SOBRE LAS SIETE PALABRAS
PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ
“De septem Verbis a Christo in cruce prolatis.”
SAN ROBERTO BELARMINO
INTRODUCCIÓN
Obsérvenme, ahora, por cuarto año, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre cuál sería el tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Señor, junto con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz, como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está contenido todo lo que Nuestro Señor manifestó cuando dijo: «Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del Hombre» (1). Todo lo que los Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y las sublimes y admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Señor no podía ser más diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en los campos, en los desiertos, en las casas, más aún, predicaba incluso desde una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: «Y se pasó la noche en la oración de Dios» (2). Sus admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes, calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios (3). Aún así, fueron muchas las injurias que fueron acumuladas sobre Él, como respuesta al bien que había hecho. Consistían éstas no sólo en palabras insolentes, sino también en apedrearlo (4) y despeñarlo (5). En una palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica desde la Cruz fue tan poderosa que «toda la multitud se volvió golpeándose el pecho» (6), y no sólo los corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, «con poderoso clamor y lágrimas», siendo así «escuchado por su actitud reverente» (7). Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer sólo a su Pasión. Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando estando en la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza. Entonces no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de todos los signos.
Pues luego de estar muerto y enterrado, se levantó de entre los muertos por su propia fuerza, llamando a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces podremos decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los Profetas en relación al Hijo del Hombre.
Pero antes de empezar a escribir sobre las palabras que Nuestro Señor manifestó desde la Cruz, parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el Púlpito del Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del Combatiente, el taller del que obra maravillas. Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz estaba hecha de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban sujetas las manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la cruz, sobre el cual descansaban los pies del acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir su movimiento. Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión, como San Justino (8) y San Ireneo (9). Estos autores, más aún, indican claramente que cada pie descansaba en la tabla, y no que un pie estaba puesto encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a la Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las pinturas representan a Cristo, Nuestro Señor, clavado a la Cruz con un pie sobre el otro. Gregorio de Tours (10), claramente dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Librería Real en París algunos manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales contenían muchos grabados de Cristo Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos.
San Agustín (11) y San Gregorio de Niza (12) dicen que el madero vertical de la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San Pablo escribe: «que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (13). Eso es claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura en aquella parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal, y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Señor no soportó los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues Él había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como enseña San Agustín (14) por el testimonio del Apóstol: «Jesús de Nazaret, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por manos de los impíos» (15). Y así Cristo, desde el principio de su prédica, dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna» (16). Muchas veces habló a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (17).
Sólo Nuestro Señor sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte. Los santos Padres, sin embargo, han pensado en algunas razones místicas, y las han dejado para nosotros en sus escritos. San Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya referido, dice que las palabras «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» fueron escritas sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran, para darnos a entender que las dos naciones, Judíos y Gentiles, que hasta aquel tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo bajo una sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Niza, en su sermón sobre la Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue despojado por Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos brazos de la Cruz que se estiraban hacia el este y el oeste manifiestan la regeneración del mundo entero por la Sangre de Cristo. San Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San Agustín (18), en su Epístola a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra «Sobre la Consideración», enseñan que el misterio principal de la Cruz fue levemente tocado por el Apóstol en las palabras «cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (19). El significado primario de estas palabras apunta a los atributos de Dios, la altura significa su poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad, la longitud su eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en su Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aún, las virtudes que son necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la anchura la caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos que sólo la caridad, la reina de las virtudes, encuentra un sitio en cualquier lugar, en Dios, en Cristo, y en nosotros. De las otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras a Cristo, y otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el primer lugar a palabras de caridad.
Empezaremos por tanto explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra. Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la explicación de todas las demás palabras de Nuestro Señor, que fueron dichas alrededor de la hora nona (20), cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la mano.
LIBRO I
SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ
Capítulo I
Explicación literal de la primera Palabra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Cristo Jesús, el Verbo del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había dicho «Escuchadle» (21), quien había dicho de sí mismo «Porque uno solo es vuestro Maestro» (22), para realizar la tarea que había asumido, nunca dejó de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los brazos de la muerte, desde el púlpito de la Cruz, nos predicó pocas palabras, pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas, meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: «Y dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23). Plegaria que, aun siendo nueva y nunca antes escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta Isaías en estas palabras: «e intercedió por los transgresores» (24). Y las peticiones de Nuestro Señor en la Cruz prueban cuán verdaderamente habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: «la Caridad no busca su provecho» (25), pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor, tres fueron por el bien de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para Él como para nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás. Pensó en sí mismo al final.
De las tres primeras palabras que Él habló, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por la cual oró, entonces, es que la primera demanda de la caridad es socorrer a aquellos que están necesitados, y aquellos que estaban más necesitados de socorro espiritual eran sus enemigos, y lo que nosotros, discípulos de tan gran Maestro, necesitamos más es amar a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de obtener y que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos y parientes es fácil y natural, crece con los años y muchas veces predomina más de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista «Y dijo Jesús» (26): donde la palabra «y» manifiesta el tiempo y la ocasión de esta oración por sus enemigos, y pone en contraste las palabras del Sufriente y las palabras de los verdugos, sus obras y las obras de ellos, como si el Evangelista quisiera explicarse mejor de esta manera: estaban crucificando al Señor, y en su misma presencia estaban repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban y lo difamaban como embustero y mentiroso, mientras que Él, viendo lo que estaban haciendo, escuchando lo que estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores en sus manos y pies, devolvió bien por mal, y oró: «Padre, perdónalos».
Lo llama «Padre», no Dios o Señor, porque quiso que Él ejerciese la benignidad del Padre y no la severidad de un Juez, y como quiso Él evitar la cólera de Dios, que sabía provocada por los enormes crímenes, usa el tierno nombre de Padre. La palabra Padre parece contener en sí misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos mis tormentos, los he perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón a ellos. Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate también que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza. Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin embargo hijos tuyos.
«Perdona». Esta palabra contiene la petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus enemigos, hace a su Padre. La palabra «perdona» puede referirse tanto al castigo debido al crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo debido al crimen, fue entonces la oración escuchada: pues ya que este pecado de los judíos demandaba que su perpetradores sientan instantánea y merecidamente la ira de Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la aplicación de este castigo fue pospuesta por cuarenta años, período durante el cual, si el pueblo judío hubiese hecho penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad preservada, pero puesto que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos al ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus metrópolis, y parte de hambruna durante el sitio, y parte por la espada durante el saqueo de la ciudad, mató a una gran multitud de sus habitantes, mientras que los sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados por el mundo.
Todas estas desgracias fueron predichas por Nuestro Señor en las parábolas del viñador que contrató obreros para su viña, del rey que hizo una boda para su hijo, de la higuera estéril, y más claramente, cuando lloró por la ciudad el Domingo de Ramos. La oración de Nuestro Señor fue también escuchada si es que hacía referencia al crimen de los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la reforma de la vida. Hubieron algunos que «volvieron golpeándose el pecho» (27). Estuvo el centurión que dijo «verdaderamente éste era el Hijo de Dios» (28). Y hubo muchos que unas semanas después se convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando nos dice en los Hechos de los Apóstoles: «Y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna» (29).
«[Perdona]Los». Esta palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa de la Pasión de Nuestro Señor: a Pilato que pronunció la sentencia; a las personas que gritaron «crucifícalo, crucifícalo» (30); a los sumos sacerdotes y escribas que falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda su descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo. Y así, desde su Cruz, Nuestro Señor oró por el perdón de todos sus enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del Apóstol: «Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (31). Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo «Memento», si puedo así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la Misa que celebró en el altar de la Cruz. ¿Qué retribución, oh alma mía, harás al Señor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que seas? Nuestro amado Señor vio que tú también algún día estarías en las filas con sus enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo buscaste, Él oró por ti a su Padre, para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. ¿No te importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por servirle fielmente en todo? ¿No es justo que con tal ejemplo delante tuyo aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo, y esto deseo y tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha dado tan brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar tan grande obra.
Pues no saben lo que hacen. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente no podía excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud de la gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no quedó para Él más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el Apóstol observa: «pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (32). Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el Señor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo, que había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseña Santo Tomás, porque no podían -ni lo hicieron- negar que había obrado muchos de los milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato públicamente les había dicho: «No encuentro en este hombre culpa alguna» (33), e «Inocente soy de la sangre de este hombre justo» (34).
Pero aunque los judíos, tanto el pueblo como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era Señor de la Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de ignorancia si su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de San Juan: «Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se conviertan, ni yo los sane» (35). La ceguera no es excusa para un hombre ciego, porque es voluntaria, acompañando, no precediendo, el mal que hace. De la misma manera, aquellos que pecan en la malicia de sus corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo que no es sin embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo acompaña. Por lo que el Hombre Sabio dice: «Yerran los que obran iniquidad» (36). El filósofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los pecadores en general: «No saben lo que hacen». Pues nadie puede desear aquello que es malo en base a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el mal tanto como hacia el bien, sino sólo a lo que es bueno, y por esta razón aquellos que eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto les es presentado bajo apariencia de bien, y así puede entonces ser elegido. Esto es resultado del desasosiego de la parte inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz de distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así, el hombre que comete adulterio o es culpable de robo realiza estos crímenes porque mira sólo el placer o la ganancia que puede obtener, y no lo haría si sus pasiones no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de lo primero y la injusticia de lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a un hombre que desea lanzarse a un río desde un lugar elevado. Primero cierra sus ojos y luego se lanza de cabeza, así aquel que hace un acto de maldad odia la luz, y obra bajo una voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque es voluntaria. Pero si una voluntaria ignorancia no exculpa al pecador, ¿por qué entonces Nuestro Señor oró: «Perdónalos porque no saben lo que hacen»? A esto respondo que la interpretación más directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Señor es que fueron dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban completamente no sólo la Divinidad del Señor, sino incluso su inocencia, y simplemente realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por tanto, dijo en verdad el Señor: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Una vez más, si la oración de Nuestro Señor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros mismos, que no habíamos aún nacido, o a aquella multitud de pecadores que eran sus contemporáneos, pero que no tenían conocimiento de lo que estaba sucediendo en Jerusalén, entonces dijo con mucha verdad el Señor: «No saben lo que hacen». Finalmente, si Él se dirigió al Padre en nombre de todos los que estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre inocente, entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es tal que desea paliar lo más posible el pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede justificar una falta, puede sin embargo servir como excusa parcial, y el deicidio de los judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido la naturaleza de su Víctima. Aunque Nuestro Señor era consciente de que esto no era una excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó con insistencia, en realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente hacia el pecador, y con cuánto deseo hubiese Él usado una mejor defensa, incluso para Caifás y Pilato, si una mejor y más razonable apología se hubiese presentado.
Capítulo II
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Habiendo dado el significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: «Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento» (37). Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: «Padre, perdónalos». ¿Qué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.
Esto es lo que es cantado en el Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: «Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo» (38). Las grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración: «Padre, perdónalos». Y no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva entonces, y él oró: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (39). En fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad.
Pero de la consideración de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una cruz, y asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (40), como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en el Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente alimenta y cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y perdición.
Y para sobrepasar varias de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ¿«Pues amó Dios tanto al mundo que dio su único hijo»? (41). El mundo es el enemigo de Dios, pues «el mundo entero yace en poder del maligno» (42), como nos dice San Juan. Y «si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (43), como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: «Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» y «la amistad con el mundo es enemistad con Dios» (44). Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo, «Príncipe de la Paz» (45), para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz» (46). Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien por mal orando por sus perseguidores. Oró y «fue escuchado por su reverencia» (47). Dios esperó pacientemente qué progreso harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna» (48), sobrepasa todo conocimiento.
Capítulo III
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Si los hombres aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si Cristo perdonó y oró por sus verdugos, ¿qué razón puede ser alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro Creador, el Señor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, ¿por qué una creatura no podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando, que en el momento de su muerte oró por ellos con las palabras de Nuestro Señor, «Padre, perdónalos», y fue revelado que esta acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros.
Oh, si los cristianos aprendiesen cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y obtener notables grados de honor y gloria al ganar el señorío sobre las varias agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los pequeños y triviales insultos, ciertamente no serían tan duros de corazón y obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a la vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza, que es inválido.
Nadie puede hallar falta en un hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos enseña rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseña a tomar venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido.
Nadie nos impide tomar las precauciones necesarias para prepararnos para un ataque, pero la ley de Dios nos prohibe ser vengativos. El castigar una injusticia pertenece no al individuo privado, sino al magistrado público, y porque Dios es el Rey de reyes, por eso Él clama y dice: «Mía es la venganza, yo daré el pago merecido» (49).
En cuanto al argumento de que un animal es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al animal que es enemigo de su especie, respondo que esto es el resultado de ser animales irracionales, que no pueden distinguir entre la naturaleza y lo que es vicioso en la naturaleza. Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar una línea entre la naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es buena, y el vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma manera, cuando un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su enemigo y odiar el insulto, y debe más aún compadecerse de él que molestarse con él, así como un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro Señor, enseña cuando dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os odian, y rogad por los que os persiguen y calumnian» (50). Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y Fariseos que se sentaban en la silla de Moisés y enseñaban, pero no llevaban su enseñanza a la práctica. Cuando ascendió al púlpito de la Cruz, Él practicó lo que enseñó, al orar por los enemigos que amaba: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que en algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que son animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte inferior del alma, común tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el dominio de la razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a estos movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no se molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario, se compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a la paz y unidad.
Se objeta que esto es una prueba demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han de ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil, pues, como atestigua el Evangelista; «el yugo» de Cristo, que ha dado esta ley para la guía de sus seguidores, «es suave, y su carga ligera» (51); y sus «mandamientos no son pesados» (52), como afirma San Juan. Y si parecen difíciles y severos, parecen así por el poco o nada amor que tenemos por Dios, pues nada es difícil para aquel que ama, de acuerdo a lo dicho por el Apóstol: «la caridad es paciente, es servicial, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (53). Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección con la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues al Santo Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que lo habían vendido a la esclavitud. Y en la Sagrada Escritura leemos cómo David con mucha paciencia sobrellevó las persecuciones de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó su muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl, no lo mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban, imitó el ejemplo de Cristo al hacer esta oración mientras era apedreado a muerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (54). Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y San Pablo escribe de sí mismo y de sus compañeros apóstoles: «Nos insultan y bendecimos, nos persiguen y lo soportamos, nos difaman y respondemos con bondad» (55). En fin, muchos mártires e innumerables otros, luego del ejemplo de Cristo, no han encontrado ninguna dificultad en cumplir este mandamiento. Pero pueden haber algunos que continuaran argumentando: no niego que debemos perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré el tiempo que desee para hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la injusticia que me ha sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el primer arrebato de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas personas si durante este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen encontrados sin el traje de la caridad, y fuesen preguntados: «¿Cómo has entrado aquí sin traje de boda?» (56). No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro Señor pronuncia la sentencia sobre ellos: «Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (57). Actúa mejor con prudencia ahora, e imita la conducta de Cristo, quien oró a su Padre «Padre, perdónalos» en el momento cuando era objeto de sus burlas, cuando la sangre le chorreaba gota a gota de sus manos y pies, y su cuerpo entero era presa de dolorosas torturas. El es el verdadero y único Maestro, a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán guiados al error: a Él se refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada del cielo diciendo: «Escuchadle» (58). En Él están «todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» de Dios (59). Si pudieras preguntar la opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con seguridad haber seguido su consejo, pero «aquí hay algo más que Salomón» (60).
Aún sigo escuchando más objeciones. Si decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una bendición por una maldición, los malvados se harán insolentes, los canallas se harán más aplomados, los justo serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo sus pies. Este resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, «Una respuesta suave calma el furor» (61). Además, la paciencia de un hombre justo no pocas veces llena de admiración a su opresor, y lo persuade de ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que el Estado nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que los hombres honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en algunos casos la justicia humana es tardía, la Providencia de Dios, que nunca permite que un acto malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin recompensa, está continuamente observándonos, y está cuidando de una manera imprevista que las ocurrencias con las cuales los malvados creen que los aplastarán, conducirá a la exaltación y el honor de los virtuosos. Por lo menos así lo dice San León: «Has estado furioso, oh perseguidor de la Iglesia de Dios, has estado furioso con el mártir, y has aumentado su gloria al incrementar su dolor. Pues ¿qué ha ideado tu ingenuidad que se haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo instrumentos de su tortura han sido tomados en triunfo?». Lo mismo debe ser dicho de todos los mártires, así como los santos de la antigua ley. ¿Pues qué trajo más renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus hermanos? El haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que se convirtiera en señor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos.
Pero omitiendo estas consideraciones, pasaremos revista a los muchos y grandes inconveniencias que sufren aquellos hombres que, para escapar meramente de una sombra de deshonra frente a los hombres, están obstinadamente determinados a tomar su venganza sobre aquellos que les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte de tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado en todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: «no hagamos el mal para que venga el bien» (62). Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder obtener alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria recibe lo que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una injuria es culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin duda, la desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener que soportar la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre miserable, no necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo, lo hace tanto miserable y malvado. La injuria priva al hombre del bien temporal, un crimen lo priva tanto del bien temporal y eterno. Así, un hombre que remedia el mal de una injuria cometiendo un crimen es como un hombre que se corta una parte de sus pies para que le entren un par de zapatos más pequeños, lo cual sería un completo acto de locura. Nadie es culpable de tal insensatez en sus preocupaciones temporales, pero sin embargo hay algunos hombres tan ciegos a sus intereses reales que no temen ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a los ojos de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de Dios, y a menos que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrán que soportar la desgracia y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser ciudadanos del cielo. Añádase a esto que realizan un acto de lo más agradable para el diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede que el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su enemigo y lo mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por asesinato, y toda su propiedad es confiscada por el Estado, o por lo menos es forzado al exilio, y tanto él como su familia viven una miserable existencia. Así es como el diablo juega y se burla de aquellos que escogen aprisionarse con las ataduras del falso honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los Reyes, y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y más durable. Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el Señor de todo, nos ha enseñado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras.
Capítulo IV
Explicación literal de la segunda Palabra: «Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso»
La segunda palabra o la segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su lado. La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones habían sido crucificados junto con el Señor, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos, diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (63). De hecho, San Mateo y San Marcos acusan a ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que los dos Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se hace frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los Hebreos, dice de los Profetas: «cerraron la boca a los leones … apedreados …, aserrados …; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras» (64). Sin embargo hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo Profeta, Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a este punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, «Uno de los malhechores colgados le insultaba» (65). Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Señor, no hay razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro haya proclamado sus alabanzas.
Sin embargo, la opinión de los que mantienen que uno de los ladrones blasfemadores se convirtió por la oración del Señor, «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen», contradice manifiestamente la narración evangélica. Pues San Lucas dice que el ladrón recién empezó a blasfemar a Cristo luego de que Él hiciera esta oración; por ello nos vemos conducidos a adoptar la opinión de San Agustín y de San Ambrosio, que dicen que sólo uno de los ladrones lo vituperó, mientras el otro lo glorificó y defendió; y según esta narración el buen ladrón increpó al blasfemador: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (66). El ladrón fue feliz por su solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que empezaban a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al compañero de su maldad y a convertirlo a una vida mejor; y este es el sentido pleno de su increpación: «Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han aprendido aún a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una cruz. Se consideran libres y seguros y no tienen aprensión alguna del castigo. ¿Pero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus enormidades, no temes la justicia vengadora de Dios? ¿Por qué añades tú pecado a pecado?». Luego, procediendo de virtud a virtud, y ayudado por la creciente gracia de Dios, confiesa sus pecados y proclama que Cristo es inocente. «Y nosotros» dice, somos condenados «con razón» a la muerte de cruz, «porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (67). Finalmente, creciendo aún la luz de la gracia en su alma, añade: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (68). Fue admirable, pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen ladrón. El Apóstol Pedro negó a su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él estaba clavado en su Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (69). El ladrón pide con confianza, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después de su muerte.
¿Quién ha instruido al ladrón en misterios tan profundos? Llama Señor a ese hombre a quien percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no se figuró el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los judíos, sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en el cielo. ¿Quién ha sido su instructor en secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por cierto, a menos que sea el Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones. Cristo, luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (70). Pero el ladrón milagrosamente previó esto, y confesó que Cristo era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna semblanza de realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que Cristo, por medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que el Señor significa en la parábola: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse» (71). Nuestro Señor dijo estas palabras un tiempo corto antes de su Pasión para mostrarnos que mediante su muerte Él iría a un país lejano, es decir a otra vida; o en otras palabras, que Él iría al cielo que está muy alejado de la tierra, para recibir un reino grande y eterno, pero que Él volvería en el último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta vida, ya sea con premio o con castigo. Con respecto a este reino, por lo tanto, que Cristo recibiría inmediatamente después de su muerte, el ladrón dijo sabiamente: «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Pero puede preguntarse, ¿no era Cristo nuestro Señor Rey antes de su muerte? Sin lugar a dudas lo era, y por eso los Magos inquirían continuamente: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (72). Y Cristo mismo dijo a Pilato: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (73). Pero Él era Rey en este mundo como un viajero entre extraños, por eso no fue reconocido como Rey sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido por la mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él iría «a un país lejano, para recibir la investidura real». No dijo que Él la adquiriría por parte de otro, sino que la recibiría como Suya propia, y volvería, y el ladrón observó sabiamente, «cuando vengas con tu Reino». El reino de Cristo no es sinónimo en este pasaje de poder o soberanía real, porque lo ejerció desde el comienzo de acuerdo a estos versículos de los salmos: «Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo» (74). «Dominará de mar a mar, desde el Río hasta los confines de la tierra» (75). E Isaías dice, «Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro» (76). Y Jeremías, «Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (77). Y Zacarías, «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (78). Por eso en la parábola de la recepción del reino, Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen ladrón en su petición, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de la servidumbre y de la angustia de los asuntos temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo gozó desde el momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era Suya por derecho, no la gozó actualmente hasta después de su Resurrección. Pues mientras fue un forastero en este valle de lágrimas, estaba sometido a fatigas, a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la muerte. Pero como su Cuerpo siempre debió ser glorioso, por eso inmediatamente después de la muerte Él entró en el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos términos se refirió a ello después de su Resurrección: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Esta gloria que Él llama Suya propia, pues está en su poder hacer a otros partícipes de ella, y por esta razón Él es llamado el «Rey de la gloria» (79) y «Señor de la gloria» (80), y «Rey de Reyes» (81) y Él mismo dice a Sus Apóstoles, «yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros» (82). Él, en verdad, puede recibir gloria y un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el otro, y estamos invitados a entrar «en el gozo de tu señor» (83) y no en nuestro propio gozo. Este entonces es el reino del cual habló el buen ladrón cuando dijo, «Cuando vengas con tu Reino».
Pero no debemos pasar por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la respuesta de Cristo a la petición; «Señor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». En primer lugar lo llama Señor, para mostrar que se considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y reconoce que Cristo es su Redentor. Luego añade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza, amor, devoción, y humildad: «Acuérdate de mí». No dice: Acuérdate de mí si puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor, Señor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y compasión. No dice: Deseo, Señor, reinar contigo en tu reino, pues su humildad se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor especial, sino que reza simplemente: «Acuérdate de mí», como si dijera: Todo lo que deseo, Señor, es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu bondad y amor. Es claro por las palabras conclusivas de su oración, «Cuando vengas con tu Reino», que no busca nada perecible y vano, sino que aspira a algo eterno y sublime.
Daremos oído ahora a la respuesta de Cristo: «Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». La palabra «Amén» era usada por Cristo cada vez que quería hacer un anuncio solemne y serio a Sus seguidores. San Agustín no ha dudado en afirmar que esta palabra era, en boca de nuestro Señor, una suerte de juramento. No podía por cierto ser un juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: «Pues yo digo que no juréis en modo alguno… Sea vuestro lenguaje: “Sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (84). No podemos, por lo tanto, concluir que nuestro Señor realizara un juramento cada vez que usó la palabra Amén. Amén era un término frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo precedía sus afirmaciones con Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San Agustín de que la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de juramento, es perfectamente justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente: en verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que dice, y en consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un juramento. Con gran razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: «Amén, yo te aseguro», esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin hacer un juramento; pues el ladrón podría haberse negado por tres razones a dar crédito a la promesa de Cristo si Él no la hubiera aseverado solemnemente. En primer lugar, pudiera haberse negado a creer por razón de su indignidad de ser el receptor de un premio tan grande, de un favor tan alto. ¿Pues quién habría podido imaginar que el ladrón sería transferido de pronto de una cruz a un reino? En segundo lugar podría haberse negado a creer por razón de la persona que hizo la promesa, viendo que Él estaba en ese momento reducido al extremo de la pobreza, debilidad e infortunio, y el ladrón podría por ello haberse argumentado: Si este hombre no puede durante su vida hacer un favor a Sus amigos, ¿cómo va a ser capaz de asistirlos después de su muerte? Por último, podría haberse negado a creer por razón de la promesa misma. Cristo prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos interpretaban la palabra Paraíso en referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre la usaban en el sentido de un Paraíso terrestre. Si nuestro Señor hubiera querido decir: Este día tú estarás conmigo en un lugar de reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón podría haberle creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por eso precedió su promesa con esta garantía: «Amén, yo te aseguro».
«Hoy». No dice: Te pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio. Ni dice: Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos años de sufrir en el Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o días, sino este mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del patíbulo de la cruz a las delicias del Paraíso. Maravillosa es la liberalidad de Cristo, maravillosa también es la buena fortuna del pecador. San Agustín, en su trabajo sobre el Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado un mártir, y que su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compañía de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por el nombre de Cristo. Si nuestro Señor no hubiera hecho otra promesa que: «Hoy estarás conmigo», esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el ladrón, pues San Agustín escribe: «¿Dónde puede haber algo malo con Él, y sin Él dónde puede haber algo bueno?». En verdad Cristo no hizo una promesa trivial a los que lo siguen cuando dijo: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (85). Al ladrón, sin embargo, le prometió no sólo su compañía, sino también el Paraíso.
Aunque algunas personas han discutido acerca del sentido de la palabra Paraíso en este texto, no parece haber fundamento para la discusión. Pues es seguro, porque es un artículo de fe, que en el mismo día de su muerte el Cuerpo de Cristo fue colocado en el sepulcro, y su Alma descendió al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra Paraíso, ya sea que hablemos del Paraíso celeste o terrestre, no se puede aplicar ni al sepulcro ni al Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues era un lugar muy triste, la primera morada de los cadáveres, y Cristo fue el único enterrado en el sepulcro: el ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las palabras, «estarás conmigo» no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado meramente del sepulcro. Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo. Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal habían flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el Paraíso celestial habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares de los bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la perspectiva de ver a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero se mantenían como cautivos en prisión. Y en este sentido el Apóstol, explicando a los profetas, dice: «Subiendo a la altura, llevó cautivos» (86). Y Zacarías dice: «En cuanto a ti, por la sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa en la que no hay agua» (87), donde las palabras «tus cautivos» y «la fosa en la que no hay agua» apuntan evidentemente no a lo delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso, en la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta es verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino uno espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», el Señor no replicó «hoy estarás conmigo» en Mi reino, sino «Estarás conmigo en el Paraíso», porque en ese día Cristo no entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección, cuando su Cuerpo se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era pasible de servidumbre o sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como compañero suyo en su reino hasta la resurrección de todos los hombres en el último día. Sin embargo, con gran verdad y propiedad, le dijo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del buen ladrón como a las almas de los santos en el Limbo esa gloria de la visión de Dios que Él había recibido en su concepción; pues ésta es verdadera gloria y felicidad esencial; éste es el gozo supremo del Paraíso celeste. Debe admirarse también mucho la elección de las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión. No dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: «hoy estarás conmigo en el Paraíso», como si quisiera explicarse más extensamente, de la siguiente manera: Este día tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no estás conmigo en el Paraíso en el cual estoy con respecto a la parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso hoy, tú estarás conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino abrazado en el seno del Paraíso.
Capítulo V
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Podemos recoger algunos frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde la Cruz. El primer fruto es la consideración de la inmensa misericordia y liberalidad de Cristo, y qué cosa buena y útil es servirlo. Los muchos dolores que Él estaba sufriendo podrían haber sido alegados como excusa por nuestro Señor para no escuchar la petición del ladrón, pero en su caridad prefirió olvidar Sus propios graves dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador penitente. Este mismo Señor no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose, su caridad le prohibió permanecer en silencio. Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno. ¿Pero qué hemos de decir de su liberalidad? Aquellos que sirven a amos temporales obtienen con frecuencia una magra recompensa por muchas labores. Incluso en este día vemos a no pocos que han gastado los mejores años de su vida al servicio de príncipes, y se retiran a edad avanzada con un magro salario. Pero Cristo es un Príncipe verdaderamente liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio alguno de manos del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo cordial de asistirlo, y ¡contemplad con qué gran premio le devuelve! En este mismo día todos los pecados que había cometido durante su vida son perdonados; es puesto al mismo nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. «Hoy», dice, «estarás conmigo en el Paraíso». Y lo que Dios dice, lo hace. Tampoco difiere esta recompensa a algún día distante, sino que en este mismo día derrama en su seno «una medida buena, apretada, remecida, rebosante» (88).
El ladrón no es el único que ha experimentado la liberalidad de Cristo. Los apóstoles, que dejaron o bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o bien un hogar para servir a Cristo, fueron hechos por Él «príncipes sobre toda la tierra» (89) y los diablos, serpientes, y toda clase de enfermedades les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: «Tuve hambre, y me disteis de comer… estaba desnudo, y me vestisteis» (90), recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino eterno. En fin, para no detenernos en muchas otras promesas de recompensas, ¿podría hombre alguno creer la casi increíble liberalidad de Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo Quien prometió que «todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» (91)? San Jerónimo y los otros santos Doctores interpretan el texto arriba citado de esta manera. Si un hombre, por el amor de Cristo, abandona cualquier cosa en esta vida presente, recibirá una recompensa doble, junto con una vida de valor incomparablemente mayor que la pequeñez que ha dejado por Cristo. En primer lugar, recibirá un gozo espiritual o un don espiritual en esta vida, cien veces más precioso que la cosa temporal que despreció por Cristo; y un hombre espiritual escogería más bien mantener este don que cambiarlo por cien casas o campos, u otras cosas semejantes. En segundo lugar, como si Dios Todopoderoso considerase esta recompensa como de pequeño o ningún valor, el feliz mercader que negocia bienes terrenos por celestiales recibirá en el próximo mundo la vida eterna, en la cual palabra está contenido un océano de todo lo bueno.
Tal, pues, es la manera en que Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad a aquellos que se dan a su servicio sin reservas. ¿No son acaso necios aquellos hombres que, dejando de lado la bandera de Monarca como este, desean hacerse esclavos de Mamón, de la gula, de la lujuria? Pero aquellos que no saben qué cosas Cristo considera ser verdaderas riquezas, podrían decir que estas promesas son meras palabras, pues muchas veces hallamos que Sus amigos queridos son pobres, escuálidos, abyectos y sufridos, y por el otro lado, nunca vemos esta recompensa centuplicada que se proclama como tan verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá el ciento por uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con los cuales pueda verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido que engendra una pura conciencia y un verdadero amor de Dios. Aduciré, sin embargo, un ejemplo para mostrar que incluso un hombre carnal puede apreciar los deleites espirituales y las riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos acerca de los hombres ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto hombre noble y rico, llamado Arnulfo, dejó toda su fortuna y se convirtió en monje Cisterciense, bajo la autoridad de San Bernardo. Dios probó la virtud de este hombre mediante los amargos dolores de muchos tipos de sufrimientos, particularmente hacia el final de su vida; y en una ocasión, cuando estaba sufriendo más agudamente que de costumbre, clamó con voz fuerte: «Todo lo que has dicho, Oh Señor Jesús, es verdad». Al preguntarle los que estaban presentes, cuál era la razón de su exclamación, replicó:
«El Señor, en su Evangelio, dice que aquellos que dejan sus riquezas y todas las cosas por Él, recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la vida eterna. Yo entiendo largamente la fuerza y gravedad de esta promesa, y yo reconozco que ahora estoy recibiendo el ciento por uno por todo lo que dejé. Verdaderamente, la gran amargura de este dolor me es tan placentera por la esperanza de la Divina misericordia que se me extenderá a causa de mis sufrimientos, que no consentiría ser liberado de mis dolores por cien veces el valor de la materia mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la alegría espiritual que se centra en la esperanza de lo que vendrá, sobrepasa cien veces toda la alegría mundana, que brota del presente». El lector, al ponderar estas palabras, podrá juzgar qué tan grande estima ha de tenerse por la virtud venida del cielo de la esperanza cierta de la felicidad eterna.
Capítulo VI
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
El conocimiento del poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el segundo fruto a ser recogido de la consideración de la segunda palabra, y este conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia fuerza. Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su compañero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al ladrón que lo acompañaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus disposiciones fueron tan perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente después de la muerte ingresó en el gozo de su Señor. Por esta circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues el ladrón que entró en la viña del Señor casi a la hora duodécima recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos, ni por la admonición y ejemplo de su compañero, ni por la inusual oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido.
Pero puede preguntarse, ¿por qué Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado al otro? Contestó que a ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió, fue convertido por la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad. Todavía podría argüirse, ¿por qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz que capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede haber injusticia en Dios (92), como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios de Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de este ejemplo a no posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la muerte, es una lección que nos concierne de forma más inmediata. Pues si uno de los ladrones cooperó con la gracia de Dios en el último momento, el otro la rechazó, y encontró su perdición definitiva. Y todo lector de historia, u observador de lo que sucede alrededor, no puede sino saber que la regla es que los hombres terminen una vida perversa con una muerte miserable, mientras que es una excepción que el pecador muera de manera feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia que aquellos que viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable, sino que muchas personas buenas y piadosas entran, después de su muerte, en posesión de los gozos eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas personas que, en un asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el tormento eterno, osan permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un día, viendo que pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y que después de la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en el infierno ya no hay redención.
Capítulo VII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la segunda Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Se puede extraer un tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Señor, advirtiendo el hecho de que hubieron tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales, a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del Señor, y la cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de estas palabras de nuestro Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (93), y de nuevo, «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (94), que es precisamente la doctrina del Apóstol: «Todos los que quieran vivir piadosamente», dice, «en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones» (95). Los Padres Griegos y Latinos dan su entera adhesión a esta enseñanza, y para no ser polijo haré sólo dos citas. San Agustín en su comentario a los salmos escribe: «Esta vida corta es una tribulación: si no es una tribulación no es un viaje: pero si es un viaje o bien no amas el país hacia el cual estás viajando, o bien sin duda estarás en tribulación». Y en otro lugar: «Si dices que no has sufrido nada aún, entonces no has empezado a ser Cristiano». San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice: «La tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un Cristiano». Y de nuevo: «No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado la prueba de la tribulación». En verdad esta doctrina puede ser demostrada por la razón. Las cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de la otra sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se consuma, o el fuego se extinga. «Frente al mal está el bien», dice el Eclesiástico, «frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador» (96). Los hombres justos se comparan al fuego. su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos, moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados. ¿Es pues, por lo tanto, extraño que los hombres malos persigan a las almas justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizaña crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es hombres derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia; de esto necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos por los malos y los impíos.
Los perversos también tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean perseguidos por los buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores, por sus propios vicios, e incluso por sus conciencias perversas. El sabio Salomón, que ciertamente hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad fuera posible aquí, reconoció que tenía una Cruz que cargar cuando dijo:
«Consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos» (97). Y el escritor del Libro del Eclesiástico, que era también un hombre muy prudente, pronuncia esta sentencia general: «Grandes trabajos han sido creados para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán» (98). San Agustín en su comentario a los Salmos dice que «la mayor de las tribulaciones es una conciencia culpable». San Juan Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo los perversos deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la pobreza; si están postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice que todo hombre desde el momento de su nacimiento está destinado a cargar una cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que derrama todo infante. «Cada uno de nosotros», escribe, «en su nacimiento, en su misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que está ingresando».
Siendo las cosas así no puede haber duda de que hay una cruz guardada para el bueno así como para el malo, y sólo me resta probar que la cruz de un santo dura poco tiempo, es ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es eterna, pesada y estéril. En primer lugar no puede haber duda en el hecho de que un santo sufre sólo por un breve periodo, pues no puede tener que soportar nada cuando esta vida haya pasado. «Desde ahora, sí -dice el Espíritu-» a las almas justas que parten, «que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (99). «Y [Dios] enjugará toda lágrima de sus ojos» (100). Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida presente es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: «Están contados ya sus días» (101) y «El hombre, nacido de mujer, corto de días» (102) y «¿Qué será de vuestra vida? … ¡Sois vapor que aparece un momento y después desaparece!» (103). El Apóstol, sin embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta su edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: «En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (104), pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y los compara a un momento indivisible, aunque se hayan extendido por un periodo de más de treinta años. Y sus sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento, desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el último extremo (105). ¿Qué tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como realmente son? ¿Y qué dirías tú, amable lector, si insisto en que la cruz es no sólo ligera, sino incluso dulce y agradable por razón de las superabundantes consolaciones del Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que puede ser llamado cruz: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (106); y en otro lugar dice: «Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (107). Y el Apóstol escribe: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (108). En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo es no sólo ligera y temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando escuchamos a nuestro Señor decir: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (109), a San Pablo exclamando que «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (110), y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si «participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria» (111).
Por otro lado no es necesaria una demostración para mostrar que la cruz de los perversos es eterna en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con certeza que la muerte del mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo fue la muerte del buen ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado está morando en el infierno, y morará allí para siempre, porque el «gusano» del perverso «no morirá, su fuego no se apagará» (112). Y la cruz del glotón rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que son muy aptamente comparadas por el Señor a espinas que no pueden ser manipuladas o guardadas con impunidad, no cesa con esta vida como cesó la cruz del pobre Lázaro, sino que lo acompaña al infierno, donde incesantemente arde y lo atormenta, y lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su lengua ardiente: «porque estoy atormentado en esta llama» (113). Por eso la cruz de los perversos es eterna en su duración, y los lamentos de aquellos de quienes leemos en el libro de la Sabiduría, dan testimonio de que es pesada y ardua: «Nos hartamos de andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos intransitables» (114). ¡Qué! ¿No son senderos difíciles de andar la ambición, la avaricia, la lujuria? ¿No son senderos difíciles de andar los acompañantes de estos vicios: ira, contiendas, envidia? No son senderos difíciles de andar los pecados que brotan de estos acompañantes: traición, disputas, afrentas, heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no es poco frecuente que obliguen a los hombres a suicidarse en desesperación, y, buscando por medio de ello evitar una cruz, preparar para sí mismos una mucho más pesada.
¿Y qué ventaja o fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz de traerles una ventaja que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos higos. El yugo del Señor trae la paz, según Sus propias palabras: «Tomad sobre vosotros mi yugo … y hallaréis descanso para vuestras almas» (115). ¿Puede el yugo del demonio, que es diametralmente opuesto al de Cristo, traer otra cosa que preocupación y ansiedad? Y esto es de mayor importancia aún: que mientras la Cruz de Cristo es el paso a la felicidad eterna, «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (116), la cruz del demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la sentencia pronunciada sobre los perversos: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles» (117). Si hubiera hombres sabios que están crucificados en Cristo, no buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón buscó tontamente, sino que permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen ladrón, y pedirán perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y así sufriendo sólo con Él, reinarán también con Él, de acuerdo a las palabras del Apóstol: «Sufrimos con Él, para ser también con él glorificados» (118). Si, sin embargo, hubieran sabios entre aquellos que son oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de sacársela de encima de una vez, y si tienen algún sentido cambiarán las cinco yugadas (119) de bueyes por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere a los trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus cinco sentidos; y cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de pecar, trueca las cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo. Feliz es el alma que sabe cómo crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias, y distribuye las limosnas que pudieran haberse gastado en gratificar sus pasiones, y pasa en oración y en lectura espiritual, en pedir la gracia de Dios y el patrocinio de la Corte Celestial, las horas que podrían perderse en banquetear y en satisfacer la ambición incansable de hacerse amigo de los poderosos. De esta manera la cruz del mal ladrón, que es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada por la Cruz de Cristo, que es ligera y fecunda.
Leemos en San Agustín cómo un soldado distinguido discutía con uno de sus compañeros acerca de tomar la cruz. «Díganme, les pido, a qué meta nos han de conducir todos los trabajos que emprendemos? ¿Qué objeto nos presentamos a nosotros mismos? ¿Por quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición es hacernos amigos del Emperador; ¿y no está acaso el camino que nos conduce a su honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no estamos colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? ¿Y por cuántos años tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo volverme amigo de Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento». Así argumentaba que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaría más sabiamente si emprendiera menores y más leves trabajos para asegurarse la amistad de Dios. Ambos soldados tomaron su decisión en el momento; ambos dejaron el ejército en orden a servir en serio a su Creador, y lo que incrementó su alegría al tomar este primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto de casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios.
Capítulo VIII
Explicación literal de la tercera Palabra: «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre»
La última de las tres palabras, que tienen una referencia especial a la caridad por el prójimo, es: «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre» (120). Pero antes que expliquemos el significado de esta palabra, debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del Evangelio de San Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (121). Dos de las tres Marías que estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, María, la Madre de nuestro Señor, y María Magdalena. Acerca de María, la mujer de Clopás, hay alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo tres hijas, esto es, María, la Madre de Cristo, la mujer de Clopás, y María Salomé. Pero esta opinión está casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no podemos suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aún, sabemos que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra Bienaventurada Señora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona otra María Salomé en los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que «María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle» (122), la palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir María, la madre de Salomé, como justo antes había dicho María, la madre de Santiago, sino que está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de la versión Griega, donde la palabra está escrita Salw¯mh. Más aún, esta María Salomé era la esposa de Zebedeo (123), y la madre de los Apóstoles Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos Evangelistas, San Mateo y San Marcos (124), así como María, la madre de Santiago era la esposa de Clopás, y la madre de Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la verdadera interpretación es esta: que María, la mujer de Clopás, era llamada hermana de la Bienaventurada Virgen porque Clopás era el hermano de San José, el Esposo de la Bienaventurada Virgen, y las esposas de dos hermanos tienen el derecho de llamarse y ser llamadas hermanas. Por la misma razón Santiago el menor es llamado el hermano de nuestro Señor, aunque sólo era su primo, pues era el hijo de Clopás, quien, como hemos dicho, era el hermano de San José. Eusebio nos brinda este relato en su historia eclesiástica, y cita, como autoridad digna de fe, a Hegesipo, un contemporáneo de los Apóstoles. También tenemos a favor de la misma interpretación la autoridad de San Jerónimo, como podemos deducir de su trabajo contra Helvidio.
También hay un aparente desacuerdo en las narrativas evangélicas, en el que será bueno detenernos brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres estaban de pie cerca de la Cruz del Señor, mientras que tanto San Marcos (125) como San Lucas (126) dicen que estaban distantes. San Agustín en su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace armonizar estos tres textos de la siguiente manera. Estas santas mujeres pueden haber dicho que estaban al mismo tiempo distantes de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban distantes de la Cruz en referencia a los soldados y ejecutores, que estaban en una proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban suficientemente cerca de la Cruz para escuchar las palabras del Señor, que la multitud de espectadores, que estaban a mayor distancia, no podían escuchar. También podemos explicar los textos de la siguiente manera. Durante el momento mismo en que el Señor fue clavado a la Cruz, la concurrencia de soldados y gente mantuvo a las santas mujeres a la distancia, pero apenas la Cruz fue fijada en tierra, muchos de los Judíos volvieron a la ciudad, y entonces las tres mujeres y San Juan se acercaron más. Esta explicación elimina la dificultad acerca de la razón por la cual la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí mismos las palabras, «Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre», cuando habían tantos otros presentes, y Cristo no se dirigió ni a su Madre ni a su discípulo por su nombre. La verdadera respuesta a esta objeción es que las tres mujeres y San Juan estaban parados tan cerca de la Cruz como para permitir al Señor designar mediante Sus miradas las personas a las que Se estaba dirigiendo. Además, las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos personales, y no a extraños. Y entre Sus amigos personales que estaban allí no había ningún otro hombre a quien pudiera decir, «Ahí tienes a tu madre», a excepción de San Juan, y no había ninguna otra mujer que quedara sin hijos por su muerte, a excepción de su Madre Virgen. Por lo cual Él dijo a su Madre: «Ahí tienes a tu hijo», y a su discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Este es pues el sentido literal de estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar de este mundo al seno de Mi Padre Celestial, y pues tengo plena conciencia de que Tú, Mi Madre, no tienes ni parientes, ni marido, ni hermanos, ni hermanas, en orden a no dejarte totalmente desprovista de auxilio humano, Te encomiendo al cuidado de Mi muy amado discípulo Juan: él actuará contigo como un hijo, y Tú actuarás con él como una Madre. Y este consejo o mandato de Cristo, que lo mostró tan preocupado por los otros, fue bienvenido igualmente por ambas partes, y de ambos podemos creer que habrán inclinado sus cabezas como muestra de su aquiescencia, pues San Juan dice de sí mismo: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa», esto es, San Juan inmediatamente obedeció a nuestro Señor, y consideró a la Bienaventurada Virgen, junto con sus ya ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las cuales era su deber cuidar y atender.
Todavía permanece una pregunta adicional que puede hacerse. San Juan fue uno de aquellos que había dicho: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» (127). Y entre las cosas que habían abandonado, nuestro Señor enumera padre y madre, hermanos y hermanas, casa y tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y de su hermano Santiago, dijo: «Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (128). ¿De dónde viene pues que a quien había dejado una madre por Cristo, el Señor le diga que mire a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos que ir muy lejos para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a Cristo dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían ser un impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que pudieran derivar una ventaja mundana o un placer carnal de su presencia. Pero no dejaron esa solicitud que un hombre está en justicia obligado a mostrar por sus padres o sus hijos, si necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una orden religiosa si su padre está o tan abatido por la edad, u oprimido por la pobreza, que no puede vivir sin su auxilio. Y así como San Juan dejó a su padre y a su madre cuando no tenían necesidad de él, así cuando Cristo le ordenó cuidar y atender a su Madre Virgen, ella estaba desprovista de todo auxilio humano. Dios, por cierto, sin ninguna asistencia del hombre, hubiera podido atender a su Madre con todas las cosas necesarias por el ministerio de los ángeles, así como sirvieron a Cristo Mismo en el desierto, pero quiso que San Juan hiciera esto para que mientras el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella pudiera honrar y auxiliar al Apóstol. Pues Dios envió a Elías a asistir a la pobre viuda, no porque Él no pudiera haberla sostenido por medio de un cuervo, como lo había hecho antes, sino, como observa San Agustín, para que el profeta la pueda bendecir. Por lo cual complació a nuestro Señor confiar su Madre al cuidado de San Juan por el doble propósito de otorgarle a él una bendición, y de probar ante todos que él por encima de los demás era su discípulo amado. Pues verdaderamente en esta transferencia de su Madre se cumplió aquél texto: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» (129). Pues ciertamente recibió el ciento por uno aquel que dejando a su madre, la esposa de un pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina del mundo, llena de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser elevada por encima de todos los coros de los ángeles en el reino celestial.
Capítulo IX
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Si examinamos atentamente todas las circunstancias bajo las cuales esta tercera palabra fue dicha, podemos recoger muchos frutos de su consideración. En primer lugar, hemos puesto ante nosotros el intenso deseo que Cristo sintió de sufrir por nuestra salvación para que nuestra redención pudiera ser copiosa y abundante. Pues para no incrementar el dolor y la pena que sienten, algunos hombres toman medidas para evitar que sus parientes estén presentes en su muerte, particularmente si su muerte ha de ser violenta, acompañada de desgracia e infamia. Pero Cristo no se sació con su propia y amarguísima Pasión, tan llena de dolor y vergüenza, sino que quiso que su Madre y el discípulo a quien amaba estuvieran presentes e incluso estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la visión de los sufrimientos de aquellos más queridos a Él aumentara su propio sufrimiento. Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Señor en la Cruz, y el deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su Madre, de su discípulo, de María la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más querida de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no tanto el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de lágrimas que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que estaban cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: «Las olas de la muerte me envolvían» (130), pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan cruelmente como atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ¡Es pues así que una muerte amarga separa no sólo el alma del cuerpo, sino también a la madre del hijo, y tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, «Mujer, ahí tienes a tu hijo», pues su amor por María no le permitía en un momento así dirigirse a Ella con el nombre tierno de Madre. Dios tanto amó al mundo que le dio su Hijo Unigénito para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amó al Padre que derramó profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los dolores de su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que hubiera una redención abundante por nuestros pecados. Y para que no perezcamos, sino que gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos exhortan a imitar su caridad al representarla en su más exquisita belleza; y aún así el corazón del hombre todavía se resiste a esta caridad tan grande, y por lo tanto merece más bien sentir la ira de Dios, que saborear la dulzura de su misericordia, y caer en los brazos del Divino amor. Seríamos de verdad ingratos, y mereceríamos tormentos eternos, si por su amor no soportásemos lo poco que es necesario purgar para nuestra salvación, cuando contemplamos a nuestro Redentor amándonos en una medida tal, como para sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar tormentos incontables y derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota hubiera sido ampliamente suficiente para nuestra redención. La única razón que puede darse para nuestra desidia y locura es que ni meditamos en la Pasión de Cristo, ni consideramos su inmenso amor por nosotros con la seriedad y atención con que deberíamos. Nos contentamos con leer apuradamente la Pasión, o en escucharla leer, en lugar de asegurarnos oportunidades adecuadas para penetrar en nosotros mismos con el pensamiento de ella. Por eso el santo Profeta nos exhorta: «Mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta» (131). Y el Apóstol dice: «Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo» (132). Pero vendrá el tiempo en que nuestra ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés por el asunto de nuestra salvación será fuente de sincero dolor para nosotros. Pues hay muchos que en el Último Día gemirán «en la angustia de su espíritu» (133), y dirán: «Luego vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbró, no salió el sol para nosotros» (134). Y no sentirán este dolor estéril por primera vez en el infierno, sino que en el Día del Juicio, cuando sus ojos mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos de su alma se abran, contemplarán la verdad de estas cosas frente a las cuales durante su vida voluntariamente se cegaron.
Capítulo X
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Podemos extraer otro fruto de la consideración de la tercera palabra dicha por Cristo en la Cruz de esta circunstancia: que habían tres mujeres cerca de la Cruz de nuestro Señor. María Magdalena es la representante del pecador arrepentido, o de aquél que está haciendo su primer intento de avanzar en el camino de la perfección. María la mujer de Clopás es la representante de aquellos que ya han hecho algún avance hacia la perfección; y María la Madre Virgen de Cristo es la representante de aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con nuestra Señora, pues en poco tiempo sería, si es que no lo había sido ya, confirmado en gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca de la Cruz, pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia están muy distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aún, estas almas escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su ejemplo, pues Él no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria total sobre el demonio, que es lo que somos enseñados por San Pablo en su Epístola a los Colosenses: «Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Postestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (135). María, la mujer de Clopás y madre de hijos que son llamados hermanos de nuestro Señor, es la representante de aquellos que ya han hecho algún progreso en el sendero de la perfección. Estos también necesitan asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de este mundo, con los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos la buena semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso las almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes y múltiples obras que realizó durante su vida, sino que quiso por medio de su muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el enemigo de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga, Él no descendería de su Cruz. Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar actos de virtud, son los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual, pues, como nota verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, «el que no avanza en la virtud, retrocede», y en la misma epístola se refiere a la escalera de Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien descendían, pero ninguno estaba detenido. Más aún, incluso en los perfectos que viven una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada Señora y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de Cristo, incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del Él, que fue crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad. Durante el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones de humildad, como cuando dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (136). Y de nuevo: «Vete a sentarte en el último puesto» (137); y «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (138). Aun así, todas Sus exhortaciones acerca de la necesidad de esta virtud no son tan persuasivas como el ejemplo que nos puso en la Cruz. ¿Pues qué mayor ejemplo de humildad podemos concebir que que el Omnipotente se deje atar con sogas y clavar a una Cruz? ¿Y que Él, «en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (139), permita que Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una túnica blanca, y que Aquél que «se sienta en querubines» (140) sufra Él mismo ser crucificado entre dos ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el hombre que se arrodillase ante un crucifijo, y mirase en el interior de su alma, y llegase a la conclusión de que no es deficiente en la virtud de la humildad, sería incapaz de aprender lección alguna.
Capítulo XI
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
En tercer lugar, de las palabras que Cristo dirigió a su Madre y a su discípulo desde el púlpito de la Cruz, aprendemos cuáles son los respectivos deberes de los padres hacia sus hijos, y de los hijos hacia sus padres. Trataremos en primer lugar de los deberes que los padres tienen para con sus hijos. Los padres cristianos deben amar a sus hijos, pero de tal manera que el amor a sus hijos no debe interferir con su amor a Dios. Esta es la doctrina que presenta nuestro Señor en el Evangelio: «El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (141). Fue en obediencia a esta ley que nuestra Señora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a ella, y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el cielo. Mirar a su inocente Hijo, a quien ella amó apasionadamente, muriendo en medio de tales tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón; pero aunque hubiese estado en sus capacidades, no habría impedido la crucifixión, pues ella sabía que todos estos sufrimientos eran infligidos a su Hijo según «el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (142). El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amó mucho, por tanto era ella afligida mas allá de toda medida al contemplar a su Hijo tan cruelmente torturado. ¿Y cómo podría no haber amado esta Virgen Madre a su Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda excelencia, y cuando Él estaba unido a ella con un lazo más cercano que los demás hijos estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que los padres aman a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro, porque las buenas cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos padres, sin embargo, que sienten apenas una pequeña ligazón con sus hijos, y otros que realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen la mala fortuna de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que acabamos de mencionar, la Virgen Madre de Dios amó a su Hijo más que lo que cualquier otra madre podría haber amado a sus hijos. En primer lugar, ninguna mujer ha engendrado jamás a un hijo sin la cooperación de su marido, pero la Bienaventurada Virgen tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón; como Virgen lo concibió, y como Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro Señor según la generación divina tiene Padre y no Madre, según la generación humana tiene Madre y no Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Señor fue concebido del Espíritu Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo, sino que Él formó y moldeó el Cuerpo de Cristo, no a partir de su propia sustancia, sino de la pura carne de la Virgen. Verdaderamente entonces la Virgen lo ha engendrado sola, sólo ella puede clamar que es su propio Hijo, y por tanto lo ha amado con más amor que cualquier otra madre. En segundo lugar, el Hijo de la Virgen no sólo fue y es hermoso más que los hijos de los hombres sino que sobrepasa en todo también a todos los ángeles, y como consecuencia natural de su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloró en la Pasión y Muerte de su Hijo más que otras, y San Bernardo no duda en afirmar en uno de sus sermones que el dolor que sintió nuestra Señora en la crucifixión fue un martirio del corazón, según la profecía de Simeón: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (143). Y puesto que el martirio del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo, San Anselmo en su obra Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la Virgen fue más amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Señor, en su Agonía en el Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar revista a todos los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día siguiente, y abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a estar tan afligido que un Sudor de Sangre manó de su Cuerpo, algo que no sabemos que haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, mas allá de toda duda, nuestra Bienaventurada Señora cargó una pesadísima cruz, y soportó un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su alma, pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de paciencia, y contempló todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo alguno de impaciencia, porque buscó el honor y la gloria de Dios más que la gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de dolor, como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozó o gritó fuertemente, sino que valientemente llevó la aflicción que era la voluntad de Dios que llevase. Ella amó a su Hijo vehementemente, pero amó más el honor de Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo que su Divino Hijo prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida. Más aún, su inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la confianza de su alma al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna. Ella fue consciente de que la Muerte de su Hijo sería como una pequeña dormición, tal como dijo el Salmista Real: «Yo me acuesto y me duermo, y me despierto, pues Yahvé me sostiene» (144).
Todos los fieles deben imitar este ejemplo de Cristo subordinando el amor a sus hijos al amor a Dios, que es el Padre de todos, y ama a todos con un amor mayor y más beneficioso que el que podemos experimentar. En primer lugar, los padres cristianos deben amar a sus hijos con un amor viril y prudente, no alentándolos si obran mal, sino educándolos en el temor de Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y castigándolos si han ofendido a Dios o son negligentes en su educación. Pues esta es la voluntad de Dios, tal como nos es revelada en las Sagradas Escrituras, en el libro del Eclesiástico: «¿Tienes hijos? Instrúyelos e inclínalos desde su juventud» (145). Y leemos de Tobías que «desde su infancia le enseñó a su hijo a temer a Dios y abstenerse de todo pecado» (146). El Apóstol advierte a los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se vuelvan apocados, sino que los formen mediante la instrucción y la corrección del Señor, esto es, no tratarlos como esclavos, sino como hijos (147). Los padres que son muy severos con sus hijos, y que los reprochan y castigan incluso por una pequeña falta, los tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentará y les hará odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy indulgentes criarán hijos inmorales, que serán luego víctimas del fuego del infierno en vez de poseer una corona inmortal en el cielo.
El método correcto que han de adoptar los padres en la educación de sus hijos es enseñarles a obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes corregirlos, pero de manera tal que se evidencia que la corrección procede de un espíritu de amor y no de odio. Más aún, si Dios llama a un hijo al sacerdocio o a la vida religiosa, ningún impedimento debe ponerse a esta vocación, pues los padres no han de oponerse a la voluntad de Dios, sino más bien decir con el santo Job: «El Señor me lo dio, y el Señor me lo quitó: bendito sea el nombre del Señor» (148). Finalmente, si los padres pierden a sus hijos por una muerte intempestiva, como nuestra Bienaventurada Madre perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el buen juicio de Dios, quien a veces toma un alma para sí si percibe que podría perder su inocencia y así perecer por siempre. Verdaderamente, si los padres pudiesen penetrar en los designios de Dios en relación a la muerte de un hijo, se alegrarían en vez de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección, como la tuvo nuestra Señora, no nos lamentaríamos más porque una persona muera en su juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque una persona vaya a dormir antes de la noche, pues la muerte del fiel es una clase de sueño, como nos dice el Apóstol en su Epístola a los Tesalonicenses: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los que están dormidos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza» (149). El Apóstol habla de la esperanza y no de la fe, porque no se refiere a una resurrección incierta, sino a una resurrección feliz y gloriosa, similar a la de Cristo, que fue un despertar a la vida verdadera. Pues el hombre que tiene una fe firme en la resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo muerto se despertará de nuevo a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una gran razón para alegrarse, pues la salvación de su hijo está asegurada.
Nuestro siguiente punto es tratar acerca del deber que los hijos tienen para su padres. Nuestro Señor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de respeto filial. Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los hijos es: «corresponder a sus progenitores» (150). Los hijos corresponden a sus padres cuando les proveen todo lo necesario para ellos en su edad avanzada, tal como sus padres les procuraron alimento y vestido en su infancia. Cuando Cristo estuvo a punto de morir confió su anciana Madre, que no tenía nadie que la cuidase, a la protección de San Juan, y le dijo que en adelante lo mire como a su hijo, y le mandó a San Juan que la reverenciara como a su madre. Y así nuestro Señor cumplió perfectamente las obligaciones que un hijo debe a su madre. En primer lugar, en la persona de San Juan. Le dio a su Madre Virgen un hijo que era de la misma edad que él, o tal vez un año menor, y por tanto era en todo sentido capaz de proveer por el bienestar de la Madre de nuestro Señor. En segundo lugar, le dio por hijo al discípulo a quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había retribuido amor por amor, y en consecuencia nuestro Señor tuvo la mayor confianza en la diligencia con la que su discípulo sostendría a su Madre. Más aún, escogió al discípulo que sabía que viviría más que los otros apóstoles, y que por lo tanto viviría más que su Madre. Finalmente, nuestro Señor tuvo esta atención para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando su Cuerpo entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera fue atormentada por las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía que beber el cáliz amargo de la inminente muerte, de modo que parecería que no podría pensar en nada sino en sus propios dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfó por encima de todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue cómo confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la prontitud y fidelidad de su discípulo, pues «desde aquella hora la acogió en su casa» (151).
Cada hijo tiene una mayor obligación que la que nuestro Señor tuvo de proveer por las necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más a sus padres que lo que Cristo le debía a su Madre. Cada niño recibe de sus padres un mayor favor que el que pueden esperar devolver, pues ha recibido de sus manos lo que para él es imposible darles, a saber, el ser. «Recuerda -dice el Eclesiástico-, que no habrías nacido si no fuese por ellos» (152). Sólo Cristo es una excepción a esta regla. En efecto, Él recibió de su Madre su vida como hombre, pero Él le dio a ella tres vidas; su vida humana, cuando con la cooperación del Padre y del Espíritu Santo la creó; su vida de gracia, cuando la previno en la dulzura de sus bendiciones creándola Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al reino de la gloria y exaltada por encima de los coros de los ángeles. En consecuencia, si Cristo, quien le dio a su Bienaventurada Madre más de lo que Él había recibido de ella en su nacimiento, deseó corresonderla, ciertamente el resto de la humanidad está aún más obligada a corresponder a sus padres. Más aún, al honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro deber, y aún así la bondad de Dios es tal como para recompensarnos por ello. En los Diez Mandamientos está grabada la ley: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra» (153). Y el Espíritu Santo dice: «Aquél que honre a su padre tendrá gozo en sus propios hijos, y en el día de su oración será escuchado» (154). Y Dios no sólo recompensa a los que reverencian a sus padres, sino que castiga a los que les son irrespetuosos, pues éstas son las palabras de Cristo: «Dios ha dicho que el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte» (155). «Y maldito es de Dios quien irrita a su madre» (156). Por lo tanto, podemos concluir que la maldición de un padre traerá consigo la ruina, pues Dios mismo lo ratificará. Esto se prueba por muchos ejemplos; y narraremos brevemente uno que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En Cesarea, una ciudad de Capadocia, habían diez niños, a saber siete varones y tres mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron inmediatamente golpeados por el cielo con tal castigo que todos sus miembros temblaron, y, en su penosa situación, adonde fuera que fuesen, no podían soportar la mirada de sus conciudadanos, y así vagaron por todo el mundo Romano. Al final, dos de ellos fueron curados por las reliquias de San Esteban Proto-mártir, en presencia de San Agustín.
Capítulo XII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la tercera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
La carga y el yugo que puso nuestro Señor en San Juan, al confiar a su cuidado la protección de su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo dulce y una carga ligera. ¿Quién pues no estimaría una felicidad habitar bajo el mismo techo con quien había llevado por nueve meses en su vientre al Verbo Encarnado, y había disfrutado por treinta años la más dulce y feliz comunicación de sentimientos con Él? ¿Quién no enviaría al discípulo elegido de nuestro Señor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la presencia constante de la Madre de Dios? Y aún así si no me equivoco está en nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo Señor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue crucificado por amor a nosotros, nos diga en relación a su Madre, «He ahí a tu Madre», y diga a su Madre por cada uno de nosotros «¡He ahí a tu hijo!». Nuestro buen Señor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al trono de gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no hipócritas. Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no desdeñará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco nuestra benignísima Madre llevará a mal tener una innumerable multitud de hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo redimió con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos por tanto con confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas roguémosle humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, «He ahí a tu hijo», y a nosotros en relación a su Madre, «He ahí a tu Madre». ¡Cuán seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! ¿Quién se atreverá a apartarnos de debajo de su manto? ¿Qué tentaciones, qué tribulaciones podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y Madre nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa protección. Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la singular y maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que todos los que han confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos. De ella se ha escrito: «Ella te pisará la cabez» (157). Quienes confían en ella pueden con seguridad «pisar sobre el áspid y la víbora, y hollar al león y al dragón» (158). Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos hombres ilustres de los tanto que han reconocido haber encontrado la esperanza de su salvación el Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro Señor les dijo «He ahí a tu Madre», y en relación a quienes le dijo a su Madre, «He ahí a tu hijo».
El primero será San Efrén de Siria, un antiguo Padre de tanto renombre que San Jerónimo nos informa que sus trabajos eran leídos públicamente en las iglesias antes que las Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las alabanzas de la Madre de Dios, él dice: «La inmaculada y pura Virgen Madre de Dios, la Reina de todo, y la esperanza de los que desesperan». Y nuevamente: «Tú eres un puerto para los que son atacados por tormentas, consuelo del mundo, liberadora de los que están en prisión; tú eres madre de los huérfanos, redentora de los cautivos, alegría del enfermo, y estrella para la seguridad de todos». Y nuevamente: «Guárdame y protégeme bajo tu brazo, ten piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No confío en nadie sino en ti, oh Virgen sincerísima. ¡Salve, paz, gozo y seguridad del mundo!». Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien fue uno de los primeros en mostrar el más grande honor y poner la mayor confianza en la protección de la santísima Virgen. Así dice en un sermón sobre la Natividad de la Bienaventurada Virgen: «Oh hija de Joaquín y Ana, oh Señora, recibe las oraciones de un pecador que te ama y honra ardientemente, y mira a ti como su única esperanza de alegría, como la sacerdotisa de la vida, y la guía de los pecadores para retornar a la gracia y el favor de tu Hijo, y la segura depositaria de la seguridad, aligera el peso de mis pecados, vence mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y concédeme que bajo tu guía pueda llegar a la felicidad celestial». Ahora seleccionaremos unos pocos pasajes de dos Padres latinos. San Anselmo, en su trabajo Sobre la Excelencia de la Virgen dice: «Considero como un gran signo de predestinación para alguno que se le haya concedido el favor de meditar frecuentemente en María». Y nuevamente: «Recuerda que a veces obtenemos auxilio con más prontitud invocando el nombre de la Virgen Madre que si hubiésemos invocado el Nombre del Señor Jesús, su único Hijo, y es no porque sea ella más grande o poderosa que Él, ni porque sea Él más grande y poderoso por medio de ella, sino más bien ella por medio de Él. ¿Cómo es entonces que obtenemos auxilio más prontamente al invocarla que al invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y mi explicación es que su Hijo es el Señor y Juez de todo, y es capaz de discernir los méritos de cada uno. En consecuencia, cuando su Nombre es invocado por alguien, puede con justicia prestar oídos sordos a la súplica, pero si el nombre de su Madre es invocado, incluso suponiendo que los méritos del que suplica no le dan derecho a ser escuchado, aún así los méritos de la Madre de Dios son tales que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración». Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable, describe por un lado el afecto santo y maternal con el que la Bienaventurada Virgen acoge a los que le son devotos, y por otro el amor filial de quienes la miran como Madre. En su segundo sermón sobre el texto «El Ángel fue enviado», exclama: «Oh tú, quienquiera que seas, que sabes que estás expuesto a los peligros del tempestuoso mar de este mundo más que lo que gozas de la seguridad de la tierra firme, no alejes tus ojos del esplendor de esta Estrella, del María Estrella del Mar, a menos que desees ser devorado por la tempestad. Si los vientos de las tentaciones surgen,, si eres arrojado a las rocas de las tribulaciones, mira esta Estrella, llama a María. Si eres arrojado aquí y allá en las oleadas del orgullo, de la ambición, de las calumnias, de la envidia, levanta la mirada hacia esta Estrella, llama a María. Si tú, aterrorizado por la magnitud de tus crímenes, perplejo ante el impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el temor de tu Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el hoyo de la desesperanza, piensa en María; en todos tus peligros, en todas tus dificultades, en todas tus dudas piensa en María, llama a María. No serás confundido si la sigues, no desesperarás si le rezas, no te equivocarás si piensas en ella». El mismo Santo en este sermón sobre la Natividad de la Virgen dice los siguiente: «Alza tus pensamientos y juzga con qué afecto quiere Él que honremos a María que ha llenado su alma con la plenitud de su bondad, de modo que toda esperanza, toda gracia, toda protección del pecado que recibamos la reconozcamos como viniendo a través de sus manos». «Veneremos a María con todo nuestro corazón y todas nuestras oblaciones, pues esa es la voluntad de quien ha hecho que recibamos todo por medio de María». «Hijos míos, ella es la escalera para los pecadores, ella es my mayor confianza, ella es todo el fundamento de mi esperanza». A estos extractos de los escritos de dos santos Padres, añadiré algunas citas de dos santos Teólogos. Santo Tomás, en su ensayo sobre la salutación angélica, dice: «Ella es bendita entre todas las mujeres porque ella sola ha quitado la maldición de Adán, ha traído bendiciones a la humanidad, y ha abierto las puertas del Paraíso. Por eso es llamada María, nombre que significa “Estrella del Mar”, pues así como marineros conducen sus naves a puerto mirando las estrellas, así los Cristianos son llevados a la gloria por la intercesión de María». San Buenaventura escribe en su Pharetra: «Oh Santísima Virgen, así como todo el que te odia y es olvidado por ti necesariamente perecerá, así todo el que te ama y es amado por ti necesariamente será salvado». El mismo Santo en su Vida de San Francisco habla así de la confianza de éste en la Bienaventurada Virgen: «Amó a la Madre de nuestro Señor Jesucristo con un amor inefable, por ella nuestro Señor Jesucristo llegó a ser nuestro hermano, y por ella obtuvimos misericordia. Junto a Cristo colocó toda su confianza en ella, la miró como abogada propia y de su Ordena, y en su honor ayunó devotamente desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la Asunción». Con estos santos juntaremos el nombre del Papa Inocencio III, quien fue eminentemente distinguido por su devoción a la Virgen, y no sólo celebró sus grandezas en sus sermones, sino que construyó un monasterio en su honor, y lo que es más admirable, en una exhortación que dirigió a su grey para que confíen en ella, usó palabras cuya veracidad fue luego ejemplificada en su propia persona. Así hablo en su segundo sermón sobre la Asunción: «Que el hombre que está sentado en la oscuridad del pecado mire la luna, que invoque a María para que ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la compunción de corazón. Pues ¿quién que la haya alguna vez llamado en su desgracia no ha sido escuchado?». El lector puede consultar el cap. IX, libro 2, sobre «Las lágrimas de la paloma», y ver que allí hemos escrito sobre el Papa Inocencio III. De estos extractos, y de estos signos de predestinación, queda abundantemente evidente que una devoción cordial a la Virgen Madre de Dios no es novedad alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo favor Cristo le ha dicho a su Madre: «He ahí a tu hijo», con tal que no preste oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: «He ahí a tu Madre».
LIBRO II
SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ
Capítulo I
Explicación literal de la cuarta Palabra: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»
Hemos explicado en la parte anterior las tres primeras palabras que fueron pronunciadas por nuestro Señor desde el púlpito de la Cruz, alrededor de la hora sexta, poco después de su crucifixión. En esta parte explicaremos las cuatro restantes palabras, que, luego de la oscuridad y el silencio de tres horas, proclamó este mismo Señor desde este mismo púlpito con fuerte voz. Pero primero parece necesario explicar brevemente cuál, y de dónde, y para qué surgió la oscuridad que existió entre las tres primeras y las últimas cuatro palabras, pues así dice San Mateo: «Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: “¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?”, esto es: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”» (159). Y esta oscuridad surgió de un eclipse de sol, tal como nos lo narra San Lucas:
«Se eclipsó el sol» (160), dice.
Pero aquí se presentan tres dificultades. En primer lugar, un eclipse de sol ocurre en luna nueva, cuando la luna está entre la tierra y el sol, y esto no puede haber sucedido en la muerte de Cristo, porque la luna no estaba en conjunción con el sol, como ocurre cuando hay luna nueva, sino que estaba opuesta al sol como en la luna nueva, pues la Pasión ocurrió en la Pascua de los judíos, que, según San Lucas, estaba en el día catorce del mes lunar. En segundo lugar, incluso si la luna hubiese estado en conjunción con el sol en el momento de la Pasión, la oscuridad no podría haber durado tres horas, es decir, desde la sexta hasta la nona, pues un eclipse de sol no dura tanto tiempo, especialmente si es un eclipse total, cuando el sol está tan escondido que su oscuridad es llamada tinieblas. Pues dado que la luna se mueve más rápido que el sol, según su propio movimiento, oscurece la superficie entera del sol por un periodo breve solamente, y, estando el sol constantemente en movimiento, mientras la luna se aleja, empieza a dar su luz a la tierra. Finalmente, no puede ocurrir jamás que por la conjunción del sol y de la luna la tierra entera quede en tinieblas, Pues la luna es más pequeña que el sol, incluso más pequeña que la tierra, y por lo tanto por su interposición no puede la luna oscurecer tanto al sol como para privar al universo de su luz. Y si alguien sostiene que la opinión de los Evangelistas se refiere solamente a la tierra de Palestina, y no al mundo entero absolutamente, es refutado por el testimonio de San Dionisio el Areopagita, quien, en su Epístola a San Policarpo, declara que en la ciudad de Heliópolis, en Egipto, él mismo vio este eclipse del sol, y sintió estas horrorosas tinieblas. Y Flego, un historiador griego, gentil, relata este eclipse cuando dice: «En el cuarto año de la bicentésimo segunda Olimpiada, tuvo lugar el eclipse más grande y extraordinario que haya jamás ocurrido, pues a la hora sexta la luz del día se trocó en tinieblas de noche, de modo que las estrellas aparecieron en los cielos». Este historiador no escribió en Judea, y es citado por Orígenes contra Celso, y Eusebio en sus Crónicas sobre el trigésimo tercer año de Cristo. Luciano mártir da así testimonio del acontecimiento: «Mira en nuestros anales, y encontrarás que en el tiempo de Pilato desapareció el sol, y el día fue invadido por tinieblas». Rufino cita estas palabras de San Luciando en la Historia Eclesiástica de Eusebio, que él mismo tradujo al latín. También Tertuliano, en su Apologeticon, y Pablo Orosio, en su historia, todos ellos, en efecto, hablan del globo entero, y no de solo Judea. Ahora bien en cuanto a la solución de las dificultades. Lo que dijimos más arribe, que un eclipse de sol ocurre en luna nueva, y no en luna llegan, es cierto cuando tiene lugar un eclipse natural; pero el eclipse en la muerte de Cristo fue extraordinario y no natural, pues fue el efecto de Aquel que hizo el sol y la luna, el cielo y la tierra. San Dionisio, en el pasaje que acabamos de referir, afirma que al mediodía la luna fue vista por él y por Apolofanes acercarse al sol con un movimiento rápido e inusual, y que la luna se ubicó a sí misma ante el sol y permaneció en esa posición hasta la hora nona, y de la misma manera regresó a su lugar en el Este. A la objeción de que un eclipse del sol no podía durar tres horas, de modo que por todo ese tiempo las tinieblas cubriesen la tierra, podemos responder que en un eclipse natural y ordinario esto sería cierto: este eclipse, sin embargo, no estuvo regido por las leyes de la naturaleza, sino por la voluntad del Creador Todopoderosos, quien pudo tan fácilmente detener a la luna, como ocurrió, quieta ante el sol, sin moverse ni más rápido ni más lento que el sol, como pudo traer la luna de modo extraordinario y con gran velocidad desde su posición al Este del sol, y luego de tres horas hacerla regresar a su lugar en los cielos. Finalmente, un eclipse del son no podría haber sido percibido en el mismo momento en todas partes del mundo, pues la luna es más pequeña que la tierra y mucho más pequeña que el sol. Esto es ciertísimo en relación a la simple interposición de la luna; pero lo que la luna no podía hacer por sí misma, lo hizo el Creador del sol y de la luna, con tan sólo dejar de cooperar con el sol en la iluminación del globo. Y, nuevamente, no puede ser cierto, como algunos supones, que estas tinieblas universales fueran causadas por nubes densas y oscuras, pues es evidente, por la autoridad de los antiguos, que durante este eclipse y tinieblas las estrellas brillaron en el cielo y nubes densas habrían oscurecido no sólo al sol, sino también la luna y las estrellas.
Son varias las razones dadas por las que Dios deseó estas tinieblas universales durante la Pasión de Cristo. Hay dos especiales entre ellas. Primero, para mostrar la verdadera ceguera del pueblo judío, como nos lo cuenta San León en su décimo sermón sobre la Pasión de nuestro Señor, y esta ceguera de los judíos dura hasta este momento, y seguirá durando, según la profecía de Isaías:
«¡Arriba, resplandece, oh Jerusalén, que ha llegado tu luz, y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos» (161): la más densa oscuridad, sin duda, cubrirá al pueblo de Israel, y una espesa nube más ligera y fácilmente disipable cubrirá a los gentiles. La segunda razón, tal como lo enseña San Jerónimo, fue para mostrar la inmensa magnitud del pecado de los judíos. En efecto, antes, hombres perversos solían hostigar, perseguir y matar a los buenos; ahora, hombres impíos se atrevieron a perseguir y crucificar a Dios mismo, quien había asumido nuestra naturaleza humana. Antes los hombres discutían unos con otros; de las disputas pasaban a las maldiciones; y de las maldiciones a la sangre y el asesinato; ahora siervos y esclavos se han levantado contra el Rey de los hombres y de los ángeles, y con una inaudita audacia lo han clavado en una Cruz. Por tanto, el mundo entero se ha llenado de horror, y para mostrar cuánto detesta semejante crimen, el sol ha retirado sus rayos y ha cubierto el universo con una terrible oscuridad.
Pasemos ahora a la interpretación de las palabras del Señor: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?». Estas palabras están tomadas del Salmo 21: «Dios mío, Dios mío, mírame, ¿por qué me has abandonado?» (162). Las palabras «mírame», que aparecen a la mitad del versículo, fueron añadidas por los Setenta intérpretes, pero en el texto hebreo sólo se encuentran las palabras que nuestro Señor pronunció. Debemos resaltar que los Salmos fueron escritos en hebreo, y las palabras pronunciadas por Cristo estaban en parte en siriaco, que era el lenguaje entonces en uso entre los judíos. Estas palabras: «Talitá kum – Muchacha, a ti te digo, levántante», y «Effatá – Ábrete», así como otras palabras en el Evangelio son siriacas y no hebreas. Nuestro Señor entonces se queja de haber sido abandonado por Dios, y se queja gritando con fuerte voz. Estas dos circunstancias deben ser brevemente explicadas. El abandono de Cristo por su Padre puede ser interpretado de cinco maneras, pero hay una sola que es la verdadera interpretación. Pues, en efecto, hubo cinco uniones entre el Padre y el Hijo: una, la unión natural y eterna de la Persona el Hijo en esencia; la segunda, el nuevo lazo de unión de la Naturaleza Divina con la naturaleza humana en la Persona del Hijo, o lo que es lo mismo, la unión de la Persona Divina del Hijo con la naturaleza humana; la tercera era la unión de gracia y voluntad, pues Cristo como hombre era un hombre «lleno de gracia y de verdad» (163), como lo atestigua en San Juan: «yo hago siempre lo que le agrada a él» (164), y de Él lo dijo el Padre: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (165). La cuarta fue la unión de gloria, pues el alma de Cristo gozó desde el momento de la concepción de la visión beatífica; la quinta fue la unión de protección a la que se refiere cuando dice: «y el que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo» (166). El primer tipo de unión es inseparable y eterno, pues se funda en la Esencia Divina, y así dice nuestro Señor: «Yo y el Padre somos uno» (167); y por tanto no dijo Cristo: «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?», sino «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pues el Padre es llamado el Dios del Hijo sólo después de la Encarnación y por razón de la Encarnación. El segundo tipo de unión no ha sido ni jamás puede ser disuelto, pues lo que Dios ha asumido una vez no puede jamás dejarlo de lado y por eso dice el Apóstol: «El que no se perdonó ni a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (168); y, San Pedro, «Cristo padeció por nosotros», y «Ya que Cristo padeció en la carne» (169): todo lo cual prueba que no quien fue crucificado no fue meramente un hombre, sino el verdadero Hijo de Dios, y Cristo el Señor. El tercer tipo de unión también existe aún y existirá siempre: «Pues también Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, el justo por los injustos» (170), tal como lo expresa San Pedro; pues para ningún provecho nos habría sido la muerte de Cristo si esta unión de gracia se hubiese disuelto. La cuarta unión no pudo ser interrumpida, pues la beatitud del alma no puede perderse, ya que comprende el goce de todo bien, y la parte superior del alma de Cristo estaba verdaderamente feliz (171).
Queda entonces solamente la unión de protección, que fue quebrada por un breve periodo, para dar tiempo a la oblación del sacrificio de sangre para la redención del mundo. En efecto, Dios Padre pudo en varias maneras haber protegido a Cristo, y haber impedido la Pasión, y por este motivo dice Cristo en su Oración en el Huerto: «Padre, todo es posible para ti; aparte de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú» (172): y nuevamente a San Pedro: «¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?» (173). Asimismo, Cristo como Dios pudo haber salvado del sufrimiento su Cuerpo, pues dice «Nadie me la quita [mi vida]; yo la doy voluntariamente» (174) y esto es lo que había profetizado Isaías: «Fue ofrecido por su propia voluntad» (175). Finalmente, el Alma bendita de Cristo puedo haber transmitido al Cuerpo el don de la impasibilidad y de la incorrupción; pero le plugo al Padre, y al Verbo, y al Espíritu Santo, para que se cumpliese el decreto de la Santa Trinidad, permitir que el poder del hombre prevalezca temporalmente contra Cristo. Pues esta era la hora a la que se refería Cristo cuando dijo a los que venían a aprehenderlo:
«Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (176). Así entonces, Dios abandonó a su Hijo cuando permitió que su Carne humana sufriese tan crueles tormentos sin consuelo alguno, y Cristo manifestó este abandono gritando con voz fuerte para que todos puedan conocer la inmensidad del precio de nuestra redención, pues hasta esa hora había Él soportado todos sus tormentos con tanta paciencia y ecuanimidad que apareciese casi como libre de la capacidad de sentir. No se quejó Él de los judíos que lo acusaron, ni de Pilato que lo condenó, ni de los soldados que lo crucificaron. No gimió; no gritó; no dio ningún signo exterior de su sufrimiento; y ahora, a punto de morir, para que la humanidad pueda entender, y nosotros, sus siervos, podamos recordar una gracia tan inmensa, y el valor del precio de nuestra redención, quiso declarar públicamente el gran sufrimiento de su Pasión. Por eso estas palabras «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». no son palabras de alguien que acusa, o que reprocha, o que se queja, sino, como he dicho, son palabras de Alguien que declara la inmensidad de su sufrimiento por la mejor de las causas, y en el más oportuno de los momentos.
Capítulo II
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Hemos explicado brevemente lo relativo a la historia de la cuarta palabra: nos toca ahora recoger algunos frutos del árbol de la Cruz. El primer pensamiento que se presenta es que Cristo quiso apurar el cáliz de su Pasión hasta lo último. Permaneció en la Cruz por tres horas, desde la hora sexta hasta la nona. Permaneció por tres horas enteras y completas, incluso por más de tres horas, pues fue pegado a la Cruz antes de la hora sexta, y no quiso morir hasta la hora nona, como se prueba a continuación. El eclipse de sol comenzó a la hora sexta, como lo muestran los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas; San Marcos dice expresamente: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» (177). Ahora bien, nuestro Señor pronunció sus tres primeras palabras en la Cruz antes que se iniciase la oscuridad, y por lo tanto antes de la hora sexta. San Marcos explica esta circunstancia más claramente diciendo: «Era la hora tercia cuando le crucificaron»; y añadiendo poco después: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad» (178). Cuando dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, quiere indicar que fue clavado en la Cruz antes del fin de esa hora, y por lo tanto antes del inicio de la hora sexta. Debemos notar aquí que San Marcos habla de las horas principales, cada una de las cuales contenía tres horas ordinarias, tal como el propietario llamó a sus viñadores en las horas primera, tercia, sexta, nona y undécima (179). Por tanto San Marcos dice que nuestro Señor fue crucificado en la hora tercia, pues la hora sexta no había llegado aún.
Nuestro Señor quiso entonces beber el cáliz lleno y rebosante de su Pasión para enseñarnos a amar el cáliz amargo del arrepentimiento y el esfuerzo, y a no amar la copa de las consolaciones y los placeres mundanos. Según la ley de la carne y el mundo, debemos escoger pequeñas mortificaciones, pero grandes indulgencias; poco trabajo, pero mucha alegría; tomar poco tiempo para nuestras oraciones, pero largo tiempo para conversaciones ociosas. En verdad no sabemos lo que pedimos, pues el Apóstol advierte a los Corintios: «cada cual recibirá el salario según su propio trabajo» (180); y nuevamente: «no recibe la corona si no ha competido según el reglamento» (181). La felicidad eterna debe ser la recompensa del trabajo eterno, pero puesto que no podríamos disfrutar jamás de la felicidad eterna su nuestro trabajo aquí tuviese que ser eterno, nuestro Señor queda satisfecho si durante la vida que pasa como una sombra nos esforzamos por servirlo por el ejercicio de las buenas obras; por otro lado, los que pasan su corta vida ociosamente o, lo que es peor, pecando y provocando la ira de Dios, no son hijos sino niños que no tienen corazón, ni entendimiento, ni juicio. Pues si era necesario que Cristo padeciera y entrara así en su gloria (182), cómo podremos entrar en una gloria que no es nuestra perdiendo el tiempo detrás de los placeres y la gratificación de la carne? Si el significado del Evangelio fuese oscuro, y pudiese ser entendido solamente luego de arduo esfuerzo, tal vez habría alguna excusa; pero su significado ha sido puesto de modo tan sencillo con el ejemplo de la vida de Aquel que lo predicó primero, que ni el ciego puede equivocarse en percibirlo. Y la enseñanza de Cristo no ha sido ejemplificada sólo con su propia vida, sino que han habido tantos comentarios a su doctrina al alcance de todos, como han habido apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y santos, cuyas alabanzas y triunfos celebramos día a día. Y todos estos proclaman fuertemente que no a través de muchos placeres, sino «a través de muchas tribulaciones» nos es necesario «entrar en el Reino de Dios» (183).
Capítulo III
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Otro fruto, y muy provechoso, puede ser obtenido por la consideración del silencio de Cristo durante esas tres horas que transcurrieron entre la hora sexta y la nona. Pues, oh alma mía, ¿qué fue lo que hizo tu Señor durante esas tres horas? El horror y la oscuridad universal habían cubierto el mundo, y tu Señor estaba reposando, no en una suave cama, sino en una Cruz, desnudo, sobrecargado de dolores, sin nadie que lo consuele. Tú, Señor, que eres el único que sabe lo que sufriste, enseña a tus siervos a entender cuánta gratitud te deben, para que participen contigo de tus lágrimas, y para que sufran por tu amor, si es tu parecer, la pérdida de todo tipo de consuelo en este su lugar de exilio.
«Oh hijo mío, durante el curso entero de mi vida mortal, que no fue otra cosa que continuo trabajo y dolor, no experimenté jamás tanta angustia como durante esas tres horas, ni sufrí jamas con mayor buena voluntad que entonces. Pues entonces, por la debilidad de mi Cuerpo, mis Heridas se abrían cada vez más, y la amargura de mis dolores se acrecentaba. También entonces, el frío, que aumentaba por la ausencia del sol, hizo aún mayores los sufrimientos de mi desnudo Cuerpo desde la cabeza hasta los pies. También entonces, la oscuridad misma que impedía la vista del cielo, de la tierra y de todo lo demás, como que forzó mis pensamientos a detenerse tan sólo en los tormentos de mi Cuerpo, de modo que de así estas tres horas parecieron ser tres años. Pero ya que mi Corazón estaba inflamado con un anhelante deseo de honrar a mi Padre, de mostrarle mi obediencia, y de procurar la salvación de vuestras almas, y los dolores de mi cuerpo se acrecentaban tanto más cuanto este deseo iba siendo saciado, así estas tres horas parecieron ser tan sólo tres pequeños momentos, así de grande fue mi amor al sufrir».
«Oh querido Señor, habiendo sido ése el caso, somos muy ingratos si tratamos de pasar una hora pensando en tus dolores, cuando tú no vacilaste en pender de una Cruz por nuestra Salvación durante tres horas completas, en la aterradora oscuridad, el frío y la desnudez, sufriendo una incontenible sed y punzadas aún más amargas. Pero, Tú que amas a los hombres, te pido me respondas esto. ¿Pudo la vehemencia de tus sufrimientos apartar por un sólo momento tu Corazón de la oración durante esas tres largas y silentes horas? Pues cuando nosotros pasamos dificultad, especialmente si sufrimos un dolor corporal, encontramos una gran dificultad para orar».
«No ocurrió eso conmigo, hijo mío, pues en un Cuerpo débil tenía Yo un Alma lista para la oración. Efectivamente, durante esas tres horas, cuando no salió una sola palabra de mis labios, oré y supliqué al Padre por ti con mi Corazón. Y oré no sólo con mi Corazón, sino también con mis Heridas y con mi Sangre. Pues había tantas bocas clamando por ti ante el Padre como Heridas había en mi Cuerpo, y mis Heridas eran muchas; y había tantas lenguas pidiendo y rogando por ti ante el mismo Padre, que es tu Padre y mi Padre, como había gotas de Sangre cayendo al suelo».
«Ahora finalmente, Señor, has abatido del todo la impaciencia de tu siervo, quien si eventualmente busca rezar lleno de trabajos, o cargado con aflicciones, apenas puede levantar su mente a Dios para rezar por sí mismo; o si por tu gracia consigue levantar su mente, no puede mantener fija su atención, sino que sus pensamientos se vuelven errantes hacia su trabajo o su dolor. Por tanto, Señor, ten piedad de este siervo tuyo por tu gran misericordia, para que imitando el gran ejemplo de tu paciencia pueda caminar por tus huellas y aprender a desdeñar sus leves aflicciones, al menos durante su oración».
Capítulo IV
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Cuando nuestro Señor exclamó en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», Él no ignoraba la razón por la cual Dios lo había abandonado. ¿Qué podía ignorar quien conocía todas las cosas? Y así San Pedro, cuando nuestro Señor le preguntó «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?», respondió, «Señor, tu sabes todas las cosas: tu sabes que te amo» (184). Y el Apóstol San Pablo, hablando de Cristo, dice, «En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento» (185). Cristo por lo tanto preguntó, no para aprender algo, sino para alentarnos a preguntar, de manera que buscando y encontrando podamos aprender muchas cosas que nos serán útiles e incluso quizás necesarias. ¿Por qué, entonces, Dios abandonó a su Hijo en medio de sus pruebas y de su amarga angustia? Cinco razones se me presentan, y éstas las mencionaré para que aquellos que son más sabios que yo puedan tener la oportunidad de investigar otras mejores y más útiles.
La primera razón que se me presenta es la grandeza y la multitud de los pecados que la humanidad ha cometido contra su Dios, y que el Hijo de Dios asumió para expiarlos en su propia Carne: «El mismo», escribe Pedro, «que llevó nuestros pecados en su Cuerpo sobre el árbol; a fin de que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos para la justicia; por cuyas heridas vosotros fuisteis curados» (186). En efecto, la grandeza de las ofensas que Cristo asumió para expiar es en cierto sentido infinita, por razón de la Persona de infinita majestad y excelencia que ha sido ofendida; pero, por otro lado, la Persona de Aquel que expía, Persona que es el Hijo de Dios, es también de infinita majestad y excelencia, y por consiguiente cada sufrimiento voluntariamente tomado por el Hijo de Dios, incluso si hubiese derramado tan sólo una gota de su Sangre, habría sido una expiación suficiente. Con todo quiso Dios que su Hijo tuviera que sufrir innumerables tormentos y los más duros dolores, porque nosotros habíamos cometido no una sino numerosas ofensas, y el Cordero de Dios, que quitó los pecados del mundo, tomó sobre sí no sólo el pecado de Adán, sino todos los pecados de toda la humanidad. Esto se ve en ese abandono del que el Hijo se queja al Padre: «¿Por qué me has abandonado?». La segunda razón es la grandeza y la multitud de las penas del infierno, y el Hijo de Dios muestra cuán grandes son al querer apagarlos con los torrentes de su Sangre. El profeta Isaías nos enseña qué tan terribles son, que son completamente intolerables, cuando pregunta: «¿Quién de ustedes puede habitar con el fuego devorador? ¿Quién de ustedes podrá habitar con llamas eternas?» (187). Demos, entonces, gracias con todo nuestro corazón a Dios, quien consintió abandonar por un momento a su Único Hijo a los más grandes tormentos, para liberarnos de las llamas que serían eternas. Démosle gracias, también, desde el fondo de nuestro corazón al Cordero de Dios, que prefirió ser abandonado por Dios bajo su espada castigadora que abandonarnos a nosotros a los dientes de aquella bestia que siempre roerá y nunca estará satisfecha de roernos.
La tercera razón es el alto valor de la gracia de Dios, que es esa perla tan preciosa que obtuvo Cristo, el mercader sabio, vendiendo todo lo que tenía, y nos la devolvió a nosotros. La gracia de Dios, que nos fue dada en Adán, y que perdimos a través del pecado de Adán, es una piedra tan preciosa que mientras adorna nuestras almas y las hace agradables a Dios, es también una prenda de la felicidad eterna. Nadie podía devolvernos esa piedra preciosa, que era la joya de nuestras riquezas y de la cual la astucia de la serpiente nos había privado, sino el Hijo de Dios, quien venció por su sabiduría la maldad del demonio, y quien nos la devolvió al gran costo de sí mismo, ya que soportó tantas penas y dolores. Prevaleció la obediencia del Hijo, que tomó sobre sí el más penoso peregrinaje para recuperarnos esa joya preciosa. La cuarta causa fue la inmensa grandeza del reino de los cielos, que el Hijo de Dios nos abrió con su inmensa fatiga y sufrimiento, a quien la Iglesia canta agradecida, «Cuando venciste el aguijón de la muerte, abriste el reino de los cielos a los creyentes». Pero para conquistar el aguijón de la muerte fue necesario sostener un duro combate con la muerte, y para que el Hijo de Dios pudiera triunfar lo más gloriosamente posible en este combate, fue abandonado por su Padre. La quinta causa fue el inmenso amor que el Hijo de Dios tenía por su Padre. Pues en la redención del mundo y en la extirpación del pecado, Él se propuso hacer una satisfacción abundante y superabundante en honor de su Padre. Y esto no podría haber sido hecho si el Padre no hubiese abandonado al Hijo, esto es, si no le hubiese permitido sufrir todos los tormentos que pudieran ser ideados por la malicia del demonio, o pudieran ser soportados por un hombre. Si, por lo tanto, alguien pregunta por qué Dios abandonó a su Hijo en la Cruz cuando estaba sufriendo tan extremados tormentos, nosotros podemos responder que Él fue abandonado para enseñarnos la inmensidad del pecado, la inmensidad del infierno, la inmensidad de la gracia Divina, la inmensidad de la vida eterna, y la inmensidad del amor que el Hijo de Dios tuvo por su Padre. De estas razones surge otra pregunta: ¿Por qué, entonces, ha mezclado Dios el cáliz del sufrimiento de los mártires con una consolación espiritual tal que prefieren beber su cáliz endulzado con estas consolaciones a estar sin sufrimiento ni consolación, y permitió a su querido y amado Hijo beber hasta el final el cáliz amargo de su sufrimiento sin ninguna consolación? La respuesta es que en el caso de los mártires no se verifica ninguna de las razones que hemos dado arriba con respecto a nuestro Señor.
Capítulo V
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Otro fruto debe ser recogido, no tanto de la cuarta palabra en sí misma como de las circunstancias del tiempo en el cual fue pronunciada: esto es, de la consideración de la terrible oscuridad que precedió inmediatamente a la enunciación de esta palabra. La consideración de esta oscuridad sería lo más apropiado, no sólo para ilustrar a la nación hebrea, sino para fortalecer a los cristianos mismos en la fe, si consideran seriamente la fuerza de las verdades que nos proponemos encontrar en ella.
La primera verdad es que mientras Cristo estaba en la Cruz el sol estaba oscurecido de tal manera que las estrellas eran tan visibles como lo son de noche. Este hecho es garantizado por cinco testigos, dignos de toda credibilidad, quienes eran de distintas naciones y escribieron sus libros en tiempos distintos y en lugares distintos, de tal manera que sus escritos no pudieron ser el resultado de comparación o conspiración alguna. El primero es San Mateo, un judío, quien escribió en Judea, y fue uno de aquellos que vio el sol oscurecerse. Ahora bien, ciertamente un hombre de este cuidado y prudencia no hubiera escrito lo que escribió, y en la ciudad de Jerusalén como es probable, a menos que el hecho que describió hubiese sido verdadero. De otra manera hubiese sido ridiculizado y objeto de burla para los habitantes de la ciudad y del país por haber escrito algo que todos sabían era falso. Otro testigo es San Marcos, quien escribió en Roma; también él vio el eclipse, pues se encontraba en Judea en ese tiempo con los demás discípulos de nuestro Señor. El tercero es San Lucas, quien era griego y escribió en griego: también él vio el eclipse en Antioquía. Como Dionisio Areopagita lo vio en Heliópolis, en Egipto, San Lucas pudo verlo más fácilmente en Antioquía, que está más cerca de Jerusalén que Heliópolis. Los testigos cuarto y quinto son Dionisio y Apolófanes, ambos griegos y en ese tiempo gentiles, quienes claramente afirman que vieron el eclipse y se llenaron de asombro ante él. Estos son los cinco testigos que dan testimonio del hecho porque lo vieron. A su autoridad debemos añadir la de los Anales de los Romanos y la de Flegon, el cronista del emperador Adriano, como hemos mostrado arriba en el primer capítulo. Por consiguiente esta primera verdad no puede ser negada por Judíos o Paganos sin gran temeridad. En medio de los cristianos es considerada parte de la fe católica.
La segunda verdad es que este eclipse sólo pudo ser ocasionado por el grandísimo poder de Dios: que por lo tanto no pudo ser el trabajo del demonio, o de los hombres a través de la mediación del demonio, sino que procedió de la especial Providencia y voluntad de Dios, el Creador y Soberano del mundo. La prueba es ésta. El sol sólo pudo ser eclipsado por uno de estos tres métodos: ya sea por la interposición de la luna entre el sol y la tierra; o por alguna nube grande y densa; o a través de la absorción o extinción de los rayos del sol. La interposición de la luna no pudo haber ocurrido por las leyes de la naturaleza, ya que era la Pascua de los judíos y la luna estaba llena. El eclipse entonces debió haber ocurrido o sin la interposición de la luna, o la luna, por algún milagro grande y extraordinario, debió haber pasado en unas pocas horas sobre un espacio que naturalmente le tomaría catorce días completar, y luego por la repetición del milagro habría retornado a su lugar natural. Ahora bien, es admitido por todos que sólo Dios puede influenciar los movimientos de las esferas celestes, porque el demonio tiene sólo poder en este globo, y así el Apóstol llama a Satanás «el príncipe de los poderes de este aire» (188).
El eclipse del sol no pudo haber ocurrido por el segundo método, pues una densa y gruesa nube no podría esconder los rayos del sol sin al mismo tiempo ocultar las estrellas. Y tenemos la autoridad de Flegon para decir que durante este eclipse las estrellas eran tan visibles en el cielo como lo son durante la noche. Y respecto al tercer método, debemos recordar que los rayos del son no pudieron ser absorbidos o extinguidos sino sólo por el poder de Dios quien creó el sol. Por lo tanto esta segunda verdad es tan cierta como la primera, y no puede ser negada sin un grado igual de temeridad.
La tercera verdad es que la Pasión de Cristo fue la causa del eclipse que fue realizado por la especial Providencia de Dios, y es probada por el hecho de que la oscuridad ensombreció la tierra justo el tiempo que nuestro Señor permaneció vivo en la Cruz, esto es, desde la hora sexta hasta la nona. Atestiguan esto todos los que hablan del eclipse; y no podría haber ocurrido que un eclipse en sí mismo milagroso coincidiese por casualidad con la Pasión de Cristo. Pues los milagros no son producto de la casualidad, sino del poder de Dios. Y no conozco de ningún autor que haya asignado otra causa a este eclipse tan maravilloso. Así pues, quienes conocen a Cristo reconocen que fue realizado en atención a Él, y quienes no lo conocen confiesan su ignorancia de su causa, pero permanecen en admiración ante el hecho.
La cuarta verdad es que una oscuridad tan terrible sólo podría haber mostrado que la sentencia de Caifás y Pilato era injustísima, y que Jesús era el Hijo único y verdadero de Dios, el Mesías prometido a los judíos. Esta fue la razón por la que los judíos pedían su muerte. Pues cuando en el consejo de los Sacerdotes, los Escribas y los Fariseos el Sumo Sacerdote vio que la evidencia presentada contra Él no probaba nada, se levantó y dijo: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Y cuando nuestro Señor reconoció y confesó que sí lo era, aquél «rasgó sus vestidos y dijo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?” Respondieron ellos diciendo: “Es reo de muerte”» (189). Nuevamente cuando estaba ante Pilato, quien deseaba liberarlo, los Sumos Sacerdotes y el pueblo gritaban: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (190). Este fue el principal motivo por el que Cristo nuestro Señor fue condenado a la muerte de la Cruz, y esto había sido profetizado por el profeta Daniel cuando dijo: «el Cristo será suprimido, y el pueblo que lo niegue no será suyo» (191). Por esta causa, entonces, Dios permitió que durante la Pasión de Cristo una horrible oscuridad se esparza sobre el mundo entero, para mostrar con total claridad que el Sumo Sacerdote estuvo equivocado, que el pueblo judío estuvo equivocado, que Herodes estuvo equivocado, y que el que estuvo colgado de la Cruz era su único Hijo, el Mesías. Y cuando el centurión vio estas manifestaciones celestiales exclamó: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (192); y nuevamente, «Ciertamente este Hombre era justo» (193). Pues el centurión reconoció en tales signos celestiales la voz de Dios anulando la sentencia de Caifás y de Pilato, y declarando que este Hombre era condenado a muerte en contra de la ley, pues era el Autor de la vida, el Hijo de Dios, el Cristo prometido. Pues qué otra cosa podría haber significado Dios con esta oscuridad, con la secreta separación de las rocas y el rasgarse el velo del Templo, sino que se estaba apartando de un pueblo que una vez fue el suyo, y estaba airado con gran ira pues no habían conocido el tiempo de su visita.
Ciertamente si los judíos considerasen estas cosas, y al mismo tiempo volviesen su atención al hecho de que desde ese día fueron dispersados por todas las naciones, no tuvieron ya ni reyes ni pontífices, ni altares, ni sacrificios, ni profetas, deberían concluir que han sido abandonados por Dios y, lo que es peor, que se han sido entregados a un sentido corrupto, y que se cumple en ellos ahora lo que Isaías profetizó cuando presentó al Señor diciendo: «Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Enceguece el corazón de ese pueblo y hazlo duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y lo cure» (194).
Capítulo VI
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la cuarta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
En las tres primeras palabras Cristo nuestro Maestro nos ha recomendado tres grandes virtudes: caridad para con nuestros enemigos, amabilidad para los que sufren, y afecto por nuestros padres. En las cuatro últimas palabras nos recomienda cuatro virtudes, ciertamente no más excelentes, pero aún así no menos necesarias para nosotros: humildad, paciencia, perseverancia y obediencia. En efecto, de la humildad, que puede ser llamada la virtud característica de Cristo, pues no se ha hecho mención de ella en los escritos de los sabios de este mundo, nos dio Él ejemplo por medio de sus acciones durante el transcurso completo de su vida y con selectas palabras se mostró como el Maestro de la virtud cuando dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón» (195). Pero en ningún momento nos alentó más claramente a la práctica de esta virtud, y junto con ella a la de la paciencia, que no puede ser separada de la humildad, que cuando exclamó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pues Cristo nos muestra con estas palabras que con el consentimiento de Dios, tal como lo atestiguaron las tinieblas, se había oscurecido toda su gloria y su excelencia, y nuestro Señor no podría haber soportado esto si no hubiese poseído la virtud de la humildad en el grado más heroico.
La gloria de Cristo, de la que nos escribe San Juan al inicio de su Evangelio -«Vimos su gloria, gloria como de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (196)-, consistía en su Poder, su Rectitud, su Justicia, su real Majestad, la felicidad de su Alma, y la dignidad divina de la que gozaba como el verdadero y real Hijo de Dios. Las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», muestran que su Pasión echó un velo sobre todos estos dones. Su Pasión echó un velo sobre su poder, pues cuando estuvo clavado en la Cruz aparecía tan impotente que los Sumos Sacerdotes, los soldados y el ladrón se burlaban de su debilidad diciendo: «Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz; Él que salvó a otros, a sí mismo no puede salvarse» (197). ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad le fue necesaria a Él que era Todopoderoso, para no responder ni una palabra a semejantes mofas! Su Pasión echó un velo sobre su Sabiduría, pues ante el Sumo Sacerdote, ante Herodes, ante Pilato, estuvo como privado de entendimiento y respondió sus preguntas con el silencio, de modo tal que «Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un espléndido vestido» (198). ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad, le fue necesaria a quien era no sólo más sabio que Salomón, sino que era la Sabiduría misma de Dios, para tolerar tales ultrajes! Su Pasión echó un velo sobre la rectitud de su vida, pues fue clavado a una Cruz entre dos ladrones, como un embustero del pueblo, y un usurpador de un reino ajeno. Y Cristo confesó que el haber sido abandonado por su Padre parecía proyectar un mayor resplandor a la gloria de su vida inocente. «¿Por qué me has abandonado?». Pues Dios no suele abandonar a los hombres rectos sino a los perversos. En efecto, todo hombre orgulloso tiene particular cuidado para evitar decir algo que pueda llevar a sus oyentes a deducir que ha sido menospreciado. Pero los hombres humildes y pacientes, cuyo Rey es Cristo, aprovechan diligentemente toda ocasión de practicar su humildad y su paciencia, con tal que al hacerlo no violen la verdad. ¡Cuánta paciencia, cuánta humildad le fue necesaria para soportar semejantes insultos, especialmente a Aquel de quien San Pablo dice: «Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (199). Esta Pasión proyecta tal velo sobre su real Majestad que tenía una corona de espinas por diadema, una caña como cetro, un patíbulo como cámara de audiencia, dos ladrones como sus reales huéspedes. ¡Cuánta paciencia entonces, cuánta humildad le fue necesaria a quien era el verdadero Rey de reyes, Señor de señores, y Príncipe de los reyes de este mundo! ¿Qué diré de la alegría de corazón de la que Cristo gozó desde el momento mismo de su concepción, y de la que, si hubiese querido, podría haber hecho participar a su Cuerpo? ¿Qué velo echó su Pasión sobre la gloria de su felicidad, pues lo hizo, como dice Isaías, «Despreciable, y desecho de hombres, Varón de dolores, y colmado de injurias» (200), de modo que en la grandeza de su sufrimiento gritó: «Dios mío, Dios míos, ¿por qué me has abandonado?»? En fin, su Pasión oscureció tanto la poderosa dignidad de su Persona Divina que Aquel que se sienta no sólo por encima de todos los hombres, sino por encima de los mismos Ángeles, pudo decir «Pero soy un gusano y no hombre, la vergüenza de los hombres, y el asco del pueblo» (201).
Cristo, entonces, descendió en su Pasión al abismo mismo de la humildad, pero esta humildad tuvo su recompensa y su gloria. Lo que nuestro Señor había prometido tan a menudo de que «el que se humilla será ensalzado», nos dice el Apóstol que fue ejemplificado en su propia Persona. «Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (202). Así, quien parecía ser el menor de los hombres es declarado ser el primero, y una pequeña y como pasajera humillación ha sido seguida por una gloria que será eterna. Así ha ocurrido con los Apóstoles y los Santos. San Pablo dice de los Apóstoles: «Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos» (203), esto es, los compara a las cosas más viles que son holladas bajo los pies. Así fue su humildad. ¿Cuál es su gloria? San Juan Crisóstomo nos dice que los apóstoles están sentados ahora en el cielo, cerca al trono mismo de Dios, donde los querubines lo alaban y los serafines lo obedecen. Ellos están asociados con los grandes príncipes de la corte celestial. Y estarán allí por siempre. Si los hombres considerasen cuán glorioso es imitar en esta vida la humildad del Hijo de Dios, y viesen a cuánta gloria los conduciría esta humildad, encontraríamos muy pocos hombres orgullosos. Pero puesto que la mayoría de los hombres miden todo con sus sentidos y con consideraciones humanas, no debemos sorprendernos si el número de los humildes es pequeño, y el de los orgullosos infinito.
Capítulo VII
Explicación literal de la quinta Palabra: Tengo sed»
La quinta palabra que encontramos en San Juan es «tengo sed». Pero para entenderla tenemos que añadir las palabras precedentes y subsiguientes del mismo evangelista. «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: “Tengo sed”. Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca» (203). (204)El significado de estas palabras es que nuestro Señor deseaba realizar todo lo que sus profetas, inspirados por el Espíritu Santo, habían predicho sobre su vida y muerte. Ya todo se había realizado, excepto el haber mezclado hiel con lo que iba a beber, de acuerdo a lo que está en el salmo sesenta y nueve: «Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre» (205). Por eso, para que la Escritura se realice, es que gritó con fuerte voz: «Tengo sed». Pero ¿por qué para que fueran cumplidas la Escrituras? ¿Por qué no más bien porque realmente estaba sediento y quería calmar su sed? Un profeta no profetiza con el propósito de que se cumpla aquello que predice, sino profetiza porque ve que aquello que profetiza se va a cumplir, y por eso lo predice. Consecuentemente el hecho de prever o de predecir algo no es el motivo para que esto ocurra, más bien, el evento que va ocurrir es la causa por la que puede ser prevista o predicha.
Aquí tenemos abierto, ante nuestra vista, un gran misterio. Nuestro Señor sufrió desde el comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento de una gran cantidad de sangre seca a la persona, produciendo una violenta sed. Yo mismo una vez conocí un hombre que tenía varias heridas y consecuentemente había perdido mucha sangre, y que solo pedía algo para beber, como si no le importaran sus heridas, sino solo su terrible sed. Lo mismo es relatado de San Emeramo, mártir, quien estaba atado a una estaca, cruelmente torturado, y de lo único que se quejaba era de la sed. Pero Cristo había sido arrastrado de un lado al otro por la ciudad, y desde la flagelación en la columna, había sangrado copiosamente esa sangre que durante la crucifixión fluía de su cuerpo, como de cuatro fuentes, y este desangramiento continuó por varias horas. ¿No habrá experimentado una sed violentísima? Sin embargo, soportó esta agonía por tres horas en silencio, y lo pudo haber soportado hasta la muerte, que estaba tan próxima. ¿Entonces, por qué se mantuvo silente sobre este asunto durante tanto tiempo, y al momento de la muerte, pronunció su sufrimiento clamando, «¡Tengo sed!»? Porque era la voluntad de Dios que todos nosotros sepamos que su Hijo único había sufrido esta agonía. Y así nuestro Padre celestial quiso que sea predicho por sus profetas, y también quiso que nuestro Señor Jesucristo, para dar un ejemplo de paciencia a sus fieles seguidores, reconociera que sufrió esa intensa agonía al exclamar «Tengo sed». Esto es, todos los poros de mi cuerpo están cerrados, mis venas están resecas, mi paladar está reseco, mi garganta esta reseca, todos mis miembros están resecos. Si alguien desea aliviarme, deme algo de beber.
Consideremos ahora, qué bebida le fue ofrecida por los que estaban cerca a la Cruz. «Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron una esponja a una rama de hisopo empapada en vinagre y se la acercaron a la boca». ¡Oh, qué consolación! ¡Qué alivio! Había allí una vasija llena de vinagre, una bebida que tiende a hacer que las heridas duelan y que apura la muerte. Por este motivo estaba ahí, para hacer que los que estaban crucificados mueran más rápidamente. Al tratar ese punto San Cirilo dice con razón, «En vez de algo refrescante y aliviante, le ofrecieron algo que era doloroso y amargo». Y si consideramos lo que San Lucas escribe en el Evangelio, todo esto se vuelve todavía más probable: «También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre» (206). A pesar de que San Lucas dice esto de nuestro Señor justo después de que fue clavado a la Cruz, no obstante podemos creer piadosamente que cuando el soldado lo escuchó exclamar, «Tengo sed», le ofrecieron el vinagre por medio de la misma esponja y rama que burlándolo ya le habían ofrecido. Concluimos que al principio un poco antes de su crucifixión le presentaron vino mezclado con hiel, y al poco tiempo de la muerte le dieron vinagre, una bebida de lo más desagradable para un hombre en agonía, para que la pasión de Cristo sea de comienzo a fin una autentica y real pasión que no admitía consolación.
Capítulo VIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
El Antiguo Testamento es comúnmente interpretado por el Nuevo Testamento, pero en relación a este misterio de la sed del Señor, las palabras del Salmo sesenta y nueve pueden ser consideradas como un comentario al Evangelio. Pues, de las palabras del Evangelio no podemos decidir con certeza si los que le ofrecieron vinagre al Señor sediento lo hicieron para aliviarlo, o para agravarle su agonía. Esto es, no sabemos si lo hicieron por un motivo de amor o de odio. Con San Cirilo, estamos inclinados a creer en el segundo motivo, pues las palabras del salmista son muy claras para requerir una explicación. Y de estas palabras podemos sacar una lección: aprender a tener sed con Cristo de aquellas cosas de las que podamos estar sedientos con provecho. Esto es lo que dice el salmista: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno. Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre» (207). Y así, los que un poco antes de la crucifixión le dieron al Señor vino mezclado con hiel, de la misma manera que los que le ofrecieron a nuestro Señor crucificado vinagre, representan a los que reclama cuando dice: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno».
Pero tal vez alguien podría preguntar: ¿No se afligieron con Él auténticamente y de corazón, su Santísima Virgen Madre, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena, y el apóstol San Juan, que estaban al pie de la Cruz? ¿No se afligieron realmente con Él, lamentando su suerte, aquellas santas mujeres que siguieron al Señor hasta el monte Calvario? ¿No estaban los apóstoles en un estado de tristeza durante todo el tiempo de su pasión, como predicó Cristo: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará»? (208) Todos estos se afligieron y realmente se afligieron, pero no se afligieron junto con Cristo, pues el motivo y causa de su tristeza era bien distinta del motivo y causa de la tristeza de Cristo. Nuestro Señor dijo: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno». Ellos se lamentaban por el sufrimiento corporal y muerte de Cristo. Pero Él no se lamentó de esto más que por un momento en el jardín, para probar que realmente era un hombre. ¿No había dicho: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (209); y nuevamente: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre»? (210) Entonces, ¿cuál fue la causa de la tristeza de nuestro Señor en la que no encontró nadie que lo acompañará en su pesar? Era la perdida de las almas por las que estaba sufriendo. Y ¿cuál era la fuente de consuelo que no pudo encontrar en nadie, sino la cooperación con él en la salvación de aquellos que tan ardientemente esperaba? Esto era la único alivio que anhelaba, esto deseaba, estaba hambriento, sediento de esto, pero le dieron hiel por comida y le dieron vinagre por bebida. El pecado está representado por la amargura de la hiel, que nada puede ser más amargo para el gusto. La obstinación del pecado esta representado por la acidez y el agresivo hedor del vinagre. Entonces, Cristo tenía una auténtica causa para su tristeza cuando vio por ladrón convertido, no sólo otro que permaneció en su obstinación, sino aparte innumerables otros; cuando vio que todos sus apóstoles se escandalizaron de su Pasión, que Pedro lo había negado, que Judas lo había traicionado.
Si alguien desea confortar y consolar a Cristo hambriento y sediento en la Cruz, lleno de pena y pesar, que primero se manifieste verdaderamente penitente, déjenlo detestar sus propios pecados, y entonces junto con Cristo, déjenlo tener un hondo pesar en sus corazón, porque tan gran número de almas mueren diariamente, a pesar de que todas podrían ser fácilmente salvadas si sólo utilizaran la gracia que Él ha comprado para ellos al redimirlos. San Pablo era uno de esos que se afligía con el Señor, cuando en la Carta a los Romanos dice: «Digo la verdad en Cristo, no miento, -mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo-, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas, de los cuales es la adopción filial» (211). Con esta máxima, no pudo el apóstol mostrar con mayor intensidad su ardiente deseo de la salvación las almas: «Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo». Quiere decir, según lo que dice San Juan Crisóstomo, en su obra sobre la compunción del corazón, que se sentía tan excesivamente afligido por la maledicencia de los Judíos, que quería, si fuese posible, ser separado de Cristo, por el bien de su gloria (212). No deseaba ser separado del amor de Cristo, pues sería contradictorio con lo que dice en otra parte de la misma epístola: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (213), sino de la gloria de Cristo, prefiriendo ser privado de la participación en la gloria de su Salvador a que su Señor sea privado del fruto adicional de su Pasión, que vendría de la conversión de tantos miles de judíos. Él verdaderamente se afligió junto con el Señor y consoló el pesar de su divino Maestro. Pero ¿cuán escasos son los imitadores de este gran apóstol hoy en día? Primeramente, muchos pastores de almas están más afligidos si se reducen o pierden las rentas de la Iglesia que si un gran número de almas se pierde por su ausencia o negligencia. San Bernardo dice, refiriéndose a algunos: «soportamos el detrimento que Cristo sufre con más ecuanimidad que lo que deberíamos soportar nuestra propia pérdida. Balanceamos nuestros gastos diarios con la entrada diaria de nuestras ganancias, y no sabemos nada de la perdida que ocurre en el rebaño de Cristo» (214). No es suficiente que un obispo viva santamente, y se empeñe en su conducta privada a imitar las virtudes de Cristo, a no ser que se empeñe para que los que estén en sus manos, o mejor dicho sus hijos, sean santos, y trate de guiarlos, haciendo que sigan los pasos de Cristo hacia el gozo eterno. Entonces, que los que desean sufrir con Cristo, giman con Cristo, y para compadecerse de Él, cuiden su rebaño, nunca desamparen sus ovejas, más bien diríjanlas por la palabra y guíenlas con su ejemplo.
Cristo también puede reclamar razonablemente de los laicos, por no afligirse con el ni aliviarlo. Y si cuando estaba colgado de la Cruz, expresó su pesar por la perfidia y la obstinación de los Judíos, por quienes su esfuerzo se perdió, por quienes su tormento fue ridiculizado, y por quienes la preciosa medicina de su sangre fue desperdiciada insanamente. ¡Cómo será esa expresión observando, no desde la Cruz, sino desde el cielo, a aquellos que creen en Él, y no lucran nada de su pasión, pisan su preciosa sangre y le ofrecen hiel y vinagre al aumentar diariamente sus pecados, sin pensar en el juicio final o temer el fuego del infierno! «Se produce alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (215). Pero ¿no es acaso esta alegría transformada en tristeza, leche en hiel, y vino en vinagre, que los que por la fe y el bautismo han nacido en Cristo, y que por el sacramento de la reconciliación han resucitado de la muerte a la vida, si en poco tiempo vuelven a matar su alma al recaer en pecado mortal? «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (216). Pero ¿acaso no es doblemente afligida la madre si el hijo muere inmediatamente después del nacimiento o nace ya muerto? Tantos trabajan por su salvación confesando sus pecados, tal vez incluso ayunando y dando limosna, pero su afán es en vano y nunca obtienen el perdón de sus pecados, pues tienen una falsa conciencia o son responsables de una ignorancia culpable. Estos trabajos, y el trabajo inútil ¿no es a caso una aflicción doble para ellos mismos y para sus confesores? Tales personas son como enfermos que aceleran su muerte usando una medicina amarga que esperan que los cure. O como un jardinero que soporta gran sufrimiento por sus viñedos y tierras y que pierde todos los frutos de su cuidado por una tormenta repentina. Estos son los males que debemos deplorar, y cualquiera que gima y que es afligido con Cristo en la Cruz, y cualquiera que se empeñe con toda su fuerza en aminorarlos, alivia las penas y el pesar de nuestro Señor crucificado, y participará con Él en el gozo del cielo, y reinará para siempre con Él en el reino de su Padre celestial.
Capítulo IX
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Cuando medito atentamente sobre la sed que soportó Cristo en la Cruz, se me ocurre otra consideración muy útil. Me parece que nuestro Señor ha dicho, «Tengo sed», en el mismo sentido en que se dirigió a la Samaritana, «Dame de beber». Pues al desvelar el misterio que contienen estas palabras, también dijo: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (217). Pero, ¿cómo podía tener sed aquel que es la fuente del agua viva? ¿No se refiere a sí mismo cuando dice: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba?» (218). Y, ¿no es Él la roca a la cual el apóstol se refiere cuando dice: «y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (219). En fin, ¿no es Él que se dirige a los Judíos por la boca del profeta Jeremías: «a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen?» (220). Entonces, me parece que nuestro Señor desde la Cruz, como desde un trono elevado, mira a todo el mundo que está lleno de hombres que están sedientos y exhaustos, y por lo reseco que está, tiene piedad de la sequía que soporta la humanidad, y grita, «Tengo sed». Esto es, estoy sediento por la sequedad y aridez de mi Cuerpo, pero esta sed pronto se terminará. Sin embargo, la sed que sufro por el deseo de que los hombres empiecen a conocer por la fe que soy el auténtico manantial de agua viva y que se acerquen y beban es incomparablemente mayor.
¡Oh, qué felices seríamos si escuchásemos con atención las palabras que nos está dirigiendo la Palabra encarnada! ¿No tiene sed casi todo hombre, con la ardiente e insaciable sed de la concupiscencia, que por las aguas turbias y pasajeras de las cosas temporales y corruptibles, que son considerados bienes, tales como el dinero, el honor, y los placeres? Y, ¿quién ha escuchado las palabras de su maestro, Cristo, y ha probado el agua viva de la sabiduría divina, que no se haya sentido abominado por las cosas mundanas, y empezado a aspirar las celestiales? ¿Quién ha puesto a un lado el deseo de adquirir y acumular las cosas de este mundo y ha empezado a aspirar y desear por las celestiales? Esta agua viva no brota del mundo, más bien baja del cielo. Nuestro Señor, que es el manantial de agua viva, nos lo va dar si es que le pedimos con oraciones fervientes y copiosas lagrimas. No solo va eliminar toda ansiedad por las cosas mundanas, sino que también va a ser nuestra fuente infalible de comida y bebida en nuestro exilio. De este modo habla Isaías: «todos los sedientos, id por agua,» y para que no pensemos que esta agua es preciosa y querida, añade: «venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche» (221). Dice que es un agua que tiene que ser comprada, pues no puede ser adquirida sin esfuerzo, y sin tener la adecuada disposición para recibirla, pero no es comprada con plata o por intercambio, pues es entregada gratuitamente, pues es invalorable. Lo que el profeta en una línea llama agua, en la próxima llama vino y leche, pues es tan eficaz que contiene las cualidades del agua, vino y leche.
La verdadera sabiduría y caridad se entienden como agua, pues refresca el corazón de la concupiscencia, se entienden como vino pues calienta y embriaga la mente con un ardor sobrio, se entienden como leche pues nutre al joven en Cristo con un alimento fortalecedor, como lo dice Pedro: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura» (222). Esta misma sabiduría y caridad -lo opuesto a la concupiscencia de la carne- es el yugo que es dulce, y la carga ligera, que aquellos que lo toman dócil y humildemente lo descubren como un descanso real y auténtico para sus almas. De tal forma que ya no tienen sed, ni se afanan por retirar agua de fuentes mundanas. Este deleitable descanso para el alma ha llenado desiertos, habitados monasterios, reformado al clero, contenido matrimonios. El palacio de Teodosio el Joven no era diferente de un monasterio. La corte de Elzeario tenía poca diferencia con la casa de religiosos pobres. En vez de las peleas y discusiones, se escuchaban salmos y música sacra. Todas estas bendiciones se deben a Cristo, que al precio de su propio sufrimiento, sació nuestra sed y así regó los áridos corazones de hombres que no van a tener sed nuevamente, a no ser que ante la instigación del enemigo voluntariamente se retiren del manantial eterno.
Capítulo X
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
La imitación de la paciencia de Cristo es el tercer fruto en ser recogido de la consideración de la quinta palabra. En la cuarta palabra la humildad de Cristo, junto con su paciencia, era notable. En la quinta palabra, resplandece sola su paciencia. Ahora bien, la paciencia es no sólo una de la más grandes virtudes, sino es positivamente la más necesaria para nosotros. San Cipriano dice: «Entre todos los caminos de ejercicio celestial, no conozco uno más provechoso para esta vida o ventajoso para la próxima: que aquellos que se esfuerzan con temor y devoción por obedecer los mandamientos de Dios deban, sobre todas las cosas, practicar la virtud de la paciencia». Pero antes de que hablemos de la necesidad de la paciencia, debemos distinguir la virtud de su falsificación. La verdadera paciencia nos permite soportar el infortunio de sufrir sin caer en la desgracia de pecar. Tal fue la paciencia de los mártires, que prefirieron soportar las torturas del verdugo que negar la fe de Cristo, que prefirieron sufrir la pérdida de sus bienes mundanos antes que adorar dioses falsos. La falsificación de esta virtud nos lleva a soportar cualquier penalidad para obedecer a la ley de la concupiscencia, arriesgar la pérdida de la felicidad eterna por causa del placer momentáneo. Tal es la paciencia de los esclavos del demonio, que soportan hambre y sed, frío y calor, la pérdida de su reputación, la pérdida incluso del cielo, para incrementar sus riquezas, disfrutar los placeres de la carne, o ganar un puesto de honor.
La verdadera paciencia tiene la propiedad de incrementar y preservar todas las otras virtudes. Santiago es nuestra autoridad para este elogio de la paciencia. Él dice: «Y la paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas, para seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear» (223). Debido a las dificultades que nos encontramos en la práctica de la virtud, ninguna puede florecer sin la paciencia, pero cuando las otras virtudes son acompañadas por ésta, todas las dificultades desaparecen, pues la paciencia hace derechos los caminos torcidos, y suaves los caminos ásperos. Y esto es tan verdadero que San Cipriano, hablando de la caridad, la reina de las virtudes, clama: «La caridad, el lazo de la amistad, el fundamento de la paz, el poder y la fuerza de la unión, es mayor que la fe o la esperanza. Es la virtud de la cual los mártires obtienen su constancia, y es la que practicaremos para siempre en el Reino de los Cielos. Pero sepárala de la paciencia, y se hundirá; aleja de ella el poder del sufrimiento y de la constancia, y se marchitará y morirá» (224). El mismo santo manifiesta la necesidad de esta virtud también para preservar nuestra castidad, firmeza, y paz con el prójimo. «Si la virtud de la paciencia es fuerte y firmemente enraizada en sus corazones, tu cuerpo, que es santo y templo del Dios vivo, no será contaminado con adulterio, tu firmeza no será ensuciada por la mancha de la injusticia, ni luego de haberse alimentado con el Cuerpo de Cristo, estarán tus manos empapadas de sangre». Quiere significar, por el contrario de estas palabras, que sin la paciencia ni el hombre casto podrá ser capaz de preservar su pureza, ni el hombre justo será equitativo, ni aquel que ha recibido la Sagrada Eucaristía será libre del peligro de la ira y el homicidio.
Lo que Santiago escribe de la virtud de la paciencia es enseñado en otras palabras por el Profeta David, por Nuestro Señor, y su Apóstol. En el salmo noveno, David dice: «La paciencia de los pobres no será vana para siempre» (225), porque tiene una obra perfecta, y en consecuencia su fruto nunca se pudrirá. Así como estamos acostumbrados a decir que las labores del granjero son provechosas cuando producen una buena cosecha, y son inútiles cuando no producen nada, así de la paciencia se dice que nunca perece porque sus efectos y recompensas permanecerán para siempre. En el texto que acabamos de citar, la palabra pobre es interpretada significando al hombre humilde que confiesa que es pobre, y que no puede hacer ni sufrir nada sin la ayuda de Dios. En su tratado sobre la paciencia (226), San Agustín manifiesta que no sólo los pobres, sino incluso los ricos, pueden poseer la verdadera paciencia, siempre y cuando confíen no en sí mismos sino en Dios, a quien, realmente necesitados de todos los dones divinos, puedan pedir y recibir este favor. Nuestro Señor parece implicar lo mismo cuando dice en el Evangelio «Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas» (227). Pues en realidad sólo poseen sus almas -esto es su vida, como propias y de la cual nada los puede privar-, quienes soportan con paciencia toda aflicción, incluso la muerte misma, para no pecar en contra de Dios. Y aunque por la muerte parecen perder sus almas, no las pierden, sino que las preservan para siempre. Pues la muerte del justo no es muerte, sino un sueño, y puede ser incluso tenida como un sueño de corta duración. Pero el impaciente, que para preservar la vida del cuerpo no duda en pecar negando a Cristo, adorando ídolos, cediendo a sus deseos lujuriosos, o cometiendo algún otro crimen, parece ciertamente preservar su vida por un tiempo, pero en realidad pierde la vida tanto del cuerpo como del alma para siempre. Y en cuanto del realmente paciente, puede con verdad ser dicho: «No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza» (228). Por lo que del impaciente con igual verdad podemos exclamar: No hay un sólo miembro de tu cuerpo que no arderá en el fuego del infierno.
Finalmente, el Apóstol confirma nuestra opinión: «Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido» (229). En este texto San Pablo explícitamente afirma a la paciencia no sólo como útil, sino incluso como necesaria para realizar la voluntad de Dios, y realizándola sentir en nosotros el efecto de su promesa: «recibir la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que le aman» (230), y guardar sus mandamientos pues «si alguno me ama, guardará mi Palabra», y «el que o me ama no guarda mis palabras» (231). Así vemos pues que toda la Escritura enseña a los fieles la necesidad de la virtud de la paciencia. Por esta razón, Cristo deseó en los últimos momentos de su vida declarar aquel interno, y durísimo, y largamente soportado sufrimiento -su sed- para alentarnos por tal ejemplo a preservar nuestra paciencia en todas las desgracias. Que la sed de Cristo fue una tortura de las más impetuosas lo hemos mostrado en el capítulo anterior. Que fue largamente soportado fácilmente lo podemos probar.
Para empezar, los flagelos junto a la columna. Cuando aquello tuvo lugar, Cristo estaba ya fatigado por su prolongada plegaria y agonía y sudor de sangre en el Huerto, por sus muchos viajes de un lado a otro durante la noche y la sucesiva mañana, del jardín de la casa de Anás, de la casa de Anás a la de Caifás, de la casa de Caifás a aquella de Pilato, de la casa de Pilato a la de Herodes, y de la casa de Herodes nuevamente a la de Pilato. Más aún, desde el momento de la última cena, Nuestro Señor no había probado ni comida ni bebida, o disfrutado de un momento de reposo, sino que había soportado muchos y gravosos insultos en la casa de Caifás, fue luego cruelmente azotado, lo que en sí mismo era suficiente para provocar una terrible sed, y cuando la flagelación hubo terminado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió la coronación de espinas y las burlas y el escarnio. Y cuando había sido ya coronado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió el llevar la Cruz, y cargado con el instrumento de su muerte, nuestro fatigado y exhausto Señor subió esforzadamente el monte del Calvario. Cuando llegó le ofrecieron vino mezclado con hiel, que probó pero no tomó. Y así acabó finalmente el camino, pero la sed que durante todo el camino había torturado a nuestro querido Señor fue sin duda incrementada. Luego siguió la crucifixión, y mientras la Sangre corría de sus cuatro Heridas como de cuatro fuentes, todos pueden concebir cuán enorme su sed ha de haber sido. Finalmente, por tres horas sucesivas, en medio de una gran oscuridad, debemos imaginar con que ardiente sed el sagrado Cuerpo fue consumido. Y aunque los que estaban ahí le ofrecieron vinagre, aún así, puesto que no era agua o vino, sino un trago fuerte y amargo, e incluso un trago muy corto, puesto que lo tuvo que tomar a gotas de una esponja, podemos decir sin dudar que nuestro Redentor, desde el comienzo de su Pasión hasta su muerte, soportó con la más heroica paciencia esta terrible agonía. Pocos de nosotros pueden saber por experiencia cuán grande es este sufrimiento, pues hallamos agua en cualquier lugar para calmar nuestra sed. Pero aquellos que viajan muchos días seguidos en el desierto algunas veces conocen lo que es la tortura de la sed.
Curcio relata que Alejandro Magno estuvo una vez marchando a través del desierto con su ejército, y que luego de sufrir todas las privaciones de la falta de agua, llegaron a un río, y los soldados empezaron a beber con tanta ansiedad, que muchos murieron en el acto, y añade que «el número de los que murieron en aquella ocasión fue mayor que el que había perdido en cualquier batalla». Su ardiente sed era tan insoportable que los soldados no pudieron refrenarse tanto como para respirar mientras bebían, y en consecuencia Alejandro perdió buena parte de su ejército. Hay otros que han sufrido mucho de sed como para tener al lodo, al aceite, a la sangre y a otras cosas impuras, que nadie tocaría a menos que sea urgido por terrible necesidad, como deliciosas. De esto aprendemos cuán grande fue la Pasión de Cristo, y cuan brillantemente su paciencia fue desplegada en ella. Dios nos concedió poder conocer esto, imitarlo, y sufriéndolo junto con Cristo aquí, reinar luego con Él.
Pero me parece escuchar algunas almas piadosas exclamar cuán deseosos y ansiosos están para saber por qué medios pueden mejor imitar la paciencia de Cristo, y poder decir con el Apóstol: «Con Cristo estoy crucificado» (232), y con San Ignacio Mártir: «Mi amor es crucificado» (233). No es tan difícil como muchos imaginan. No es necesario para todos acostarse en el suelo, flagelarse hasta sangrar, ayunar diariamente a pan y agua, usar sayales, una cadena de hierro o algún otro instrumento de penitencia para conquistar la carne y crucificarla con sus vicios y concupiscencias. Estas prácticas son laudables y útiles, siempre y cuando no sean peligrosas para la salud, o hechas sin el permiso del director. Pero deseo mostrar a mis piadosos lectores un medio para practicar la virtud de la paciencia de nuestro manso y gentil Redentor, que todos pueden abrazar, que no contiene nada extraordinario, nada nuevo, y por cuyo uso nadie puede ser sospechoso de buscar o ganar aplauso por su santidad.
En primer lugar entonces, quien ama la virtud de la paciencia ha de alegremente someterse a aquellas labores y penalidades en las que estamos seguros por fe que es voluntad divina que debamos afligirnos, de acuerdo a aquellas palabras del Apóstol: «Necesitas paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios, y conseguir así lo prometido» (234). Ahora bien, lo que Dios quiere que abracemos no es ni difícil para mí enseñar, ni difícil para mis lectores aprender. Todos los mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia deben ser guardados con obediencia amorosa y paciencia, no importa cuán difícil o duros pueden parecer. ¿Qué son estos mandamientos de la Iglesia? Los ayunos de Cuaresma, los días de ayuno y abstinencia, y ciertas vigilias. Guardar religiosamente éstas, como han de ser guardadas, requerirá una gran cantidad de paciencia. Ahora bien, supongamos que una persona en un día de ayuno se sienta en una mesa muy bien servida, o en su única comida permitida come tanto como lo hubiese hecho en dos comidas en un día ordinario, o anticipa el momento para comer, o come más de lo que es permitido, tal persona ciertamente ni tendrá hambre ni sed, ni su paciencia producirá fruto. Pero si resuelve firmemente no tomar alimento antes del tiempo permitido, a menos que enfermedad o alguna otra necesidad lo obligue, y come alimentos que son burdos y ordinarios y propios para un tiempo de penitencia, y no se excede en lo que normalmente come en una comida, y da a los pobres todo lo que hubiese comido si no fuese un día de ayuno, como dice San León, «dejen a los pobres alimentarse con aquello que los que ayunan se han abstenido; y permitámonos sentir hambre por un corto tiempo, caramente amado, y por corto tiempo disminuyamos lo que queremos para nuestro propio placer, para poder ser de utilidad a los pobres», y si en la tarde permite que la colación sea nada más que una colación, en tal caso, sin duda la paciencia será necesaria para soportar el hambre y la sed, y por tanto al ayunar imitaremos lo más posible la paciencia de Cristo, y seremos clavados, por lo menos en parte, a la Cruz con él. Pero alguno objetará que todas estas cosas no son absolutamente necesarias. Lo concedo, pero son necesarias si deseamos practicar la virtud de la paciencia, o ser como nuestro sufriente Redentor. Nuevamente, nuestra Santa Madre Iglesia ordena a los eclesiásticos y a los religiosos recitar o cantar las horas canónicas. Aquí necesitaremos toda la asistencia que la virtud de la paciencia nos pueda dar, si es que esta lectura y oración sagrada ha de ser realizada en la manera que debe ser, pues hay algunos que no tienen suficiente que hacer como para mantenerse libres de distracciones durante la oración. Muchos corren en sus oraciones tan rápidamente como pueden, como si estuvieran realizando una tarea muy laboriosa, y quisiesen librarse de la carga en el menor tiempo posible, y dicen su Oficio, no parados o arrodillados, sino sentados o caminando, como si la fatiga de la oración fuese disminuida al sentarse o aligerada por caminar. Esto hablando de aquellos que rezan su Oficio en privado, no de aquellos que lo cantan en el coro. También, para no interrumpir su sueño, muchos recitan durante el día aquella parte del Oficio que la Iglesia ha ordenado que sea dicha en la noche. No digo nada de la atención y elevación de mente que es requerida mientras que Dios es invocado en la oración, porque muchos piensan acerca de lo que están cantando o leyendo menos que cualquier otra cosa. Verdaderamente es sorprendente que muchos más no ven cuán necesaria la virtud de la paciencia es para erradicar la repugnancia que sentimos a pasar un tiempo prolongado de oración, levantarse para decir las horas canónicas en el tiempo adecuado, soportar la fatiga de estar parado o arrodillado, prevenir nuestros pensamientos de divagar, y mantenerlos fijos en lo único en lo que estamos realizando. Que mis lectores escuchen ahora un relato de la devoción con la que San Francisco de Asís recitaba su breviario, y aprenderán entonces que el Oficio Divino no puede ser dicho sin el ejercicio de la más grande paciencia. En su Vida de San Francisco, San Buenaventura dice así: «Este santo hombre estaba tan habituado a recitar el Oficio Divino con no menor miedo que devoción hacia Dios, y aunque sufría grandes dolores en los ojos, estómago, columna, e hígado, nunca se hubiera recostado en alguna pared o detenido mientras lo cantaba, sino que de erguido de pie, sin su capucha, mantenía sus ojos fijos, y tenía la apariencia de una persona en desmayo. Si estaba de viaje, se mantenía a su horario regular, y recitaba el Divino Oficio en la manera usual, sin importar si una lluvia violenta estaba cayendo. Se pensaba a sí mismo culpable de una seria falta si, mientras que recitaba permitía a su mente ocuparse con pensamientos vanos, y cuantas veces esto le pasaba se apresuraba a ir a confesión para expiar por ello. Recitaba los salmos con tal atención de mente como si tuviese a Dios presente delante de él, y cuando decía el nombre del Señor, gustaba sus labios por la dulzura que la pronunciación de tal nombre le dejaba». Tan pronto alguno se esfuerce por recitar el Oficio Divino de esta manera, y levantarse en la noche para rezar Maitines, Laudes y Prima, aprenderá por experiencia la labor y paciencia que son necesarias para el debido cumplimiento de esta tarea. Hay muchas otras cosas que la Iglesia, guiada por las Sagradas Escrituras, nos pone como voluntad de Dios, y para el debido cumplimiento de ellos requerimos también de la virtud de la paciencia, como dar al pobre de nuestra propia superfluidad, perdonar a aquellos que nos injurian, o satisfacer a aquellos que hemos injuriado, confesar nuestros pecados por lo menos una vez al año, y recibir la Sagrada Eucaristía, lo que requiere no poca preparación. Todo esto demanda paciencia, pero a modo de ejemplo explicaré algunas cosas más con mayor detenimiento.
Todo lo que, sean demonios o hombres, hacen para afligirnos es otra indicación de la voluntad Divina, y otro llamado al ejercicio de nuestra paciencia. Cuando hombres y espíritus malos nos prueban, su objeto es injuriarnos, no beneficiarnos. Aun así Dios, sin quien no pueden hacer nada, no permitirá ninguna tormenta a nuestro alrededor, a menos que lo juzgue útil. En consecuencia, toda aflicción puede ser tenida como viniendo de la mano de Dios, y debe ser por tanto soportada con paciencia y alegría. El santo y derecho Job sabía que las desgracias con las que era golpeado, y que le privaron en un día de todas sus riquezas, de todos sus hijos, y de toda su salud corporal, procedían del odio del demonio. Aún así exclamó:
«El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor» (235), porque sabía que sus calamidades solo podían suceder por la voluntad de Dios. No digo esto porque pienso que cuando uno es perseguido sea por otros hombres o por el demonio, no deba, o debiera, hacer lo posible por recuperar sus pérdidas, consultar un doctor si está mal, o defenderse a sí y a su propiedad, sino que sencillamente doy este aviso: no tomar venganza en contra de los hombres malvados, no devolver el mal por mal, sino soportar la desgracia con paciencia porque Dios desea que así lo hagamos, y al cumplir su voluntad recibiremos la promesa.
La última cosa que deseo observar es esta. Todos debemos luchar para estar íntimamente convencidos de que todo lo que sucede por suerte o accidente, como una gran sequía, excesiva lluvia, pestilencia, hambruna, y otras, no suceden sin la especial providencia y voluntad de Dios, y en consecuencia no debemos quejarnos de los elementos, o de Dios mismo, sino considerar males de este tipo como un flagelo con el que Dios nos castiga por nuestros pecados, e inclinándonos bajo su mano todopoderosa, soportemos todo con humildad y paciencia. Dios será entonces apaciguado. Derramará sus bendiciones sobre nosotros. Nos corregirá a nosotros sus hijos con amor paternal, y no nos privará del Reino de los Cielos. Podemos aprender cual es la recompensa de la paciencia de un ejemplo que San Gregorio aduce. En la trigésimo quinta homilía sobre los Evangelios, dice que un cierto hombre Esteban era tan paciente como para considerar a aquellos que lo oprimían como sus más grandes amigos. Devolvía agradecimientos por los insultos, tenía a las desgracias como ganancias, contaba a sus enemigos entre el número de los que le deseaban el bien y eran sus benefactores. El mundo lo consideraba como un insensato y un loco, pero no fue sordo a las palabras del Apóstol de Cristo: «Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio» (236). Y San Gregorio añade que cuando se estaba muriendo muchos ángeles fueron vistos asistiéndolo alrededor de su cama, quienes llevaron su alma derecho al cielo, y el santo Doctor no dudó en tener a Esteban entre los mártires por virtud de su extraordinaria paciencia.
Capítulo XI
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Aún queda un fruto más, y el más dulce de todos, para ser recogido de la consideración de esta palabra. San Agustín, en su explicación de la palabra «Tengo sed», a ser hallada en su tratado sobre el Salmo 68, dice que manifiesta no sólo el deseo que Cristo tenía por beber, sino más aún el deseo con que estaba inflamado de que sus enemigos crean en Él y se salven. Podemos ir un poco más lejos, y decir que Cristo tuvo sed por la gloria de Dios y salvación de los hombres, y nosotros hemos de tener sed por la gloria de Dios, honor de Cristo, y por nuestra propia salvación y la salvación de nuestros hermanos. No podemos dudar de que Cristo tuvo sed por la gloria de su Padre y la salvación de las almas, pues todas sus obras, toda su predicación, todos sus sufrimientos, todos sus milagros, así lo proclaman. Debemos considerar lo que tenemos que hacer para no mostrarnos ingratos a tal Benefactor, y qué medios hemos de tomar para inflamarnos de tal manera que realmente estemos sedientos por la gloria de Dios, que «tanto amó al mundo que dio a su único Hijo» (237), y ferviente y ardientemente estar sedientos por el honor de Cristo, quien «nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (238), sintiendo tanta compasión por nuestros hermanos como un deseo celoso de su salvación. Aún lo más necesario para nosotros es anhelar cordial y ardorosamente nuestra propia salvación, que este deseo nos empuje, de acuerdo a nuestra fuerza, a pensar y hablar y hacer todo lo que nos pueda ayudar a salvar nuestras almas. Si no nos importa nada el honor de Dios, o la gloria de Cristo, y no sentimos ninguna ansiedad por nuestra propia salvación, o la de los otros, se sigue que Dios será privado del honor que le es debido, que Cristo perderá la gloria que es suya, que nuestro prójimo no llegará al cielo, y que nosotros mismos pereceremos miserablemente para la eternidad. Y por este relato estoy muchas veces lleno de asombro al reflexionar que todos sabemos cuán sinceramente estuvo sediento Cristo por nuestra salvación, y nosotros, que creemos a Cristo la Sabiduría del Dios viviente, no somos movidos a imitar su ejemplo en materia tan íntimamente conectada con nosotros. Ni estoy menos sorprendido de ver hombres correr tras bienes mundanos con tal avidez, como si no hubiera cielo, y preocupándose tan poco por su propia salvación que, lejos de andar sedientos de ella, con las justas piensan en ella de pasada, como material trivial de poca importancia. Más aún los bienes temporales, que no son placeres puros, sino que son acompañados de muchas desventuras, son buscados con vehemencia y ansiedad. Pero a la felicidad eterna, que es deleite absoluto, es dada tan poca importancia, querida con tan poca preocupación, como si no poseyese ventaja alguna. ¡Ilumina, Señor, los ojos de mi alma, para que pueda encontrar la causa de tan dolorosa indiferencia!
El amor produce deseo, y el deseo, cuando es excesivo, es llamado sed. Ahora bien, ¿quién hay que no puede amar su propia felicidad temporal, particularmente cuando esa felicidad es libre de cualquier cosa que la puede dañar? Y si premio tan grande no puede ser sino amado, ¿por qué no puede ser ardientemente deseado, ansiosamente buscado, y con todas nuestras fuerzas estar sedientos de él? Tal vez la razón es que nuestra salvación no es materia que caiga bajo los sentidos, nunca hemos tenido experiencia de cómo es, como sí la hemos tenido en materias que se relacionan al cuerpo; y estamos tan solícitos para él, pero tan fríamente indiferentes para la primera. Pero si tal es el caso, por qué David, que era hombre mortal como nosotros, anhelaba tan ansiosamente la visión de Dios, y la felicidad en el cielo que consiste en la visión de Dios, como para clamar:
«Como el ciervo desea las fuentes de agua, así te desea a ti, oh Dios, mi alma. Sedienta está mi alma del Dios fuerte, vivo. ¿Cuándo vendré y apareceré ante la faz de Dios?» (239). David no es el único en este valle de lágrimas que ha deseado con tal ardiente deseo alcanzar la visión de Dios. Han habido otros más, distinguidos por su santidad, por quienes las cosas de este mundo fueron tenidas como despreciables e insípidas, y para quienes nada más el pensamiento y el recuerdo de Dios era agradable y delicioso. La razón entonces por la que no estamos sedientos de nuestra felicidad eterna no es porque el cielo es invisible, sino porque no pensamos con atención acerca de lo que está ante nosotros, con asiduidad, con fe. Y la razón por la cual no tomamos en cuenta las materias celestiales como debiéramos es porque no somos hombres espirituales, sino sensuales: «El hombre sensual no percibe aquellas cosas que son del Espíritu de Dios» (240). Por lo que, alma mía, si deseas por tu propia salvación, y la de tu prójimo, si mantienes en el corazón el honor de Dios y la gloria de Cristo, escucha las palabras del santo Apóstol Santiago: «Si alguno de ustedes está falto de sabiduría, demándela a Dios que la da a todos copiosamente y no da improperios, y le será concedida» (241). Esta sublime sabiduría no ha de ser adquirida en las escuelas de este mundo, sino en la escuela del Espíritu Santo de Dios, quien convierte al hombre sensual en uno espiritual. Pero no es suficiente pedir por esta sabiduría solo una vez y con frialdad, sino demandarla con mucho insistencia de nuestro Padre celestial. Pues si un padre en la carne no puede rehusarse a su hijo cuando le pide pan, «¿Cuánto más su Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo pidieron?» (242).
Capítulo XII
Explicación literal de la sexta Palabra: «Todo está cumplido»
La sexta palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz es mencionada por San Juan como ligada de alguna manera a la quinta palabra. Pues tan pronto como Nuestro Señor había dicho «Tengo sed», y había probado el vinagre que le había sido ofrecido, San Juan añade: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”» (243). Y en verdad nada puede ser añadido a estas sencillas palabras: «Todo está cumplido», excepto que la obra de la Pasión estaba ahora perfeccionada y completada. Dios Padre había impuesto dos tareas a su Hijo: la primera predicar el Evangelio, la otra sufrir por la humanidad. En cuanto a la primera ya había dicho Cristo: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (244). Nuestro Señor dijo estas palabras luego de que había concluido el largo discurso de despedida a sus discípulos en las Última Cena. Ahí había cumplido la primera obra que su Padre Celestial le había impuesto. La segunda tarea, beber la amarga copa de su cáliz, faltaba aún. Había aludido a esto cuando preguntó a los dos hijo de Zebedeo «¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?» (245); y también: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (246); y en otro lugar: «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (247). Sobre esta tarea, Cristo al momento de su muerte podía entonces exclamar: «Todo está cumplido, pues he apurado el cáliz del sufrimiento hasta lo último, nada nuevo me espera ahora sino morir». E inclinado la cabeza, expiró (248).
Pero como ni Nuestro Señor, ni San Juan, quienes fueron concisos en lo que dijeron, han explicado qué fue lo cumplido, tenemos la oportunidad de aplicar la palabra con gran razón y ventaja a diversos misterios. San Agustín, en su comentario sobre este pasaje, refiere la palabra al cumplimiento de todas las profecías que se referían al Señor. «Luego de que Jesús supiera que todas las cosas estaban ahora cumplidas, para que sea cumplida la Escritura, dijo: tengo sed», y «Cuando había tomado el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”» (249), lo que significa que lo que quedaba todavía por cumplir había sido cumplido, y por tanto podemos concluir que Nuestro Señor quería manifestar que todo lo que había sido predicho por los profetas en relación a su Vida y Muerte había sido hecho y cumplido. En verdad, todas las predicciones habían sido verificadas. Su concepción: «He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo» (250). Su nacimiento en Belén: «Más tu, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar Israel» (251). La aparición de una nueva estrella: «De Jacob nacerá una estrella» (252). La adoración de los Reyes: «Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecerán dones, los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes» (253). La predicación del Evangelio: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, anunciar la remisión de los cautivos y la libertad a los encarcelados» (254). Sus milagros: «El mismo Dios vendrá y les salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como el ciervo y la lengua de los mudos será desatada» (255). El cabalgar sobre un asno: «Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, vendrá pobre y sentado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna» (256). Y toda la Pasión había sido gráficamente predicha por David en los Salmos, por Isaías, Jeremías, Zacarías, y otros. Este es el significado de lo que Nuestro Señor decía cuando estaba a punto de comenzar su Pasión: «Miren, subimos a Jerusalén y va a cumplirse todo lo que escribieron los profetas sobre el Hijo del hombre» (257). De las cosas que debían cumplirse, ahora dice: «Todo está cumplido», todo está terminado, para que lo que los profetas predijeron sea ahora encontrado como verdad.
En segundo lugar, San Juan Crisóstomo dice que la palabra «Todo está cumplido» manifiesta que el poder que había sido dado a los hombres y demonios sobre la persona de Cristo les había sido quitado con la muerte de Cristo. Cuando Nuestro Señor dijo a los Sumos Sacerdotes y maestros del Templo «esta es su hora y el poder de las tinieblas» (258), aludía a este poder. Todo el periodo de tiempo durante el cual, con el permiso de Dios, los malvados tuvieron poder sobre Cristo, fue concluido cuando exclamó «Todo está cumplido», pues la peregrinación del Hijo de Dios entre los hombres, que había predicho Baruc, vino a su fin: «Este es nuestro Dios y ningún otro será tenido en cuenta ante él. Él penetró los caminos de la sabiduría y la dio a Jacob, su siervo, y a Israel, su amado. Después fue vista en la tierra y conversó con los hombres» (259). Y junto con su peregrinaje, aquella condición de su vida mortal fue terminada, aquella por la que sentía hambre y sed, dormía y se fatigaba, fue sujeto de afrentas y flagelos, heridas y a la muerte. Y así cuando Cristo en la Cruz exclamó «Todo está cumplido, e inclinando la cabeza, expiró», concluyó el camino del que había dicho: «Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y voy al Padre» (260). Esa laboriosa peregrinación fue terminada, sobre lo que había dicho Jeremías: «Esperanza de Israel, salvador en tiempo de la tribulación, ¿por qué estás en esta tierra como un extraño o como un viajero que pasa?» (261). La sujeción de su naturaleza humana a la muerte fue terminada, el poder de sus enemigos sobre Él fue acabado.
En tercer lugar concluyó el mayor de todos los sacrificios. En comparación al real y verdadero Sacrificio todos los sacrificios de la Antigua Ley son tenidos como meras sombras y figuras. San León dice: «Has atraído todas las cosas hacia ti, Señor, pues cuando el velo del Templo fue rasgado, el Santo de los Santos se apartó de los sacerdotes indignos: las figuras se convirtieron en verdades, las profecías se manifestaron, la Ley se convirtió en el Evangelio». Y un poco más adelante, dice: «Al cesar la variedad de sacrificios en los que las víctimas era ofrecidas, la única oblación de tu Cuerpo y Sangre cubre por las diferencias de las víctimas» (262). Pues en este único Sacrificio de Cristo, el sacerdote es el Dios-Hombre, el altar es la Cruz, la víctima es el cordero de Dios, el fuego para el holocausto es la caridad, el fruto del sacrificio es la redención del mundo. El sacerdote, digo, era el Hombre-Dios. No hay nadie mayor: «Tu eres sacerdote para siempre, de acuerdo al rito de Melquisedec» (263), y con justicia de acuerdo al rito de Melquisedec, porque leemos en la Escritura que Melquisedec no tenía padre o madre o genealogía, y Cristo no tenía Padre en la tierra, o madre en el cielo, y no tenía genealogía, pues «¿Quien contará su generación?» (264); «De mi seno, antes del lucero, te engendré» (265); «y su salida desde el principio, desde los días de la eternidad» (266). El altar fue la Cruz. Y así como previamente al tiempo en que Cristo sufrió sobre ella era el signo de la más grande ignominia, así ahora se ha dignificado y ennoblecido, y en el último día aparecerá en el cielo más brillante que el sol. La Iglesia aplica a la Cruz las palabras del Evangelista: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo» (267), pues ella canta: «Esta señal de la Cruz aparecerá en el cielo cuando el Señor venga a juzgar». San Juan Crisóstomo confirma esta opinión, y observa que cuando «el sol sea oscurecido, y la luna no de su luz» (268), la Cruz se verá más brillante que el sol en su esplendor al medio día. La víctima fue el cordero de Dios, todo inocente e inmaculado, de quien Isaías dice: «Como oveja será llevado al matadero, como cordero, delante del que lo trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca» (269), y de quien su Precursor había dicho: «He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo» (270); y San Pedro: «Sabiendo que han sido redimidos, no con oro, ni con plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como cordero inmaculado y sin mancilla» (271). Es llamado también en el Apocalipsis «el cordero que fue muerto desde el principio del mundo» (272), porque el mérito de su sacrificio fue previsto por Dios y fue en beneficio de aquellos que vivieron antes de la venida de Cristo. El fuego que consume el holocausto y completa el sacrifico es el inmenso amor que, como en hoguera ardiente, ardió en el Corazón del Hijo de Dios, y el cual las muchas aguas de su Pasión no pudieron extinguir. Finalmente, el fruto del Sacrificio fue la expiación de los pecados para todos los hijo de Adán, o en otras palabras, la reconciliación del mundo entero con Dios. San Juan en su primera Carta, dice: «Él es propiciación por nuestros pecados, y no tan solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (273) y esta es sólo otra manera de expresar la idea de San Juan Bautista: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (274). ¿Una dificultad surge aquí. Como pudo Cristo ser al mismo tiempo sacerdote y víctima, puesto que era deber del sacerdote matar a la víctima? Ahora bien, Cristo no se mató a sí mismo, ni podía hacerlo, pues si lo hubiese hecho habría cometido un sacrilegio y no ofrecido un sacrificio. Es verdad que Cristo no se mató a sí mismo, aún así ofreció un sacrificio real, porque pronta y alegremente se ofreció a sí mismo a la muerte por la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Pues ni los soldados hubiesen podido aprehenderlo, ni los clavos traspasado sus manos y pies, ni la muerte, aunque estuviese clavado a la Cruz, hubiese tenido ningún poder sobre Él si el mismo no lo hubiese querido así. En consecuencia, con gran verdad dijo Isaías: «Él se ofreció porque él mismo lo quiso» (275); y Nuestro Señor: «Yo doy mi vida; no me la quita ninguno, yo la doy por mí mismo» (276). Y aún más claramente San Pablo: «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave aroma» (277). Por tanto, de manera maravillosa fue dispuesto que todo el mal, todo el pecado, todo el crimen cometido al poner a muerte a Cristo fuese cometido por Judas y los judíos, por Pilato y los soldados. Ellos no ofrecieron ningún sacrificio, sino que fueron culpables del sacrilegio, y merecían ser llamados no sacerdotes sino miserables sacrílegos. Y toda la virtud, toda la santidad, toda la obediencia de Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima a Dios al soportar pacientemente la muerte, incluso muerte de Cruz, para poder apaciguar la ira de su Padre, reconciliar a la humanidad con Dios, satisfacer la justicia Divina, y salvar la raza caída de Adán. San León expresa de manera hermosa este pensamiento en pocas palabras: «Permitió que las manos impuras de los miserables se vuelvan contra Él, y se convirtieran en cooperadores con el Redentor en el momento en que cometían un abominable pecado».
En cuarto lugar, por la muerte de Cristo la gran lucha entre Él mismo y el príncipe del mundo llegó a su fin. Al aludir a esta lucha, el Señor hizo uso de estas palabras: «El juicio del mundo comienza ahora; ahora será expulsado fuera el príncipe de este mundo. cuando sea alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo» (278). La lucha fue judicial, no militar. La lucha fue entre dos demandantes, no dos ejércitos rivales. Satanás disputó con Cristo la posesión del mundo, el dominio sobre la humanidad. Por largo tiempo el demonio se había lanzado ilegítimamente a poseerlo, porque había vencido al primer hombre, y había hecho a él y a todos sus descendientes esclavos suyos. Por esta razón, San Pablo llama a los demonios «principados y potestades, gobernadores de estas tinieblas del mundo» (279). Y como dijimos antes, incluso Cristo llama al demonio «príncipe de este mundo». Ahora el demonio no solamente quiso ser príncipe, sino incluso el dios de este mundo, y así exclama el Salmo: «Porque todos los dioses de las naciones son demonios, pero el Señor hizo los cielos» (280). Satanás era adorado en los ídolos de los gentiles, y era rendido culto en sus sacrificios de corderos y terneros. Por otro lado, el Hijo de Dios, como verdadero y legítimo heredero del universo, demandó el principado de este mundo para Él. Esta fue la disputa decidida en la Cruz, y el juicio fue pronunciado en favor del Señor Jesús, porque en la Cruz expió plenamente los pecados del primer hombre y de todos sus hijos. Pues la obediencia mostrada al Padre Eterno por su Hijo fue mayor que la desobediencia de un siervo a su Señor, y la humildad con la que murió el Hijo de Dios en la Cruz redundó más para el honor del Padre que el orgullo de un siervo sirvió para su injuria. Así Dios, por los méritos de su Hijo, fue reconciliado con la humanidad, y la humanidad fue arrancada del poder del demonio, y «nos trasladó al reino de su Hijo muy amado» (281).
Hay otra razón que San León aduce, y la daremos en sus propias palabras. «Si nuestro orgulloso y cruel enemigo hubiese podido conocer el plan que la misericordia de Dios había adoptado, habría reprimido las pasiones de los judíos, y no los habría incitado con odio injusto, por lo que pudiese perder su poder sobre los cautivos al atacar infructuosamente la libertad de Aquel que nada le debía». Esta es una razón de muchísimo peso. Puesto que es justo que el demonio perdiera toda su autoridad sobre todos aquellos que por el pecado se habían hecho esclavos suyos, porque se había atrevido a poner sus manos sobre Cristo, quien no era su esclavo, quien nunca había pecado, y a quien sin embargo había perseguido a muerte. Ahora, si tal es el estado del caso, si la batalla ha terminado, si el Hijo de Dios ha ganado la victoria, y si «quiere que todos los hombres se salven» (282), ¿cómo es que tantos en esta vida están bajo el poder del demonio, y sufren los tormentos del infierno en la próxima? Lo respondo en una palabra: lo quieren. Cristo salió victorioso de la contienda, luego de otorgar dos indecibles favores a la raza humana. Primero el abrir a los justos las puertas del cielo, que habían estado cerradas desde la caída de Adán hasta aquel día, y en el día de su victoria, dijo al ladrón que había sido justificado por los méritos de su sangre, a través de la fe, la esperanza, y la caridad: «Este día estarás conmigo en el Paraíso» (283), y la Iglesia en su exultación, clama: «Tu, habiendo vencido al aguijón de la muerte, abriste a los creyentes el Reino de los Cielos». El segundo, la institución de los Sacramentos, que tienen el poder de perdonar los pecados y conferir la gracia. Envía a los predicadores de su Palabra a todas las partes del mundo a proclamar: «Aquel que cree, y sea bautizado, será salvado» (284). Y así nuestro victorioso Señor ha abierto el camino a todos para adquirir la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y si hay algunos que no quieren entrar en este camino, mueren por su propia culpa, y no por la falta de poder o la falta de querer de su Redentor.
En quinto lugar, la palabra «Todo está cumplido» puede ser con justicia aplicada a la conclusión del edificio, esto es, la Iglesia. Cristo nuestro Señor usa esta misma palabra en referencia a un edificio: «Hic homo coepit aedificare et non potuit consummare», «Este hombre empezó a edificar y no ha podido acabar» (285). Los Padres enseñan que la fundación de la Iglesia fue hecha cuando Cristo fue bautizado, y el edificio completado cuando murió. Epifanio, en su tercer libro contra los herejes, y San Agustín en el último libro de la Ciudad de Dios, muestran que Eva, que fue hecha a partir de una costilla de Adán mientras dormía, tipifica a la Iglesia, que fue hecha del costado de Cristo mientras dormía en la muerte. Y resaltan que no sin razón el libro del Génesis usa la palabra “construyó”, y no “formó”. San Agustín (286) prueba que el edificio de la Iglesia comenzó con el bautismo de Cristo, con las palabras del Salmista: «Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la redondez de la tierra» (287). El reino de Cristo, que es la Iglesia, comenzó con el bautismo que recibió de manos de San Juan, por la que consagró las aguas e instituyó ese sacramento que es la puerta de la Iglesia, y cuando la voz de su Padre fue claramente escuchada en los cielos: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (288). Desde ese momento nuestro Señor empezó a predicar y a reunir discípulos, quienes fueron los primeros hijos de la Iglesia. Y todos los sacramentos derivan su eficacia de la Pasión de Cristo, aunque el costado de Nuestro Señor fue abierto después de su muerte, y sangre y agua, que tipifican los dos sacramentos principales de la Iglesia, fluyeron. El fluir de la sangre y el agua del costado de Cristo luego de su muerte fue una señal de los sacramentos, no de su institución. Podemos concluir entonces que la edificación de la Iglesia fue completada cuando Cristo dijo: «Todo está cumplido», porque nada quedó luego más que la muerte, que sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de nuestra redención.
Capítulo XIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
Cualquiera que con atención reflexione sobre la sexta palabra ha de obtener muchas ventajas de sus reflexiones. San Agustín saca una lección muy útil del hecho de que la palabra «Todo está cumplido» muestra el cumplimiento de todas las profecías que hacen referencia a Nuestro Señor. Puesto que estamos seguros por lo que pasó que las profecías relacionadas a Nuestro Señor fueron verdaderas, así nosotros deberíamos tener la misma certeza de que otras cosas que los mismos Profetas han profetizado y que aún no han sucedido son igualmente ciertas. Los Profetas hablaron no de lo que quisieron, sino bajo inspiración del Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es Dios, quien no puede engañar o extraviar, nosotros deberíamos estar muy confiados de que todo lo que predijeron sucederá, si es que no ha sucedido ya. «Pues hasta ahora, decía San Agustín, todo ha sido realizado, por lo que ha de cumplirse con certeza sucederá. Tengamos un temor reverente en el Día del Juicio, pues el Señor vendrá. Él, que vino como un humilde bebé, vendrá de nuevo como un Dios poderoso». Nosotros tenemos más razones que los santos del Antiguo Testamento para nunca flaquear en nuestra fe, o en lo que creemos que vendrá. Aquellos que vivieron antes de la venida de Cristo estaban obligados a creer, sin prueba alguna, muchas cosas de las que nosotros ya tenemos abundantes testimonios, y por todo aquello que ya ha sido cumplido podemos deducir fácilmente que las otras profecías también se cumplirán. Los contemporáneos de Noé habían escuchado acerca del Diluvio Universal, no solo a través de los labios del profeta de Dios, sino también al mirarlo trabajando tan diligentemente en la construcción del Arca; y aún así, como nunca antes había habido un diluvio o algo similar a ello, no se convencieron, y en consecuencia la ira Divina los tomó desprevenidos. Así como nosotros sabemos que la profecía de Noé se cumplió, no deberíamos tener ninguna dificultad en creer que el mundo y todo lo que ahora estimamos tanto será un día destruido por el fuego. Sin embargo, aún hay algunos pocos que poseen una fe tan viva en todo esto como para desprenderse ellos mismos de las cosas perecibles, y fijar sus corazones en los gozos de arriba, que son reales y eternos.
Los terrores del Último Día han sido profetizados por Cristo mismo, por lo que es totalmente inexcusable que alguien no pueda convencerse de que, así como algunas profecías han sido ya cumplidas, otras también lo serán. Estas son las palabras de Cristo: «Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el Arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo de hombre. Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (289). Y San Pedro dijo: «El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá» (290). Pero algunos argumentarán que todas éstas cosas están sumamente lejanas. Concedamos que efectivamente están aún lejanas, y si lo están, el día de la muerte ciertamente no está muy lejano: su hora es incierta, lo que sí es cierto es que en el juicio particular cada uno deberá rendir cuenta sobre cada palabra vana. Y si esto por cada palabra vana ¿qué sobre las palabras pecaminosas, y las blasfemias, que son tan comunes? Y si tenemos que rendir cuenta sobre cada palabra vana ¿Qué de las acciones, de los robos, adulterios, fraudes, asesinatos, injusticias, y otros pecados mortales? Por lo tanto el cumplimiento de algunas profecías nos harán aún más culpables si es que no creemos que las otras profecías se cumplirán. Ni es suficiente solamente creer, a menos que nuestra fe eficazmente mueva nuestra voluntad a hacer o evitar aquello que nuestro entendimiento nos enseña que debe ser hecho o evitado. Si un arquitecto opina que una casa está a punto de desplomarse, y sus habitantes creen en las palabras del arquitecto, pero aún así no abandonan la casa y terminan sepultados en sus ruinas, ¿Qué dirá la gente de ésa fe? Ellos dirán con el Apóstol: «Profesan conocer a Dios, mas con sus obras le niegan» (291). O, ¿Qué se diría si un doctor le ordena a su paciente no tomar vino, y el paciente lo asume como un buen consejo, pero aún así continua tomando vino, y se molesta si es que no se lo dan? ¿No deberíamos decir que ése paciente estaba loco y que en realidad no confiaba en su doctor? ¡Quisiera que no hubieran tantos cristianos que profesan creer en los juicios de Dios y en otras cosas, y con su conducta contradicen sus palabras!
Capítulo XIV
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
Otra ventaja puede ser sacada de la segunda interpretación que dimos a la palabra «todo está cumplido». Junto con San Juan Crisóstomo dijimos que por su muerte Cristo concluyó su estadía laboriosa entre nosotros. Nadie puede negar que su vida mortal fue sumamente dura, pero su misma dureza fue compensada por su cortedad, su fruto, su gloria, y su honor. Duró treintitrés años. ¿Qué es una labor de treintitrés años comparado a un descanso eterno? Nuestro Señor trabajó con hambre y sed, en medio de muchas penalidades, de insultos innumerables, de golpes, heridas, de la muerte misma. Pero ahora bebe de la fuente de la alegría, y su alegría será eterna. Fue humillado, y por un corto tiempo fue «oprobio de los hombres y desecho del pueblo» (292), pero «Dios le exaltó, y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos» (293). Por otro lado, los pérfidos judíos se regocijaron durante una hora por Cristo y sus sufrimientos. Judas por una hora disfrutó el precio de su avaricia: unas pocas monedas de plata. Pilato por una hora se glorificó porque no había perdido la amistad de Tiberio, y había vuelto a ganar la de Herodes. Pero por casi dos mil años han estado sufriendo los tormentos del infierno, y sus gritos de desesperanza será escuchados por siempre y para siempre.
Desde su miseria, todos los siervos de la Cruz pueden aprender cuán bueno y fructuoso es ser humildes, dóciles, pacientes, cargar su Cruz en esta vida, seguir a Cristo como su guía, y de ninguna manera envidiar a aquellos que parecen estar alegres en este mundo. Las vidas de Cristo y de sus apóstoles y mártires son una verdadero comentario a las palabras del Señor de señores. «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (294) Y por otro lado «ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo. Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre. Ay de los que reís ahora, porque tendréis aflicción y llanto» (295).
Aunque ni las palabras, ni la vida y muerte de Cristo son entendidas o seguidas por el mundo, aún quien sea que desee dejar los afanes del mundo y entrar en su corazón y meditar seriamente y decirse a sí mismo: «Escucharé lo que Dios me va a hablar» (296), e importuna a su Divino Señor con humilde plegaria y lamento de espíritu, entenderá sin dificultad toda la verdad, y la verdad lo hará libre de todos sus errores, y lo que antes parecía imposible será entonces fácil.
Capítulo XV
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
El tercer fruto a ser recogido por la consideración de la sexta palabra es que debemos aprender a ser sacerdotes espirituales, «para ofrecer a Dios sacrificios espirituales» (297), como nos dice San Pedro, o como advierte San Pablo, «ofrecer» nuestros «cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios», nuestro «culto racional» (298). Pues si esta palabra «todo está cumplido» nos muestra que el Sacrificio de nuestro Sumo Sacerdote ha sido cumplido en la Cruz, es justo y propio que los discípulos de un Dios crucificado, deseosos, hasta donde puedan, de imitar a su Señor, se ofrezcan ellos mismos como un sacrificio a Dios, de acuerdo a su debilidad y pobreza. Ciertamente, San Pedro dice que todos los cristianos son sacerdotes, no estrictamente como aquellos que son ordenados por obispos en la Santa Iglesia Católica para ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, sino sacerdotes espirituales para ofrecer víctimas espirituales, no tales como leemos en el Antiguo Testamento, ovejas y bueyes, tórtolas y palomas, o la Víctima del Nuevo Testamento, el Cuerpo de Cristo en la Sagrada Eucaristía, sino víctimas místicas que pueden ser ofrecidas por todos, como la oración y la alabanza y las obras buenas y los ayunos y las obras de misericordia, como dice San Pablo: «ofrezcamos siempre un sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de los labios que confiesan su Nombre» (299). En su Carta a los Romanos, el mismo Apóstol nos dice, resaltándolo de manera especial, que ofrezcamos a Dios el sacrificio místico de nuestros cuerpos tras los sacrificios de la Antigua Ley, que eran regulados por cuatro decretos. El primero era que la víctima debía ser algo consagrado a Dios, por lo que era ilegítimo darle algún uso profano. El segundo era que la víctima debía ser una creatura viviente, como una oveja, una cabra o un ternero. El tercero, que debía ser sagrado, es decir, limpio, pues los judíos consideraban algunos animales limpios y otros no. Ovejas, bueyes, cabras, tórtolas, gorriones y palomas eran limpios, mientras que el caballo, el león, el zorro, el águila, el cuervo, entre otros, no eran limpios. El cuarto, que la víctima debía ser quemada, y despedir un olor de suavidad. Todas estas cosas enumera el Apóstol. «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, tal será vuestro culto espiritual» (300). Como entiendo al Apóstol, no nos está exhortando a ofrecer un sacrificio estrictamente hablando, como si quisiese que nuestros cuerpos fuesen muertos y quemados, como los cuerpos de las ovejas al ser ofrecidas en sacrificio, sino ofrecer un sacrificio místico y razonable, un sacrificio que es similar, pero no igual, espiritual y no corporal. El Apóstol por tanto nos exhorta a la imitación de Cristo ya que Él ofreció en la Cruz para beneficio nuestro el Sacrificio de su Cuerpo en una muerte real y verdadera, para que, por honor suyo, ofrezcamos nuestros cuerpos como víctimas vivas, santas y perfectas, una víctima que es agradable a Dios, y que es de manera espiritual muerta y quemada.
Daremos ahora algunas palabras de explicación en relación a los cuatro decretos que regulan los sacrificios judíos. En primer lugar, nuestros cuerpos deben ser víctimas consagradas a Dios, que debemos usar para el honor de Dios. Pues no debemos mirar a nuestros cuerpos como propiedad nuestra, sino como propiedad de Dios, a quien estamos consagrados por el Bautismo, y que nos ha comprado en gran precio, como dice el Apóstol a los Corintios. Ni seamos tampoco meras víctimas, sino víctimas vivas por la vida de la gracia y el Espíritu Santo. Pues aquellos muertos por el pecado no son víctimas de Dios, sino del demonio, que mata nuestras almas y se regocija en su destrucción. Nuestro Dios, que siempre fue y es la fuente de la vida, no le habría ofrecido a Él fétidos despojos que no son aptos para nada sino para ser arrojados a las bestias. En segundo lugar, debemos tener mucho cuidado en preservar esta vida de nuestras almas para que podamos ofrecer nuestro «culto espiritual». Ni es suficiente para la víctima estar viva. Debe ser también santa. Un «sacrificio viviente» y «santo», dice San Pablo. La oblación de víctimas limpias fue un sacrificio santo. Como hemos dicho antes, algunos cuadrúpedos eran limpios, como las ovejas, cabras y bueyes, y algunas aves eran limpias, como las tórtolas, gorriones y palomas. La primera clase de animales significan la vida activa, la última la contemplativa. Consecuentemente, si aquellos que llevan una vida activa entre los fieles desean ofrecerse a sí mismos como víctimas santas a Dios, deben imitar la simplicidad y la mansedumbre del cordero, que no conoce venganza, la laboriosidad y la seriedad del buey, que no busca reposo, ni corre vanamente de aquí para allá, sino soporta su carga y arrastra su arado y trabaja asiduamente en el cultivo de la tierra, y finalmente, la agilidad de la cabra al trepar las montañas y su rapidez en detectar objetos desde lejos. No deben descansar satisfechos con solo ser mansos, ni realizando ciertas tareas. Deben alzar sus corazones por la oración frecuente y contemplar las cosas que están arriba. Pues ¿cómo pueden realizar sus acciones por la gloria de Dios y hacerlas ascender como incienso de sacrificio ante Él, si raramente o nunca piensan en Dios, ni lo buscan, y no están por medio de la meditación ardiendo con su Amor? La vida activa del cristiano no debe estar completamente separada de la contemplativa, así como la contemplativa no debe estar enteramente separada de la activa. Aquellos que no siguen el ejemplo de los bueyes y corderos y cabras en su trabajo continuo y útil por su Señor, sino que desean y buscan su propia comodidad temporal, no pueden ofrecer a Dios una víctima santa. Se parecen más a bestias feroces y carnívoras, como lobos, perros, osos, y cuervos, que hacen de su estómago un dios, y siguen las huellas del «león rugiente» que «ronda buscando a quién devorar» (301). Aquellos cristianos que siguen una vida contemplativa y buscan ofrecerse como víctimas vivas y santas a Dios deben imitar la soledad de la tórtola, la pureza de la paloma, la prudencia del gorrión. La soledad de la tórtola es aplicable principalmente a los monjes y ermitaños, que no tienen comunicación con el mundo y están enteramente dedicados a la contemplación de Dios y cantando sus alabanzas. La pureza y la fecundidad de la paloma es necesaria para los obispos y sacerdotes, que se relacionan con los hombres y han de engendrar y criar hijos espirituales, y será difícil para ellos imitar tal pureza y fecundidad a menos que frecuentemente vuelen hacia su país celestial por la contemplación, y por la caridad condescender a socorrer las necesidades de los hombres. Hay el peligro de que se abandonen enteramente a la contemplación y no engendren hijos espirituales, o de volverse tan llenos de trabajo que se contaminen con deseos mundanos, y mientras están ansiosos por salvar las almas de los demás, se conviertan ellos -que Dios lo impida- en náufragos. La prudencia del gorrión es necesaria tanto para los contemplativos como para aquellos que se entregan a las tareas activas del ministerio. Hay tanto gorriones de cerca como gorriones de casa. Los gorriones de cerca muestran mucho cuidado en evitar las redes y las trampas puestas para ellos, y los gorriones de casa, que viven próximos al hombre, nunca se convierten en amigos del hombre, y con dificultad son capturados. Así los cristianos, y de manera especial los sacerdotes y monjes, deben imitar la prudencia del gorrión para evitar caer en las redes y trampas puestas para ellos por el diablo, y cuando tratan con hombres, lo hacen solo para beneficio del prójimo, evitando cualquier familiaridad con él, especialmente con las mujeres, escapando de conversaciones vanas, declinando invitaciones, y no estando presentes en actuaciones o teatros.
El último decreto en relación a los sacrificios era que la víctima fuera no sólo viva y santa, sino también agradable, esto es, dar un suavísimo olor, de acuerdo a lo que dice la Escritura: «Y el Señor aspiró un suave aroma» (302), y «Cristo se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (303). Era necesario que la víctima, para poder desprender este aroma tan agradable a Dios, esté tanto muerta como quemada. Esto tiene lugar en el sacrificio místico y razonable del cual estamos hablando, cuando la concupiscencia de la carne es completamente subyugada y abrasada por el fuego de la caridad. Nada más eficaz, veloz y perfecto para mortificar la concupiscencia de la carne que un sincero amor de Dios. Pues Él es el Rey y Señor de todos los afectos de nuestro corazón, y todos nuestros afectos son gobernados por Él y dependen de Él, sea aquellos de temor o esperanza, de deseo u odio, o ira, o cualquier otra inquietud de mente. Ahora bien, el amor rinde nada más que un amor más fuerte, y consecuentemente, cuando el amor Divino posee completamente el corazón del hombre y lo enciende en llamas, todos los deseos carnales se rinden a él, y siendo completamente subyugados, no nos ocasionan ninguna inquietud. Y por tanto, ardientes aspiraciones y oraciones fervorosas ascienden de nuestros corazones como incienso ante el trono de Dios. Este es el sacrificio que Dios pide de nosotros, y al que el Apóstol nos exhorta a estar los más prontamente preparados para ofrecer.
San Pablo usa un argumento muy fuerte para persuadirnos de ello, así como es en sí mismo duro y lleno de dificultad. Su argumento es expresado en estas palabras: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva» (304). En el texto griego encontramos la palabra “misericordias” usada en vez de “misericordia”. ¿Qué y cuántas son las misericordias de Dios por las que el Apóstol nos exhorta? En primer lugar está la creación, por la que fuimos hechos algo mientras que antes éramos nada. En segundo lugar, aunque Dios Todopoderoso no tenía necesidad de nuestro servicio, nos ha hecho siervos suyos, porque desea que hagamos algo por lo que pueda recompensarnos. En tercer lugar, nos hizo a su imagen, y nos hizo capaces de conocerlo y amarlo. En cuarto lugar, nos hizo, a través de Cristo, sus hijos adoptivos y coherederos de su Hijo Unigénito. En quinto lugar, nos hizo miembros de su Esposa, de aquella Iglesia de la cual Él es la Cabeza. Por último, se ofreció a sí mismo en la Cruz, «como oblación y víctima de suave aroma» (305), para redimirnos de la esclavitud y lavarnos de nuestra iniquidad, «para que pueda presentar a Él una Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga» (306). Estas son las misericordias de Dios por las que el Apóstol nos exhorta, como si dijera: «el Señor ha derramado tantas gracias sobre ustedes, que ni las merecen, ni las han pedido, ¿y aún tienen como cosa difícil el ofrecerse a sí mismos a Dios como víctimas vivas, santas y razonables? En verdad, lejos de ser difícil, debería parecer, para cualquiera que atentamente considera todas las circunstancias, fácil y ligero y agradable y placentero servir a tan buen Dios con nuestro corazón entero a través de todo tiempo, y tras el ejemplo de Cristo, ofrecernos a nosotros enteramente a Él como una víctima, una oblación, y un holocausto en olor de suavidad.
Capítulo XVI
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
Un cuarto fruto puede ser cosechado de una cuarta explicación de la palabra «todo está cumplido». Pues si es verdad, como muy ciertamente es, que Dios por los méritos de Cristo nos ha librado de la servidumbre del diablo, y nos ha colocado en el reino de su amado Hijo, preguntemos, y no desistamos en nuestra indagación hasta que hayamos encontrado alguna razón, por qué tanta gente prefiere la esclavitud del enemigo de la humanidad, en vez del servicio a Cristo, nuestro amabilísimo Señor, y escoger el arder para siempre en las llamas del infierno con Satanás, en vez de reinar felicísimos en la gloria eterna con Nuestro Señor Jesucristo. La única razón que hallo es que el servicio a Cristo empieza con la Cruz. Es necesario crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias. Esta trago amargo, este cáliz de hiel, naturalmente produce nausea en el hombre frágil, y es muchas veces la única razón por la cual el preferiría ser esclavo de sus pasiones que ser Señor de ellas por tal remedio. Un hombre sin razón, ciertamente, o más aún no un hombre sino una bestia, pues un hombre despojado de su razón es tal, puede ser gobernado por sus deseos y apetitos. Pero como el hombre es dotado de razón, ciertamente sabe o debería saber que aquel que es mandado crucificar su carne con sus vicios y concupiscencias debe insistir en guardar este precepto, particularmente al ser asistido por la gracia de Dios para hacer tal, y que Nuestro Señor, como buen doctor, prepara de tal manera esta amarga poción en orden a que pueda ser bebida sin dificultad. Más aún, si alguno de nosotros individualmente fuera la primera persona a la que estas palabras fuesen dirigidas «Toma tu cruz y sígueme», tal vez tendríamos una excusa para dudar y desconfiar de nuestras fuerzas, y no atrevernos a poner nuestras manos sobre una cruz que consideramos incapaces de cargar. Pero como no solamente hombres, sino incluso niños de tierna edad han valientemente tomado la Cruz de Cristo, la han cargado pacientemente, y han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias, ¿por qué habremos de temer? ¿Por qué habremos de dudar? San Agustín fue vencido por este argumento, y de una vez dominó sus concupiscencias carnales que por años había considerado inconquistables. Puso delante de los ojos de su alma a tantos hombres y mujeres que habían llevado vidas castas, y se dijo a sí mismo: «¿Por qué no puedes hacer lo que tantos de ambos sexos han hecho confiando no en su propia fuerza, sino en el Señor su Dios?». Lo que ha sido dicho de la concupiscencia de la carne, puede ser dicho con igual fuerza de la concupiscencia de los ojos, que es la avaricia y el orgullo de la vida. No hay vicio que con la asistencia de Dios no pueda ser superado, y no hay razón para temer que Dios se rehusará a ayudarnos. San León dice: «Dios Todopoderoso insiste con justicia que guardemos sus mandamientos pues el nos previene con su gracia». Miserables y locas y necias son, pues, aquellas almas que prefieren llevar cinco yugos de bueyes bajo el mando de Satanás, y con trabajo y pena ser esclavos de sus sentidos, y finalmente ser torturados para siempre con su líder, el diablo, en las llamas del infierno, que someterse al yugo de Cristo, que es dulce y ligero, y hallar descanso para sus almas en esta vida, y en la próxima vida una corona eterna con su Rey en interminable gloria.
Capítulo XVII
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz
Un quinto fruto puede ser recogido de esta palabra, pues podemos aplicarla a la edificación de la Iglesia que fue perfeccionada en la Cruz, como otra Eva formada de la costilla de otro Adán. Y este misterio debería enseñarnos a amar la Cruz, honrar la Cruz, y estar estrechamente unidos a la Cruz. ¿Pues quién no ama el lugar de nacimiento de su madre? Todos los fieles tienen una extraordinaria veneración por el sagrado hogar de Loreto, porque es el lugar de nacimiento de la Virgen Madre de Dios, y ahí en su vientre virginal Ella concibió a Jesucristo Nuestro Señor, como el ángel anunció a San José: «Porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo» (307). Así la Santa Iglesia Católica Romana, consiente del lugar de su nacimiento, tiene a la Cruz plantada en todo lugar, y en todo lugar exhibida. Somos enseñados a hacerla sobre nosotros mismos, la vemos en las iglesias y casas. La Iglesia no confiere ningún sacramento sin la Cruz, no bendice nada sin el signo de la Cruz, y nosotros, los hijos de la Iglesia, manifestamos nuestro amor a la Cruz cuando pacientemente sobrellevamos las adversidades por amor a nuestro Dios crucificado. Esto es gloriarse en la Cruz. Esto es hacer lo que dijo el Apóstol: «Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de Jesús» (308). San Pablo simplemente nos da a entender lo que el quiere decir por glorificarse en la Cruz cuando dice: «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (309). Y nuevamente en su Carta a los Gálatas: «Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo» (310). Esto es ciertamente el triunfo de la Cruz, cuando el mundo con sus pompas y placeres está muerto para el alma cristiana que ama a Cristo crucificado, y el alma está muerta para el mundo al amar las tribulaciones y el desprecio que el mundo odia, y odiando los placeres de la carne, y el aplauso vacío de hombres a los que ama el mundo. De esta manera el verdadero siervo de Dios rinde tan perfectamente que también puede decirse de él: «está concluido».
Capítulo XVIII
El sexto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la sexta palabra dicha por Cristo en la Cruz.
El último fruto en ser cosechado de la consideración de esta palabra ha de ser recogido de la perseverancia que Nuestro Señor exhibió en la Cruz. Somos enseñados por esta palabra «todo está cumplido» cómo Nuestro Señor perfeccionó tanto la obra de su Pasión desde el principio hasta el fin que nada le faltaba: «Las obras de Dios son perfectas» (311). Y como Dios Padre completó la obra de la creación en el sexto día y descansó el séptimo, así el Hijo de Dios completó la obra de nuestra redención en el sexto día y descansó en el sueño de la muerte el séptimo. En vano los judíos lo provocaban: «Si Él es el Rey de Israel que baje de la Cruz y creeremos en Él» (312). Con mayor verdad exclamaba San Bernardo: «Porque es el Rey de Israel, no abandonará el emblema de su realeza. No nos dará una excusa para fallar en nuestra perseverancia, que sola es coronada: no hará torpes las lenguas de los predicadores, ni mudos los labios de aquellos que consuelan a los débiles, ni vacías las palabras de aquellos cuyo deber es decir a todos: no abandonen su cruz, pues sin duda cada alma individual hubiera respondido si pudiese: He abandonado mi cruz, porque Cristo desertó primero de la suya». Cristo perseveró en su Cruz incluso hasta su muerte, para perfeccionar tanto su obra que nada le faltase, y dejarnos ejemplo de perseverancia en todo sentido digno de nuestra admiración. Es fácil ciertamente permanecer en lugares que nos acomodan, o perseverar en tareas que nos agradan, pero es muy difícil quedarse en el puesto de uno cuando hay tanto dolor a ser aliviado, o continuar en una ocupación en la que hay tanta ansiedad ligada a ella. Pero si pudiésemos entender la razón que indujo a Nuestro Señor a perseverar en la Cruz, deberíamos estar completamente convencidos que tenemos que cargar nuestra cruz con constancia, y de ser necesario, cargarla con coraje incluso hasta nuestra muerte. Si fijamos los ojos solamente en la Cruz no podemos sino llenarnos de horror a la vista de tal instrumento de muerte. Pero si fijamos nuestros ojos en Él que nos exhorta a cargar la Cruz, y en el lugar al que la Cruz nos llevará, y en el fruto que la Cruz produce en nosotros, entonces, en vez de aparecer llena de dificultades y obstáculos, será fácil y agradable perseverar en llevarla, e incluso permanecer con constancia clavada en ella.
¿Entonces por qué Cristo perseveró tanto colgado de su Cruz incluso hasta la muerte sin un lamento o una murmuración? La primera razón es el amor que tenía por su Padre: «La copa que me ha dado el Padre, ¿no la he de beber?» (313). Cristo amó a su Padre y el Padre amó a su Hijo Unigénito con un amor igualmente inefable. Y cuando vio el cáliz del sufrimiento ofrecido a Él por su todo-bueno y todo-amoroso Padre en tal manera que Él no pudo concluir sino que era ofrecido a Él por la mejor de las razones, no nos ha de maravillar que tomara hasta los residuos con la mayor prontitud. El Padre había hecho una fiesta de bodas para su Hijo, y le había dado por Esposa la Iglesia, ciertamente desfigurada y deformada, pero que Él había de limpiar amorosamente en el baño de su preciosa Sangre y hacerla hermosa, «sin mancha ni arruga» (314). Cristo por su lado amó cariñosamente a la Esposa dada a Él por su Padre, y no dudó en derramar su Sangre para hacerla hermosa y atractiva. Si Jacob sudó por siete años alimentando a los rebaños de Labán, sufrió el calor y el frío y la falta de sueño para poder casarse con Raquel, y si estos siete años de trabajos pasaron tan rápidamente que «parecieron sino pocos días dada la grandeza de su amor» (315), y otros siete años parecieron igualmente cortos, no debe sorprendernos que el Hijo de Dios deseó ser colgado de la Cruz por tres horas por su Esposa, la Iglesia, que había de ser madre de tantos miles de santos y de tantos hijos de Dios. Más aún, al beber al amargo cáliz de su Pasión, Cristo estaba llevado no sólo por su Amor al Padre y a su Esposa, sino también por la exaltada gloria y la ilimitada y eterna alegría que iba a asegurar por medio de su Cruz. «Se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo cual Dios lo exaltó, y le dio el Nombre que está sobre todo nombre: para que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (316).
Al ejemplo que Cristo nos ha puesto, añadamos también el ejemplo que los Apóstoles manifiestan para que imitemos. San Pablo en su Carta a los Romanos, luego de enumerar sus propias cruces y las de sus compañeros, pregunta: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los peligros? ¿La espada? Como dice la Escritura: por Tu causa somos muertos todo el día, tratados como ovejas destinadas al matadero». Y contesta su propia pregunta: «Pero en todo esto vencemos gracias a Aquel que nos amó» (317). No debemos preocuparnos del sufrimiento que las cruces significan si deseamos permanecer firmes en sobrellevarlas, sino alentarnos a nosotros mismos por el amor de aquel Dios que tanto nos amó que entregó a su único Hijo por nuestro rescate; o incluso manteniendo fijos nuestros ojos en Aquel Hijo de Dios que nos amó y «se dio a sí mismo por nosotros» (318). En su Carta a los Corintios, el mismo Apóstol dice: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (319). ¿Cuándo surgió esta consolación y este gozo que lo hace, por así decirlo, impasible en toda aflicción? Él nos da la respuesta: «la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (320). Por tanto la contemplación de la corona que lo aguardaba, y el pensamiento que siempre guardó ante él, valía por todos las pruebas de esta vida momentánea y trivial. «¿Qué persecución -clama San Cipriano- puede prevalecer ante tales pensamientos?» (321). Como segundo modelo tomaremos la conducta de San Andrés, que no miró la cruz en la que iba a ser colgado por dos días como una horca, sino que la abrazó como a un amigo, y cuando los espectadores de su ejecución querían bajarlo, de ninguna manera lo consentía, pues deseaba permanecer unido a la cruz incluso hasta su muerte. Y ésta no es la acción de una persona loca o necia, sino de un apóstol iluminado y de un hombre lleno del Espíritu Santo.
Todos los cristianos pueden aprender del ejemplo de Cristo y sus apóstoles cómo comportarse cuando no pueden descender de su cruz, esto es, cuando no se pueden liberar de alguna aflicción particular o no pueden sufrir sin pecar. En primer lugar, la vida de cada religioso ligado por los votos de pobreza, castidad y obediencia, es comparada al martirio del cual no debe huir. Si un esposo está casado a una esposa irascible, áspera y mal humorada, o una esposa está casada a un hombre cuyo temperamento y carácter no es en lo más mínimo menos difícil de tratar, como San Agustín, en sus «Confesiones», nos asegura era la disposición de su padre, el esposo de Santa Mónica, entonces la cruz debe ser valientemente cargada, pues la unión es indisoluble. Los esclavos que han perdido su libertad, prisioneros condenados a servicio perpetuo, enfermos que sufren de una enfermedad incurable, los pobres que son tentados a asegurar el alivio momentáneo robando, todos y cada uno han de dirigir sus pensamientos, no a la cruz que cargan, sino a Aquel que ha puesto la cruz sobre ellos, si desean perseverar cargándola con paz interior, y desean ganarse la inmensa recompensa que es prometida a ellos en el cielo cuando sus sufrimientos acaben. Sin duda es Dios quien nos aflige con las cruces, y Él es nuestro amadísimo Padre, y sin su participación ni la tristeza ni la alegría pueden tener lugar en nosotros. Sin duda, también, cualquier cosa que nos pase por voluntad suya es lo mejor para nosotros, y ha de ser tan agradable para nosotros como para llevarnos a decir con Cristo: «El Cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (322); y con el Apóstol: «Pero en todo eso vencemos gracias a Aquel que nos amo» (323). En consecuencia, aquellos que no pueden dejar de lado su cruz sin pecar deben considerar, no su presente sufrimiento, sino la corona que les aguarda, y cuya posesión más que compensará todas las aflicciones, todos los dolores de esta vida. «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con lo gloria que se ha de manifestar en nosotros» (324), fue lo que dijo San Pablo de sí mismo, y el juicio que hizo sobre Moisés fue: «prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa» (325).
Para consolación de aquellos que son forzados a cargar la pesada carga de la cruz a lo largo de muchos años, no estará fuera de lugar relatar brevemente la historia de dos almas que no perseveraron, y encontraron esperándolos una cruz más pesada y eterna. Cuando Judas el traidor empezó a reflexionar sobre lo detestable y enorme de su traición, se sintió incapaz de soportar la vergüenza y la confusión de encontrarse nuevamente con alguno de los apóstoles o discípulos de Cristo, y se colgó a sí mismo con una soga. Lejos de escapar de la vergüenza que temía, solo cambió una cruz por otra más pesada. Pues su confusión será aún mayor cuando, el día del Juicio Final, tendrá que pararse delante de todos los ángeles y hombres, no sólo como el traidor convicto de su Señor, sino como un asesino de sí mismo. Que necedad fue de su parte evitar una breve vergüenza delante del entonces pequeño rebaño de Cristo, quienes hubieran sido mansos y buenos con él, como su Señor, y lo hubiesen confiado a la misericordia de su Redentor, y no tener que sufrir la infamia y la ignominia que ha de sufrir cuando esté delante a la vista de todas las creaturas como un traidor a su Dios y un suicida. El otro ejemplo es tomada del panegírico de San Basilio sobre los cuarenta mártires. En la persecución del emperador Licinio, cuarenta soldados fueron condenados a muerte por su firme creencia en Cristo. Fueron ordenados ser expuestos desnudos durante la noche en un lago congelado, y ganar su corona por la lenta agonía de ser congelados a muerte. Al lado del lago congelado se tenía preparado un baño caliente, al cual cualquiera que negara su fe tenía la libertad de introducirse. Treintinueve de los mártires dirigieron sus pensamientos a la felicidad eterna que los esperaba, sin importarles su sufrimiento actual, que pronto acabaría, perseverando con facilidad en su fe, mereciendo recibir de las manos de Jesucristo su corona de gloria eterna. Pero uno ponderó y consideró sus tormentos, no pudo perseverar, y se lanzó al baño caliente. Mientras la sangre empezó correr nuevamente a través de sus miembros congelados, expiró su alma, que, marcada con la desgracia de ser un traidor a su Dios, descendió directamente a los eternos tormentos del infierno. Buscando evadir la muerte, este infeliz desdichado la halló, cambiando una transitoria y comparativamente ligera cruz por una insoportable y eterna. Los imitadores de estos dos hombres miserables pueden ser hallados entre aquellos que abandonan su vida religiosa, que alejan de sí el yugo que es suave y la carga que es ligera, y cuando menos lo esperan, se encuentran atados como esclavos del yugo más pesado de sus numerosos apetitos que nunca satisfacen, y aplastados bajo la vejante carga de innumerables pecados. Aquellos que se niegan a cargar la Cruz de Cristo están obligados a cargar las ataduras y cadenas de Satanás.
Capítulo XIX
Explicación literal de la séptima Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
Hemos llegado a la última palabra que Nuestro Señor pronunció. En el momento de la muerte de Jesús, «dando un fuerte grito, dijo, “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”» (326). Explicaremos cada palabra separadamente. «Padre». Merecidamente llama a Dios su Padre, pues Él era un Hijo que había sido obediente a su Padre incluso hasta la muerte, y era propio que su último deseo, que con seguridad iba a ser escuchado, sea precedido por tan dulce nombre. «En tus manos». En las Sagradas Escrituras las manos de Dios significan la inteligencia y la voluntad de Dios, o en otras palabras, su sabiduría y poder, o también, la inteligencia de Dios que conoce todas las cosas, y la voluntad de Dios que puede hacer todas las cosas. Con estos dos atributos como manos, Dios hace todas las cosas, y no necesita ningún instrumento en el cumplimiento de su voluntad. San León dice: «La voluntad de Dios es su omnipotencia» (327). En consecuencia, con Dios querer es hacer. «Todo cuanto quiso lo ha hecho» (328). «Te encomiendo». Entrego a tu cuidado mi Vida, con la seguridad de que me será devuelta cuando venga el tiempo de mi resurrección. «Mi espíritu». Hay diversidad de opinión en cuanto al significado de esta palabra. Ordinariamente la palabra espíritu es sinónimo de alma, que es la forma substancial del cuerpo, pero puede significar también la vida misma, pues respirar es el signo de la vida. Aquellos que respiran viven, y mueren los que dejan de respirar. Si por la palabra Espíritu entendemos aquí el alma de Cristo, debemos guardarnos de pensar que su alma, en el momento de la separación del cuerpo, estaba en peligro. Estamos acostumbrados a encomendar con muchas oraciones y ansiedades las almas de los agonizantes, porque están a punto de aparecer delante del tribunal de un Juez estricto para recibir su recompensa o castigo por sus pensamientos, palabras y hechos. El alma de Cristo no estaba en tal necesidad, porque disfrutaba de la Visión Beatífica desde el tiempo de su creación, estaba unida hipostáticamente a la persona del Hijo de Dios, y podía incluso ser llamada el Alma de Dios, y también porque dejaba el cuerpo victoriosa y triunfante, objeto de terror para los demonios, y no un alma a ser asustada por ellos. Si la palabra “espíritu” es entonces tomada como sinónimo de alma, el sentido de estas palabras de Nuestro Señor «Te encomiendo mi Espíritu» es que el Alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza, hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del Libro de la Sabiduría:
«Las almas de los justos están en las manos de Dios» (329). Sin embargo, el sentido comúnmente aceptado de la palabra en este pasaje es la vida del cuerpo. Con esta interpretación la palabra puede ser entonces ampliada. Entrego ahora mi aliento de vida, y mientras dejo de respirar, dejo de vivir. Pero este aliento, esta vida, te la confío a Ti, Padre mío, para que en breve puedas nuevamente restituirla a mi cuerpo. Nada de lo que guardas perece. En Tí todas las cosas viven. Con una palabra llamas a la existencias cosas que no eran, y con una palabra das la vida a aquellos que no la tenían.
Podemos entender que esta es la verdadera interpretación de la palabra del salmo 30, uno de los versículos que Nuestro Señor cita: «Sácame de la red que me han tendido, que tú eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi espíritu» (330). En este versículo, el profeta claramente significa “vida” por la palabra “espíritu”, pues pide a Dios preservar su vida, y no sufrir muerte por sus enemigos. Si consideramos el contexto en el Evangelio, está claro que éste es el sentido que Nuestro Señor quería darle. Pues luego de haber dicho «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu», el Evangelista añade:
«Y diciendo esto expiró» (331). Ahora bien, expirar es lo mismo que cesar de respirar, característica sólo de los que viven. No puede ser dicho del alma, que es la forma substancial del cuerpo, como puede ser dicho del aire que inhalamos, que lo respiramos mientras vivimos, y que dejamos de respirarlo tan pronto morimos. Finalmente, nuestra interpretación es asegurada por las palabras de San Pablo: «El cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (332). Algunos autores refieren este pasaje a la oración de Nuestro Señor en el huerto: «Abba, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí este cáliz» (333). Pero esto es incorrecto, pues Nuestro Señor en aquella ocasión ni oró con un fuerte grito, ni fue escuchada su oración, y Él mismo no quería ser escuchado para ser librado de la muerte. Oró para que el cáliz de su Pasión fuera apartado de Él para mostrar su natural rechazo a la muerte, y para aprobar que realmente era hombre cuya naturaleza es temer su llegada. Y luego de esta oración añadió: «Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (334). En consecuencia, la oración en el Huerto no era la oración a la que alude el Apóstol en su Carta a los Hebreos. Otros, refieren este texto de San Pablo a la oración que Cristo hizo en la Cruz por aquellos que lo estaban crucificando. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (335). En aquella ocasión, sin embargo, Nuestro Señor no oró con un fuerte grito, y no oró por sí mismo, ni tampoco oró para ser librado de la muerte, siendo ambas de estas cosas mencionadas claramente por el Apóstol como el fin de la oración de Nuestro Señor. Queda entonces que las palabras de San Pablo se deben referir a la oración hecha por Cristo al morir: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu» (336). Esta plegaria, dice San Lucas, la hizo con fuerte voz: «Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo». Las palabras tanto de San Pablo como San Lucas concuerdan con esta interpretación. Más aún, como dice San Pablo, Nuestro Señor oró para ser salvado de la muerte, y esto no puede significar que oró para ser salvado de la muerte en la Cruz, pues en ese caso su plegaria no fue escuchada, y el Apóstol nos asegura que fue escuchada. El verdadero significado es que Él oró para no ser devorado por la muerte, sino solamente para probar la muerte y luego regresar a la vida. Esta es la explicación evidente de estas palabras: «Habiendo ofrecido ruegos y súplicas con poderoso clamor de lágrimas al que podía salvarle de la muerte» (337). Nuestro Señor no podía sino saber que Él iba a morir ya que estaba tan cerca de la muerte, y deseó ser librado de la muerte sólo en el sentido de no ser cautivo de la muerte. En otras palabras, oró por su pronta resurrección, y su oración fue rápidamente concedida, pues se alzó triunfante el tercer día. Esta interpretación del pasaje de San Pablo prueba más allá de toda duda que cuando el Señor dijo: «En tus manos encomiendo mi Espíritu», la palabra “espíritu” es sinónimo de vida y no de alma. Nuestro Señor no estaba ansioso por su Alma, pues la sabía segura, pues gozaba ya de la Visión Beatífica, y había visto a su Dios cara a cara desde el momento de su creación, pero estaba ansioso por su cuerpo, sabiendo con anticipación que pronto estaría privado de vida, y oró para que su cuerpo no esté largo tiempo en el sueño de la muerte. Esta oración fue tiernamente escuchada y concedida abundantemente.
Capítulo XX
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
De acuerdo a la práctica que hasta ahora hemos seguido, recogeremos algunos frutos de la consideración de la última palabra dicha por Cristo en la Cruz, y de su muerte que sucedió inmediatamente. Y primero mostraremos la sabiduría, el poder, y la infinita caridad de Dios desde la misma circunstancia que parece acompañada de tanta debilidad e insensatez. Su fuerza es claramente manifestada en esto: que Nuestro Señor murió mientras gritaba con fuerte voz. De esto concluimos que si hubiese sido su voluntad no habría tenido que morir, pero murió porque así quiso. Como regla, las personas a punto de morir pierden gradualmente su fuerza y su voz, y en el último instante no son capaces de articular palabra. Y así, no fue sin razón que el Centurión, al escuchar grito tan fuerte proferido de los labios de Cristo, que había perdido casi hasta la última gota de su sangre, exclamó: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios» (338).
Cristo es un Señor poderoso, tanto que mostró su fuerza incluso en su muerte, no solo al gritar fuertemente con sus últimas fuerzas, sino también al hacer temblar la tierra, quebrando las rocas en pedazos, abriendo tumbas, y rasgando el velo del Templo. Sabemos, por autoridad de San Marcos, que todas estas cosas ocurrieron en la muerte de Cristo, y todos y cada uno de estos eventos tiene su significado oculto, en el que es manifestada su Divina sabiduría. El terremoto y el quebrarse de las rocas manifestó que su Muerte y Pasión moverían a muchos hombres a arrepentirse, y suavizaría los corazones más duros. San Lucas da esta interpretación a estos misteriosos presagios, pues luego de mencionarlos, añade que lo judíos se volvieron tras haber presenciado la Crucifixión «golpeándose el pecho» (339). El abrirse de las tumbas prefiguró la gloriosa resurrección de los muertos, que fue uno de los resultados de la muerte de Cristo. El rasgado del velo del Templo, por lo cual el Santo de los Santos podía ser visto, fue prenda de que el Cielo sería abierto por los méritos de su Muerte y Pasión, y que todos los predestinados verían entonces a Dios cara a cara. Ni tampoco fue su sabiduría manifestada solamente en estos signos y maravillas. Fue manifestada también produciendo vida de la muerte, como fue prefigurado por Moisés al producir agua de la roca (340), y por el símil en el que Cristo se compara a sí mismo como a un grano de trigo (341). Pues así como es necesario para el grano morir para dar fruto, así por su Muerte en la Cruz Cristo enriqueció por la vida de gracia innumerables multitudes de todas las naciones. San Pedro expresa la misma idea cuando habla de Jesucristo como «devorando la muerte para que fuésemos herederos de la vida eterna» (342). Como si dijera: el primer hombre probó el fruto prohibido y sujetó su posteridad a la muerte; el Segundo Hombre probó la amarga fruta de la muerte, y todos los que renacen en Él reciben la vida eterna. Finalmente, su sabiduría fue manifestada en el modo de su Muerte, pues desde ese momento la Cruz, a lo que no había habido nada más ignominioso y desgraciado, se convirtió en emblema tan digno y glorioso que incluso los reyes lo consideran un honor usarlo como ornamento. En su adoración de la Cruz, la Iglesia canta: «Suaves son los clavos, y suave la madera, que soporta un peso tan suave y bueno».
San Andrés, al mirar la cruz en la que iba a ser crucificado, exclamó: «Salve, preciosa cruz, que has sido adornada por los preciosos miembros de mi Señor. Largo tiempo te he deseado, ardientemente te he buscado, ininterrumpidamente te he amado, y ahora te encuentro lista para recibir mi anhelante alma. Seguro y lleno de alegría vengo a ti, recíbeme pues en tu abrazo, ya que soy discípulo de Cristo mi Señor, que me redimió al colgar de ti».
Qué decir ahora de la infinita caridad de Dios. Previamente a su muerte Nuestro Señor dijo: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (343). Cristo literalmente dio su vida, pues nadie podía privarlo de ella en contra de su voluntad. «Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (344). Un hombre no puede mostrar mayor amor por su amigos que dando la vida por ellos, puesto que nada es más precioso o querido que la vida, ya que es el fundamento de toda felicidad. «Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (345), esto es, su vida. Cada uno instintivamente rechaza con todas sus fuerzas un ataque en contra de su vida. Leemos en Job: «Piel por piel, todo lo que el hombre posee lo da por su vida» (346). Hasta ahora, sin embargo, hemos visto este hecho en una manera general. Descenderemos ahora a lo particular. De muchos modos, y de inefable manera, Cristo mostró su amor hacia toda la raza humana, y hacia cada individuo, al morir en la Cruz. En primer lugar, su vida era la más preciosa de todas las vidas, puesto que era la vida del Hombre-Dios, la vida del más poderoso de los reyes, la vida del más sabio de los doctores, la vida del mejor de los hombres. En segundo lugar, Él dio su vida por sus enemigos, por los pecadores, por los desdichados ingratos. Más aún, dio su vida para que al precio de su misma Sangre estos pecadores, estos desdichados ingratos, puedan ser arrebatados de las llamas del infierno. Y finalmente, dio su vida para hacer a estos enemigos, estos pecadores, estos desdichados ingratos, sus hermanos y co-herederos y conjuntamente poseedores con Él de la alegría eterna en el Reino de los Cielos. ¿Podrá haber una sola alma tan endurecida e ingrata para no amar a Jesucristo con todo su corazón? Oh Dios, convierte a Ti nuestros corazones de piedra, y no sólo nuestros corazones, sino los corazones de todos los cristianos, los corazones de todos los hombres, incluso los corazones de los infieles que nunca te han conocido, y de los ateos que te han negado.
Capítulo XXI
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
Otro y muy provecho fruto sería cosechado de la consideración de esta palabra si pudiésemos hacernos el hábito de repetirnos continuamente la oración que Cristo nuestro Señor nos enseñó en la Cruz con su último aliento: «En tus manos encomiendo mi Espíritu» (347). Nuestro Señor no tenía necesidad como nosotros para hacer tal oración. Él era el Hijo de Dios. Nosotros somos siervos y pecadores, y en consecuencia nuestra Santa Madre y Señora, la Iglesia, nos enseña a hacer constante uso de esta plegaria, y repetir no sólo la parte que usó nuestro Señor, sino entera, como la hallamos en los Salmos de David: «En tus manos encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Señor, Dios de la verdad» (348). Nuestro Señor omitió la última parte del versículo porque Él era el Redentor y no uno a ser redimido, pero aquel que ha sido redimido con su preciosa Sangre no debe omitirlo. Más aún, Cristo, como el Hijo Unigénito de Dios, oró a su Padre. Nosotros, por otro lado, oramos a Cristo como nuestro Redentor, y en consecuencia no decimos «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», sino «en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Señor, Dios de la verdad». El proto-mártir San Esteban fue el primero en usar esta oración cuando en el momento de su muerte exclamó: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (349).
Nuestra Santa Madre Iglesia nos enseña a hacer uso de esta jaculatoria en tres distintas ocasiones. Nos enseña a decirla diariamente al comienzo de las completas, como aquellos que recitan el Oficio Divino pueden confirmarlo. En segundo lugar, cuando nos acercamos a la Sagrada Eucaristía, luego del «Domine non sum dignus», el sacerdote dice primero para sí mismo y luego para los otros que comulgan: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Finalmente, al momento de la muerte, recomienda a todos los fieles imitar a su Señor al morir en el uso de esta plegaria. No hay duda de que somos ordenados a usar este versículo en las Completas, porque esa parte del Oficio Divino es rezada al final del día, y San Basilio en sus reglas explica cuán fácil es al llegar la oscuridad, y empieza la noche, encomendar nuestro espíritu a Dios, para que si súbitamente nos coge la muerte, no seamos hallados desprevenidos. La razón por la que debemos usar la misma jaculatoria en el momento en que recibimos la Sagrada Eucaristía es clara, pues el recibir la Sagrada Eucaristía es riesgoso y a la vez tan necesario, que no podemos ni acercarnos con mucha frecuencia ni abstenernos sin peligro: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Nuestro Señor», y «come y bebe su propio castigo» (350). Y aquel que no recibe el Cuerpo de Cristo Nuestro Señor no recibe el pan de vida, incluso la vida misma. Así que estamos rodeados de peligros como hombres hambrientos, inseguros de si la comida que es ofrecida está envenenada o no. Con miedo y temblor hemos entonces de exclamar: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, a menos que Tu en Tu bondad me hagas digno, y por tanto di solo una palabra y mi alma será sanada. Pero como no tengo razón para dudar si Tu te dignarías curar mis heridas, encomiendo mi espíritu a tus manos, para que llegado el momento, tu puedas estar cerca y asistir a mi alma, a la que has redimido con tu preciosa Sangre.
Si algunos cristianos pensaran seriamente en estas cosas, no estarían tan prontos a recibir el sacerdocio con el objeto de ganarse la vida con los estipendios que reciben de las misas. Tales sacerdotes no están tan ansiosos de acercarse a este gran Sacrificio con una preparación adecuada, como lo están para obtener el fin que se proponen, que es asegurar la comida para sus cuerpos, y no para sus almas. Hay también otros que, asistentes a los palacios de prelados y príncipes, se aproximan a este gran misterio a través del respeto humano, por miedo a que por accidente incurran en desagradar a sus señores al no comulgar a las horas regularmente constituidas. ¿Qué ha de hacerse entonces? ¿Es más ventajoso acercarse con poca frecuencia a este Banquete Divino? Ciertamente no. Mucho mejor es acercarse frecuentemente pero con la debida preparación, pues, como dice San Cirilo, mientras menos nos aproximamos menos estamos preparados para recibir el mana celestial.
La llegada de la muerte es un tiempo cuando nos es necesario repetir con gran ardor una y otra vez la plegaria: «en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu me has redimido, Señor, Dios de la verdad». Pues si nuestra alma al dejar nuestro cuerpo cae en las manos de Satanás, no hay esperanza de salvación. Si por el contrario, cae en las manos paternales de Dios, no hay más causa alguna para temer el poder del enemigo. Consecuentemente con intenso dolor, con verdadera y perfecta contrición, con confianza ilimitada en la misericordia de nuestro Dios, debemos en el momento temido clamar una y otra vez: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Y en ese último momento, aquellos que durante la vida pensaron poco en Dios son más severamente tentados a la desesperanza, porque no tienen ahora mayor tiempo para arrepentirse. Deben alzar ahora el escudo de la fe, recordando que está escrito: «La maldad del malvado no le hará sucumbir el día en que se aparte de su maldad» (351), y el yelmo de la esperanza, confiando en la bondad y la compasión de Dios, y repitiendo continuamente «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», ni fallar en añadir aquella parte de la plegaria que es el fundamento de nuestra esperanza: «pues Tu me has redimido, Señor, Dios de verdad». ¿Quién puede devolver a Jesús la sangre inocente que ha derramado por nosotros? ¿Quien puede pagar de vuelta el rescate con el que nos ha comprado? San Agustín, en el libro noveno de sus Confesiones, nos alienta a poner confianza ilimitada en nuestro Redentor, porque la obra de nuestra redención, una vez realizada, nunca será inútil o inválida, a menos que le pongamos a su efecto una barrera impenetrable por nuestra desesperanza y falta de penitencia.
Capítulo XXII
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
El tercer fruto en ser recogido es el siguiente. Al acercarse la muerte debemos confiar no tanto en las limosnas, ayunos, y oraciones de nuestros parientes y amigos. Muchos, durante la vida, se olvidan todo acerca de sus almas, y no piensan en nada más y no hacen nada más que amontonar dinero para que sus hijos y nietos puedan abundar en riquezas. Cuando se aproxima la muerte empiezan por primera vez a pensar en sus propias almas, y como han dejado toda su substancia mundana a sus parientes, les encomiendan también sus almas para que sean asistidas por sus limosnas, oraciones, el sacrificio de la Misa, y otras obras buenas. El ejemplo de Cristo no nos enseña a actuar de esta manera. Él encomendó su Espíritu no a sus parientes, sino a su Padre. San Pedro no dice que actuemos de esta manera, sino que «encomendemos» nuestras «almas al Creador haciendo el bien» (352).
No encuentro falta en aquellos que ordenan o buscan o desean que se hagan caridades y que sea ofrecido el Santo Sacrificio por el reposo de sus almas, pero culpo a aquellos que ponen excesiva confianza en las oraciones de sus hijos y parientes, pues la experiencia enseña que los muertos son prontamente olvidados. Lamento también que en asunto de tal importancia como es la salvación eterna los cristianos no obren por sí mismos, no hagan ellos mismos sus limosnas, y se aseguren amistades por quienes, de acuerdo al Evangelio, puedan ser recibidos «en eternas moradas» (353). Finalmente, reprendo severamente a aquellos que no obedecen al Príncipe de los Apóstoles, que nos ordena encomendar nuestras almas al fiel Creador, no solo por nuestras palabras, sino por nuestras buenas obras. Las obras que nos serán ventajosas en presencia de Dios son aquellas que nos hacen eficaz y verdaderamente cristianos piadosos. Escuchemos las voces del Cielo que resonaban en los oídos de San Juan: «Y oí una voz que decía desde el cielo: escribe: dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (354). Por tanto, las buenas obras que son hechas mientras vivimos, y no las que son hechas para nosotros por nuestros hijos y parientes luego de nuestra muerte, son las buenas obras que nos acompañarán. Particularmente si no son solamente buenas en sí mismas, sino, como lo expresa San Pedro -no sin cierto significado oculto-, cuando están bien hechas. Muchos pueden enumerar cantidades de buenas obras que han hecho, muchos sermones, Misas diarias, el rezo del Oficio Divino por años, el ayuno anual de Cuaresma, frecuentes limosnas. Pero cuando todas estas son pesadas en la escala Divina, y hay un escrutinio rígido para determinar si han sido hechas bien, con intención justa, con la debida devoción, en el lugar y tiempo adecuados, con un corazón lleno de gratitud hacia Dios… Oh, ¿cuántas cosas que parecían meritorias se volverán en detrimento nuestro? ¿Cuántas cosas que al juicio de los hombres aparecían como oro y plata y piedras preciosas, serán halladas de madera y paja y rastrojo, buenas solo para la fogata? Esta consideración me alarma no poco, y mientras más cercano me encuentro a la muerte, pues el Apóstol me advierte «lo anticuado y viejo está a punto de cesar» (355), más claramente veo la necesidad de seguir el consejo de San Juan Crisóstomo. Aquel santo doctor nos dice que no pensemos mucho en nuestras buenas obras, porque si son realmente buenas, estos es, bien realizadas, están ya escritas en el Libro de la Vida, y no hay peligro de que seamos defraudados de nuestros justos méritos; y nos alienta a pensar más bien en nuestras acciones malas, y luchar para expiarlas con corazón contrito y espíritu humilde, con muchas lágrimas y un serio arrepentimiento (356). Aquellos que siguen este consejo pueden exclamar con gran confianza en el momento de su muerte: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu me has redimido, Señor, Dios de la verdad».
Capítulo XXIII
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
Sigue un cuarto fruto en ser recogido de la alegre manera en que la plegaria de Jesucristo fue escuchada, lo cual nos debería animar a un mayor fervor al encomendar nuestros espíritus a Dios. Con gran verdad nos dice el Apóstol que Nuestro Señor Jesucristo «fue escuchado por su reverencia» (357).
Nuestro Señor oró a su Padre, como hemos mostrado antes, por la pronta resurrección de su Cuerpo. Su plegaria fue concedida, pues la resurrección no fue prolongada más allá de lo necesario para establecer el hecho de que el Cuerpo de Nuestro Señor estuvo realmente separado de su alma. A menos que pudiese ser probado que su Cuerpo había sido realmente privado de vida, la resurrección y la estructura de la fe cristiana construida sobre ese misterio caerían a tierra. Cristo hubiese tenido que permanecer en la tumba por lo menos cuarenta horas para realizar el signo del profeta Jonás, de quien Él mismo dijo que prefiguraba su propia muerte. Para que la resurrección de Cristo pudiese ser acelerada lo más posible, y que fuese evidente que su plegaria había sido escuchada, los tres días y las tres noches que Jonás pasó en el estómago de la ballena, fueron, en relación a la resurrección de Cristo, reducidos a un día entero y partes de dos días. Así que el tiempo que estuvo el cuerpo de Nuestro Señor en el sepulcro no son propiamente, más que por una figura del lenguaje, tres días y tres noches. Dios Padre no sólo oyó la oración de Cristo acelerando el tiempo de su resurrección, sino al dar a su cuerpo muerto una vida incomparablemente mejor que la que tenía antes. Antes de su muerte, Cristo era mortal. La vida que le fue restituida era inmortal. Antes de su muerte la vida de Cristo era pasible, y sujeta al hambre y la sed, a la fatiga y a las heridas. La vida que le fue restituida era impasible. Antes de su muerte la vida de Cristo era corpórea, la vida que le fue restituida era espiritual, y el cuerpo estaba tan sujeto al espíritu que en un abrir y cerrar de ojos podía llevarse a donde el alma quisiese. El Apóstol da la razón por la cual la oración de Cristo fue tan prontamente concedida al decir que «fue escuchado por su reverencia». La palabra griega conlleva la idea de un temor reverencial que era una cualidad distintiva del respeto que sentía Cristo por su Padre. Así, Isaías al enumerar los dones del Espíritu Santo que adornarían el alma de Cristo dice: «Reposará sobre él el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno del espíritu del temor de Dios» (358). Mientras el alma de Cristo se llenaba de temor reverencial por su Padre, proporcionalmente el Padre se llenaba de complacencia en su Hijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (359). Y como el Hijo reverenció al Padre, el Padre escuchó su oración y le concedió lo que pedía.
Se sigue que si queremos ser escuchados por nuestro Padre Celestial, y que sean concedidas nuestras oraciones, debemos imitar a Cristo al aproximarnos a nuestro Padre que está en el cielo con gran reverencia, prefiriendo su honor a todo lo demás. Entonces sucederá que nuestras peticiones serán escuchadas, y especialmente aquella de la que depende nuestro lote en la eternidad; que al acercarse la muerte Dios preserve nuestras almas, que han sido encomendadas a su cuidado, del león rugiente que está rondando listo para recibir su presa. Que nadie piense, sin embargo, que la reverencia a Dios es mostrada meramente en genuflexiones, en descubrirnos la cabeza, y tales señales externas de adoración y honor. En adición a esto, el temor reverencial implica un gran temor de ofender la Divina Majestad, un íntimo y continuo horror del pecado, no por miedo al castigo, sino por amor a Dios. Fue provisto con este temor reverencial que no se atrevía ni siquiera pensar de pecar en contra de Dios: «Dichoso el hombre que teme a Yahveh, que en sus mandamientos mucho se complace» (360). Tal hombre verdaderamente teme a Dios, y puede por eso ser llamado dichoso, pues se esfuerza por cumplir todos sus mandamientos. La santa viuda Judit «era muy estimada de todos, porque temía mucho al Señor» (361). Ella era tanto joven como rica, pero nunca cedió ni se entregó a una situación de pecado. Se mantuvo con sus sirvientas apartada en su habitación, y «llevaba ceñido un sayal, y ayunaba todos los días de su vida a excepción de los sábados, novilunios y fiestas de la casa de Israel» (362). Observen con cuanto celo, incluso bajo la antigua ley, que permitía mayor libertad que el Evangelio, una mujer joven y rica evitó los pecados de la carne, y por ninguna razón más que «porque temía mucho al Señor». Las Sagrada Escritura menciona lo mismo del santo Job, quien hizo un pacto con sus ojos para no mirar virgen alguna, estos es, no miraría a una virgen por miedo de que alguna sombra de pensamiento impuro cruzara su mente. ¿Por qué el Santo Job tomó tales precauciones? «Hice un pacto con mis ojos para ni siquiera pensar en una virgen. Porque ¿qué parte tendría Dios en mí desde arriba y qué herencia el Omnipotente desde las alturas?» (363). Lo que significa que si algún pensamiento impuro lo manchase, no tendría más la herencia de Dios, ni Dios sería su parte. Si quisiera mencionar los ejemplos de los santos del Nuevo Testamento, nunca acabaría. Este es, pues, el temor reverencial de los santos. Si estuviésemos llenos del mismo temor, no habría nada que no obtendríamos fácilmente de nuestro Padre Celestial.
Capítulo XXIV
El quinto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la séptima Palabra dicha por Cristo en la Cruz
El último fruto es cosechado de la consideración de la obediencia mostrada por Cristo en sus últimas palabras y en su muerte en la Cruz. Las palabras del Apóstol: «Se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (364), reciben su completa realización cuando Nuestro Señor expiró con estas palabras en sus labios: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu». Para poder recoger el fruto más precioso del árbol de la Santa Cruz debemos esforzarnos por examinar todo lo que pueda ser dicho de la obediencia de Cristo. El, el Señor y Patrón de toda virtud, tuvo hacia su Padre Celestial una obediencia tan pronta y perfecta como para hacer imposible imaginar o concebir algo mayor.
En primer lugar, la obediencia de Cristo a su Padre empezó con su concepción y continuó ininterrumpidamente hasta su muerte. La vida de Nuestro Señor Jesucristo fue un perpetuo acto de obediencia. El alma de Cristo disfrutó desde el momento de su creación el ejercicio de su libre voluntad, estando llena de gracia y sabiduría, y en consecuencia, aun cuando estaba encerrado en el vientre de su Madre, era capaz de practicar la virtud de la obediencia. El salmista, hablando en la persona de Cristo, dice: «En el principio del libro está escrito de mí que debo hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado y tu ley está arraigada en medio de mi corazón» (365). Estas palabras pueden ser simplificadas así: «En el principio del libro», esto es desde el principio hasta el fin de los textos inspirados de la Escritura, está mostrado que fui elegido y enviado al mundo «para hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado» y libremente aceptado. He puesto «la ley», tu mandamiento, tu deseo, «en medio de mi corazón», para meditar sobre él constantemente, para obedecerlo puntual y prontamente. Las palabras mismas de Cristo significan igual: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado, y llevar a cabo su obra» (366). Pues así como un hombre no come de vez en cuando, a intervalos distantes uno del otro durante su vida, sino que diariamente come y se goza en ello, así Cristo Nuestro Señor era firme en ser obediente a su Padre todos los días de su vida. Era su alegría y su placer. «He bajado del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (367). Y nuevamente: «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque hago siempre lo que le agrada a Él» (368). Y puesto que la obediencia es el más excelente de todos los sacrificios, como dijo Samuel a Saúl (369), así cada acción que Cristo realizó durante su vida fue un sacrificio agradabilísimo para la Divina Majestad. La primera prerrogativa entonces de la obediencia de Nuestro Señor es que duró desde el momento de su Concepción hasta su muerte en la Cruz.
En segundo lugar, la obediencia de Cristo no estaba limitada a un tipo de tarea particular, como parece ser a veces el caso de otros hombres, sino que se extendió a todo lo que le plugo al Padre Eterno ordenar. De esto vinieron muchas de las vicisitudes en la vida de Nuestro Señor. En un momento lo vemos en el desierto sin comer ni beber, tal vez privándose incluso del sueño, y viviendo con «con las fieras» (370). En otro momento lo vemos mezclándose con los hombres, comiendo y bebiendo con ellos. Luego viviendo en la oscuridad y el silencio en Nazaret. Ahora aparece ante el mundo dotado de elocuencia y sabiduría, y obrando milagros. En una ocasión ejerce su autoridad y bota del Templo a aquellos que lo estaban profanando al negociar dentro de él. En otra ocasión se esconde, y como un hombre débil y sin fuerza se aleja de la muchedumbre. Todas estas diferentes acciones requieren un alma desprendida de sí, y devota a la voluntad de otra. A menos que previamente hubiese dado el ejemplo de renunciar a todo lo que la naturaleza humana alaba, no hubiera dicho a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo» (371), que renuncie a su propia voluntad y a su propio juicio. A menos que estuviese preparado para dar su vida con tanta prontitud que pareciese que en verdad la odiaba, no habría alentado a sus discípulos con tales palabras como «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer e hijos, hermanos y hermanas, e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo» (372). Esta renuncia de uno mismo, tan conspicua en la personalidad de Nuestro Señor, es la verdadera raíz y, como tal, madre de la obediencia. Y aquellos que no están preparados para el sacrificio personal nunca adquirirán la perfección de la obediencia. ¿Cómo puede un hombre obedecer prontamente la voluntad de otro si prefiere su propia voluntad y juicio a la del otro? La vasta orbe del cielo obedece a las leyes de la naturaleza tanto al amanecer como al ponerse. Los ángeles son obedientes a la voluntad de Dios. No tienen voluntad propia opuesta a la de Dios, sino que están felices unidos a Dios, y son uno en espíritu con Él. Y así canta el salmista: «Bendigan al Señor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes» (373).
En tercer lugar, la obediencia de Cristo no fue solo infinita en su longitud y anchura, pero proporcionalmente como por el sufrimiento fue humillada hasta lo más bajo, así en cuanto a su recompensa será exaltada. La tercera característica entonces de la obediencia de Cristo es que fue probada por el sufrimiento y las humillaciones. Para cumplir la voluntad de su Padre Celestial, el niño Cristo, en completo uso de todas sus facultades, consintió en ser encerrado por nueve meses en la oscura prisión del vientre de su Madre. Otros bebés no sienten esta privación pues no tienen uso de razón, pero Cristo tenía uso de razón, y debe haber temido el confinamiento en el estrecho vientre, incluso del vientre de la que había escogido como Madre. A través de la obediencia a su Padre, y por el amor que le tenía, superó a la muerte, y la Iglesia dice: Cuando asumiste sobre Ti el liberar al hombre, no aborreciste el vientre de la Virgen». Nuevamente, nuestro querido Señor necesitó no poca paciencia y humildad para asumir las maneras y debilidades de un pequeño, cuando no solamente era más sabio que Salomón, sino que era el Hombre «en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento» (374).
Consideren, más aún, cuánto habrá sido su auto-control y mansedumbre, su paciencia y humildad, para haber permanecido dieciocho años, desde los doce hasta los treinta, escondido en una oscura casa en Nazaret, haber sido tenido como el hijo de un carpintero, haber sido llamado carpintero, haber sido tomado como un hombre ignorante y sin educación, cuando al mismo tiempo su sabiduría sobrepasaba la de los ángeles y hombres juntos. Durante su vida pública, adquirió gran renombre por su predicación y sus milagros, pero sufrió grandes necesidades y soportó muchos reveses. «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde descansar la cabeza» (375). Adolorido de pies y fatigado, se sentaba al costado de un pozo. Y hubiese podido rodearse con abundancia de todas las cosas, por el servicio de hombres o ángeles, de no haber estado impedido por la obediencia que le debía a su Padre. ¿Me detendré en las contradicciones que sufrió, en los insultos que soportó, en las calumnias que fueron habladas en contra de Él, en sus heridas y en la corona de espinas de su Pasión, en la ignominia de la Cruz misma? Su humilde obediencia ha tomado tan honda raíz que solo podemos maravillarnos y admirarla. No podemos imitarla perfectamente.
Hay todavía una mayor profundización a su obediencia. La obediencia de Cristo finalmente llegó a este estado, en que con fuerte voz clamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró» (376). Parecería que el Hijo de Dios quisiese dirigirse a su Padre de esta manera: «Este mandamiento he recibido de Ti, Padre mío» (377), dar mi vida para poder recibirla nuevamente de tus manos. El tiempo ha llegado ahora para cumplir este último mandamiento tuyo. Y aunque la separación de mi alma y mi cuerpo será una separación dura, porque desde el momento de su creación han permanecido unidas en gran paz y amor, y aunque la muerte encontró una entrada en este mundo a través de la maldad del demonio, y la naturaleza humana se rebela contra la muerte, aún así tus mandamientos están profundamente fijos en lo más íntimo de mi corazón, y prevalecerán incluso sobre la muerte misma. Por tanto estoy preparado para probar la amargura de la muerte, y tomar hasta lo último el cáliz que has preparado para mí. Pero como es tu deseo que entregue mi vida de tal manera que la reciba de nuevo de Ti, así, «en tus manos encomiendo mi Espíritu», para que puedas restaurármela como quieras. Y entonces, habiendo recibido el permiso de su Padre para morir, inclinó la cabeza como manifestación de su obediencia, y expiró. Su obediencia triunfó y prevaleció. No sólo recibió su recompensa en la persona de Cristo, quien, porque su humilló por debajo de todo, y obedeció todo por amor a su Padre, ascendió al cielo, y desde su trono gobierna todo, sino que tiene su recompensa también en esto: que todo el que imita a Cristo ascenderá a los cielos, será puesto como Señor sobre todos los bienes de su Señor, y será partícipe de su dignidad real y poseedor de su Reino para siempre. Por otro lado, la virtud de la obediencia ha ganado tan manifiesta victoria sobre los espíritus rebeldes, desobedientes y orgullosos, como para hacerlos temblar y huir a la vista de la Cruz de Cristo.
Quien sea que desee ganar la gloria del cielo, y encontrar verdadera paz y descanso para su alma, debe imitar el ejemplo de Cristo. No sólo los religiosos que se han ligado a si mismos por el voto de obediencia a su superior, quien representa a Dios, sino todos los hombres que desean ser discípulos y hermanos de Cristo deben aspirar a ganar esta victoria espiritual sobre sí mismos. De otro modo, estarán miserablemente para siempre con los orgullosos demonios del infierno. Puesto que la obediencia es un precepto divino, y ha sido impuesto sobre todos, es necesario para todos. Para todos sin excepción fueron dirigidas las palabras de Cristo: «Tomad sobre vosotros mi yugo» (378). A todos los predicadores del Evangelio dice: «Obedeced a vuestros prelados y someteos a ellos» (379). A todos los reyes dice Samuel: «¿Pues que prefiere el Señor, holocaustos y víctimas, o más bien que se obedezca la voz del Señor? Mejor es obedecer que sacrificar» (380). Y para mostrar la grandeza del pecado de la desobediencia añade: «Porque como pecado de hechicería es la rebeldía» contra los mandamientos de Dios, o los mandamientos de aquellos que ejercen el lugar de Dios.
En consideración a aquellos que voluntariamente se entregan a la práctica de la obediencia, y someten su voluntad a la de su superior, diré unas pocas palabras de su feliz estado de vida. El profeta Jeremías, inspirado por el Espíritu Santo, dice «Es bueno para el hombre haber llevado el yugo desde su juventud. Se sentará solitario y mantendrá su paz, porque aceptó llevar el yugo sobre sí» (381). Cuán grande es la alegría contenida en estas palabras «¡Es bueno!». Por el resto de la frase podemos concluir que ellos abrazan todo lo que es útil, honorable, deseable, de hecho, todo en lo que debe consistir la felicidad. El hombre que está acostumbrado desde su juventud al yugo de la obediencia, será libre a lo largo de su vida del aplastante yugo de los deseos carnales. San Agustín, en el libro octavo de sus Confesiones, reconoce la dificultad que un alma, que por años ha obedecido a la concupiscencia de la carne, debe experimentar al sacudir tal yugo, y por otro lado habla de la facilidad y de la gloria que experimentamos al cargar el yugo del Señor si es que las trampas del vicio no han atrapado al alma. Más aún, no es ganancia poco considerable obtener mérito por cada acción en presencia de Dios. El hombre que no realiza ninguna acción por su propio libre querer, sino que hace todo por obediencia a su superior, ofrece a Dios en cada acción un sacrificio agradabilísimo a Él, pues como dice Samuel: «Mejor es obedecer que sacrificar» (382). San Gregorio da una razón para esto: «Al ofrecer víctimas -dice- sacrificamos la carne de otro. Por la obediencia nuestra propia voluntad es sacrificada» (383). Y lo que es aún más admirable en esto es que, incluso si un Superior peca al dar una orden, el sujeto no sólo no peca, sino que incluso obtiene mérito por su obediencia siempre y cuando lo ordenado no vaya en contra de la ley de Dios. El Profeta continua: «Se sentará solitario y mantendrá su paz». Estas palabras significan que el hombre obediente reposa porque ha hallado paz para su alma. Aquel que ha renunciado a su propia voluntad, y se ha entregado a sí mismo enteramente a realizar la voluntad Divina que es manifestada a él a través de la voz de su superior, nada desea, nada busca, no piensa de nada, nada anhela, sino que es libre de todo cuidado ansioso, y «con María se sienta a los pies del Señor escuchando su voz» (384). El solitario se sienta, tanto porque vive con aquellos que «no tienen sino un solo corazón y una sola alma» (385), y porque no ama nada con amor privado, individual, sino todo en Cristo y por causa de Cristo. Es silente porque no pelea con nadie, disputa con nadie, litiga con nadie. La razón de esta gran tranquilidad es porque «aceptó llevar el yugo sobre sí», y es trasladado de las filas de los hombres a las filas de los ángeles. Hay muchos que se preocupan a si mismos por sí mismos, y actúan como animales privados de razón. Buscan las cosas de este mundo, estiman solo aquellas cosas que complacen los sentidos, alimentan sus deseos carnales, y son avaros, impuros, glotones e intemperados. Otros llevan una vida puramente humana, y se mantienen encerrados en sí mismos, como aquellos que se esfuerzan por escudriñar los secretos de la naturaleza, o descansan satisfechos dando preceptos de moral. Otros, se alzan sobre sí mismos, y con la especial ayuda y asistencia de Dios llevan una vida que es más angelical que humana. Estos abandonan todo lo que poseen en este mundo, y negando su propia voluntad, pueden decir con el Apóstol: «Somos ciudadanos del cielo» (386). Emulando la pureza, la contemplación, y la obediencia de los ángeles, llevan una vida de ángeles en este mundo. Los ángeles nunca son ensuciados con la mancha del pecado, «ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (387), y liberados de todo lo demás, son enteramente absortos en cumplir la voluntad de Dios. «Bendigan al Señor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes» (388). Esta es la felicidad de la vida religiosa. Aquellos que en la tierra imitan lo mas posible la pureza y la obediencia de los ángeles, sin duda serán partícipes de su gloria en el cielo, especialmente si siguen a Cristo, su Amo y Señor, quien «se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (389), y «siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia por las cosas que padeció» (390), esto es, aprendió por su propia experiencia que la obediencia genuina es probada en el sufrimiento, y en consecuencia su ejemplo nos enseña no sólo obediencia, sino que el fundamento de una verdadera y perfecta obediencia es la humildad y la paciencia. No es prueba de que somos verdadera y perfectamente obedientes al obedecer en cosas que son honorables y agradables. Tales órdenes no nos prueban si es la virtud de la obediencia o algún otro motivo que nos mueve a actuar. Pero un hombre que manifiesta prontitud y ardor en obedecer todo lo que es humillante y laborioso, prueba que es un verdadero discípulo de Cristo, y ha aprendido el significado de la verdadera y perfecta obediencia.
San Gregorio hábilmente nos enseña lo que es necesario para la perfección de la obediencia en las diferentes circunstancias. Dice: «algunas veces recibiremos ordenes agradables, y en otros momentos desagradables. Es de la mayor importancia recordar que en algunas circunstancias, si algo de amor propio se filtra en nuestra obediencia, nuestra obediencia es nula. En otras circunstancias nuestra obediencia será en proporción menos virtuosa en la medida que hay menor sacrificio personal. Por ejemplo: un religioso es puesto en un puesto honorable. Es nombrado superior de un monasterio. Ahora bien, si asume este oficio a través del motivo meramente humano del gusto, estará juntamente falto de obediencia. Ese hombre no es dirigido por obediencia, asumiendo tareas agradables es esclavo de su propia ambición. De la misma manera, un religioso recibe alguna orden humillante si, por ejemplo, cuando su amor propio lo lleva a aspirar a la superioridad, es ordenado realizar algunos oficios que no conllevan ninguna distinción ni dignidad, entonces disminuirá el mérito de su obediencia en proporción a lo que falta en forzar su voluntad en desear el oficio, porque de mala gana y a fuerza obedece en asunto que considera indigno de sus talentos o de su experiencia. La obediencia invariablemente pierde algo de su perfección si el deseo por ocupaciones bajas y humildes no acompaña de alguna manera u otra la obligación forzada de asumirlas. En las órdenes, por tanto, que son repugnantes a la naturaleza, ha de haber algo de sacrificio personal, y en las órdenes que son agradables a la naturaleza no debe haber amor propio. En el primer caso la obediencia será más meritoria mientras más cerca esté unida a la voluntad divina mediante el deseo. En el segundo caso la obediencia será más perfecta mientras más separada esté de cualquier anhelo de reconocimiento mundano. Entenderemos mejor las diferentes señales de la verdadera obediencia al considerar dos acciones de dos santos que están ahora en el cielo (391). Cuando Moisés estaba pastando las ovejas en el desierto, fue llamado por el Señor, quien le habló a través de la boca de un ángel desde la zarza ardiendo, para llevar al pueblo judío en su éxodo de la tierra de Egipto. En su humildad, Moisés dudó en aceptar tan glorioso mando. «¡Por favor, Señor! -dijo- Desde ayer y antes de ayer yo no soy elocuente, y después que has hablado a tu siervo, me hallo aun tartamudo y pesado de lengua» (392). Deseó declinar el oficio mismo, y rogó para que pueda ser dado a otro. «Te ruego, Señor, que envíes al que has de enviar» (393). ¡Mirad! Arguye su falta de elocuencia como una excusa al Autor y Dador del habla, para ser exonerado de una labor que era honorable y llena de autoridad. San Pablo, como dice a los Gálatas (394), fue divinamente advertido de ir a Jerusalén. En el camino se encuentra con el Profeta Ágabo, y se entera por él lo que tendrá que sufrir en Jerusalén. «Ágabo, se acercó a nosotros, tomó el cinturón de Pablo, se ató sus pies y sus manos y dijo: “esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los gentiles”» (395). A lo que San Pablo inmediatamente respondió: «Yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (396). Sin amilanarse por la revelación que recibió acerca de los sufrimientos que le estaban reservados, se dirigió a Jerusalén. Realmente anhelaba sufrir, aunque como hombre debe haber sentido algo de miedo, pero este mismo miedo fue vencido, haciéndolo más valerosos. El amor propio no encontró lugar en la honorable tarea que fue impuesta a Moisés, pues tuvo que vencerse a sí mismo para asumir la guía del pueblo judío. Voluntariamente se dirigió San Pablo hacia el encuentro de la adversidad. Era consciente de las persecuciones que lo aguardaban, y su fervor lo hacía anhelar aun cruces más pesadas. Uno deseó declinar el renombre y la gloria de ser líder de una nación, incluso cuando Dios visiblemente lo llamaba. El otro estaba preparado y deseoso para abrazar las penalidades y tribulaciones por amor a Dios. Con el ejemplo de estos dos santos ante nosotros, debemos decidirnos, si deseamos obtener la perfecta obediencia, a permitir que la voluntad de nuestro superior solamente imponga sobre nosotros tareas honorables, y a forzar nuestra propia voluntad a abrazar los oficios difíciles y humillantes» (397). Hasta aquí San Gregorio. Cristo nuestro Señor, Señor de todo, había previamente aprobado por su conducta la doctrina aquí expuesta por San Gregorio. Cuando sabía que la gente venía para llevarlo por la fuerza y hacerlo su rey, «huyó al monte, solo» (398). Pero cuando sabía que los judíos y soldados, con Judas a la cabeza, venían para hacerlo prisionero y crucificarlo, de acuerdo al mandato que había recibido de su Padre, de buena gana salió al encuentro de ellos, dejándose capturar y atar. Cristo, por tanto, nuestro buen Señor, nos ha dado un ejemplo de la perfección de la obediencia, no solamente por su predicación y palabras, sino por sus obras y en la verdad. Reverenció a su Padre con una obediencia fundada en el sufrimiento y las humillaciones. La Pasión de Cristo exhibe el más brillante ejemplo de la más exaltada y ennoblecida de las virtudes. Es un modelo que siempre han de tener ante sus ojos aquellos que han sido llamados por Dios para aspirar a la perfección de la obediencia y la imitación de Cristo.
Fuente: Radio Cristiandad
Fuente: Radio Cristiandad
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