domingo, 20 de agosto de 2017

R.P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN LA CURACIÓN DEL SORDOMUDO




Domingo XI después de Pentecostés
LA  CURACIÓN DEL SORDOMUDO
R.P. Juan Carlos Ceriani

Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de Decápolis. Y le presentaron un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano. Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y le dijo: Efeta, que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y les mandó que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y decían: Todo lo ha hecho bien; ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.
Mc. VII, 31-37

El Evangelio de la presente Dominica es muy instructivo en todas sus partes.
Estamos en el tercer año de la vida pública del Señor, en aquel período de voluntario retraimiento y casi destierro, que llenó todo aquel verano.
Desde Tiro de Fenicia, en cuyos confines sanó a la hija de la Cananea, se extendió el Señor hacia el norte hasta Sidón, de donde volvió hacia el mar de Galilea, pasando por el territorio que ocupaba la Decápolis.
Era ésta una confederación de algunas ciudades helénicas, diez en un principio, situadas en su mayor parte al este del Jordán.
Aquí fue donde presentaron a Jesús un pobre hombre sordo-mudo, suplicándole que impusiese sus manos sobre él y le sanase.
Jesús toma de la mano al sordo-mudo, y sacándole de en medio de la turba se retira aparte con él.
¡Qué contraste! ¡La palabra omnipotente de Dios…, el Verbo…, y la impotencia de la palabra humana!
Otro que no fuese Jesús, ¿qué iba a hacer solo con aquel desgraciado, que ni podía hablar, ni oír lo que otro le hablase?
Pero no hay sordera ni mudez capaz de resistir a la omnipotente Palabra de Dios.
Y entretanto, ¿qué pensaría aquel pobre hombre, al ver que un hombre desconocido se lo llevaba a él solo?
Mas no nos interesan tanto sus pensamientos cuanto los de Jesús, que se iban a manifestar bien pronto en lo que hizo para sanar al sordo-mudo.

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Cinco fueron los actos de Jesús en la gradual curación de aquel desgraciado: introdujo sus dedos en los oídos del sordo, tocó con su divina saliva la lengua del mudo, miró al cielo, gimió y habló con divino imperio.
Para quienes han seguido el sermón sobre la Transfiguración, y lo han entendido, tenemos aquí algunas de las que se denominan operaciones teándricas, o sea, aquellas propias del Dios-hombre; mera combinación de la operación divina y la operación humana; aquellas en que la operación divina se sirve de la operación natural humana como de instrumento para producir efectos que trascienden la propia virtud de la naturaleza humana.
Cinco operaciones, entonces; cada una de estas acciones encierra un singular misterio.
Primeramente, el introducir los dedos en los oídos del sordo fue para dar a entender con esta acción simbólica al pobre hombre, el que Él iba a abrir sus oídos cerrados hasta entonces.
De semejante manera, al tocar con su divina saliva la lengua del mudo dio a entender que con aquella medicina iba a curarse la mudez, que hasta entonces había paralizado su lengua.
Lo uno y lo otro lo vio y lo sintió el sordo-mudo. Pero vio luego algo más, que le haría palpitar de reverencia y esperanza: vio que Jesús levantó sus hermosos ojos al Cielo, de donde había de descender la perfecta salud.
¡Los ojos de Jesús mirando al Cielo, y los del sordomudo clavados en los de Jesús!

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En el momento de bajar los ojos, Jesús lanzó del fondo de su Corazón un profundo gemido, que, aun sin oírlo, pudo muy bien percibir el sordo-mudo.
Hasta aquí las emociones no pasaban de ser conmociones. Mas he aquí que, de repente, aquel hombre siente en sí mismo, en su espíritu y en su organismo, algo que jamás había sentido.
Hasta entonces, cuando un hombre hablaba, el sordo-mudo sólo veía un movimiento de labios, ahora siente en sus oídos, antes petrificados, una sensación nueva, percepción de vida, que resuena en todo su ser, una conmoción maravillosa que le pone en comunicación con los demás hombres, acompañada de emociones jamás antes imaginadas.
Y el primer sonido que oyó fue una palabra divina, llena a un tiempo de poder irresistible y de dulzura inefable, una palabra portentosa, que significaba aquello mismo que obraba y que él en sí mismo experimentaba: Ephpheta, abríos.
Y con un nuevo milagro, el mismo que abría sus oídos a los sonidos exteriores, hendía también su inteligencia para que comprendiese la significación antes ignorada de aquellos sonidos jamás por él oídos.
Porque sintió, se dio cuenta que no sólo él oía a los demás, sino que también él podía dejarse oír y entender de ellos; que su lengua, torpe y como aprisionada hasta entonces, se sentía libre de aquellas cadenas, y, ligera y obediente, era capaz de formular palabras que expresasen sus más delicados pensamientos e íntimos sentimientos.

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Y al momento —dice el Evangelista—, se abrieron sus oídos, y quedó suelta la atadura de su lengua, y hablaba perfectamente.
¿Cuáles serían sus primeras palabras? Claro está que fueron de agradecimiento y alabanza a su divino bienhechor.
Como en otras curaciones milagrosas, los favorecidos con el milagro bendecían a Dios y publicaban las obras maravillosas de Jesucristo, así también ahora agradecido el buen hombre se desharía en alabanzas y bendiciones del Salvador.
Pero hubo aquí una circunstancia particular; y fue que aquellas palabras de bendición fueron las primeras que profirieron aquellos labios; no cansándose el hasta entonces sordomudo de honrar al Señor con aquella palabra tan maravillosamente recibida de Él.
Dichosos los que consagran a Jesucristo las primicias de cuanto bueno tienen: las primeras palabras de sus labios, los primeros amores de su corazón, las primeras producciones de su arte, de su ciencia, de su industria, de su trabajo, de todas sus actividades.

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Y mandó el Señor al sordo-mudo y a todos los demás testigos del prodigio, que a nadie dijesen lo que habían visto.
Era esta advertencia o mandato de Jesús acto de modestia y juntamente de prudencia.
Pero, ¿cómo poner freno a los impulsos de un corazón agradecido por el beneficio y asombrado por el portento?
Cuanto más Jesús mandaba callar, tanto más ellos hablaban y publicaban lo que habían visto y oído. Con lo cual se extendía la fama del Salvador y la admiración de los pueblos, y todos decían y repetían: Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos, y hablar a los mudos.
No dejemos perder este hermoso testimonio que daban del Salvador las muchedumbres: Jesús todo lo hace bien.
Cuanto Jesús ha hecho, dispuesto y ordenado, todo es bueno, todo está bien. Es que no sabe sino hacer bien.
¿Qué puede hacer la luz sino iluminar? ¿Qué el fuego, sino quemar? ¿Y qué la bondad, sino hacer bien?
¿Y por qué Jesús hace bien, tanto bien, todo bien? El principio del bien hacer es el bien querer, el principio del beneficio es el amor.
En el amor de Jesús, en su Corazón sacratísimo, hay que buscar la fuente inagotable de cuanto bien hizo en la tierra, de cuanto bien hace aun ahora desde el Cielo.
Más aún, cuanto bueno hay en el mundo, principalmente en el orden espiritual, todo es beneficio de Jesucristo, todo es fruto de su amor; todo brota consiguientemente de su amorosísimo Corazón.
Acudamos, pues, al fuego, si queremos calor; acudamos a la fuente, si tenemos sed; y acudamos al Corazón de Jesús, si deseamos algún bien.

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Como aplicaciones prácticas de la curación del sordomudo, tengamos en cuenta que su enfermedad representa la sordera y mutismo espiritual de que sufren muchos cristianos.
En cuanto a la sordera espiritual, las hay de diversas clases.
Tenemos a los que son sordos a la palabra interior de la gracia, a las divinas inspiraciones, a las voces de la religión, a los piadosos llamamientos, a la voz sobrenatural, a los dictados del deber, a las reprensiones de su conciencia.
Esta sordera constituye una verdadera epidemia en nuestros tiempos.
Unos han perdido enteramente el oído a lo que mira a la vida del alma, sufren una especie de daltonismo auricular que les impide percibir ciertos sonidos…
Tienen de tal manera acostumbrado el oído a las bajezas, placeres y negocios mundanos que son incapaces de oír las voces celestiales.
Oyen sólo las voces del placer, de las ambiciones, del lujo, de la soberbia, pero tienen herméticamente cerrados los oídos a las armonías de la virtud, del sacrificio, de la abnegación, al lenguaje de la verdad, de la bondad, de la grandeza moral.
Sólo el contacto de Cristo puede curarlos de su lamentable sordera.

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Hay también una sordera sistemática, peor que la anterior, pues como dice el proverbio: No hay peor sordo que el que no quiere oír.
Y esta sordera es obstinada, voluntaria…
Ellos dicen: lo mejor es cerrar los oídos, porque si no, nos veríamos constreñidos a obrar.
Huyen de escuchar las enseñanzas de Cristo, se abrazan con la ignorancia religiosa, evitan toda instrucción, lecturas, sermones, etc., aborrecen la luz y quieren vivir sepultados en las tinieblas.
Dios les habla, pero se tapan los oídos o quieren profesar una religión a su capricho, sin deberes.

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Hay también una sordera intermitente, sordos a medias, a intervalos, de conveniencia, que sólo oyen lo que les place y se conforma a sus intereses. Escogen entre voz y voz, entre palabra y palabra.
Están dispuestos siempre a alabar y admirar ciertas enseñanzas de la Iglesia, pero en cambio, critican o desprecian otras; les parece bien aquello cuya práctica es fácil o es conforme a sus gustos o halaga su vanidad; pero tienen oídos de mercader cuando se les exige algún sacrificio, humillación o esfuerzo.
Otras veces, estos sordos, por egoísmo y ligereza, escuchan las divinas enseñanzas pero obran como si no les hubieran oído; no conforman su vida en relación a ellas.

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Luego tenemos el mutismo espiritual.
La mudez física suele ser consecuencia de la sordera. Lo mismo sucede en el orden espiritual.
El mudo de este Evangelio representa:
a) A aquéllos que rehúsan o se avergüenzan de dar público testimonio de su fe con obras y palabras.
b) A los que han perdido el habla para orar, rendir a Dios homenajes de adoraciones, darle gracias por los beneficios recibidos, para pedirle gracias que necesitan, perdón por los pecados, etc.
c) A los que permanecen silenciosos cuando en su presencia se ataca a Dios, a la religión, la Iglesia.
Cierto que puede haber alguna circunstancia en que la prudencia aconseje callar, pero será raras veces.

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El sordo-mudo representa, pues, a todos aquéllos que no quieren oír la voz de Dios, la voz de la Iglesia, y que no emplean su palabra para la defensa de la fe, de la religión.
En la vida cristiana se reproduce hoy aquella página del Evangelio, cuando Cristo se dirigía al Huerto de los Olivos a dar comienzo a su dolorosa Pasión.
Ahí, puesto en oración, una agonía de muerte invadió su alma y un sudor de sangre bañó la tierra culpable.
Fue a buscar consuelo entre sus discípulos y los encontró profundamente dormidos… Dos, tres veces se acerca a ellos y sus ojos estaban cargados de sueño. Entonces les dijo: ¿No habéis podido velar una hora conmigo?
Esa escena del Evangelio se reproduce en la vida cristiana. La Pasión no ha terminado…
El mundo sigue condenando al inocente; se pide todavía la libertad de Barrabás y la crucifixión de Cristo; el mundo sigue siendo el calvario de la verdad, de la justicia, de la virtud…
La Pasión no ha terminado y Judas, Pilatos, Anás, Caifás, Herodes viven todavía en medio de los hombres y están representados por ese hombre que entrega a Cristo, que vende a Cristo, que insulta a Cristo, que burla a Cristo, que le entrega con un beso de paz…
La Pasión no ha terminado y ahí está la Cruz plantada en medio de la tierra… Y cuando los enemigos se preparan para condenar por segunda vez a Jesucristo, ¿qué hacen sus discípulos, qué hacen los que se llaman cristianos? Duermen como los apóstoles, sus ojos están cargados de sueño…
Y mientras los enemigos combaten a Cristo en todos los órdenes de la actividad; mientras se le destierra del individuo, de la familia, de la sociedad, de la vida pública; mientras se descristianiza el hogar y la escuela donde se perfecciona la educación del hombre, mientras el enemigo nos ataca por todas partes, nosotros dormimos… nuestros ojos están cargados de sueño.

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Tres cosas son indispensables en la hora presente:
1ª) Vida sobrenatural. Sin ella toda obra es infecunda.
La vida del espíritu es el fundamento de la vida de acción; así como la vida de acción es un complemento de la vida del espíritu.
Lo primero es cumplir nuestros deberes de católicos sin miedo ni temores, despreciando el respeto humano y los juicios del mundo.
Desgraciadamente hay muchos católicos cobardes, víctimas del respeto humano, de ese Nerón del miedo que nos mata… Hay muchos que llevan una religión superficial, un catolicismo postizo que se les cae en la calle pública, que adoran a Dios en la penumbra del hogar y le niegan en la vida social. Almas murciélagos…, temen la luz y buscan las tinieblas… Hay muchos que, como Pilatos, entregan a Cristo por temor al César.
Es necesario llevar una vida integralmente cristiana, que se alimente con la recepción de los Sacramentos; una religión que guíe, que oriente la vida. Hoy es más necesaria que nunca la predicación del ejemplo.

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2ª) La segunda es la estrecha unión, que es la base, la condición indispensable de toda sociedad.
De nada sirve una aglomeración de individuos sin un vínculo que los una, sin un fin que los determine, sin una autoridad que los dirija. Serán fuerzas dispersas, pero no serán fuerzas sociales.
Esta unión la predica el Señor. Él unió las inteligencias y los corazones.
La condición de los tiempos que vivimos y la guerra enconada y satánica contra lo más caro que poseemos, nuestra fe cristiana, exigen y nos llaman a estrechar nuestras filas.
Nuestros enemigos se unen para combatirnos; nosotros debemos unirnos para organizar la defensa; nuestros enemigos, se unen para hacer triunfar sus doctrinas; nosotros debemos unirnos para conservar los restos de lo que hemos recibido, esa es la consigna dada en el Apocalipsis.
Unión, pues, de inteligencias por la misma fe; unión de corazones por el mismo amor; unión de actividades por el mismo ideal, que es el Reinado de Cristo.

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3ª) La tercera cosa necesaria es la cooperación efectiva en el combate de resistencia en la inhóspita trinchera.
Y ahí tenemos todas las obras en que se puede ejercitar nuestra actividad: obras de culto, religiosas, de educación, de prensa, de beneficencia, etc.
La guerra se hace cada día más enconada contra la Iglesia; como buenos hijos (por el Bautismo) y como bravos soldados (por la Confirmación) vamos a defenderla…
Iremos a combatir al hoyo de la inhóspita trinchera, siguiendo el ejemplo de nuestros esclarecidos capitanes, verdaderos héroes de la Cristiandad, enfrentándonos a una imposibilidad más palpable que nunca…, sosteniendo el combate hasta el final, esperando contra la esperanza misma.
Y entonces, ese ideal imposible, que todos los elegidos de todos los siglos han proseguido obstinadamente, se volverá por fin una realidad, con ocasión de la Segunda Venida de Cristo, en gloria y majestad…
Esta es la voluntad de Dios, la voluntad de la Iglesia, esto lo requieren los tiempos que vivimos.

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Hoy existe la sordera espiritual y la mudez en padres, en superiores, en maestros, que por comodidad, por negligencia o por cobardía no cumplen sus deberes con sus hijos, súbditos o discípulos; deberes de corrección, de dirección, de educación, etc.
Existe esa sordera y mudez en los católicos, por la ignorancia, afectada o no, por la transgresión de sus deberes, por el temor de cumplirlos, etc.
Como nunca, es necesario hablar, oír la voz de la Tradición de la Iglesia, que nos llama al combate para conservar las cosas que han quedado, las cuales son perecederas; lo cual quiere decir atenernos a la Tradición…
Robustecer lo que ha quedado, que de todas maneras ha de perecer…, estableciéndonos en el plano religioso…, luchando por Dios…, sabiendo que no llegaremos…
Despreciemos los vanos juicios del mundo y obremos siempre en conformidad a nuestros principios religiosos. Nuestra fe es la fe de los héroes de la virtud, de los Santos…, nuestros hermanos mayores…
De la Epístola del día: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué… Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí…

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