domingo, 7 de enero de 2018

R.P. Leonardo Castellani: Sermón La Sagrada Familia




En aquel tiempo: Siendo Jesús de doce años cumplidos, subieron, según la costumbre de la fiesta a Jerusalén; mas a su regreso, cumplidos los días, se quedó el niño Jesús en la ciudad, sin que sus padres lo advirtiesen. Pensando que Él estaba en la caravana, hicieron una jornada de camino, y lo buscaron entre los parientes y conocidos. Como no lo hallaron, se volvieron a Jerusalén en su busca Y, al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos e interrogándolos; y todos los que lo oían, estaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo ( sus padres ) quedaron admirados y le dijo su madre: “Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo, te estábamos buscando con angustia”. Les respondió: “¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que conviene que Yo esté en lo de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron las palabras que les habló. Y bajó con ellos y volvió a Nazaret, y estaba sometido a ellos, su madre conservaba todas estas palabras ( repasándolas ) en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, como en estatura, y en favor ante Dios y ante los hombres. 
Lucas II, 42-52


El Evangelio de Jesucristo
R.P. Leonardo Castellani



Domingo Primero después de Epifanía. 

El evangelio de este Domingo (en –octava– Epifanía) relata la pérdida y hallazgo del Niño Jesús en el Templo. El relato es bien conocido: no siempre bien explicado.

Este evangelio tiene un misterio. No es mucho que a nosotros nos cueste entenderlo, ya que ni la Virgen María ni el Santo Carpintero lo entendieron, como dice el Evangelista, en aquel momento: “no entendieron aquella palabra”... Pero la Madre –como la llama San Lucas– tiene que haberlo entendido después de haberlo meditado; pues el Evangelista advierte aquí que “ella conservaba todas las Palabras en su corazón”, lo cual significa las meditaba.

El misterio se puede formular así, hablando simple y rápido: “¿Por qué diablos el Niño Jesús no pidió permiso a sus padres, o les avisó a menos, que se quedaba en el Templo de Jerusalén?”. ¡Bonito ejemplo de obediencia para los muchachos, darles un disgusto bárbaro a sus padres sin la menor necesidad!

Los predicadores en general dicen que la causa ha sido porque El debía afirmar su Mesianidad, ese día en que había ido por primera vez al Templo como hijo de la Ley; pues a los 12 años los judíos consideraban al hombre como adulto religiosamente, lo mismo que los romanos al dar al muchachito la toga pretexta–los pantalones largos, como si dijéramos–y como todos los pueblos del mundo, que tienen o han tenido una ceremonia para marcar el paso de la niñez a la adultez, la cual ceremonia corresponde a nuestra Confirmación: sacramento que por una corruptela se da entre los latinos demasiado temprano, que de suyo es el sacramento de la iniciación o de la adolescencia.

Los predicadores dicen pues que Cristo debía afirmar su misión religiosa, y mostrar que por virtud de ella estaba por encima de todos, incluso de sus padres, y no dependía de nadie, fuera del Padre Celestial: como en efecto lo hizo al responder a su madre: ''¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en las cosas de mi Padre debo yo estar?”, que fue la palabra que la Virgen no entendió, a pesar de tener más talento que la mayoría de los predicadores; o que todos, mejor dicho.

La dificultad subsiste entonces agravada, aun después de escuchar al mismísimo monseñor Fleurette (46). ¿Es creíble que la Virgen hubiera negado el permiso de quedarse a su Hijo, si éste le hubiese dicho antes y no después, que era servicio de su Padre? No es posible.

Y dado que no tenía que pedirle permiso, porque en efecto en su misión religiosa estaba por encima de ellos, ¿no debía haberle avisado por lo menos que se quedaba, por piedad filial; o aunque sea por caridad humana?

Esta dificultad que hay aquí, se multiplica en los Evangelios por varios otros pasajes en que Cristo parece tratar a su Madre con cierta dureza o despego. Los insensatos han deducido de estos pasajes varias consecuencias insensatas.

¿Por qué Cristo no avisó a su Madre que se quedaba en el templo y le dio un “gran dolor”, como ella atestigua, poniendo modestamente por delante a San José: “Tu padre y yo te buscamos [tres días] con gran dolor”?

Simplemente porque no pudo. Los sacerdotes le dieron la orden de quedarse y él se quedó, obedeció a la letra y a ciegas a la autoridad religiosa, que desde aquel día para él estaba por encima de todo. Cristo estaba ya en el estadio religioso, como dicen ahora los filósofos; y el estadio religioso de la vida interior está por encima del estadio ético, de modo que cuando el hombre pasa del estadio ético al estadio religioso, se produce a veces –o siempre quizás– una especie de suspensión momentánea de la moral, una especie de ruptura que choca a la moral común.

Por tanto, Cristo lejos de dar un ejemplo de inobediencia dio un ejemplo de obediencia; pero de obediencia religiosa o perfecta, como la de Abraham. Existe un “misterio de las virtudes perfectas” (San Alfonso Rodríguez) que no alcanza la moral común. Según la moral común, Abraham, el padre de los creyentes, fue un criminal.

Pero ¿acaso Cristo como Mesías no estaba también independiente y por encima de los sacerdotes hebreos? Ciertamente, y después lo mostró; pero eso no se había revelado todavía; aquel día empezó a revelarse: que él era el Mesías. No era fácil de revelar de golpe. Poco a poco lo fue El revelando.

–¿Así que a Cristo le mandaron los sacerdotes que se quedase allí con ellos?
–Sí.
–¿Cómo lo sabe usted?
–Yo lo sé por cinco razones.
–Pero eso no lo dice el Evangelio.
–No lo dice; pero el Evangelio dice que el Evangelio no dice todo cuanto Cristo dijo y obró en el mundo; porque –dice San Juan–”no cabrían en el mundo los libros...”. Directamente no lo dice el Evangelio; pero sí indirectamente a aquel que sepa leerlo.

Cristo es la Paradoja: es el Hombre-Dios, es decir, el Misterio Ambulante el Milagro Permanente, el Incomprensible vuelto Palabra. Cada una de sus palabras, tiene dos sentidos: uno humano y otro divino e inconmensurable; porque toda operación responde a la naturaleza –dice la filosofía– y en la persona de Cristo había dos naturalezas. El Evangelio está lleno de misterios; y lo raro sería que no lo estuviera. Las palabras de Cristo fueron a la vez sencillas y trascendentes, como si dijéramos, a la vez razonables y terriblemente irracionales; o por decir mejor, suprarracionales: trascendentes, ya está dicho. En ellas se encuentra escondida la más alta filosofía y la más alta poesía posible al hombre.

De manera que Cristo no predicó la desobediencia anárquica, como dice Renán; ni dio señales de locura, como blasfemó el doctor Binet-Sanglé, un médico francés idiota: sino que ejemplizó la obediencia perfecta.

El que se equivocó fiero también fui yo, que cuando chico me trepé a un ombú muy peligroso de Reconquista, y cuando mi madre me trajo una escala para bajar –porque no podía bajar de miedo– y me preguntó con qué permiso me había trepado, le dije: “–Dios me lo dijo: ¡mi Padre que está en los cielos!”; lo cual hubiese sido una idiotez mayor que la de Binet-Sanglé–pues Dios no me había dicho nada–sino hubiera sido inventada irnpromptu con el loable fin de evitar una paliza cruenta.

Si la religión no está por encima de la moral, y si la moral es la última instancia humana, entonces Abraham fue un asesino y Cristo un desobediente y un rebelde; y yo, a lo mejor, otro.

Pero la moral –la moral común– no es la última instancia humana; aunque nadie te dice que no sea muy buena y muy necesaria...



Notas

46. Cfr. Castellani Leonardo, Su Majestad Dulcinea, Buenos Aires 1956, passim.





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