domingo, 2 de julio de 2017

R.P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN LA VISITACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA





LA VISITACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA


En aquellos días, María se levantó y fué apresuradamente a la montaña, a una ciudad de Judá y entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió cuando Isabel oyó el saludo de María, que el niño dio saltos en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Y exclamó en alta voz y dijo: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno! ¿Y de dónde me viene, que la madre de mi Señor venga a mí? Pues, desde el mismo instante en que tu saludo sonó en mis oídos, el hijo saltó de gozo en mi seno. Y dichosa la que creyó, porque tendrá cumplimiento lo que se le dijo de parte del Señor”. Y María dijo: “Glorifica mi alma al Señor, y mi espíritu se goza en Dios mi Salvador. 
Lucas I, 39-47



Es confirmada por el delicado misterio de la Visitación de María a su prima Santa Isabel, la doctrina católica que enseña que María Santísima, desde el momento en que fue constituida Madre de Dios, lo fue también como Madre de los hombres; y que su dignidad, lejos de apartarla de nosotros, nos la acerca.

Si el Evangelio, siempre tan parco en pormenores, pone tan de relieve este acontecimiento de familia, al parecer de poca monta, es para mostrarnos cómo María Purísima, al quedar constituida Madre de Dios, se apresura a cumplir con su deber de Madre de las almas, de Madre que consuela y santifica a sus hijos.

Todo conducía a que, anonadada por el gran misterio que acababa de cumplirse en Ella, hubiera de retirarse en Nazaret y no hacer otra cosa que adorar a Dios, cuyo tabernáculo era.

Por el contrario, María, la amante del retiro, parte presurosa para la montaña y llega a la casa de San Zacarías.

Lo que la mueve con tanta presteza, es el celo apostólico, inspirado por Dios. En casa de Santa Elisabeth se ha de regenerar, santificar y llenar de gracia sobrenatural un alma; un alma destinada a desempeñar un gran papel, a servir de precursor al Mesías, el alma de San Juan Bautista.

Jesús ansía purificar al que ha de bautizarle y comunica estas ansias a María. Dios quiere que vaya, y Ella va.

Los efectos de esta visita no se hacen esperar. No en vano lleva a Dios consigo, y su alma irradia la luz de Aquel que la posee. El alma llena de Dios difunde a Dios…

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¡Oh santa y caritativa visita llena de humildad!

Visita la doncella a la anciana, la Santísima a la Santa, la Madre de Dios a la madre del hombre, la Madre del Salvador a la madre del pecador, la Madre del Señor a la madre del siervo, la Madre del Redentor a la madre del precursor, la Madre Virgen a la madre que conocía varón.

María, fecunda por el Espíritu Santo; Isabel, fecunda por su esposo; las dos madres y llenas del Espíritu Santo. Pero María llevaba las bendiciones y el gozo, y por eso, desde que su voz sonó en los oídos de Isabel, el hijo de ésta saltó de gozo en sus entrañas.

La gracia de María rebosó en casa de su parienta a semejanza de un ungüento precioso contenido en un frasco; en cuanto es abierto, difunde por alrededor su perfume. Toda aquella familia fue santificada, y aun el niño que estaba en el vientre, conoció la presencia de Cristo y fue limpio del pecado original, y dotado de la gracia necesaria para ser el Precursor.

Y con sus saltos comenzó a predicar a Aquél a quien siendo adulto había de adorar y señalar con el dedo. Conoció Juan, aún no nacido, que el Hijo de la Virgen era su Señor, el que había de venir en pos de él.

Glorificó y bendijo Isabel a la Virgen humilde, elevada a tanta dignidad, y entonces María entonó el sublime Cántico Magnificat, que es la mejor alabanza al Señor.

¡Oh casa santificada! ¡Oh conversaciones santas! ¡Oh estancia bendita! ¡Oh palabras dulces! ¡Oh verdaderos consuelos!

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Vemos cuatro personas unidas en el misterio que celebramos: Jesús y la Virgen María, San Juan y su madre Santa Isabel. Pero, mientras el Hijo de Dios permanece como desapercibido, las otras tres sagradas personas ejercen visiblemente alguna acción particular.

En efecto, Santa Isabel, iluminada por Dios, reconoce la dignidad de la Santísima Virgen, y se humilla profundamente ante Ella.

San Juan percibe y siente la presencia de su divino Maestro desde el seno de su madre y lo atestigua con transportes increíbles.

Entretanto, la dichosa María, admirando en sí misma tan grandes efectos de la omnipotencia divina, ensalza de todo corazón el Santo Nombre de Dios, y publica su munificencia.

De este modo obran aquellas tres personas; y sólo Jesús parece inmóvil; oculto en las entrañas de la Santísima Virgen, no hace ningún movimiento que manifieste su presencia; y Él, que es el alma de este misterio, queda oculto ante él.

Pero no nos admiremos de que nos vele Jesucristo su virtud; se propone demostrarnos que Él es el agente invisible que, sin moverse, hace que todas las cosas se muevan, que todo lo dirige sin mostrar su mano; y si en este misterio no descubrimos en sí misma su acción omnipotente, es porque esa acción se manifiesta bastante en la de los demás, los cuales no obran ni se mueven más que por el impulso que Jesucristo les comunica.

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Tres meses pasó allí la Virgen María en oraciones y santos coloquios.

Tres meses estuvo el Arca de la Alianza en casa de Obededón y Dios bendijo a aquella casa derramando sobre ella gracias y prodigios inmensos.

¿Qué extraño, por consiguiente, que colmara el Señor de bendiciones la casa de San Zacarías y Santa Isabel, donde estuvo tres meses el Arca divina viviente, llena del maná del Cielo?

¡Qué magnífico es pensar que por medio de la Santísima Virgen quiso Jesús llevar a cabo la primera santificación de las almas, como lo hizo con Santa Isabel y su hijo, San Juan!
Apenas María saludó a Santa Isabel, quedó ésta llena del Espíritu Santo.

¡Oh palabras fecundas de María! ¡Qué eficaces son, pues sólo un simple saludo suyo ya sirve para llenar de gracia y santidad a aquella alma!

Santa Isabel, llena del Espíritu Santo, lo primero que hizo fue conocer la concepción divina de María por la que era Madre de Dios, y prorrumpió en alabanzas hacia Ella: Bendita tú entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre.

La grandeza de María se conoce únicamente con la luz del Cielo...

Las palabras que pronuncia Santa Isabel son las mismas del Arcángel: Bendita entre todas las mujeres.

Admiremos esta santa coincidencia de bendecir y alabar sobre todas las criaturas a la Reina de Cielos y tierra..., ¡admirables son los juicios de Dios cuando así dispone las cosas!...

¿Qué pasaría en el Corazón de María al verse descubierta en su divina Maternidad por su prima, y al escuchar de su boca las mismas palabras del Ángel? ¡Los Ángeles y los hombres..., el Cielo y la tierra, todos unidos en una misma alabanza! Y es que el autor es el mismo..., el que inspiró al Ángel y a Santa Isabel fue el Espíritu Santo, Esposo de María, que así se vale de todas las criaturas para sublimarla y enaltecerla...

Las otras palabras encierran un afecto de profunda y muy simpática humildad: ¿De dónde a mí que la Madre de mi Dios venga a visitarme?

Santa Isabel estaba unida a María con lazos de parentesco, era mayor que Ella, y además era muy santa y, no obstante..., reconoce que no tiene méritos para recibir una visita de la Santísima Virgen...

Finalmente, profetiza Santa Isabel que María Santísima será bienaventurada porque ha creído las palabras del Señor.

Eva no creyó al Señor y nos llevó a la ruina... María creyó; y con esta fe se realizó la Encarnación y nuestra Redención.

Demos gracias a la Virgen Santísima por esta fe suya, que nos ha salvado y que pide imitarla en este mismo espíritu de fe sencilla; pues esa fe es la obediencia y entrega a la voluntad del Señor con la que hemos de reparar la desobediencia de Eva y conseguir participar de los frutos de la obediencia de María.

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Si fueron admirables los efectos causados en Santa Isabel con la visita de su prima, e inmensos los dones y gracias que por Ella recibió, no lo fueron menos los que llegaron hasta el hijo de sus entrañas.

El primer efecto en el niño Precursor al sentir dentro del seno de su madre la presencia de la Virgen, fue de una íntima alegría hasta el punto de manifestarla de modo prodigioso, mediante aquellos saltos, que la madre sintió que el niño daba lleno de alegría y gozo extraordinarios.

La santificación de San Juan es el fin principal de este misterio. Jesucristo quería santificar a su Precursor; y como no podía ir por sí mismo, va en el seno purísimo de María.

¡Qué prisa se da Jesús para ello! ¡Aún no ha nacido y ya quiere que sea un santo!

El tema de la predicación del Bautista sería aquel magnífico: He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo… ¡Cómo pronunciaría estas palabras aquel que fue el primero en sentir la verdad de las mismas, pues, ya en el seno de su madre le había perdonado su pecado y le había santificado?

El Precursor es el primer fruto victorioso que de su poder y bondad hace Jesús. Luego repetirá esto en todas las almas que no lo opongan óbice.

Todo por María... Repitamos una y mil veces y penetremos todo el sentido de estas palabras…

Todo esto se hizo en el Precursor y se hace en las almas por María. Aquí aparece por primera vez como el instrumento de las maravillas de Dios..., ejerciendo su altísima función de Mediadora de todas las gracias.

El primer rescate de un alma se verifica con María y por María. Al sonido de su palabra, en el momento mismo de hablar a su prima; ni antes ni después, se efectúa esta primera liberación de un alma del poder del demonio… Sus palabras fueron como una sentencia de perdón, al tiempo que una victoria sobre Lucifer.

Pudo el Señor haber llevado esta santificación de un modo más oculto y silencioso; pero quiso revelar el poder y oficio de su Hijo, que venía a salvar al mundo, y a la vez revelar a María como Mediadora de esa gracia de santificación y salvación.

Jesús será siempre el manantial, pero María el canal por donde corra ese agua de gracia hasta llegar a nosotros.

Por tanto, San Juan Bautista fue el primer hijo de María por la gracia.

A imitación suya lo debemos ser nosotros también, como todas las almas santas lo han sido.

¿Cuándo nos convenceremos prácticamente que sólo nos haremos santos cuanto más adelantemos en el amor y en la imitación de la Santísima Virgen?

Pidámoselo hoy por medio del Bautista para que así sea no sólo el Precursor de Jesús, sino también el de María.

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El Cántico del Magnificat fue la respuesta que la Santísima Virgen dio a las alabanzas que le prodigara Santa Isabel.

Este Cántico sublime, que todas las tardes entona la Virgen por medio de la Iglesia en la hora de Vísperas, es muy digno de ser bien meditado y conocido por todos los devotos de María.

Bastaría saber que brotó de labios de Nuestra Madre, para que no nos fuera una cosa indiferente..., pero mucho menos ha de serlo si consideramos sus circunstancias.

Se trata de un cántico que María, llena del Espíritu Santo y de la alegría divina de que se sentía poseída, al verse Madre de Dios, dirige en alabanzas al Señor.

Es el Cántico de alabanza a la Redención.

¿Quién podía cantar la Redención mejor que María? Fuera de Dios, nadie había digno de enaltecer y sublimar esta obra, la más excelsa del Señor.

Y por eso fue la Santísima Virgen la que, de un modo público y oficial, pregonó a todas las generaciones el poder y el amor que en la Redención humana el Señor había acumulado.
Es el cántico de amor y agradecimiento de María. ¡Cómo palpitaría su Corazón de emoción profundísima al ir expresando con sus labios purísimos lo que en su alma encerraba!

No podemos llegar nunca a comprender toda la fuerza de expresión que Ella supo dar a estas palabras. Cuanto más meditemos en ellas, más tesoros encontraremos; pero no creamos que entenderemos jamás todo su hermosísimo significado. Para ello sería necesario amar como sólo María puede y es capaz de amar; tendríamos que conocer los misterios que sólo Ella llegó a penetrar.

Consideremos con cuánto fervor y devoción debemos frecuentemente repetir este Cántico, pues sabemos que es el desahogo del Corazón amoroso de María y la síntesis de su agradecimiento a Dios.

Es el Cántico que encierra la oración sublime de María.

Un día, los Apóstoles le pidieron al Maestro que les enseñara a orar; y Él les compuso la oración del Pater Noster. Por eso no hay oración alguna comparable con ésa, pues está hecha por el mismo Dios.

Si le pidiésemos a María algo semejante, Ella, maestra de oración, nos enseñaría y nos cantaría su precioso Magnificat.

De suerte que, si el Pater Noster es la oración de Jesús, el Magnificat es la oración de María.

Por tanto, después del Pater Noster y del Ave María, no debe haber ninguna oración mejor para nosotros que la misma oración de María, la de su cántico del Magnificat...

Este Cántico de María es, a la vez, una brillante profecía del culto que rendirán todas las generaciones a esta humilde mujer, entonces desconocida de todo el mundo.

Finalmente, en este Cántico tenemos la palabra más larga de María. En el Evangelio sólo se nos citan algunas palabras sueltas de Ella, pero son tan pocas, que para sus hijos y devotos no podían bastar.

Mas en el Magnificat tenemos, no un extracto o una idea, sino el resumen o compendio de su mismo espíritu.

Y todo ésto no se hizo sin razón profundísima, pues parece que nos quiso indicar con ello que cuando hablaba con los hombres y con los mismos Ángeles tenía que ser corta en palabras, no perdiendo el tiempo en decir palabras ociosas, sino las necesarias y convenientes; y, en cambio, su Corazón se dilata cuando habla con Dios.

Aquí no mide el tiempo, ni las palabras, sino que deja al Corazón expansionarse cuanto quiera.

Son tan admirables y llenas de sentido las palabras del Magnificat, que encierran un conjunto maravilloso de alabanzas, de agradecimiento y virtudes tan prácticas, que no es posible pasarlas de largo, sino detenernos a saborear sus dulzuras y a estudiar sus enseñanzas.

Y como esto nos llevaría mucho tiempo hoy, lo dejamos para meditarlo tranquilamente el domingo próximo, si así Dios lo permite y dispone.







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