miércoles, 13 de junio de 2018

Dom Gueranger: San Antonio de Padua, Confesor y Doctor de la Iglesia






"Año Litúrgico"
Dom Gueranger



SAN ANTONIO DE PADUA, CONFESOR
Y DOCTOR DE LA IGLESIA


El Canónico Regular

De los hijos de San Francisco de Asís, el más conocido, el más poderoso ante los hombres y ante Dios, es S. Antonio, cuya fiesta celebramos hoy.

Su vida fue corta: a los treinta y cinco años volaba al cielo. Pero este corto número de años no impidió al Señor preparar a su elegido para la alta misión que debía cumplir: tan verdad es que, en los hombres apostólicos, lo que importa a Dios, que debe hacer de ellos el instrumento de salvación de muchas almas, no es tanto el tiempo que podrían dedicar a las obras exteriores, cuanto su propia santificación y su abandono absoluto a los designios de la Providencia. Se diría que la Sabiduría eterna se complacía en destruir hasta los últimos momentos todos los planes de S. Antonio. De sus veinte años de vida religiosa, pasó diez con los canónigos regulares, adonde el divino llamamiento dirigió los pasos de su graciosa inocencia cuando contaba quince años. Allí su alma seráfica se eleva a las alturas, que la retienen para siempre, al parecer, en el secreto de la paz de Dios, cautivada por los esplendores de la Liturgia, el estudio de las Sagradas Escrituras y el silencio del claustro. 


El Fraile Menor

De pronto el Espíritu divino le invita al martirio: y le vemos abandonar su claustro amado y seguir a los Frailes Menores a playas en las cuales muchos han recibido ya la palma gloriosa. Pero el martirio que le espera, es el del amor; enfermo, reducido a la impotencia antes que su celo haya podido trabajar en el suelo africano, la obediencia le llama a España, y he aquí que una tempestad le arroja a las costas de Italia. Por entonces S. Francisco de Asís reunía por tercera vez, después de su fundación, a toda su admirable familia. Antonio apareció allí, tan humilde, tan modesto, que nadie se preocupó de él. El ministro de la provincia de Bolonia fue quien le recogió, y, no encontrando en él ninguna capacidad para el apostolado, le señaló como residencia la ermita del monte de S. Pablo. Su cargo fue el de ayudar al cocinero y barrer la casa. Durante este tiempo, los canónigos de S. Agustín lloraban a aquel que poco antes había sido la gloria de su orden por su nobleza, su ciencia y su santidad. 


El Predicador

Pero luego sonó la hora que la Providencia se había reservado para manifestar al mundo a su siervo Antonio. Una alocución que inopinadamente tuvo que dirigir a sus hermanos jóvenes, revela tan maravillosa elocuencia, que sus superiores, reconociendo su yerro, en seguida le hacen predicador. Los prodigios continuos, en el orden natural y de la gracia, aureolan los púlpitos en que predica el humilde fraile. En Roma, mereció el glorioso título de arca del Testamento. En Bolonia y en el norte de Italia convirtió a multitudes de herejes, y en la última cuaresma que predicó en Lombardía, introdujo profundas reformas sociales en favor de los pobres y desgraciados. En Padua, en Verona, le pidieron frecuentemente su intervención en los negocios temporales. Nos es imposible seguir en todos sus pasos su estela luminosa; pero no podemos olvidar que pertenece a Francia una gran parte de los años de su poderoso ministerio. 


San Antonio y Francia

San Francisco había deseado ardientemente evangelizar personalmente a Francia infestada en gran parte por la herejía; pero, al menos, envió a su hijo más querido, a su imagen viviente. Lo que había sido Santo Domingo en la primera cruzada contra los albigenses, lo fue Antonio en la segunda; y entonces fue cuando mereció el apelativo de martillo de la herejía. Desde la Provenza a Berry, todas las provincias se ven removidas por su ardiente palabra. Predica en Bourges, en Limoges y Arlés. Fue guardián en Lemousín. Fundó el convento de Brive, en el cual se muestran aún las grutas que habitó. De todas partes acudían las multitudes a oírle. En medio de sus triunfos y sus fatigas, el cielo fortalece con deliciosos favores su alma, que ha permanecido como la de un niño. En una casa solitaria del Limousín, el Niño Jesús, radiante con una admirable belleza, descendió un día a sus brazos, le prodigó sus caricias y le pidió las suyas. Un día de la Asunción, que estaba muy triste con ocasión de cierto pasaje del Oficio de aquella época, poco favorable a la subida de Nuestra Señora al cielo en cuerpo y alma, la Virgen fue a consolarle en su pobre celda, le aseguró la verdadera doctrina y le dejó extasiado por el encanto de su rostro y de su voz melodiosa. 


Los Objetos Perdidos

Se cuenta que en la ciudad de Montpellier, donde enseñaba teología a los Frailes, como desapareciese su Comentario a los Salmos, el mismo Satanás obligó al ladrón a devolver el libro cuya pérdida tanta pena causaba al santo. Muchos ven en este hecho el origen de la devoción que reconoce a S. Antonio como el patrón de los objetos perdidos: devoción que se apoya desde su origen en los milagros más resonantes y que se halla confirmada hasta nuestros días por gracias incontables. 


Vida

Antonio nació en Lisboa hacia 1195. Admitido a la edad de quince años en los Canónigos Regulares de San Vicente de Fora en esta misma ciudad, fue enviado dos años más tarde al Monasterio de Sta. Cruz de Coimbra para cursar sus estudios. En 1220, anhelando el martirio, entró en los Frailes Menores, que le mudaron su nombre de Fernando por el de Fray Antonio de Olivares. Aquel mismo año partió a Marruecos, pero, al cabo de algunas semanas, una enfermedad le forzó a reembarcar. Arrojado por una tempestad a Sicilia, tuvo que quedarse en Italia. En 1221, asistió al capítulo general, del cual le enviaron a la ermita de San Pablo cerca de Forli. Poco después comenzó su carrera de predicador en Italia del Norte y de 1223 a 1226 en Francia. Fijóse finalmente en Padua, donde murió el 13 de Junio de 1231. Al año siguiente le canonizó Gregorio IX; y, como las obras que nos dejó, manifiestan sus dones de teólogo, apologista, exégeta y moralista, Pío XII en 1946 le proclamó Doctor de la Iglesia. 


El Espíritu de Infancia

La sencillez de tu alma, glorioso S. Antonio, hizo de ti el dócil instrumento del Espíritu del amor. La infancia evangélica es el tema del primero de los discursos que dedica a tu alabanza el Doctor seráfico; la Sabiduría, que fue en ti el fruto de esta infancia bendita, forma el tema del segundo. Fuiste prudente, oh Antonio, porque desde tus primeros años procuraste alcanzar la Sabiduría eterna, y, no queriendo que se alejase de ti, tuviste gran cuidado de encerrar tu amor en el claustro, en presencia de Dios, para saborear sus delicias. No ambicionabas más que el silencio y la obscuridad en su divino trato; y, aún aquí en la tierra, tuvo ella sus delicias en adornarte con toda clase de resplandores. Iba ante ti; tú la seguías gozoso, únicamente por ella sola, sin saber que encontrarías todos los bienes con su compañía.  (Sap., VII) ¡Feliz infancia, a la cual ahora, como en tu tiempo, ha reservado Dios la Sabiduría y el amor! 


El Defensor de la Fe

Como recompensa a tu sumisión amorosa al Padre celestial, los pueblos te obedecieron, los tiranos más feroces temblaron a tu voz. (Sap., VIII, 14-15). Sólo la herejía se negó una vez a escuchar tu palabra, pero los peces salieron a tu defensa, pues, vinieron en masa, ante las miradas de toda una ciudad, a escuchar la palabra que no quisieron recibir los sectarios. Mas ¡ay!, el error, que no acudía a oír tu voz, no se contenta ahora con eso; quiere hablar solo. Cambiando de forma, renaciendo siempre, intrigando en todos los países por medio del comunismo ateo y la masonería, todo el mundo aspira ese veneno. Oh tú, que todos los días socorres a tus devotos en sus necesidades privadas, tú que tienes ahora en el cielo el mismo poder que tuviste sobre la tierra, socorre a la Iglesia, al pueblo de Dios y a la sociedad, más universal y profundamente perseguida que nunca. Oh Arca del Testamento, vuelve al estudio de la Sagrada Escritura a nuestra generación sin fe y sin amor; martillo de la herejía, hiere con esos golpes que regocijan a los ángeles y hacen temblar al infierno.






Sea todo a la mayor gloria de Dios.

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