípulos rebelarse contra la Iglesia, llenar a Europa de sediciones y de matanzas. Los creyeron sobre su palabra, y abrazaron sus mismas convicciones. Pero no habían visto a los predicadores hacer milagros, ni dar señales de una misión divina.

El valor de los mártires, por el contrario, es el fruto de una convicción basada en pruebas evidentes. Durante tres siglos, en las diversas partes del mundo, los mártires mueren para atestiguar los hechos cuya certeza conocen. Se puede dar la vida por opiniones falsas tenidas por verdaderas; pero es inaudito que se haga lo propio por hechos cuya falsedad no se ignora.

Los apóstoles y los discípulos mueren para atestiguar los milagros de Jesucristo, su muerte, su resurrección, de que habían sido testigos. Es lo que decían a los primeros cristianos: Os anunciamos lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos oído, lo que nuestras manos tocaron acerca de Verbo de la vida, que se mostró entre nosotros. Y los apóstoles deban su vida para confirmar la verdad de este testimonio.

Los fieles convertidos por los apóstoles no habían visto a Jesucristo, pero habían visto a los apóstoles haciendo prodigios para confirmar su misión divina. Podían, pues, estos fieles atestiguar tales hechos; estaban bien seguros de no haberse engañado.

En fin, los que han padecido por la fe en la sucesión de los siglos no han visto ni milagros ni mártires; pero han muerto por una religión respecto de la que sabían que estaba probada con hechos incontestables. Por esta sucesión no interrumpida de testigos, nosotros estamos ciertos de que Jesucristo es Dios y de que su religión es divina.

d) Prodigios. – Hemos hablado ya de los numerosos milagros obrados con ocasión del martirio de los primeros cristianos. Se pueden leer en las vidas de los santos los prodigios realizados por sus venerandas reliquias. Estas maravillas no pueden ser negadas, como no pueden serlo los hechos más ciertos de la historia. Así Dios interviene para honrar a sus mártires, fecundar su sangre y glorificar sus reliquias.


CONCLUSIÓN.- Sólo la religión católica posee verdaderos mártires, y su martirio prueba la divinidad de la religión de Jesucristo. La fuerza de esta prueba se funda en un conjunto de hechos absolutamente ciertos.

Hay que considerar a la vez: 1°, la multitud de los mártires; 2°, su aceptación voluntaria de los sufrimientos; 3°, la prolongación y crueldad de los suplicios; 4°, el valor heroico demostrado en los más terribles tormentos; 5°, finalmente, los frutos maravillosos que provinieron de su sacrificio.

La religión católica es la única que puede tener verdaderos mártires, verdaderos testigos, porque es la única que se funda en hechos demostrados por el testimonio y por la tradición. Los que hablan de mártires de falsas religiones demuestran no haber entendido el fondo de la cuestión.

La constancia de los mártires es una señal divina más admirable todavía que el milagro. El milagro es obra exclusivamente de Dios; el martirio es la obra de Dios realizada por medio de hombres débiles, de vírgenes delicadas, de tiernos niños.



VII. FRUTOS ADMIRABLES PRODUCIDOS POR LA RELIGIÓN CRISTIANA

124. P. ¿Los frutos de la religión cristiana, ¿son una prueba de su divinidad?

R. Sí, porque el árbol se conoce por sus frutos; y como la religión de Jesucristo ha producido en todas partes frutos divinos, se sigue que es divina.

Y a la verdad, la religión cristiana ha iluminado a los hombres, los ha mejorado, los ha hecho más felices.

1° Ha iluminado a los hombres. – La primera necesidad del hombre es conocer con facilidad y certidumbre su origen, su naturaleza, sus deberes, su destino, lo que debe esperar o temer después de esta vida. Y todo esto no puede saberlo sin conocer a Dios, que es su creador y último fin. Ahora bien, mientras las demás filosofías y religiones dejan a los hombres sumidos en la ignorancia, sólo el Cristianismo da soluciones claras y precisas a todos los problemas que interesan a la humanidad. Un niño cristiano sabe más acerca de los problemas de la vida, que todos los sabios de la antigüedad y que todos los filósofos modernos.

2° La religión cristiana ha mejorado a los hombres. – No solamente ha popularizado en el mundo las virtudes dictadas por la ley natural o prescritas por la ley de Moisés, sino que ha hecho brotar otras muchas virtudes, superiores a la naturaleza humana, como la humildad, la castidad perfecta, la caridad, el amor a los enemigos, etc. Pues bien, todas las filosofías y religiones distintas de la cristiana fueron siempre impotentes para hacer practicar a los hombres esas virtudes excelsas que prescribe el Evangelio; hay, pues, en el Cristianismo un principio de vida sobrenatural, una fuerza divina.

3° La religión cristiana ha hecho más dichosos a los hombres. – Ha hecho desaparecer los principales males del paganismo: la esclavitud, el despotismo de la autoridad paterna, la tiranía del Estado y la barbarie de las relaciones entre los pueblos. Por todas partes y siempre la religión cristiana mejora la suerte del individuo, regenera la familia, reforma la sociedad y favorece la fraternidad de los pueblos. Una religión que obra tales maravillas, superiores al poder humano, no puede venir del hombre: los frutos divinos revelan una savia divina. Luego los beneficios del Cristianismo prueban su divinidad.

N.B. – Habituados a vivir en un mundo saturado de ideas cristianas, atribuimos al progreso del espíritu humano lo que hay de bueno en nuestros conocimientos, en nuestras costumbres, en nuestras leyes, en nuestra civilización: es una ilusión. Para caer en la cuenta de la verdad, basta considerar lo que era el mundo antes de la venida de Jesucristo, después de cuatro mil años de razón, de filosofía y de progreso humano.

1° La religión cristiana ha iluminado a los hombres. – Las verdades de la revelación primitiva se habían obscurecido en el curso de los siglos por causa de la ignorancia y de las pasiones. “En todas partes, excepto en el pueblo judío, reinaban los errores más groseros acerca de las verdades que más interesa el hombre conocer y que forman la base de su vida intelectual y moral. Una sola nación adoraba al verdadero Dios; las otras se prosternaban ante los astros, las plantas, los animales y los ídolos de piedra o madera. La tierra no era más que un inmenso templo de ídolos...”

Pues bien, hoy en día, aun el pueblo mismo, si es cristiano, está perfectamente ilustrado sobre todos los problemas interesantes de la vida. La religión de Jesucristo ha hecho accesibles a todos, lo mismo a ignorantes que a sabios, las verdades más sublimes respecto de Dios, su naturaleza, sus perfecciones, su vida y sus obras; respecto del hombre, su origen y destino; respecto de nuestros deberes para con Dios Creador, para con nuestro prójimo y para con nosotros mismos. Preguntad al más sencillo de los campesinos, y lo encontraréis muchísimo más instruido que todos los sabios de Roma y Grecia.

“Existe un librito que se hace aprender a los niños y sobre el cual se les interroga en la Iglesia; leed ese librito, que es el Catecismo, y hallaréis en él una solución a todas las cuestiones, a todas sin excepción.

”Preguntad al cristiano de dónde viene la especie humana, él lo sabe; adónde va, él lo sabe; de qué modo camina hacia su fin, él lo sabe. Preguntad a ese pobre niño, que no ha podido aún pensar en las grandes cuestiones relativas a su vida, para qué se encuentra en este mundo y lo que será después de su muerte, y os dará una respuesta sublime. Preguntadle cómo ha sido creado el mundo y con qué fin; por qué Dios ha puesto en él animales y plantas; cómo ha sido poblada la tierra; si lo ha sido por una sola familia o por muchas; por qué los hombres hablan varios idiomas, por qué sufren, por qué luchan entre sí y cómo terminará todo eso: él lo sabe.

”Origen del mundo, origen de la especie, origen de las razas y unidad de la especie, destino del hombre en esta vida y en la otra, relaciones del hombre con Dios, deberes del hombre para con sus semejantes derechos del hombre sobre la creación, él nada ignora; y cuando sea grande, no vacilará tampoco respecto del derecho natural, del derecho político, del derecho de gentes, porque todo eso sabe, todo eso emana con claridad y como de su propia fuente del Cristianismo. He aquí lo que yo llamo una gran religión; la reconozco en esto; que no deja sin solución ninguno de los problemas que interesan a la humanidad”.– (T. JOUFFROY .)

2° La religión cristiana ha mejorado a los hombres. – Sin duda, el hombre ha sido siempre capaz de distinguir entre el bien y el mal. Lleva escritos en lo más profundo de su conciencia los principios de la ley natural. Pero las pasiones, el orgullo, la avaricia, la sensualidad y la ignorancia religiosa habían alterado estas luces de la razón. De ahí que reinara en la sociedad pagana esa corrupción profunda, justificada por el ejemplo de las divinidades del Olimpo, personificación de todos los vicios.

La religión cristiana reemplaza el culto de los ídolos por el culto del verdadero Dios. Desde su aparición, transforma las costumbres y produce una rica eflorescencia de las más heroicas virtudes. Esta transformación moral está atestiguada: 1°, por los escritores paganos, que se ven constreñidos a reconocer la inocencia de los cristianos; 2°, por los emperadores romanos, que no pueden fundar sus edictos más que sobre la negativa de los cristianos a sacrificar a los ídolos; 3°, por los apologistas, que se atreven a repetir a los príncipes, a los magistrados y al pueblo, sin temor de ser desmentidos, la frase de Tertuliano: Se conoce a los cristianos por la pureza de su vida.

La religión cristiana ha producido la eflorescencia de virtudes heroicas desconocidas parea los paganos. Ella persuade a los grandes la humildad; a los orgullosos, la modestia; a los ricos, la beneficencia; a los avaros, la pobreza; a los voluptuosos, la castidad; a los vengativos, el perdón de los enemigos; a todos, en fin, la caridad, la penitencia, la abnegación y desprecio de sí mismo. El P. Lacordaire ha explicado y dilucidado este argumento en sus conferencias del año 1844, sobre las virtudes reservadas al Cristianismo: la humildad, la castidad, la caridad, etc.

Pues bien, la religión de Jesucristo obró en escaso tiempo esta transformación moral y produjo la eflorescencia de estas virtudes, no solamente en un pequeño número de individuos, sino en numerosas muchedumbres. La práctica de estas virtudes forma el carácter distintivo de la sociedad cristiana. Estos efectos se producen, aun en nuestros días, en los pueblos salvajes, dondequiera que penetra la religión católica.

Este cambio es el resultado, no sólo de la fe en las verdades reveladas, sino también en las gracias interiores que Dios comunica a las almas; fácil cosa es alabar y admirar un plan de moral, pero se requiere el auxilio divino para ajustar la conducta a ese plan. Por eso, ninguna secta, ninguna doctrina, ningún sistema filosófico ha podido jamás triunfar de las pasiones y vicios arraigados en el corazón humano, ni suscitar virtudes heroicas como las virtudes cristianas. Los pocos sabios del paganismo no son comparables con la inmensa multitud de Santos producidos por el Cristianismo. Para todo hombre que reflexione, así como la creación demuestra la existencia de Dios, así también los frutos del Cristianismo prueban su origen divino.

Este argumento fue luminosamente tratado por todos los Padres de la Iglesia. San Juan Crisóstomo prueba a los paganos la divinidad de la religión cristiana por la maravillosa conversión del mundo. “Sería, dice, una grande obra, o más bien, una prueba cierta del poder de Dios el haber podido, aun con la ayuda y favor de los poderes humanos, apartar de la corrupción a algunos millares de hombres y haberlos hecho pasar de una licencia repugnante a una vida austera y difícil...

“Pues bien, Jesucristo los ha trasladado de la corrupción a una vida pura; de la avaricia, al amor de la pobreza; de la cólera, a la mansedumbre; de la envidia, a la benevolencia; de la vida ancha y fácil, a la vida estrecha y penosa. Y ¿a cuántos hombres ha persuadido esto? No a algunos centenares o millares, sino a una gran parte de la humanidad... Y lo ha hecho por medio de doce apóstoles incultos e ignorantes, sin elocuencia, sin riqueza, desprovistos de todo auxilio humano. Y lo ha hecho cuando todas las potestades de este mundo se unían contra sus discípulos”. – (Tratado de la divinidad de Jesús.)

3° La religión cristiana ha hecho más felices a los hombres.– Ella ha hecho desaparecer las miserias vergonzosas del paganismo.

La esclavitud. – Antes de Jesucristo, las dos terceras partes del género humano, privadas de sus derechos naturales, no eran más que un miserable rebaño. El dueño podía, según sus caprichos, venderlos, azotarlos, torturarlos, matarlos. En el imperio romano, ciento cincuenta millones de esclavos vivían enteramente sometidos al capricho de diez millones de ciudadanos.

La degradación de la familia. – El padre era un tirano. La mujer estaba envilecida, era la esclava de su esposo y no su compañera. La poligamia y el divorcio habían hecho del matrimonio un contrato ilusorio. El niño podía se expuesto, vendido o muerto por su padre.

La tiranía del Estado.– El príncipe disponía a su arbitrio de la vida de los ciudadanos; su capricho era la ley suprema. Los grandes se arrastraban a sus pies; el pueblo vegetaba en la pereza y en el libertinaje; los pobres eran despreciados y abandonados a su triste suerte.

La barbarie de las luchas entre los pueblos. – Las guerras terminaban siempre con la matanza o esclavitud de los vencidos.

Ahora bien, el Cristianismo operó poco a poco el mejoramiento social.

Los esclavos son emancipados, no ciertamente por una brusca revolución social, sino por la influencia creciente de la doctrina cristiana. La religión declara que todos los hombres son iguales y que no hay distinción entre el esclavo y el libre. Amos y siervos, santificados por la misma fe, animados por una misma caridad, bien pronto viven una misma vida.

La familia es regenerada. – El Cristianismo, honrando a la mujer en la Virgen María, la declara igual al hombre por el origen, los destinos, los deberes y la participación en las mismas gracias. La mujer recobra su influencia y el puesto que le corresponde en el hogar doméstico. La poligamia y el divorcio son abolidos; el matrimonio es elevado a la dignidad de sacramento, es decir, contrato santo y sagrado, y, por consiguiente, inviolable.

El niño se convierte en objeto de los más tiernos cuidados: para el cristiano que adora el Niño Jesús del pesebre, el abandono y la muerte de los niños son crímenes imposibles.

El Estado se convierte en una gran familia, en la que el jefe no gobierna sino en nombre de Dios y ara bien de los súbditos, que le deben obediencia en todas las cosas justas como a Dios mismo. La sociedad pagana no se cuidaba de los desgraciados; la religión cristiana los toma bajo su poderosa protección, y a ella se deben los hospitales y todos los refugios abiertos a los padecimientos físicos y morales. 

Las relaciones entre los pueblos se inspiran en el espíritu de fraternidad. El Cristianismo crea el derecho de gentes, suaviza las relaciones internacionales, reglamenta las condiciones de la guerra y substituye la justicia a la fuerza bruta.

El Cristianismo, pues, ha hecho a los hombres más felices. ¡Cosa admirable – dice Montesquieu –; la religión cristiana, que parece no tener más objeto que la felicidad de la otra vida, hace también nuestra felicidad en ésta! – “Sin duda todas estas reformas bienhechoras no se llevaron a cabo si esfuerzo. El Cristianismo tuvo que luchar durante varios siglos contra el paganismo. Pero, poco a poco su fuerza moral hizo penetrar su doctrina en los corazones y en las inteligencias, y bien pronto el cambio de las doctrinas trajo el cambio de las costumbres y de las leyes”.
(GOURAD.)

Basta añadir a estos hechos incontestables algunas observaciones para hacer resaltar la fuerza de esta prueba.

1° Esta transformación maravillosa, y naturalmente imposible, se ha realizado en todos los lugares donde se estableció el Cristianismo. Naciones incivilizadas o cultas, viejas o en formación, todas han experimentado el efecto de la doctrina del Evangelio y de la gracia celestial que la acompaña.

2° Allá donde no ha penetrado el Cristianismo, se han perpetuado, y subsisten aún hoy día, los mismos errores, la misma idolatría, la misma perversión moral. Esto tanto pasa en los pueblos salvajes como en los pueblos secuaces del budismo o del mahometismo, etc.

3° Ciertas regiones, regeneradas en otros tiempos por el Cristianismohan vuelto a caer en su degradación primitiva desde que han dejado de seguir las leyes cristianas. Por eso se ha visto al apartarse de la verdadera religión. En el seno mismo de las naciones aún católicas, vemos todos los días que las inteligencias van retrocediendo hacia los errores antiguos, a medida que rechazan las enseñanzas del Cristianismo: testigoslos positivistas y los racionalistas modernos.


CONCLUSIÓN.- Tales son los hechos ciertos: el Cristianismo ha civilizado al mundo pagano, gangrenado y podrido. Allí donde no se ponen trabas a su acción, produce efectos eficacísimos y en gran manera saludables, aun por lo que al interés temporal se refiere, así en los individuos como en las familias y en las sociedades. Es una obra única, colosal, sobrehumana. Sólo Dios pudo darle tal eficacia, y por lo mismo testifica de una manera permanente y sensible la divinidad de Jesucristo y de su religión.

El positivista Taine se ve forzado a reconocer estos efectos del Cristianismo. En la Revue des Deux-Mondes, de 1 de junio de 1892, escribía las siguientes palabras: “Hoy, después de dieciocho siglos, en ambos continentes... el Cristianismo obra como en otra época en los artesanos de Galilea, y del mismo modo, hasta substituir al amor de sí mismo, al amor del prójimo: ni su substancia, ni su empleo han cambiado. Bajo una envoltura griega o católica, es todavía para cuatrocientos millones de criaturas humanas el órgano espiritual, el gran par de alas imprescindible para elevar al hombre por encima de sí mismo, por encima de su vida rastrera y de sus horizontes limitados; para conducirlo, a través de la paciencia, de la resignación y de la esperanza, hasta la serenidad; para llevarlo más allá de la templanza de la pureza y de la bondad, hasta la abnegación y el sacrificio.

“Siempre y en todas partes, durante mil ochocientos años, tan pronto como estas alas se fatigan o quebrantan, las costumbres públicas y privadas se degradan. En Italia, durante el Renacimiento; en Inglaterra, bajo la Restauración; en Francia, bajo la Convención y el Directorio, se ha visto al hombre hacerse pagano, como en el primer siglo, e inmediatamente, se le ha visto como en los tiempos de Augusto y de Tiberio, es decir, sensual y duro, abusando de los demás y de sí mismo. El egoísmo brutal y calculador volvió a prevalecer: la crueldad y la sensualidad se entronizaron en los corazones, y la sociedad se convirtió en un degolladero y en un prostíbulo. Cuando se ha dado este espectáculo y se ha visto de cerca se puede valorar lo que ha traído el Cristianismo, a nuestras sociedades modernas, lo que ha introducido de pudor, de dulzura y de humanidad, lo que ha mantenido de honradez, de buena fe y de justicia. Ni la razón filosófica, ni la cultura artística y literaria, ni siquiera el honor feudal, militar y caballeresco; ningún código, ninguna administración, ningún gobierno basta para suplirlos en este servicio.

”Nada hay fuera de él capaz de sostenernos en nuestra pendiente natural, y de detener el deslizamiento insensible con que, incesantemente y con todo su peso original, nuestra raza retrograda hacia los bajos fondos”.

Tales son las confesiones del hombre que ha estudiado la historia a la luz de los hechos. Después de esto, ¿qué deberemos pensar de las mentiras de los masones que quieren aniquilar el Cristianismo para implantar, dicen ellos, el progreso y la virtud? Su audacia puede equipararse a su hipocresía.

Escuchemos a otro académico, a Pablo Bourguet:

“Ved una regla que yo he comprobado constantemente y que no admite excepciones: Dondequiera que el cristianismo está vivo, las costumbres se elevan; dondequiera que languidece, decaen. El Cristianismo es el árbol donde florecen las virtudes humanas, sin cuya práctica las sociedades están condenadas a perecer. Permitidme, si me hacéis hablar, que lo proclame bien alto: se desmoraliza a Francia al arrancarle su fe; descristianizándola se la asesina. No hay salvaguardia social fuera de las verdades del decálogo. Tal fue la convicción de Le Play; tal fue también la de Taine. A ellos me uno yo” (61).

”Combatir a la religión es, pues, combatir a la sociedad en su base... Lo primero que tiene que hacer Francia para salvarse, no es una república, ni un imperio, ni una monarquía; es volver a ser cristiana”. – (LUIS VEUILLOT .)



VIII. EXCELENCIA DE LA DOCTRINA CRISTIANA

125. P. La excelencia de la doctrina cristiana, ¿prueba su divinidad?

R. Sí, porque la sublimidad de sus dogmas, la pureza de su moral y la perfección de su culto manifiestan su origen divino.

1° El dogma de la religión cristiana expone desde luego las verdades del orden natural; nos da las nociones más claras y más elevadas acerca de Dios, del hombre y de su destino. No hay duda de que la razón puede descubrir estas verdades, pero con menos luz, perfección y certeza.

El Cristianismo propone luego a nuestra fe verdades sobrenaturales que la razón no puede alcanzar, pero que reconoce como razonables y luminosas, desde el momento mismo que le son propuestas; tales son: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación, de la Redención y de la gracia, maravilloso conjunto de verdades altísimas que nos revelan la vida íntima de Dios y el destino sobrenatural del hombre.

2° La moral cristiana explica perfectamente toda la ley natural y le añade algunos preceptos positivos de mucha importancia. Reglamenta todos los deberes del hombre para con Dios, para con el prójimo y para consigo mismo. Proscribe toda falsa, incluso el mal pensamiento voluntario; impone todas las virtudes, y da consejos muy apropiados para llegar a la más alta perfección.

3° El culto cristiano es, a la vez, el más sencillo y el más sublime, el más digno de Dios y el más conveniente al hombre. Es fácil de practicar en todos los pueblos y en todos los lugares.

Ahora bien, una doctrina tan perfecta en su dogma, en su moral y en su culto, no puede venir sino de Dios. Durante cuatro mil años de asiduas investigaciones, los más grandes genios no consiguieron hallar una doctrina semejante. Luego el hombre que vino a enseñarla y a hacerla prevalecer en el mundo es más que un hombre: es Dios.

La doctrina de Jesucristo está contenida en el Evangelio y en los demás libros del Nuevo Testamento, y también se nos ha trasmitido por la Tradición: no se puede separar la enseñanza de los apóstoles de la enseñanza de su Maestro, cuyos intérpretes son.

1° Sublimidad de los dogmas cristianos.– “El dogma cristiano se compone de dos clases de verdades: unas ya conocidas, accesibles a la razón y enseñadas por la filosofía; otras enteramente nuevas e inesperadas. Las primeras constituyen el orden natural, las segundas, el orden sobrenatural, al que el hombre no puede llegar por sí mismo.

”Las verdades fundamentales del orden natural, la existencia de Dios, su naturaleza, su perfección y la existencia del alma espiritual, libre e inmortal, habían sido enseñadas por la revelación primitiva, y mejor explicadas después por la revelación mosaica. Pero debemos sobre todo a la revelación cristiana las nociones más precisas acerca de Dios, de la vida futura, de la resurrección de los cuerpos, de la naturaleza y eternidad de las penas y de las recompensas”. (CAULY)

Jesucristo se complace en explicar el dogma de la Providencia. Dios vela, nos dice, sobre todos los seres, aun sobre los pájaros; Él provee a todas las necesidades de sus criaturas, y ni un cabello cae de nuestra cabeza sin el consentimiento de nuestro Padre celestial (62).

Insiste también sobre la bondad y la misericordia de Dios, esos dos atributos desconocidos de los paganos y poco comprendidos por los judíos. Para ellos, Dios era, ante todo, Jehová, el Señor, a quien hay que adorar y temer. Para los discípulos de Jesús, Él es principalmente, el Padre a quien hay que amar; Él es la bondad por esencia: Dios es amor.

A las creencias de la religión natural, Jesucristo agrega las verdades del orden sobrenatural. El hombre siente que, más allá de este mundo, existe una región sin límite en que no puede penetrar la razón. Jesucristo satisface su sed de lo desconocido: levanta el velo que cubre los misterios de la vida íntima de Dios y de su amor al hombre. Revela al mundo los dogmas altísimos de la Santísima Trinidad, la Encarnación, la Redención, la vida sobrenatural de la gracia y la gloria eterna, que es su fruto. Para comunicar a los hombres esta gracia divina, frutos de sus méritos, funda la Iglesia, que la confiere mediante los sacramentos. Cada una de estas palabras encierra una novedad divina y crea un nuevo orden de creencias y de vida.

Estos misterios maravillosos superan la razón humana sin nunca contradecirla. Después de diecinueve siglos, los sabios discuten aún acerca de estas verdades: pueden hallarlas excesivamente sublimes para su orgullosa pretensión de querer comprenderlo todo, pero no logran aniquilarlas. Los genios más grandes, Orígenes, Agustín, Tomás de Aquino, Bossuet, Leibnitz, Pascal, etc., etc., se inclinan ante la sublimidad de estas enseñanzas.

Estos misterios arrojan viva luz sobre la naturaleza de Dios y sobre el destino eterno del hombre. ¿Por qué Jesucristo nos lo revela? Para manifestarnos el amor que Dios tiene al hombre, a quien eleva a la vida sobrenatural. Creer es ente amor infinito de Dios, es creer en el Cristianismo.

El Credo cristiano no es más que la historia del amor que Dios nos tiene; y de igual modo el Decálogo debe ser la historia de nuestro amor a Dios: Deus charitas est.

2° Santidad de la moral cristiana. – La moral del Evangelio es la más perfecta que imaginarse puede: los mismos impíos se ven constreñidos a reconocerlo. El código de Jesucristo comprende toda la ley natural, la cual explica y pone al alcance de todos los espíritus: el ignorante lo halla sencillo, y lo entiende; el sabio admira su fecundidad, su profundidad, y lo ama.

La moral cristiana es perfecta: a) en los deberes que imponer; b) en los motivos que propone para obligarnos a practicar esos deberes.


A. Perfecta en los deberes que impone:

a) Para con Dios: manda que se le rinda un culto interno, externo y público de adoración, de amor, de confianza y de acción de gracias.

b) Para con el prójimo: ordena que se observe con él una estricta justicia, que se le ame con caridad eficaz y universal que se extienda hasta a los mismos enemigos.

c) Para con la sociedad: mantiene la paz en las familias, el amor mutuo entre los esposos; consagra la autoridad paterna por una parte, y el amor filial por otra; – recomienda a los amos la bondad para con sus servidores, y a éstos, la sumisión de sus amos. Asegura el orden y la paz en la sociedad civil, presentando a los gobernantes como ministros de Dios e imponiendo a los súbditos el respeto y la obediencia a sus superiores.

d) Para consigo mismo: intima al hombre el cuidado de su alma inmortal, la lucha contra las pasiones, la fuga del mal, del que le prohíbe hasta el pensamiento y el deseo. Ordena la práctica de todas las virtudes, y en especial de las virtudes teologales, necesarias para conseguir nuestro destino sobrenatural. 

A estos principios de la ley natural, tan bien explicados y completados, Jesucristo añade otros preceptos positivos, que se refieren a la penitencia y a la recepción de los sacramentos, establecidos para dar, aumentar y conservar en nosotros la vida sobrenatural. Y ha dejado a su Iglesia el cuidado de formular y determinar la época en que nosotros debemos cumplirlos. Tales son los preceptos sobre la confesión anual, la comunión pascual, etc.

Por último, para aquellos que no se contentan con el deber estricto, sino que sienten en sí aspiraciones a una perfección mayor, el Evangelio tiene consejos que se resumen en la pobreza voluntaria, en la obediencia absoluta y en la castidad perfecta; tal es el fundamento de la vida religiosa.

Así como el dogma cristiano se resume en esta frase: Creemos en el amor que Dios nos tiene, del mismo modo la ley cristiana se contiene toda en esta otra expresión: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

El amor de Dios consiste en preferir a Dios a todo lo demás, porque Él es el sumo Bien, en querer lo que Dios quiere, en amar lo que Él ama, en dar todo lo que Dios pide, en hacer todo lo que ordena: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y sobre todas las cosas.

El amor del prójimo consiste en amar a todos los hombres por amor de Dios, en desear el bien de todos, en hacerles todo el bien que quisiéramos nos fuera hecho a nosotros, en no hacer al prójimo nada de lo que quisiéramos que se nos hiciera: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (63).

El ideal de la perfección propuesta por Jesucristo no es más que la perfección del mismo Dios: Sed perfectos como vuestro Padre celestial. El Hijo de Dios ha hecho esta perfección más fácil de imitar, mostrándose a nosotros bajo una forma humana. Para ser perfectos no tenemos más que reproducir las virtudes cuyo precepto y ejemplo nos ha dado Jesucristo. Exemplum dedi vobis ut quemadmodum egi feci, ita et vos faciatis (64). Según la enérgica expresión de Tertuliano, todo cristiano debe ser otro Cristo: Christianus, alter Christus.


B. La moral cristiana es perfecta en sus motivos y en la sanción que establece.

Ella nos propone como motivo, no solamente la belleza natural de la virtud y la satisfacción del deber cumplido, sino la soberana voluntad de Dios, nuestro Criador y Señor, que tiene el derecho de imponernos preceptos.

Como sanción, nos muestra en las perspectivas de la eternidad, el cielo, recompensa magnífica del justo, y el infierno eterno, castigo terrible del pecador.

A estos motivos de suyo poderosos para inducirnos a perseverar en el camino del bien, Jesucristo añade uno más poderoso aún y más digno de las almas nobles: el del amor de Dios.

El amor de Dios es el principal motivo que ha de movernos a observar sus leyes; por amor de Dios debemos amar al prójimo; por amor de Dios hay que amarse a sí mismo. Principio admirable, el más digno del hombre, a quien eleva, y de Dios, a quien el hombre da el corazón; principio eficaz y fecundo sobre todos los demás, porque uno trabaja más y mejor por amor que por temor o esperanza.


Finalmente, con la oración, el sacrificio de la Misa y los sacramentos, es decir, con las prácticas del culto, la religión cristiana pone a disposición del hombre la fuerza de la gracia que lo sostiene en los combates de la virtud y sobrenaturaliza todos sus actos.



3° Perfección del culto cristiano. – Ha llegado el momento, decía Jesucristo a la samaritana, en que Dios ya no será adorado solamente en el templo de Jerusalén, ni en la cima del Garitzim, sino que será adorado en todas partes, en espíritu y en verdad 65 . Esto equivalía a señalar el término del culto mosaico e inaugurar el culto cristiano. Este culto, espiritual y al mismo tiempo sensible, responde admirablemente a las exigencias de nuestra naturaleza; es infinitamente más perfecto que el de todas las religiones antiguas y modernas; conviene a todos los pueblos, y es fácil de practicar en todos los climas.

Jesucristo recomienda, ante todo, el culto interno: Dios es espíritu, dice, y hay que adorarlo en espíritu y en verdad. Pero como el culto interno no puede andar separado del culto externo ni del culto público, Jesucristo echa los fundamentos y determina los actos principales del culto externo social. Enseña la oración, sencilla y sublime a la vez, conocida con el nombre de Oración dominical. Prescribe que se consagre un día de la semana al servicio de Dios, e instituye el sacrificio de la Misa, los sacramentos y las principales ceremonias.

La Misa es el más augusto de los sacrificios: es la renovación del de la cruz. Todas las obras buenas posibles no pueden dar a Dios tanta gloria y alcanzar a los hombres tantas gracias como una sola Misa.

Los sacramentos establecen una comunicación divina entre el cielo y la tierra, entre el hombre y Dios. El Bautismo confiere al hombre la vida sobrenatural, la Confirmación la hace crecer, la Eucaristía le da el pan del cielo necesario para su vida divina; si cae nuevamente en pecado, la Penitencia la levanta; si está enfermo, la Extremaunción le prepara para la muerte de los justos. El Orden confiere poderes en favor de los fieles y da ministros y pastores a la Iglesia; el Matrimonio santifica la unión de los esposos y concurre a la felicidad de los hijos y de la familia.

Las ceremonias del culto honran a Dios, atraen la gracia, recuerdan a los ignorantes los dogmas y los deberes de la religión y excitan en el alma dulces y saludables emociones. ¡Qué sentimientos de amor, de humildad, de desasimiento, no causa en un alma cristiana la noche de la Navidad, en que se adora a un Dios hecho hombre, que nace en un establo y yace en un pesebre! ¡Qué tristeza y qué contrición, los días de la Semana Santa, que nos recuerdan los sufrimientos del Hombre-Dios! ¡Qué consuelo y qué esperanza el día de Pascua!... Filósofos, ¿dónde podéis hallar un culto tan sencillo y tan perfecto, un culto que resume y exprese tan bien nuestras relaciones con Dios, las necesidades del espíritu y del corazón del hombre? A Domino factum est istud.


4° La doctrina de Jesucristo no puede venir sino de Dios.– Una de dos: o Jesucristo es Dios, o es solamente hombre. Si Jesucristo es Dios, la cuestión está resuelta: su doctrina es divina.

Si se le considera solamente como hombre, tres hipótesis se presentan: a) o bien extrajo su doctrina de su propio ingenio; b) o bien la copió de los sabios que le habían antecedido; c) o la recibió de Dios.

Ahora bien, a) Jesucristo no pudo sacar su doctrina de su propio ingenio: La historia nos lo muestra nacido de padres pobres, sin instrucción, ocupado hasta la edad de treinta años en los trabajos de carpintero. ¿Es posible que este sencillo obrero haya podido inventar una religión tan hermosa, tan perfecta, tan santa, infinitamente superior a los ensueños de los filósofos y de los legisladores de la antigüedad? Por lo demás, Jesucristo mismo nos lo declara: Mi doctrina no es mía; es de Aquél que me ha enviado.

b) Tampoco pudo Jesucristo sacar su doctrina de la de los sabios de la antigüedad ni de la ley de Moisés, porque esta doctrina no existía. La religión cristiana incluye, es cierto, todo lo que se encuentra de bueno y de santo en otras partes, pero difiere de todas las otras religiones, incluso de la ley de Moisés, en un sinnúmero de puntos esenciales. Finalmente, suponiendo que hubiera existido, Jesús no podía servirse de ella. Si Jesús no es más que un hombre, no pudo poseer más que una instrucción elemental. Ahora bien, habiendo empezado a enseñar a la edad de treinta años, ¿cómo, con tan poca cultura y tan pocos años, se puedes suponer que haya leído, profundizado y plagiado los libros de Grecia y de Roma o de las Indias? ¡Es imposible!...

c) Luego evidentemente Jesucristo es Dios o, por lo menos, su doctrina le fue revelada por Dios; luego es divina.


CONCLUSIÓN.– “Comparado con otras religiones y con todos los sistemas filosóficos, sea en cuanto a la doctrina, sea en cuanto a la influencia ejercida en la humanidad, el Cristianismo no tiene igual. Ninguna contradicción en la doctrina, ningún error, ninguna tacha, antes al contrario, unidad y armonía, que son el sello de la verdad. En su acción sobre el mundo, nada hallamos dañino, antes bien, una influencia saludable, duradera y profunda. Es la única religión que responde perfectamente a todas las indigencias y a todas las aspiraciones legítimas de la naturaleza humana. Y como el espíritu humano jamás ha producido o podrá producir algo semejante, concluimos que el Cristianismo es la revelación de Dios”. (Moulin.)


CONCLUSIÓN GENERAL.– Tomadas aisladamente todas las pruebas que acabamos de exponer, demuestran claramente la divinidad de la religión cristiana; consideradas en su conjunto, tienen una fuerza incontrastable y llevan la demostración hasta la última evidencia. Quienquiera que las estudie sin prevención, llegará necesariamente, a esta conclusión: el Cristianismo es la obra de Dios.

“¿Cómo se podría razonablemente dudar de la divinidad de una religión en cuyo favor se puede hacer valer a la vez: la expectación universal de los siglos anteriores a la era cristiana; la historia entera del pueblo judío; el cumplimiento de las promesas, profecías y figuras; la eminencia de la doctrina evangélica; la santidad de la vida de su amor; la autoridad y el gran número de sus milagros y de sus profecías; su resurrección incontestable; las obras no menos prodigiosas de sus apóstoles y de sus discípulos, al que prometiera el poder de llevarlas a cabo; el establecimiento, la propagación y la conservación, humanamente inexplicable de la religión que fundó; la conversión del mundo a esta religión, que contrariaba todas las pasiones y todas las ideas imperantes; la transformación de las sociedades, de las leyes, de las costumbres; el testimonio siempre subsistente de los mártires; el asentimiento de los mayores genios que haya producido la tierra; la adoración y el amor de los corazones más nobles; los frutos de la vida producidos en las almas por la influencia del Evangelio; innumerables prodigios de humildad, de caridad, de pureza, de abnegación que el mundo jamás había imaginado; la derrota sucesiva de todos los hombres y de todos los sistemas contrarios; el aumento de la fe y de la piedad en medio de todos los combates y de todas las negaciones; el Cristianismo siempre más vivo, al día siguiente de los asaltos y de las persecuciones: una vuelta inesperada de los espíritus hacia él, cada vez que una causa parecía perdida?...


”Todo este conjunto de caracteres, ¿no constituye acaso la prueba más evidente de los fundamentos de nuestra fe y no justifica la creencia de las generaciones innumerables que marchan bajo el estandarte de la cruz?” (66).

“¡Oh, Dios mío – diremos con San Agustín –, si nos engañamos, sois Vos mismo quien nos engaña, porque es imposible que una religión falsa pueda ofrecer tantas señales divinas!”


No hemos hecho más que comentar el texto del Concilio Vaticano, citado anteriormente, y que nos place poner de nuevo a vista del lector. A fin de que el homenaje de nuestra fe estuviera de acuerdo con la razón, Dios quiso añadir a los auxilios interiores del Espíritu Santo pruebas exteriores de su revelación, es decir, HECHOS DIVINOS y, particularmente, milagros y profecías. Estos hechos que hacen resplandecer la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, con señales certísimas de la revelación divina y señales acomodadas a la inteligencia de todos. Por eso, Moisés y los profetas, y principalmente Nuestro Señor Jesucristo, hicieron tantos milagros y profecías patentes a todo el mundo, y por eso se dijo de los Apóstoles: “Fueron y predicaron por todas partes con la cooperación del Señor, que confirmaba sus palabras con milagros”.

El Santo Concilio agrega:

“Para que podamos cumplir con el deber de abrazar la verdadera y de mantenernos constantemente en ella, Dios, mediante su Hijo único, ha instituido la Iglesia y la ha dotado de notas visibles que atestiguan su origen divino, a fin de que pueda ser reconocida por todos como la guardiana de la palabra revelada.


”Porque no sólo pertenecen únicamente a la Iglesia católica estos caracteres tan numerosos y admirables, establecidos por Dios para hacer evidente la credibilidad de la fe cristiana, sino que la Iglesia, por sí misma, con su maravillosa propagación, su santidad sublime y su inagotable fecundidad para todo bien, con su unidad católica y su inmutable estabilidad, es un grande y perpetuo argumento de credibilidad, un testimonio irrefragable de su misión divina. Y por eso, como una señal levantada en medio de las naciones, atrae hacia ella a los que no creen todavía, y da a sus hijos la certeza de que la fe católica que profesan reposa sobre fundamentos inconmovibles”.

Así, pues, la Iglesia, aun considerada en sí misma, se nos presenta como una obra divina. Luego la religión que enseña la Iglesia viene de Dios. Este será el objeto de nuestra quinta cuestión.


Notas


56. Cor., I, 27-28.
57. Hechos, VI, 7.
58. Apología XXXVII.
59. Hechos, I. 8.
60. Mateo, X, 19.
61. La Croix, 12 de noviembre de 1899.
62. Véase Mateo, VI.
63. La caridad para con el prójimo no nos impide rechazar los ataques de los impíos. ―A los enemigos declarados de Dios hay que darlos a conocer... ¿No cubrió el Salvador de maldiciones y de invectivas a los hipócritas fariseos?... No excluyamos a nadie de nuestras oraciones ni de nuestros servicios posibles, pero desenmascaremos la hipocresía de los enemigos de Dios y de la Iglesia. (San Francisco de Sales)

64. Juan, XIII, 15.
65. Juan, IV, 21 y 23.
66. Mons. Pie, Instrucciones sinodales.






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