domingo, 27 de agosto de 2017

R.P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN LA PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO









Domingo XII después de Pentecostés
LA  PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO

R.P. Juan Carlos Ceriani

“Cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales después de despojarlo y de darle golpes, se fueron, dejándolo medio muerto. Por casualidad cierto sacerdote bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino. Del mismo modo, también un levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino. Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión, y acercándose, le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, y dijo: “Cuídalo, y todo lo demás que gastes, cuando yo regrese te lo pagaré.” ¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Y él dijo: El que tuvo misericordia de él. Y Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo. 
Lc. X, 23-37

En la parábola del Buen Samaritano no sabe uno qué admirar más: si el realismo dramático de la imagen parabólica; o la enseñanza moral, tan elevada como humana; o la destreza del divino Maestro en acorralar al presumido adversario; o la finísima ironía en hacerle responder a él mismo contra su voluntad; o, por fin, los reflejos divinos de gloria y misericordia que circundan la parábola y la historia, resplandores que irradian de un Corazón divinamente misericordioso y humanamente compasivo.
Todo el Evangelio de hoy no es otra cosa que la respuesta del Salvador a dos preguntas que le hiciera un escriba: Maestro, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna? y ¿Quién es mi prójimo?
Veamos con qué maestría responde Jesús a ellas.
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Estaba el Maestro hablando a sus discípulos, cuando interviene, algo intempestivamente, un escriba, proponiendo a Jesús una de las cuestiones que más preocupaban por entonces a aquellos escudriñadores de la Ley: Maestro, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna?
Extraña pregunta en uno que se gloriaba de conocer la Ley. Jesús, para hacerle ver su obcecación, en vez de responderle directamente, no hace sino señalarle con el dedo las anchas filacterias que llevaba el rabino, llenas todas de textos escriturarios, y hacerle leer en ellas la respuesta.
En la Ley —le dice—, ¿qué está escrito?, ¿qué lees?
El rabino, volviendo los ojos al punto señalado por Jesús, leyó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con todo tu entendimiento, y a tu prójimo como a ti mismo.
A respuesta tan clara y categórica, el Maestro no tuvo que añadir sino: Haz éso, y alcanzarás la vida eterna.
Mortificado el presumido rabino de que el joven galileo, con sólo un gesto, hubiese dado tan cabal respuesta a lo que él había propuesto como cuestión insoluble, dio media vuelta a la dificultad, y preguntó por segunda vez: ¿Y quién es mi prójimo?
A la primera pregunta respondió Jesús con sólo un gesto, a la segunda respondió, con no menor maestría, con una parábola, tan llena de astuta destreza para con aquel infeliz leguleyo, como de inefable suavidad para todo hombre de buen corazón.
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Ante todo, procuremos que no se nos pasen por alto los rasgos realistas y pintorescos de la parábola.
Dice el Señor que un hombre bajaba de Jerusalén, a Jericó. Así, en efecto, debía ser; pues distando las dos ciudades solamente unos 26 kilómetros, se baja yendo de una a otra unos mil metros, desde la altura de más de 700 metros en que está Jerusalén, a la profundidad de 250 metros bajo el nivel del Mediterráneo en que se halla Jericó.
Además, todo este camino, perdido entre montes salvajes y desiertos, lo mismo hoy en día que en tiempos del Salvador, estaba infestado de salteadores, que lo hacían extraordinariamente peligroso. Una parte de él, según el testimonio de San Jerónimo, se llamaba lugar de sangre.
Son también muy históricos otros tres rasgos: la medicina empleada en la primera cura del herido, la hospedería a donde fue llevado y el salario que se dio al hospedero.
La medicina fue la usada entonces universalmente, sobre todo en Oriente: el vino como desinfectarle, y el aceite como sedante.
La hospedería, que se hallaba entre Jerusalén y Jericó, era una caravanera a Khan: edificio rústico en forma de cuadrado, cercado de pórticos, adonde se acogían los viajeros, y solía estar a cargo de un hospedero.
El salario que a este se dio fue de dos denarios, que era el salario de dos jornales.
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Pero más que todos estos rasgos históricos es interesante la persona que escogió el Salvador para que sirviese de modelo al presumido escriba: era un samaritano.
Sabido es el odio, la abominación, con que miraban los judíos a los samaritanos, que ellos consideraban como inmundos y peores aún que los mismos paganos.
Es, pues, un aborrecido samaritano el que, con su misericordia conmovedora, va a ser el modelo viviente que prácticamente nos enseñe quién es nuestro prójimo, y cómo hay que amarle como a nosotros mismos.
Nuestro prójimo es cualquier hombre, por extraño que parezca, por enemigo nuestro que sea o haya sido; y a él, y a todos, hay que amarles con la sinceridad y la verdad, con el ardor y la diligencia, con que todos nos amamos a nosotros mismos.
Es aquí de notar la inversión de los términos que en su respuesta hace el Señor.
Preguntaba el escriba: ¿Quién es mi prójimo? Si el Señor hubiera contestado: Tu prójimo es todo hombre, aunque sea samaritano; ya así la lección hubiera parecido dura al escriba.
Mas no responde directamente quién es el prójimo, sino quién es el hombre que, con su proceder, nos señala quién es el prójimo, y juntamente cómo le ama como así mismo.
Y éste era un samaritano.
Está lección debió de mortificar sensiblemente al rabino; pero no tanto como la pregunta final que le dirigió el Salvador para que él mismo formulase la moraleja de la parábola: ¿Quién de los tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?
Puesto entre la espada y la pared, no atinaba el rabino qué responder.
Decir que no lo sabía, era imposible; confesar que era un samaritano inadmisible para él.
Para salir del paso, se limitó a contestar: El que hizo misericordia con él.
No necesitaba más el divino Maestro: Anda —le dijo— y haz tú lo mismo.
¡Lo mismo que un samaritano!
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Mas no es ésta la principal intención y la sagacidad de la parábola; hay otra más profunda, más punzante para el rabino, pero infinitamente más consoladora y provechosa para nosotros.
¿Quién es, en efecto, este piadoso Samaritano? Bien lo podía adivinar el rabino, como quien acaso, lo mismo que otros escribas y fariseos, había insultado a Jesús con el pretendido mote infamante de Samaritano, que ellos equiparaban al de endemoniado.
Sí; Jesús no rechazó el apelativo de Samaritano, sino que, más bien implícitamente, lo admitió.
A la verdad, Él, y sólo Él, es el piadoso Samaritano que, más que hallarnos, nos buscó en nuestro camino, dónde yacíamos despojados, heridos, medio muertos, a punto ya de caer en la muerte eterna.
Pasaron junto a nosotros la Ley y el Sacerdocio, la ciencia y el derecho; y nadie supo ni pudo remediar nuestra desgracia; casi nadie se compadeció siquiera de ella.
Mas descendió de la celeste Jerusalén un piadoso Samaritano, Jesucristo; y al vernos cómo estábamos, se le quebró de compasión el Corazón misericordiosísimo, y nos tendió la mano, y nos levantó, y nos curó, y nos sanó; y, libres de nuestros enemigos, nos puso en seguro y nos ofreció la vida eterna.
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Se comprende, entonces, en profundidad las palabras de Nuestro Señor que preceden la intervención del escriba:
Y volviéndose hacia sus discípulos en particular, dijo: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro: muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.”
El contexto inmediato a este pasaje contiene una de las páginas más delicadas y profundas del Evangelio; a través de ella se vislumbran los abismos de bondad del Corazón de Jesús. Dice así:
En aquella hora se estremeció de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mantenido estas cosas escondidas a los sabios y a los prudentes, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo a Ti. Por mi Padre me ha sido dado todo, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo.
Y volviéndose hacia sus discípulos en particular, dijo: ¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro: muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.
Digo que estos párrafos son de los más delicados y profundos del Evangelio…
Primero se destacan los apelativos con que trata Jesucristo a su Padre; los cuales revelan la reverencia y la santa efusión de su alma.
Luego, esas terribles palabras que deben infundir un santo temor: Porque escondiste estas cosas a los sabios y prudentes…; porque no has querido manifestar los misterios de la redención cristiana a quienes han recibido con indiferencia mi predicación, los sabios según la carne, los orgullosos, los sagaces y prudentes, según el mundo…
Es una revelación o sugerencia fortísima de la divinidad de Cristo.
Los sabios y los prudentes de que habla son los que poseen la habilidad de conducirse en los negocios de la vida.
Aquí se refiere claramente a los fariseos, “sabios”, y a los dirigentes judíos, “prudentes”.
A éstos ocultó el Padre el misterio del Reino, que reveló a los pequeños, a los que culturalmente podían no ser más que niños, y a los que se equiparaban a ellos por su simplicidad y por ser considerados en la antigüedad casi como sin valor.
Aquí se refiere a los Apóstoles y discípulos.
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Dicho esto, Jesús entró dentro de sí, y habló como en un monólogo, en que manifestó sus relaciones con el Padre: Mi padre puso en mis manos todas las cosas.
Es una afirmación del señorío y omnipotencia del Hijo de Dios: lo recibe todo del Padre por transmisión natural de su generación eterna.
Infinito en poder, lo es Jesús en sabiduría; sólo la inteligencia infinita del Padre puede comprenderle: Y nadie conoce al Hijo, sino el Padre; y a su vez, no hay inteligencia sino la suya que pueda comprender al Padre; ambos tienen la misma naturaleza: Ni conoce ninguno al Padre, sino el Hijo.
Pero Éste, con la misma voluntad con que lo quiere el Padre, puede adoctrinar sobre el Padre a quien quisiere, porque es el único mediador entre el Padre y los hombres.
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Este párrafo es, claramente, de importancia muy grande.
Primeramente, Nuestro Señor dice que el Padre le dio todas las cosas.
La segunda afirmación de Jesucristo, tan exclusiva y excepcional, manifiesta su filiación divina.
Este conocimiento del que aquí se trata debe ser algo profundísimo, ya que invoca el atributo divino de la sabiduría como el único que puede comprender este mutuo conocimiento de quién es el Padre y quién es el Hijo.
Este conocimiento es trascendente; es algo reservado al Padre y al Hijo. Por eso, si los hombres pueden llegar a poseerlo, será sólo debido a una revelación del Hijo, y esta revelación es la obra de Jesucristo.
Esta manifestación es, ciertamente, que Él es el Mesías; pero no sólo en lo que tiene de hecho ser el Mesías, sino que ha de ser en cuanto va revelando su verdadera naturaleza divina con palabras y obras.
Por eso, la última parte del versículo enseña que, si este conocimiento es absolutamente trascendental a los seres humanos, el Hijo Encarnado es el único que puede revelarlo.
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Entendamos, pues, que no podemos comprender nada de la historia de los hombres sin Nuestro Señor Jesucristo. Es absurdo pretender construir una historia de la humanidad sin Él.
Nuestro Señor se halla en el centro de la historia. Todo ha sido hecho por Él y para Él;  y la única felicidad de los hombres es la de unirse a Nuestro Señor Jesucristo y vivir de Dios, por medio de Nuestro Señor, ya que Él es Dios.
En relación con Nuestro Señor Jesucristo y con su divinidad se decide todo para los hombres y, como consecuencia, su vida eterna.
El que conoce a Cristo ya sabe bastante, aunque no supiese otra cosa. El que no conoce a Cristo, no sabe nada, aunque conozca todo lo demás.
Tenemos que repetir y meditar a menudo estas palabras.
A los sabios del mundo, que apenas conocen a Nuestro Señor y que no han estudiado lo que es Nuestro Señor, les cuesta mucho admitir esto. No pueden comprenderlo porque no tienen la fe. Es la fe la que nos enseña que todo se halla en Nuestro Señor Jesucristo.
¿Por qué todo se halla en Nuestro Señor Jesucristo? Porque Nuestro Señor es Dios.
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Este magnífico relato cobra mayor importancia y relieve en los días de apostasía que nos tocan vivir.
La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada, si no se apoya en la revelación de Jesucristo.
Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo.
Esta es la vida eterna, que te reconozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
A nadie, por lo tanto, le es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión.
La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: El que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre.
En Jesucristo, Hijo de Dios Encarnado, apareció la plenitud de la revelación divina: Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por medio de su Hijo.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños
Tratemos de alcanzar esta bienaventuranza…



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