domingo, 25 de junio de 2017

R.P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN DOMINICA INFRAOCTAVA DEL SAGRADO CORAZÓN-25-JUNIO-2017




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SERMÓN DOMINICA INFRAOCTAVA DEL SAGRADO CORAZÓN


En aquel tiempo: Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Mas los fariseos y los escribas murmuraban y decían: “Este recibe a los pecadores y come con ellos”. Entonces les dirigió esta parábola: “¿Qué hombre entre vosotros, teniendo cien ovejas, si llega a perder una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el desierto, para ir tras la oveja perdida, hasta que la halle? Y cuando la hallare, la pone sobre sus hombros, muy gozoso, y vuelto a casa, convoca a amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque hallé mi oveja, la que andaba perdida”. Así, os digo, habrá gozo en el cielo, más por un solo pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse”. “¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si llega a perder una sola dracma, no enciende un candil y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la halla? Y cuando la ha encontrado, convoca a las amigas y las vecinas, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido”. Os digo que la misma alegría reina en presencia de los ángeles de Dios, por un solo pecador que se arrepiente”. 
Lucas XV, 1-10


El capítulo XV de San Lucas presenta las tres Parábolas de la Misericordia. Dos de ellas son motivo de meditación en este Domingo dentro de la Octava del Sagrado Corazón.

Las tres parábolas: la de la Oveja descarriada, la de la Dracma perdida y la del Hijo pródigo, han sido llamadas con razón las Parábolas de la misericordia divina; parábolas, a la verdad dulcísimas, en que Jesucristo ha sabido pintar maravillosamente la inagotable misericordia de su divino Corazón.

Resplandece en ellas la infinita misericordia de Dios en buscar a los pecadores.

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En este caso, quizá más que en otros análogos, no es posible entender plenamente el alcance y la profundidad de las parábolas, sin conocer las circunstancias que las motivaron.
En la presente Dominica, que, por caer dentro de la Octava del Sagrado Corazón de Jesús, forma ya parte de tan augusta solemnidad, no será inoportuno considerar estas circunstancias históricas en que propuso el divino Maestro estas parábolas.

El hecho que dio motivó a estas consoladoras parábolas lo expresa así el Evangelista San Lucas:

Se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este recibe pecadores, y come con ellos.

Intervienen en esta especie de drama tres personajes o grupos de personajes: Jesús, por una parte; los Escribas y Fariseos, por otra; y, como en medio de entrambos, los pecadores, y en especial los publicanos.

Nosotros estamos ahora en tiempos, lugares y circunstancias demasiado remotas para apreciar exactamente la diferente actitud de todos estos personajes.

La actitud del bondadoso Maestro nos es menos desconocida, aunque también mucho menos conocida de lo que en realidad tendría que ser.

Lo que apenas concebimos son aquellos Fariseos y Escribas, tan corrompidos a veces, tan formalistas siempre, tan vacíos de verdadera piedad religiosa como faltos de todo sentimiento de humanidad y aun de sentido común; y, sin embargo, tan estúpidamente presumidos y fanfarrones.

¿Acoger ellos a los pecadores? ¿Mirar siquiera a la cara a los odiados publicanos? Con su actitud, con todo su proceder, con la palabra también a veces, andaban continuamente diciendo aquello de Isaías: Apártate de mí, no te me acerques, porque eres inmundo. Pues, ¿comer ellos con un publicano? Ni pensarlo remotamente.

¡Hipócritas! ¡Farsantes! fue el calificativo que les dio el Señor, y que realmente se merecían.

¿Qué habían, pues, de pensar estos farsantes de la santidad de Jesús, cuando veían que el joven Profeta de Nazaret, no sólo se dignaba hablar con los publicanos y pecadores, sino que les hacía buena acogida, y aun admitía amablemente las invitaciones que le hacían para comer con ellos?

¡Escándalo! ¡Escándalo!, repetían hipócritamente indignados, jamás se ha visto que así se rebajase un Maestro de Israel.

Sin hacer el menor caso de esas ridículas comedias, los pobres publicanos y los desgraciados pecadores, despectivamente repelidos siempre por los Fariseos, al ver ahora la bondadosa afabilidad, la incomparable ternura del joven Maestro, se sentían irresistiblemente atraídos hacía Él, y a Él acudían todos y escuchaban sus dulcísimas palabras con avidez y consolación.

Tales son los hechos: el divino Maestro responde a la presunción y dureza de los Escribas y Fariseos con la humildad y blandura de su Corazón.

Pero al fin, estos farsantes habían lanzado contra Jesús una acusación, que parecía había de hacer impresión en el pueblo sencillo, acostumbrado a venerar a los Fariseos: Este hombre acoge a los pecadores, y come con ellos.

A semejante acusación, ¿qué responde Jesús? La respuesta de Jesús son las tres parábolas de la misericordia divina.

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Formulemos algunas reflexiones.

Primeramente, es muy digno de notarse que el Salvador no disimula, ni atenúa en lo más mínimo la fuerza de la acusación. No dice: No son estos tan pecadores como suponéis; ni tampoco: No es acogerlos el hablarles precisamente para que se arrepientan de sus pecados.

Nada de eso, sino muy al contrario; parece que se propone el Salvador acentuar y exagerar el hecho, todo lo que puede.

Porque no habla en las parábolas de un Pastor que acoge simplemente a la oveja descarriada, que por sí misma se viniese al redil; ni de una mujer que admite la dracma perdida, hallada por su vecina; ni de un padre que se limita a recibir piadosamente al hijo pródigo…


Todo lo contrario: el Pastor es quien sale a buscar con tanta fatiga la oveja, y una vez hallada, se la pone amorosamente sobre los hombros y la lleva al redil; la mujer es quien enciende la luz y barre toda la casa y busca con tanta diligencia la dracma extraviada; el padre es quien sube todos los días a un sitio elevado para ver si llega el hijo perdido; y, apenas lo divisa, sin poder contenerse, sin acordarse de su dignidad ni de la ofensa recibida, corre a recibir al hijo, y le echa los brazos al cuello, y le perdona, y le regala.

Como si dijese el Salvador: ¿Que recibo a los pecadores? No es verdad; ¡que no los recibo!, sino que los busco con ansias de mi Corazón, sin reparar en fatiga ni en trabajo; y les invito y los llamo con todos los regalos de mi amor.

¿Que como con ellos? ¡No es exacto!; que no me contento yo con admitir su leal invitación, sino que yo mismo les preparo un banquete, convite divino, en que derrocho todos los tesoros de mi omnipotencia y prodigo todas las dulzuras de mi corazón.

Pero, ¿por qué estos extremos de amor? Para los Fariseos, los pecadores eran nada más que pecadores; para Jesucristo, son sus ovejas queridas, son sus dracmas preciosas, son los hijos de su Corazón.

Estas razones lo explican todo…

Lo único que no explican… es la necia desconfianza con que nosotros respondemos al inefable amor de Jesucristo…

No sabemos lo que pensarían aquellos farsantes leguleyos al oír la manera tan extraña con que Jesús se defendía de sus acusaciones, admitiéndolas, aumentándolas, agravándolas...
Nosotros pensemos lo que es justo pensar ante estas manifestaciones de un Corazón rico en misericordias y apasionado de amor por nosotros, pecadores.

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Veamos, pues:

1. ¿Qué hace Jesús por los pecadores?
2. Lo que debe hacer el pecador.

¿Qué hace Jesús por los pecadores?

1) Ante todo, desea ardientemente su conversión.
2) Para mejor conseguirlo baja del Cielo a la tierra.

Las dos parábolas de este día y la del hijo pródigo nos demuestran su infinita misericordia.

Siempre acoge con benignidad a los pecadores que acuden a Él. Para ejemplo tenemos a Mateo, Zaqueo, Magdalena, la mujer adúltera...

Buscaba a los que huían; sus afanes apostólicos tienen por objetivo salvar, perdonar. Allí está la Samaritana…

A este fin estableció el apostolado.

Todas las conversiones son obra de la gracia y de los méritos de Jesucristo.

¡Con qué solicitud busca a las almas extraviadas; con qué bondad las acoge; con qué tierno amor las perdona; con qué transportes de alegría celebra su conversión!

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Las parábolas de este día nos muestran qué hace Jesús.

Consideremos lo que debe hacer el pecador.

1) No debe huir de Jesús cuando lo busca, no debe dejarse llevar de respetos humanos, ni resistir a las inspiraciones de la gracia.

No cerrarle las puertas del corazón.

2) Debe buscar a Cristo, acercarse a Él, es decir, procurar escuchar la divina palabra, ocuparse en piadosas lecturas y meditaciones.

3) Reavivar la luz de la fe, casi extinguida en su alma; pensar acerca de su estado infelicísimo, esa alma, imagen de Dios, convertida en imagen del demonio; reflexionar acerca de los males que le amenazan. Ocuparse en recapacitar sobre la vanidad de las cosas de este mundo, sobre la muerte, el juicio, el infierno.

4) Esmerarse en limpiar y purificar la conciencia por medio de una buena confesión a fin de recobrar la gracia perdida, la amistad de Jesús.

5) Si las pasiones, los falsos amigos, el mundo y Satanás se burlan de él, despreciar esas murmuraciones, mirando sólo por el bien de su alma, cuya salvación peligra; sacrificarlo todo, abandonarlo todo antes que perderla para siempre.

6) Volver a los brazos de Jesús donde encontrará la paz, la tranquilidad de su conciencia, la única verdadera y sólida felicidad que podemos gozar en la tierra.
Y se alegrará el Cielo…

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Todo esto nos prueba cuán preciosa es la gracia.

En la segunda parábola de este Evangelio, la de la dracma que pierde una mujer, y para encontrarla enciende luz, barre la casa y la busca con diligencia, alegrándose sobremanera cuando la encuentra, percibimos representada en esa mujer, nuestra alma; en la dracma perdida, la gracia que se pierde por el pecado.

Consideremos:

1. Cuán preciosa es la gracia.
2. Cómo se pierde.
3. Cómo se halla de nuevo.

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¡Cuán preciosa es la gracia! Precioso es este don divino.

Él nos hace gratos a Dios, hijos suyos y herederos del Cielo.

¿Quién es capaz de aspirar a una gloria eterna e inmortal? La gracia no solamente nos permite aspirar a esa gloria inmortal y eterna, sino que la produce ella misma, como la semilla produce el árbol y los frutos.

Es, pues, verdaderamente preciosa esa dracma de la gracia de Dios.

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Nuestra alma puede perder esa dracma de la gracia de Dios o alimentando ciertos deseos, o pronunciando ciertas palabras, o llevando a cabo ciertas obras.

En el corazón tienen su principio y su fundamento casi todos los pecados. El iracundo, por ejemplo, alimentando el deseo de la venganza, experimenta, ante todo, una perturbación en el corazón.

Cuando el mal deseo o pensamiento ha sido engendrado en el corazón, se manifiesta por medio de las palabras.

Finalmente habiendo el pecado tenido principio en el corazón y habiéndose manifestado en las palabras, pasa a las obras.

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La mujer que perdió la dracma se puso a buscarla en seguida. Enciende luz, barre la casa y la halla con gran regocijo.

Nosotros también debemos buscar, en el interior de nuestra alma, la gracia de Dios que hemos perdido.

Y así como hemos perdido a Dios con el corazón, con las palabras, con las obras, debemos reconciliarnos con Él.

Si hemos perdido la gracia con el corazón, es preciso que la busquemos también con él, mediante un verdadero dolor de los pecados cometidos. Esta contrición del corazón es sumamente necesaria después de cometido el pecado.

Si hemos perdido la gracia por las palabras debemos buscarla por la confesión de nuestros pecados. Ella es necesaria puesto que el hombre no puede justificarse del pecado cometido si no lo confiesa.

Si con las obras hemos perdido la preciosa dracma de la gracia, es indispensable que la busquemos con las obras, mediante la satisfacción y la penitencia. Ellas nos son sumamente necesarias.

Si hemos perdido la gracia de Dios busquémosla con el corazón, con las palabras, con las obras.

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Si hemos tenido la desgracia de pecar no nos desalentemos, tengamos gran confianza en la misericordia de Dios y volvamos a Él por el arrepentimiento.

Acudir prontamente en las tentaciones al Señor e invocarlo en toda adversidad.

Invoquemos a María Santísima, Madre de la divina gracia.

Pidamos a Dios las luces, buscar con diligencia las manchas, defectos y faltas; y limpiar y purificar nuestra alma por la contrición y la confesión.

Acogernos al Corazón misericordioso de Dios.

Dios lo quiere; Él ha venido por los pecadores, a padecer y morir por los pecados; recibe al pródigo, busca a la oveja descarriada, quiere nuestra conversión.

Busca al que huye, con sus brazos abiertos clama desde la Cruz.

Dios provoca la conversión. Por los remordimientos de conciencia; por la predicación, por las lecturas, por los buenos consejos, por los buenos ejemplos, por las penas que nos envía, por las enfermedades, la muerte.

Todos éstos son como sus mensajeros. Las voces divinas no cesan de hablarnos en el interior, en el exterior...

Dios se regocija cuando el pecador se convierte y vuelve a sus brazos amorosos.

Recibe sin reproche al Hijo pródigo. Se alegra el Padre; hay fiesta en la tierra y en el Cielo, la Iglesia bendice la vuelta del pecador.

No retardemos esa alegría de Dios, de la Santísima Virgen, de la Iglesia y de nosotros mismos.







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