CONSAGRADO A HONRAR EL
MISTERIO DE LA PURIFICACIÓN DE MARÍA
por R.P. Rodolfo Vergara
Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
La ley de Moisés obligaba a las madres a presentar a sus hijos al templo cuarenta días después de su nacimiento, y a purificarse ofreciendo a Dios una ofrenda. Por ningún titulo estaba obligada María a sujetarse a esta prescripción; porque ella era la pureza misma y porque el Hijo que iba a presentar no pertenecía al número de los pecadores, para los cuales había sido dictada la ley. Pero el Hijo y la Madre quisieron ocultar la grandeza de sus destinos y de su dignidad para dar ejemplo de obediencia a las prescripciones religiosas que reglan para los hijos y las madres de Israel. Como todas las mujeres del pueblo, ella se presenta al templo de Jerusalén acompañada de su esposo y llevando en sus brazos al hijo que había dado a luz por operación del Espíritu Santo. Y como pertenecía a la clase de los pobres, fue modesta su ofrenda y pequeña su oblación.
Pero un fin más alto la conducía al santuario del Señor. Iba a dar gracias a Dios por el incomparable beneficio de su fecundidad gloriosa. Si toda paternidad viene de Dios, la maternidad de María era la obra primorosa de su amor y de su misericordia, el principio de la felicidad del mundo y el testimonio más elocuente de la predilección que tenía por la que eligió por Madre del Verbo encarnado. Por lo mismo, ella debía a Dios beneficios más excelsos que todas las madres juntas y acciones más ardientes de gracias que las que le han enviado en todos los siglos todas las que han sido favorecidas con el don de la fecundidad.
¡Ah! ¡Cuáles serían en ese momento los ardores de la gratitud de María, que conocía en toda su magnitud la gracia de que había sido depositaria! Su corazón, abrazado en las llamas del amor y del reconocimiento, levantarla hasta el cielo, a manera de purísimo incienso, los más encendidos afectos que jamás se escaparan del corazón humano. Ella, que amó a Dios desde el primer momento de su existencia, ¿cuál estaría su corazón cuando, no sólo amaba a Dios como simple criatura y lo bendecía no solamente por los dones comunes que le había otorgado, sino que lo amaba como madre y lo bendecía por las excepcionales prerrogativas de que la acababa de colmar? No es la inteligencia humana capaz de comprender la intensidad de los afectos de amor y gratitud que brotarían en ese momento del pecho aman te y agradecido de María. Ellos excederían sin duda, a los de los más ardientes serafines.
He aquí lo que nos enseña María en el misterio que meditamos. Cumple a todos los hombres el deber ineludible de dar a Dios acciones incesantes de gracias por todos los beneficios, así generales como particulares, con que han sido favorecidos. Quien se muestre ingrato y olvidadizo con el Bienhechor soberano se ha ce indigno de sus favores. El primero de los deberes del beneficiado es el de la gratitud para con su benefactor. La naturaleza misma impone esta obligación y quien rehúse cumplirla contraria los sentimientos más naturales que abriga el corazón. La gratitud, como todos los sentimientos del alma, se manifiesta por medio de repetidos actos; y así como el amor se deja conocer por actos de amor, el agradecimiento debe mostrarse con acciones de gracias.
¡Ah! ¿Quién será aquel que en cada uno de los días de su vida no tenga un nuevo beneficio que agradecer a Dios? La conservación de la vida, el alimento que nos mantiene, el vestido que nos cubre, el techo que nos guarece, el sol que nos calienta, el aire que respiramos... todo es obra de su mano generosa. Las inspiraciones secretas, las mociones de la voluntad, los pensamientos saludables, los propósitos santos en orden a la reforma y perfeccionamiento de la vida, las advertencias caritativas, los buenos consejos y hasta lo que llamamos desgracias y contratiempos, son otros tantos beneficios que recibimos de su infinita liberalidad. Y si sus favores no cesan, ¿cómo podrán cesar nuestras acciones de gracias? ¿Cómo podremos, sin ser desagradecidos, pasar un día solo sin que levantemos a Dios un acento de ardiente gratitud? Ah! y si consideramos los beneficios genera les que ha dispensado Dios al mundo, en la creación, conservación, redención, institución de la Iglesia y llamamiento a la fe, el deber de la gratitud aparece todavía más estricto e imprescindible. Imitemos a María, cuya vida fue una continuada acción de gracias y cuyo corazón fue un incensario vivo que estuvo siempre perfumando el trono de Dios con los aromas del amor más puro y de la gratitud más ardiente.
EJEMPLO
María, Vaso de insigne devoción
San Bernardino de Sena, uno de los astros más resplandecientes de la orden de San Francisco, y de los más bellos ornamentos de su siglo, se distinguió desde la más tierna infancia por su acendrado amor a la Madre de Dios. Nacido el 8 de septiembre de 1380 día de la Natividad de la Santísima Virgen, todos los grandes actos de su vida se verificaron en este mismo día; su toma de habito, su profesión religiosa y su primera misa, augurio cierto de la predilección de esta bondadosa Madre.
Conociendo sus superiores los grandes talentos de este insigne hijo de María, no quisieron que esta antorcha quedara oculta entre las sombras del claustro, y lo enviaron a predicar a Milán y demás estados de Italia en un tiempo en que la corrupción de las costumbres se extendía como una lepra gangrenosa en el cuerpo social. La Santísima Virgen le concedió la gracia de que su lengua, que era tarda por defecto natural, adquiriera una expedición tan admirable que no hubo en su época quien lo aventajase en elocuencia. Innumerables fueron las conversiones que hacía su predicación: los pueblos cambiaban de faz, personas inveteradas en el vicio se volvían a Dios, y multitudes incontables eran arrastradas por la irresistible unción de su palabra. La devoción a María palpitaba en sus discursos y se comunicaba a sus oyentes como el calor de una llama. Decía que no predicaba con gusto cuando no le era posible hablar de María en sus sermones. Admirables son los que se conservan sobre la Santísima Virgen, y, en especial sobre su In maculada Concepción, pues no podía tolerar que se pusiese en duda que la Madre de Dios había sido concebida en gracia y exenta de toda mancha.
María pagó con retribución generosa el encendido amor de su fidelísimo hijo, pues ella sabe corresponder a los obsequios de que es objeto con inagotable generosidad.
Un día quiso dar un testimonio público de su amor por Bernardino, haciendo aparecer una estrella brillantísima sobre su cabeza en el momento en que predicaba en Aquila sobre las doce estrellas que coronan la frente de la gloriosa Reina de los Angeles. Este prodigio, que fue presenciado por un gran número de personas, aumentó la veneración que a. todos inspiraba la santidad de Bernardino. En la hora de su muerte tuvo la dicha de ver a María junto a su lecho mortuorio y espirar entre los brazos maternales de aquella por cuya gloria había trabajado con tanto afán. Ella recibió en su regazo el espíritu de su siervo y remontóse con él al cielo para que recibiera el premio que había merecido por su amor a Jesús y María.
Así es como la Santísima Virgen recompensa el amor de sus fieles hijos, y el celo de los que se consagran a extender su gloria y dilatar su culto.
Pero un fin más alto la conducía al santuario del Señor. Iba a dar gracias a Dios por el incomparable beneficio de su fecundidad gloriosa. Si toda paternidad viene de Dios, la maternidad de María era la obra primorosa de su amor y de su misericordia, el principio de la felicidad del mundo y el testimonio más elocuente de la predilección que tenía por la que eligió por Madre del Verbo encarnado. Por lo mismo, ella debía a Dios beneficios más excelsos que todas las madres juntas y acciones más ardientes de gracias que las que le han enviado en todos los siglos todas las que han sido favorecidas con el don de la fecundidad.
¡Ah! ¡Cuáles serían en ese momento los ardores de la gratitud de María, que conocía en toda su magnitud la gracia de que había sido depositaria! Su corazón, abrazado en las llamas del amor y del reconocimiento, levantarla hasta el cielo, a manera de purísimo incienso, los más encendidos afectos que jamás se escaparan del corazón humano. Ella, que amó a Dios desde el primer momento de su existencia, ¿cuál estaría su corazón cuando, no sólo amaba a Dios como simple criatura y lo bendecía no solamente por los dones comunes que le había otorgado, sino que lo amaba como madre y lo bendecía por las excepcionales prerrogativas de que la acababa de colmar? No es la inteligencia humana capaz de comprender la intensidad de los afectos de amor y gratitud que brotarían en ese momento del pecho aman te y agradecido de María. Ellos excederían sin duda, a los de los más ardientes serafines.
He aquí lo que nos enseña María en el misterio que meditamos. Cumple a todos los hombres el deber ineludible de dar a Dios acciones incesantes de gracias por todos los beneficios, así generales como particulares, con que han sido favorecidos. Quien se muestre ingrato y olvidadizo con el Bienhechor soberano se ha ce indigno de sus favores. El primero de los deberes del beneficiado es el de la gratitud para con su benefactor. La naturaleza misma impone esta obligación y quien rehúse cumplirla contraria los sentimientos más naturales que abriga el corazón. La gratitud, como todos los sentimientos del alma, se manifiesta por medio de repetidos actos; y así como el amor se deja conocer por actos de amor, el agradecimiento debe mostrarse con acciones de gracias.
¡Ah! ¿Quién será aquel que en cada uno de los días de su vida no tenga un nuevo beneficio que agradecer a Dios? La conservación de la vida, el alimento que nos mantiene, el vestido que nos cubre, el techo que nos guarece, el sol que nos calienta, el aire que respiramos... todo es obra de su mano generosa. Las inspiraciones secretas, las mociones de la voluntad, los pensamientos saludables, los propósitos santos en orden a la reforma y perfeccionamiento de la vida, las advertencias caritativas, los buenos consejos y hasta lo que llamamos desgracias y contratiempos, son otros tantos beneficios que recibimos de su infinita liberalidad. Y si sus favores no cesan, ¿cómo podrán cesar nuestras acciones de gracias? ¿Cómo podremos, sin ser desagradecidos, pasar un día solo sin que levantemos a Dios un acento de ardiente gratitud? Ah! y si consideramos los beneficios genera les que ha dispensado Dios al mundo, en la creación, conservación, redención, institución de la Iglesia y llamamiento a la fe, el deber de la gratitud aparece todavía más estricto e imprescindible. Imitemos a María, cuya vida fue una continuada acción de gracias y cuyo corazón fue un incensario vivo que estuvo siempre perfumando el trono de Dios con los aromas del amor más puro y de la gratitud más ardiente.
EJEMPLO
María, Vaso de insigne devoción
San Bernardino de Sena, uno de los astros más resplandecientes de la orden de San Francisco, y de los más bellos ornamentos de su siglo, se distinguió desde la más tierna infancia por su acendrado amor a la Madre de Dios. Nacido el 8 de septiembre de 1380 día de la Natividad de la Santísima Virgen, todos los grandes actos de su vida se verificaron en este mismo día; su toma de habito, su profesión religiosa y su primera misa, augurio cierto de la predilección de esta bondadosa Madre.
Conociendo sus superiores los grandes talentos de este insigne hijo de María, no quisieron que esta antorcha quedara oculta entre las sombras del claustro, y lo enviaron a predicar a Milán y demás estados de Italia en un tiempo en que la corrupción de las costumbres se extendía como una lepra gangrenosa en el cuerpo social. La Santísima Virgen le concedió la gracia de que su lengua, que era tarda por defecto natural, adquiriera una expedición tan admirable que no hubo en su época quien lo aventajase en elocuencia. Innumerables fueron las conversiones que hacía su predicación: los pueblos cambiaban de faz, personas inveteradas en el vicio se volvían a Dios, y multitudes incontables eran arrastradas por la irresistible unción de su palabra. La devoción a María palpitaba en sus discursos y se comunicaba a sus oyentes como el calor de una llama. Decía que no predicaba con gusto cuando no le era posible hablar de María en sus sermones. Admirables son los que se conservan sobre la Santísima Virgen, y, en especial sobre su In maculada Concepción, pues no podía tolerar que se pusiese en duda que la Madre de Dios había sido concebida en gracia y exenta de toda mancha.
María pagó con retribución generosa el encendido amor de su fidelísimo hijo, pues ella sabe corresponder a los obsequios de que es objeto con inagotable generosidad.
Un día quiso dar un testimonio público de su amor por Bernardino, haciendo aparecer una estrella brillantísima sobre su cabeza en el momento en que predicaba en Aquila sobre las doce estrellas que coronan la frente de la gloriosa Reina de los Angeles. Este prodigio, que fue presenciado por un gran número de personas, aumentó la veneración que a. todos inspiraba la santidad de Bernardino. En la hora de su muerte tuvo la dicha de ver a María junto a su lecho mortuorio y espirar entre los brazos maternales de aquella por cuya gloria había trabajado con tanto afán. Ella recibió en su regazo el espíritu de su siervo y remontóse con él al cielo para que recibiera el premio que había merecido por su amor a Jesús y María.
Así es como la Santísima Virgen recompensa el amor de sus fieles hijos, y el celo de los que se consagran a extender su gloria y dilatar su culto.
JACULATORIA
¡Astro esplendente del día!
Pues que eres de gracia llena,
No me olvides, Madre mía.
ORACIÓN
Al contemplaros ¡oh María! de rodillas y con el corazón inflamado de amor al pie de los altares de la casa del Señor, dando gracias por todos los beneficios que Dios ha otorgado al mundo por la mediación de Jesús, nosotros no podemos menos de avergonzarnos de ser tan desagradecidos e ingratos para con Dios. Caen sobre nosotros lluvias de bendiciones y no se arranca de nuestro corazón ni un suspiro de amor y gratitud para con el soberano Bien hechor. Transcurren unos tras otros los días de nuestra vida llenos de favores divinos; pero parece que nosotros lo ignoramos, porque la frialdad y la indiferencia son la respuesta que damos a la liberalidad inagotable de la Providencia. Enseñadnos ¡oh María! a ser gratos a los favores celestiales, Vos que no hicisteis en la tierra otra cosa que enviar al cielo los perfumes de vuestros amorosos y agradecidos afectos. Dad Vos por nosotros rendidas gracias a la Bondad divina y suplid con vuestros homenajes de gratitud lo que no puede hacer nuestra indolencia. Recibid Vos también la expresión de nuestro agradecimiento en los filiales obsequios que venimos diariamente a deponer a vuestras plantas. Que esas flores y esas guirnaldas con que decoramos vuestra imagen querida, lleven en sus aromas el perfume de nuestra gratitud. Recibid con nuestros homenajes el afecto con que los traemos a vuestros pies y sirvan ellos de emblema de amor y prenda de nuestra correspondencia a vuestras maternales finezas. Haced que todos los que nos reunimos aquí para cantar vuestras alabanzas, merezcamos los favores que Dios concede a las almas amantes y reconocidas, para que, comenzando en la tierra el himno de nuestra gratitud, podamos en el cielo unir nuestra voz a la de los coros angélicos que repiten sin cesar: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad! Amén.
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1. Rezar el Trisagio en homenaje
de agradecimiento por los beneficios que hemos recibido de Dios.
2. Ofrecer una Comunión, o si
esto no fuere posible, oír una Misa en sufragio del alma más devota
de María.
3. Hacer una visita al Santísimo
Sacramento para desagraviarlo de todas las injurias, desprecios y
olvidos de que es víctima en el adorable Sacramento del altar.
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