"CATECISMO ROMANO"
DEL CONCILIO DE TRENTO
Traducción y notas de P. Pedro Martín Hernández
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1951
CUARTA PARTE
LA ORACIÓN
Primera petición del Padrenuestro
Santificado sea tu nombre
(Mt. VI,9)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN
Cristo, nuestro Señor y Maestro, nos dejó señalado en el Padrenuestro el orden riguroso con que debemos presentar nuestras peticiones ante Dios. Siendo la oración mensajera e intérprete de nuestros sentimientos de hijos hacia el Padre, el orden de nuestras peticiones será razonable en la medida en que éstas se conformen con el orden de las cosas que deben desearse y amarse.
Y, ante todo, el amor del cristiano debe centrarse con toda la fuerza del corazón en Dios, único y supremo bien por sí mismo. Él debe ser amado primero con un amor singular, superior a todo otro posible amor; debe ser amado con un amor único.
Todas las cosas de la tierra y todas las criaturas que puedan merecernos el nombre de "buenas" deben estar subordinadas a este supremo Bien, de quien proceden todos los demás bienes.
Justamente, pues, puso el Señor a la cabeza de las peticiones del Padrenuestro la búsqueda de este supremo bien. Antes que las mismas cosas necesarias para nosotros o para nuestros prójimos, hemos de buscar y pedir la gloria y el honor de Dios. Este orden debe constituir nuestro supremo anhelo de criaturas y de hijos, porque en esto está el único y verdadero orden de nuestro amor: amar a Dios antes que a nosotros mismos y buscar sus cosas antes que las nuestras.
II. "SANTIFICADO SEA TU NOMBRE"
Y puesto que sólo puede desearse y, por consiguiente, pedirse aquello de que se carece, ¿qué cosas podrá desear el hombre y pedir para Dios?
Dios tiene la plenitud del ser, y en modo alguno puede ser aumentada o perfeccionada su naturaleza divina, que posee de manera inefable todas las perfecciones.
Es evidente, pues, que sólo podemos desear y pedir para Dios cosas que estén fuera de su esencia: su glorificación externa.
A) Extensión del reino de Dios en el mundo
1) Deseamos y pedimos que su nombre sea más conocido y se difunda entre las gentes; que se extienda su reino y que las almas y los pueblos se sometan cada día más a su divina voluntad. Tres cosas-nombre" reino y obediencia-totalmente extrínsecas a la íntima esencia de Dios; de manera que a cada una de estas tres peticiones pueden aplicarse y unirse perfectamente las palabras añadidas en el Padrenuestro únicamente a la última: Así en la tierra como en el cielo.
Cuando pedimos que "sea santificado su nombre", deseamos que crezca la santidad y gloria del nombre de Dios. Esto no significa que el nombre divino pueda ser santificado en la tierra" del mismo modo que en el cielo, ya que la glorificación terrena en modo alguno puede llegar a igualar la glorificación que Dios recibe en los cielos. Cristo pretendió significar con estas palabras únicamente que debe ser igual el espíritu e impulso de esta doble glorificación: el amor.
Es cierto que el nombre de Dios no necesita por sí ser santificado, siendo ya por esencia santo y terrible (Ps 110,9), como es santo el mismo Dios por esencia.
Por consiguiente, ni a Dios ni a su santo nombre puede añadírsele santidad alguna que no posea ya desde toda la eternidad. Pedimos, sin embargo, que sea santificado el nombre de Dios para significar que deben los hombres honrarlo y exaltarlo con alabanzas y plegarias, a imitación de la gloria que recibe de los santos en el cielo; que deben cesar de ofenderle con ultrajes y blasfemias; que el honor y culto de Dios debe estar constantemente en los labios, en la mente y en el corazón de todos los hombres, traduciéndose en respetuosa veneración y en expresiones de alabanza al Dios sublime, santo y glorioso.
Pedimos que se actúe también en la tierra aquel magnífico y armónico concierto de alabanzas con que el cielo exalta a Dios en su gloria (1) de forma que todos los hombres-comulgando en idéntico cántico de fe y caridad cristianas-conozcan a Dios, le adoren y le sirvan, reconociendo en el nombre del Padre, que está en los cielos, la fuente de toda santidad, de toda grandeza, de toda fuerza posible en la vida de aquí abajo.
B) Universalidad del bautismo
San Pablo afirma que la Iglesia fue purificada, mediante el lavado del agua, con la palabra (Ep 5,26); esto es, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en el cual fuimos bautizados y santificados. No hay, pues, redención ni salvación posible para aquel sobre el cual no haya sido invocado el nombre de Dios.
Esto pedimos también cuando rezamos: Santificado sea tu nombre: que la humanidad entera, arrancada de las tinieblas del paganismo, sea iluminada con el esplendor de la verdad divina y reconozca el poder del nombre del verdadero Dios, alcanzando en él su santidad; y que en el nombre de la Trinidad santísima-mediante la recepción del bautismo-obtenga la redención y la salvación.
C) Conversión de los pecadores
Y hemos de pensar también, al repetir estas palabras, en aquellos que por el desorden del pecado perdieron la santidad e inocencia bautismal, recayendo bajo el yugo del espíritu del mal (2). Deseamos y pedimos que en ellos se restablezca la alabanza del nombre de Dios, de manera que, mediante una sincera conversión y confesión de sus culpas, restauren en sus almas el primitivo y espléndido templo de inocencia y santidad.
D) Reconocimiento de los dones divinos
Pedirnos, además, a Dios que infunda su luz en todas las mentes, para que los hombres tengan conciencia de que todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces (Jb 1,17). Todo don: la templanza y la justicia, la vida y la salud, los bienes del alma y los del cuerpo, los auxilios externos para la vida y la salud. Todo desciende de Dios; todo, por consiguiente, debe referirse a Él y servirle (3).
Por disposición divina, utilizamos y nos servimos de muchas cosas y de muchos dones: del sol y de su luz, de las leyes celestes y de las leyes del mundo, del aire para respirar y de la fecundidad de la tierra para alimentarnos; de las mismas legislaciones humanas, para vivir en orden y tranquilidad. Todos estos bienes y otros parecidos no son, en último análisis, más que dones de la munificencia divina. Y todas aquellas cosas que los filósofos llaman "causas segundas"- realidades que concurren de alguna manera a nuestra vida y bienestar - no son más que las manos de Dios", instrumentos creados y admirablemente dispuestos por la divina omnipotencia para servicio de nuestras múltiples necesidades; medios con los que Él nos distribuye y derrama sus bienes con infinita largueza.
E) Santidad de la Iglesia
Notemos, por último, que estas palabras: Santificado sea tu nombte, incluyen un reconocimiento de la función y misión sobrenatural de la Iglesia, la Esposa de Cristo. Porque sólo en ella ha establecido Dios los medios de expiación y purificación de los pecados y la fuente inagotable de la gracia: los sacramentos saludables y santificadores, por los que, como por divinos acueductos, derrama Dios sobre nosotros la mística fecundidad de la inocencia. Sólo a la Iglesia y a cuantos abriga en su seno y regazo pertenece la invocación de aquel nombre divino, el único que nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos ().
III. LA VIDA DEL CRISTIANO COMO ALABANZA DE DIOS
Es obligación del cristiano, hijo de Dios, alabar el santísimo nombre de su Padre, no sólo con ruido de palabras, sino también, y sobre todo, con el esplendor de una auténtica vida y conducta cristiana.
Es tristísimo e inexplicable que clamemos con los labios: Santificado sea tu nombre, cuando no tenemos inconveniente en mancharlo y afearlo en la realidad práctica de nuestros hechos. Y no pocas veces semejantes divorcios de palabra y vida son causa de maldiciones y blasfemias en quienes nos contemplan. Ya en su tiempo el apóstol Pablo tuvo que protestar enérgicamente: Por causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de Dios (Rm 2,24); y el profeta Ezequiel: Y llegados a las gentes a donde fueron, éstas profanaron mi santo nombre, diciendo de ellos: ¡Éstos son el pueblo de Yavé; han sido echados de su tierra! (Ez 36,20).
Son muchos los que juzgan de la verdad de la religión y de su Autor por la vida de los cristianos. Según esto, quienes de verdad profesan la fe y saben conformar sus vidas con ella, ejercen el mejor de los apostolados, excitando en los demás el deseo afectivo de glorificar el nombre del Padre celestial.
El mismo Cristo nos mandó explícitamente provocar con la bondad y el esplendor de nuestras vidas las alabanzas y bendiciones de Dios: Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obtas, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5,16); y San Pedro escribe: Observad entre los gentiles una conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo por lo que os afrentan como malhechores, considerando vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de la visitación (1P 2,12).
Fuente: Mercabá
(1) Bienaventurados los que moran en tu casa y continuamente te alaban (Ps 83,5; cf. Ap. 4,8).
(2) Cf. Mt M3ss.; Lc 11,26.
(3) ¡Oh Dios!, de quien todos los bienes proceden, concede a los que te pedimos, pensar por tu inspiración rectamente y oforar rectamente también por tu dirección (Colecta de la misa del domingo V después de Pascua).
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