martes, 17 de noviembre de 2015

¿Cómo han caído los fuertes? La FSSPX y Roma






Los Montes de Gelboé

Mons. Donald J. Sanborn


Al final del Libro primero de los Reyes, se puede leer la terrible derrota del ejército israelita después de una batalla desesperada contra los filisteos. Su rey Saúl estaba distraído por una obsesión de larga data, matar a David, y esto por la simple y única razón de que lo había desafiado al combate. Tomado por sorpresa, el ejército israelita fue masacrado; Saúl, herido mortalmente, se suicida dejándose caer sobre su espada. Todo esto sucedió sobre la montes de Gelboé. Entonces, los filisteos combatieron contra Israel; y los varones de Israel huyeron ante los filisteos, y cayeron muertos sobre los montes de Gelboé (I Reyes XXXI, 19). 

David, que no había tomado parte en la batalla, se sumergió en la tristeza. Lloró a Saúl, su perseguidor, porque era su rey. Lloró a Jonatán, su más querido amigo. Lloró a los valerosos hombres de Israel, caídos en la montaña. Los ilustres, Oh Israel, han sido muertos sobre tus montañas. ¿Cómo han caído los fuertes? (II Reyes I, 19).

El compositor George Haendel ha puesto música a esta escena dramática del Antiguo Testamento en el oratorio intitulado Saúl. Estas palabras, con sombríos acentos de himno fúnebre, lloran la pérdida de la valiente juventud de Israel:  


Llora Israel, llora tu belleza perdida 
¡Lo mejor de tu juventud segada en Gelboé! 
¡Tus más hermosas esperanzas desvanecidas! 
¡Que amontonamiento de poderosos 
guerreros sobre el llano!   


Cada año, en junio y julio, el sacerdote al leer su breviario recita varias veces la queja de David por los sucesos de Gelboé:


Montes Gelboe, nec ros nec pluvia veniant   
super vos, ubi ceciderunt fortes Israel.  


Montes de Gelboé, que no vengan sobre ti ni la lluvia ni el rocío, allí donde cayeron los bravos de Israel.  


Allí donde cayeron los bravos de Israel  

Cuando se considera que Israel en el Antiguo Testamento es la prefiguración de la Iglesia Católica en el Nuevo, y que los filisteos, enemigos de larga data de los israelitas, son una prefiguración de los enemigos de la Iglesia, es difícil no hacer la comparación con nuestra época.

Nunca estuvo la Iglesia tan acorralada por sus enemigos; nunca con tanto éxito. Nunca antes la Iglesia libró un combate tan decisivo contra sus enemigos. Son verdaderamente para ella los montes de Gelboé.

La batalla es feroz. Los filisteos son naturalmente los modernistas, los israelitas son los católicos fieles a su Santa Fe. Allí los filisteos se habían reunido en una fuerza terrible para responder a la humillación sufrida con la muerte de Goliat; en nuestra época son los modernistas, humillados bajo el reinado de San Pío X, quienes asaltaron la Iglesia con un nuevo vigor.

Mientras los bravos de Israel –los católicos fieles– caen poco a poco, masacrados en este funesto combate.  


La formación de un gran ejército

Un domingo de noviembre de 1964, a la vuelta de la Misa dominical, recuerdo haberme sentido seriamente desmoralizado. Era el primer domingo de Adviento, y los primeros cambios operados por Pablo VI habían sido introducidos en la Misa. No más oraciones al pie del altar, ni último Evangelio. Se había introducido la Misa dialogada, y algunos himnos con letras protestantes resonaron en nuestros oídos. Todas cosas que fueron ampliamente sobrepasadas por los standars actuales de aberración litúrgica, pero instintivamente me di cuenta entonces que algo profundo no iba verdaderamente en la Iglesia Católica. A pesar de mis catorce años, sentía que la religión protestante se había infiltrado en la Iglesia Católica.

Mi vida no sería más la misma. La impresión interior provocada en mí por los cambios, no hizo más que empeorar con el tiempo. Los cambios se sucedían unos tras otros; la Iglesia –o lo que parecía serlo– era cada vez más protestantizada.

En 1967, entré al seminario diocesano para seguir mis estudios universitarios. Ingenuamente pensaba que el seminario sería un paraíso de ortodoxia y de conservadorismo, en comparación con la parroquia liberal. De hecho, con gran tristeza, descubrí desde el primer día que era todo lo contrario. Recuerdo haberme horrorizado al escuchar a los seminaristas más antiguos reclamar el matrimonio para los sacerdotes, entre otros cambios liberales.

Hacia 1970, comprendí que nunca sería capaz de cumplir una función en el contexto de Vaticano II, de su religión de futuro. Me di cuenta entonces de lo que iba a llegar a ser la religión del Novus Ordo, exactamente lo que es ahora. Los seminaristas liberales de esta época son ahora sacerdotes u obispos, y hay que esperar de su parte ir más adelante aún.
Con algunos otros seminaristas, nos pusimos a la búsqueda de diócesis más conservadoras. En aquel momento, todo lo que buscábamos o esperábamos era un cierto conservadorismo, un pequeño refugio donde resistir a la tempestad del liberalismo. Casi todos los conservadores pensaban que la tormenta pasaría pronto, desde el instante en que el Santo Padre, Pablo VI en la época, descubriera lo tramado por los malvados liberales y los castigara. Todos pensábamos: el Santo Padre ignora todo lo que pasa, he aquí la razón del liberalismo. Cada año el seminario se volvía más liberal, y todos los años me decía: “El año próximo esto se acaba”. Eso nunca se acabó.

En la cabeza de todo conservador siempre estaba la idea implícita de que los liberales eran verdaderos católicos, pero que se dejaban engañar. Una vez que hubiesen visto que los cambios no iban, darían marcha atrás.

Fue en el curso de aquellos años, que, con otros seminaristas, comenzamos a frecuentar la Fordham University, en el Bronx, para escuchar las conferencias del Dr. Von Hildebrand sobre los cambios.

Fui introducido por el Dr. William Marra, hoy muy conocido. Igualmente, leía la revista Triumph y todas las publicaciones tradicionales o conservadoras que llegaban a mis manos.

Pero no conseguía nada. Todo iba de mal en peor.

Finalmente, a fines de 1970, uno de mis compañeros seminaristas tuvo la idea de escribir a The Voice, periódico tradicional publicado al norte del condado de New York, para preguntar si alguien había escuchado hablar de la existencia de un seminario tradicional en algún lugar del mundo. La carta fue publicada. Un sacerdote, el Padre Ramsey, respondió. Decía no conocer nada viable en los Estados Unidos, pero había escuchado hablar de un pequeño seminario apenas recientemente fundado en Suiza, por un Arzobispo francés.

Por otra parte, este Arzobispo debía venir a los Estados Unidos la próxima primavera. 

Evidentemente interesado, escribí al Arzobispo, y bastante rápidamente recibí una amable respuesta. Llegaba en marzo y estaría contento de recibirme, así como a los demás seminaristas interesados. Este encuentro con Mons. Lefebvre tuvo lugar en New York el lunes 15 de marzo de 1971. Una vez más mi vida tomaba un vuelco decisivo.

La conversación con Mons. Lefebvre contenía en germen todas las fuerzas y todos los problemas que serían parte del movimiento tradicionalista en el futuro.

Su Excelencia iba en camino para Covington, Kentucky, donde debía encontrarse con otro miembro de la Congregación del Espíritu Santo, el Obispo de Covington.

El Arzobispo inicia la conversación mostrándonos la aprobación, que había obtenido de la diócesis de Friburgo, para la Fraternidad. Era pues claro que tenía la intención de trabajar en el interior de la estructura del Novus Ordo. En la época ninguno de nosotros habría jamás pensado obrar de otra manera, nosotros buscábamos solamente un refugio, un lugar donde poder ser católicos y ocuparnos de nuestros propios asuntos.

Pero durante la conversación, Monseñor Lefebvre explicó que era necesario conservar exclusivamente la Misa latina, que era la misa en uso en su seminario. Aunque feliz con la idea de reencontrar la Misa latina tradicional, pues yo aborrecía la Nueva Misa, la idea de conservar la tradicional me preocupaba. Considerando que Pablo VI era el Papa, lo que todos pensábamos en la época, ¿cómo podía resistirlo en este punto? Recuerdo que uno de los seminaristas le formuló esta objeción. El Arzobispo dio una vaga respuesta respecto de su legalidad, e insistió en la necesidad de conservar la Misa tradicional para salvaguardar la Fe. Evidentemente tenía razón, pero la cuestión de la legalidad permanecía, desconcertante e inquietante.

Esta conversación presagiaba todos los acontecimientos que vendrían después. El deseo de colaborar con el Novus Ordo iba finalmente a entrar en conflicto con la resolución de mantener la Misa tradicional, y la Fe Católica en general. El Arzobispo, y con él la Fraternidad, iba a pasar veinticinco años de agonía, tratando de casar dos elementos contradictorios: el Novus Ordo y la Fe Católica. Y como el Novus Ordo está promulgado por el “papa”, el Arzobispo y la Fraternidad buscarán una vía media imposible, entre reconocer en él la autoridad de Cristo y resistir en él a la autoridad de Cristo.

Estas dos tendencias contradictorias de Monseñor Lefebvre, trabajar con el Novus Ordo, por un lado, y por el otro, preservar la Fe Católica, estarán en el origen de las dos tendencias que nacerán en Ecône: la línea de los blandos, los liberales, que pretendían comprometer la Fe Católica con el fin de obtener la aprobación del Novus Ordo; y la línea de los duros, que preferirán abandonar toda esperanza de aprobación por parte del Novus Ordo antes que comprometer la Fe.

Como dije hace diez años, en un artículo intitulado The Crux of the Matter, Monseñor dio a las dos facciones motivos de esperanza. Algunos actos y declaraciones se colocaban del lado de los blandos, otras del lado de los duros. El resultado fue que cada partido podía presumir de ser el intérprete de las ideas y de las tendencias de Monseñor.

De hecho, este seguía un camino que no era ni el de uno ni el de otro partido. El método que preconizaba para resolver la crisis de la Iglesia, consistía en preparar un gran ejército de sacerdotes tradicionalistas que serían enviados por todas partes a decir la Misa; por su Misa y su apostolado atraerían a los católicos. El Novus Ordo perecería por falta de vocaciones, pensaba, y rápidamente el Vaticano y los obispos deberían capitular ante el hecho de que los únicos sacerdotes que permanecerían serían tradicionalistas. De buen o mal grado tendrían que volver a la Tradición. Por otra parte, Monseñor pensaba que era absolutamente necesario preservar la doctrina católica, la liturgia y la práctica y, en consecuencia, resistir a la autoridad del Novus Ordo, es decir, en particular a Pablo VI.

De esta doble afirmación nació la única solución posible: “el filtro”. Reconocer la autoridad del Novus Ordo como la autoridad católica, pero pasar por el filtro sus doctrinas, sus leyes y su liturgia, para quedarse con lo que es católico y rechazar lo que no lo es.

Además, Monseñor Lefebvre buscó formar seminaristas que aceptaran esta solución y, mirándolo bien, tuvieran a la Fraternidad –es decir, a él– como la autoridad habilitada para jugar este rol de “filtro”. Es así que nació el “culto de Monseñor”. Incapaces de resolver el problema de la autoridad, los seminaristas consideraron a Monseñor Lefebvre como el vocero excepcional de Dios en esta crisis. Roma no era más un problema desde que Monseñor estaba allí para interpretar el pensamiento y para conducirnos entre los diversos obstáculos modernistas que se suscitaban.

De 1970 a 1975, estas tres corrientes, línea de los duros, línea de los blandos y línea de Monseñor, se desarrollaron paralelamente y no tuvieron sino raros choques de orden menor. Los “duros” hicieron conocer abiertamente sus opiniones sedevacantistas respecto de Pablo VI. No veían más la necesidad de ocultar su alineación con el Breviario y las rúbricas de San Pío X, y por todas partes en el seminario se podían ver seminaristas con estos breviarios.

En clase, los “duros” discutían con los profesores de tendencia modernista; un cierto inglés muy conocido, hoy obispo, dirigía la tropa. Los “blandos” defendían a los profesores y hostigaban a los “duros”. Monseñor Lefebvre permanecía generalmente fuera.

En 1974, el Vaticano decide efectuar una investigación sobre Ecône, y envía visitadores para interrogar a docentes y seminaristas. Previendo que el informe sería mal recibido, Monseñor Lefebvre hace su famosa Declaración, que alegró mucho a los “duros” y fue un golpe para los “blandos”. Un año más tarde, en mayo de 1975, Pablo VI suprime la Fraternidad. Monseñor Lefebvre decide resistir, y mantiene abierto su seminario de Ecône. Los “duros” exultaban, llenos de entusiasmo por esta nueva guerra abierta con el modernismo, más particularmente localizado en el Vaticano. Estos no tenían en cuenta la supresión, considerando los actos de Pablo VI nulos, sin existencia.

Para los “blandos”, era la tempestad. Muchos dejaron Ecône. Los de la línea de Monseñor, continuaron siguiéndolo lealmente.

Los acontecimientos de 1975 a 1978 hicieron presagiar el triunfo de los “duros”. Monseñor parecía abandonar toda esperanza, e incluso todo deseo, de reconciliarse con el modernista Montini. Hablaba de la iglesia del Vaticano II como de “una iglesia cismática”, y de la Nueva Misa como de una “misa bastarda”. En ese momento, pareció que la dicotomía de Monseñor Lefebvre de los años precedentes se resolvería con la decisión lógica y coherente de proseguir la guerra contra el Novus Ordo. La Fraternidad habría sido el gran ejército de la Iglesia Católica frente a sus enemigos modernistas, los filisteos, en el interior de los muros, los muros del Vaticano principalmente. Ella habría atraído las vocaciones del mundo entero, las habría formado según el espíritu de la Iglesia Católica, anti-modernista, para enviarlas luego a los campos de batalla de todos los puntos de la tierra. El futuro se anunciaba brillante, seguro, glorioso.

Fue entonces que tuvo lugar un suceso que alegró a mucha gente: Pablo VI dejó de vivir. Era el 6 de agosto de 1978.  


El abrazo fatal  

Los pocos días concedidos a Luciani corrieron, y fue elegido el actual [este artículo es de 1994, NdR.], y aparentemente inmortal, Wojtyla, en octubre de 1978, como tercer “papa” del Vaticano II. Monseñor quiso ver al nuevo “papa”. El encuentro tuvo lugar poco tiempo después de la elección de Wojtyla. En el curso de esta conversación histórica, Wojtyla declara a Mons. Lefebvre que podía continuar todo “aceptando el Concilio a la luz de la Tradición”, fórmula que Monseñor había utilizado siempre hasta entonces en su tentativa de coexistencia con el Novus Ordo. Esto significaba: para Monseñor, evaluar el Concilio para retener solamente lo que era católico; para Wojtyla, tener otro color en el espectro de las ideas. Para Monseñor Lefebvre, era la renovación de las esperanzas, alimentadas durante el pontificado de Pablo VI, de recibir la aprobación de parte del Novus Ordo; para Wojtyla, era el medio de reintegrar a los tradicionalistas en una “High Church”. Para Mons. Lefebvre, era la esperanza de obtener una capilla lateral tradicionalista en el interior de la catedral modernista; igualmente para Wojtyla.

Habiéndolos reunido esta esperanza de reconciliación, Wojtyla dio a Monseñor un abrazo fatal. La guerra había terminado.

Al menos allí. Después de esta entrevista, no le quedaba a Monseñor más que una cosa para hacer: transformar la línea dura de su Fraternidad, dispuesta en orden de batalla, en un instrumento de compromiso lleno de flexibilidad. El diálogo iba a ser el orden del día para los años a venir, y necesitaba tras de sí un clero que trabajase, no espada sino pluma en mano, en la firma de un tratado de paz con los saboteadores del cato1icismo.

Se siguió un reino del terror en el interior de la Fraternidad. Convencido de que en adelante tenía que preparar un ejército de dialogadores y de personas dispuestas al compromiso para concluir su larga búsqueda en vista de la aprobación del Vaticano modernista, Monseñor comprende que debía o convertir o eliminar la oposición. Lo que hizo con una decisión implacable, y aún cruel. El sedevacantismo fue desterrado. Era preciso, o bien reconocer que Juan Pablo II era papa, o bien usted se iba a vivir en el exilio y la pobreza.

Con gran alegría de los blandos, cada duro de la Fraternidad fue sistemáticamente derribado, sea por la conversión obtenida por presiones, sea por la expulsión. Es con la expulsión de cuatro sacerdotes italianos que concluye el procedimiento en 1986, y ni uno de aquellos que consideraban a Wojtyla como el enemigo permanecerá en la Fraternidad. El camino estaba despejado desde entonces para un compromiso que permitiera la coexistencia, la capilla lateral en la Catedral modernista del Ecumenismo.

A pesar del jaque de la reunión de Asís y de otros crímenes ecuménicos ultrajantes por parte de Wojtyla, las negociaciones con el enemigo prosiguieron su curso, hasta el fatídico día del Protocolo: 5 de mayo de 1988, fiesta de San Pío V, ¡qué coincidencia!

Después de meses de negociaciones con Ratzinger, un documento, considerado como preparatorio antes del último acuerdo definitivo más formal, fue presentado a la firma de Monseñor Lefebvre. En este fatídico Protocolo, como se lo llama, Monseñor Lefebvre: 

1) Prometía fidelidad a Juan Pablo II y al cuerpo de los obispos del Novus Ordo.  

2) Estaba de acuerdo en aceptar el capítulo 25 de Lumen Gentium, reconociendo así al Vaticano II como la enseñanza de la Iglesia Católica, sin ninguna reserva.  

3) Aceptaba el diálogo con el Vaticano sobre los puntos discutidos del Vaticano II, la nueva liturgia, los problemas disciplinares, “evitando toda polémica”, dicho de otra manera, abandonando la denuncia pública del error.  

4) Reconocía la validez de la Nueva Misa y de los nuevos sacramentos tal como fueron promulgados por Pablo VI y Juan Pablo II en sus ediciones oficiales, lo que implica que se trata de ritos católicos promulgados por la Iglesia, no pueden entonces ser inválidos.  

5) Reconocía el Código de Derecho Canónico, que por su propia boca había declarado lleno de errores, sino de herejías. 

En contrapartida, Ratzinger concedía a la Fraternidad un lugar en lo que Monseñor Lefebvre siempre llamó “la iglesia conciliar”. Además, estaba de acuerdo en sugerir al “Santo Padre” de nombrar un obispo elegido entre los miembros de la Fraternidad. Por otro lado además, el Vaticano aceptaba constituir una “Comisión de la Tradición” para ayudar a salvaguardar las prácticas tradicionales.

El mismo día siguiente, 6 de mayo, Monseñor Lefebvre violaba el acuerdo apenas aceptado, diciendo a Ratzinger que si el “Papa” no nombraba un obispo y preparaba el Mandato Apostólico (el permiso para consagrar) para mediados de junio, él procedería sin esperar más a la ceremonia. Presentaba como razón el hecho de que dejar el acontecimiento para más tarde, causaría un sentimiento de desilusión entre los tradicionalistas. Además, añadía, “hoteles, medios de comunicación, inmensas tiendas a montar para la ceremonia, deberían detenerse”.

Ratzinger y Monseñor se reencontraron el 24 de mayo. Ratzinger aseguró a Monseñor que el “Santo Padre” elegiría un obispo de la Fraternidad, que aprobaría una consagración hecha el 15 de agosto, solamente cuarenta y cinco días después del 30 de junio tan deseado. Monseñor respondió con dos cartas, una a Ratzinger y otra a Wojtyla; insistía en la cantidad de tres para los obispos, en la fecha del 30 de junio para la consagración, y pedía que la “Comisión para la Tradición” comportase una mayoría de miembros de la Fraternidad.

Ratzinger respondió el 30 de mayo insistiendo en los términos del Protocolo del 5 de mayo, y en la sumisión del Arzobispo al “Papa” en lo que se refería a la consagración. El 2 de junio, Monseñor respondía denunciando el espíritu del Vaticano II y anunciaba a Ratzinger que tenía la intención de proceder a la consagración el 30 de junio, amparándose en el “permiso” concedido por Roma para el 15 de agosto.

Las tergiversaciones continuaron. El 15 de junio, Monseñor Lefebvre ofreció una conferencia de prensa, en la que declaró que Juan Pablo II no era católico, que estaba excomulgado, fuera de la Iglesia, pero que, sin embargo, era el jefe de la Iglesia. El 16, decía a un periodista que cambiaría de opinión, si Juan Pablo II –que la víspera no era siquiera católico– aprobaba sus cuatro obispos.

El 30 de junio, Monseñor Lefebvre consagró sus cuatro obispos. El 2 de julio, Juan Pablo II los excomulgó, así como a todos los que lo siguieran.  


Las dos caras del Arzobispo  

El desarrollo de estas tratativas con el Vaticano modernista, mostró de manera evidente que existían en Monseñor Lefebvre dos aspectos opuestos, cada uno capaz de dictar su propia teoría distinta y contradictoria, así corno su propio modo de acción.

Por un lado, estaba la fe de Monseñor. Lo conocí durante muchos años, puedo testimoniar del hecho que de corazón era profundamente católico, anti-liberal, anti-modernista. Detestaba los cambios del Vaticano II y, como todos nosotros, deseaba la vuelta de la Fe Católica.

Por otro parte, estaba la diplomacia del Arzobispo. Él creía firmemente y, bien inclinado a este arte por haber sido Delegado Apostólico, pensaba poder resolver los problemas de la Iglesia por medio de la diplomacia.

Libre de las consideraciones diplomáticas, su fe resplandecía, inflamada por su fortaleza de alma. Las declaraciones que hacía en estos momentos de humor no diplomático y sin cálculo, eran excelentes. Eran exactamente las que la Iglesia necesitaba: una simple declaración de la verdad sin ambigüedad, una denuncia directa de los modernistas, un fuerte programa de acción positiva contra ellos por medio de la formación y ordenación de sacerdotes tradicionales. Es en este último aspecto que reside toda la grandeza de Monseñor Lefebvre.

Por el contrario, cuando la diplomacia dictaba sus pensamientos y sus acciones, aparecía como una persona completamente distinta. Listo para realizar vergonzosas capitulaciones por alcanzar su objetivo, ofrecía en bandeja a los modernistas afirmaciones ambiguas, esperando que ellos aceptaran darle un lugar en la mesa modernista. Por ejemplo, aún no queriendo saber nada de la Misa Nueva, acepta autorizar oficialmente la celebración de una Misa Nueva en la vasta iglesia parisina de Saint-Nicolas-du-Chardonnet:  

“El Cardenal (Ratzinger) nos hizo saber que entonces sería necesario autorizar la celebración de una Misa Nueva en Saint-Nicolas-du-Chardonnet. Insiste en la existencia de una única Iglesia, la del Vaticano II. A pesar de estas decepciones, firmo el protocolo del 5 de mayo” (Dossier sobre las consagraciones episcopales, Ecône, 1988, pág. 4).  

Bajo la influencia de la diplomacia, su coraje habitual se transformaba en una debilidad indecible, temerosa frente a los enemigos de la Iglesia. Así, en 1974, diciendo que su brillante Declaración era un gaffe diplomático, es lo que presentó como excusa al Cardenal Seper, excusa indigna de su fe y de su fortaleza, diciendo que había sido compuesta en un momento de indignación.

A Ratzinger, en un intento de conseguir que el Vaticano aprobase las esperadas consagraciones, presenta como razón que las “tiendas ya fueron alquiladas”, como si las consagraciones no fueran apenas más que una fiesta de matrimonio.

¿Pensaba realmente que el Vaticano se dejaría tocar por una historia de tiendas? ¿Verdaderamente pensaba que el inconveniente de anular las tiendas tuviese algo que ver con el asunto del momento? Por supuesto que no. En realidad, Monseñor sabía en su corazón que Juan Pablo II no era más papa que usted y que yo, sus relaciones con él no eran la traducción de un espíritu de sumisión a su “autoridad”, sino más bien un intento por obtener de Wojtyla lo que Wojtyla podía darle: una apariencia de legitimidad.

La prueba está en la posición que expresa a los cuatro obispos el 28 de agosto de 1987, justo antes de que comience el largo proceso de negociaciones finales: “La Cátedra de Pedro”, les escribe, “y los puestos de autoridad de Roma están ocupados por anticristos” (Ibíd., pág. 1). ¿Cómo pudo honestamente entablar negociaciones con estos anticristos, esforzándose por obtener de ellos el reconocimiento, de modo de trabajar conjuntamente con ellos? Uno se lo pregunta. ¿Cómo podía llamar Vicario de Cristo a quién condenaba como anticristo?

Como dos discos con registros diferentes que giran al mismo tiempo, los dos aspectos de Monseñor Lefebvre, el de la fe y el de la diplomacia, podían manifestarse simultáneamente, a veces el mismo día, en sus declaraciones, en sus tomas de posición y en sus actos.  





Un ejército que combate por la coexistencia con los herejes  

Se escucha frecuentemente decir que si no hubiese habido un Monseñor Lefebvre, no habría en absoluto movimiento tradicionalista, ni sacerdotes, ni Misa tradicional, nada.

Esta afirmación es en gran parte verdadera. Subrayemos que es imposible decir lo que hubieran hecho otros obispos, si el movimiento tradicional no hubiera sido tomado en mano por Monseñor Lefebvre. Se podría pensar que algunos obispos pudieran haberse alejado, espantados por lo que percibirían como una posición esencialmente no católica consistente en afirmar que Wojtyla posee la autoridad papal, y en ignorarla al mismo tiempo. Debido al hecho de esta posición imposible de Monseñor Lefebvre, casi todo el movimiento tradicional lleva en su cara una marchites no católica. No obstante pertenece a Monseñor Lefebvre el haber concebido la idea de un gran ejército de sacerdotes esparcidos por el mundo entero, que trabajasen de una manera coherente y unificada contra el clero modernista. Es él quien tiene el mérito de haber dispuesto un sistema para realizar este fin, con la fundación de seminarios, la implantación de numerosas casas religiosas, de escuelas, de conventos y de noviciados. Es también él quien tiene el mérito de haber formado un ejército bien equipado, al menos en el plano material y organizativo.

Gracias a esta proeza material y organizativa, así como al carisma que naturalmente atraía a él tanta gente, arrastró tras él casi todas las vocaciones al sacerdocio de cuantos resistían a los cambios. La creación de Ecône, en 1970, fue el llamado de clarín de las tropas de la Iglesia para la última batalla contra el poder de las tinieblas, contra las puertas del infierno. Muchos respondieron al llamado, y continúan respondiendo. Es la juventud elegida de Israel, en la feroz batalla contra los filisteos.

Sin embargo, como cuando la batalla sobre los montes de Gelboé, nuestra juventud de élite está a punto de hacerse masacrar, de hacerse batir por los filisteos.

Pues, como hace mucho tiempo que el ejército de sacerdotes que resisten al modernismo no comprende que los filisteos son el enemigo, será aniquilado.

En efecto, si es Monseñor Lefebvre quien tiene el mérito de haber armado y equipado este ejército de sacerdotes, es igualmente a él que pertenece la responsabilidad de haber llevado a estos sacerdotes –así como a los simples laicos que los asisten– a la trampa del gran enemigo. Esta trampa del enemigo consiste en atraer la resistencia al modernismo, haciéndola pasar por una rama tradicionalista de la religión modernista, una “High Church”, sobre el modelo de la rama conservadora del anglicanismo.

Esta trampa, esta “solución” del problema del Vaticano II y de sus reformas, sirve perfectamente a los fines del modernismo. Como la araña en su tela, él captura así virtualmente hacia el interior de su religión reformada, herética, toda resistencia que pudiera oponerle el catolicismo. Él la captura, le pone sus condiciones, la contiene y la desviriliza. La Iglesia “Católica” apareció entonces a los ojos del mundo entero semejante a la Iglesia Anglicana, una iglesia en que la adhesión a la Fe Católica estaría reducida a la pompa litúrgica, y donde la “creencia católica” estaría en comunión con la herejía. Un tal sistema reduce a la Iglesia Católica a una secta, pues ella no puede prestar el nombre de católico a los herejes modernistas, y al mismo tiempo llamarse la verdadera Iglesia de Cristo.

Sin embargo, es la solución que ven los lefebvristas a los problemas de la Iglesia: coexistencia de los modernistas con los católicos en la misma Iglesia, en cuyo seno ellos tendrían sus iglesias y nosotros las nuestras, todos bajo el mismo papa, que sería el Santo Padre tanto de los herejes como de los católicos.

Esta actitud no viene de Dios. Nunca en la historia del Antiguo o del Nuevo Testamento, Dios hizo compromisos con sus enemigos. Nunca permitió la mezcla de las falsas religiones con Su sagrada doctrina. De hecho, fue justamente por esta razón, por buscar siempre mezclar Su Fe divinamente revelada con las religiones paganas de los pueblos vecinos, que en el Antiguo Testamento el pueblo judío era continuamente castigado.

No, o bien Vaticano II viene de Dios, o bien no viene de Dios. O bien los cambios traídos por este Concilio vienen del Espíritu Santo, o no vienen del Espíritu Santo. Si vienen del Espíritu Santo, deben ser aceptados y nuestra resistencia es pecado. Si no vienen del Espíritu Santo, es que vienen del demonio, y no existe en este caso más que una respuesta de la Iglesia: es el anatema, mil veces el anatema y la excomunión de todos los herejes. No la coexistencia con la herejía y los herejes. Reclamar una tal coexistencia, es reducir la Iglesia a una secta, como las de los protestantes.

La resistencia que oponemos al Vaticano II y a sus cambios no tiene entonces por fin la obtención de una capilla lateral tradicional en el interior de la gran catedral modernista. No, nuestra voz se eleva para rechazar y denunciar la herejía, es la voz de la Fe contra estos herejes, que han invadido nuestros edificios sagrados y los han colmado de la abominación herética.

Monseñor Lefebvre ha provisto a sus sacerdotes de todo, excepto de la adecuada teología para distinguir a los enemigos de la Iglesia; ha formado un ejército que no sabe dónde está el enemigo. Combaten por el “reconocimiento” de las “autoridades” modernistas. Buscan ser absorbidos por los filisteos, no vencerlos. Quieren trabajar con el modernismo en el interior del Vaticano, y no expulsarlo. Combaten por la coexistencia con los modernistas, por compartir la misma Iglesia con los herejes.

El espíritu de “negociación con Roma” continúa haciendo su camino en el interior de la Fraternidad. El mismo término suena cismático, pues los católicos no negocian con Roma, se someten a Roma. Poco tiempo después de las consagraciones de 1988, Monseñor Lefebvre declaraba que las negociaciones continuarían, y que preveía que en cinco años todo se resolvería. Recientemente [artículo de 1994] también hemos escuchado hablar de nuevas negociaciones, de nuevo con Wojtyla. La encíclica de Wojtyla, Veritatis Splendor, fue objeto de elogio del entonces Rector de Ecône (!), que la calificó de “antiliberal, anti-ecuménica, anti-colegial”, “no necesitando ninguna revisión”.  


La raíz del problema  

La razón por la cual la Fraternidad prosigue la vía de la negociación con los modernistas con el objetivo último de ser absorbidos por ellos, es que considera que Ratzinger detenta la autoridad papal. Siente la necesidad de someterse a él, de ser reconocida por él para estar sometida a Cristo, para ser reconocida por Cristo. Pues la autoridad papal es la autoridad de Cristo.

Sin embargo, al mismo tiempo, en la Fraternidad se mira casi todo lo que dice o hace Ratzinger como herético, erróneo, escandaloso o peligroso para las almas. Ellos dicen abiertamente que un católico no puede sobrevivir espiritualmente en el Novus Ordo. Es decir, que la Misa y los Sacramentos, la doctrina y la disciplina que nos han sido dadas oficialmente por el Papa (Papa a sus ojos), son a tal punto nocivas para las almas que son para éstas causa de muerte espiritual.

Ante este peligro de muerte espiritual para las almas, la Fraternidad considera que tiene carta blanca para continuar todo el apostolado que quiera en cualquier diócesis del mundo. Al mismo tiempo, ella prosigue las negociaciones con el agente de muerte espiritual, con la esperanza de poder trabajar codo a codo con él en las diócesis, como hace la Fraternidad San Pedro.

Que la Fraternidad abandone esta posición insostenible y adopte la posición católica, y se convertirá entonces en el verdadero y valiente ejército de resistencia que siempre habría debido ser.

Su posición es absurda, ya que con su modo de ver ellos combaten a la verdadera Iglesia Católica de la cual quieren formar parte. Pero los católicos no combaten a su Iglesia, sino que se le someten, ya que es indefectible e infalible. Ella es la Iglesia de Cristo, y su autoridad es la autoridad de Cristo.

Es pues imposible que la autoridad católica –la autoridad de Cristo– prescriba para la Iglesia Católica entera, doctrinas, disciplinas, Misas o sacramentos erróneos o fautores de muerte; tal es la posición católica. Como las reformas del Vaticano II son falsas y causantes de muerte, es imposible que procedan de la autoridad católica, la autoridad de Cristo. Es en consecuencia imposible que Ratzinger posea la autoridad papal que pretende tener. El no representa a la Iglesia Católica. Las reformas del Vaticano II no nos vienen de la Iglesia Católica.

La conclusión práctica de la posición católica es evidente: no puede haber compromiso con los herejes de las cancillerías vaticanas y episcopales. Es el deber de la Iglesia denunciar a los modernistas y a los impostores que pretenden tener la autoridad católica, e incitar a los católicos a no darles crédito, a rehusarles el nombre de católico. Esta denuncia de su falsa autoridad es esencial a la indefectibilidad de la Iglesia, pues la Iglesia sería defectible si aceptara como católicas las doctrinas, disciplinas y liturgias no católicas que emanan del Vaticano II, de Montini, de Wojtyla y de Ratzinger.  


La Fraternidad San Pedro, una hija de Monseñor Lefebvre  

Los efectos desastrosos de la diplomacia de Monseñor Lefebvre y de la falsa eclesiología sobre la que se basa, se ven en la Fraternidad San Pedro y en la Misa del Indulto. La sola y única razón por la que tenemos una y otra, es que Monseñor Lefebvre las ha pedido y ha trabajado duro para obtenerlas.

La idea de una congregación religiosa trabajando en el interior de las estructuras diocesanas del Novus Ordo, conservando al mismo tiempo la Misa y la teología tradicional, ha sido, desde el comienzo, el sueño de Monseñor Lefebvre. Este sueño se realizó cuando el Protocolo fue puesto ante él para que lo firmase. Obtuvo finalmente lo que, por tan largo tiempo y gracias a una hábil diplomacia, había proyectado y tratado de conseguir. Y si se puede decir que sin Monseñor Lefebvre no tendríamos ningún sacerdote tradicionalista, igualmente se puede decir que sin Monseñor Lefebvre no tendríamos Fraternidad San Pedro ni Misa del Indulto. Creo que con el tiempo, la Fraternidad San Pedro y la Misa del Indulto suplantarán a la Fraternidad San Pío X. Es una cuestión de sentido común: si Ratzinger es el Papa y el Vaticano II un verdadero Concilio católico, ¿cómo podemos lógicamente resistirlo cuando nos ofrece una cucha tradicionalista? ¿Cómo podemos decir lógicamente que sus doctrinas son erróneas, o su liturgia fautora de muerte? Evidentemente, no podemos. Con la Fraternidad San Pedro, “mate la gallina y tendrá los huevos”, es decir, que tendrá la Tradición y Ratzinger al mismo tiempo. Si usted está con la Fraternidad San Pío X, usted continuará con el problema constante y lacerante de la autoridad. La “autoridad de Cristo” excomulgó a la Fraternidad San Pío X. ¿Qué puede presentar ella como solución a este problema, si no es que “la autoridad de Cristo se equivoca”?

Constatamos también la caída de la valiente juventud de la Iglesia, en la cantidad significativa de defecciones de la Fraternidad San Pío X. Cada vez que algunos sacerdotes abandonan este grupo se orientan siempre hacia la izquierda, es decir, siempre más cerca del Novus Ordo vía la Fraternidad San Pedro o el Indulto. Nunca se alejan del Novus Ordo. He aquí un hecho que dice mucho sobre la formación que reciben en los seminarios lefebvristas.

El Padre John Rizzo es un ejemplo de esto. Él era uno de mis seminaristas en Ridgefield. Era muy duro en la época en sus posiciones teológicas, y no quería tener nada que ver con el Novus Ordo. En estos momentos, leemos que ha sido aceptado en una diócesis del Novus Ordo y que trabaja con los modernistas. ¿Qué pasó? Simplemente diez años de lefebvrismo. Durante esos diez años se le inculcó que la posición dura de los “nueve malos sacerdotes” (que salieron de la Fraternidad en 1983: Sodalitium) era cismática, ya que no reconocían al Papa. Y bien, honor a ustedes de la Fraternidad San Pío X, por haber tomado a su cargo un buen seminarista y haberlo arruinado, ¡pues no hizo nada más que sacar la conclusión lógica de vuestras posiciones teológicas! Si ustedes no abandonan sus posiciones inconsistentes y peligrosas, ustedes verán el fiasco del Padre Rizzo multiplicarse a gran escala.  


Ninguna base lógica para el apostolado  

Por reconocer hace tanto tiempo en Ratzinger la plena posesión de la autoridad papal, la Fraternidad no ofrece ninguna base lógica que justifique su apostolado.

Cuando un sacerdote ejerce el apostolado en tiempos normales, no puede practicar ninguna actividad sacerdotal sin ser autorizado por la autoridad competente, es decir, el obispo de la diócesis. Es esta autorización la que hace que la Misa del sacerdote y sus Sacramentos sean católicos; o sea, administrados por un agente de la Iglesia Católica debidamente autorizado. Es este defecto de autorización que hace de la Misa griega ortodoxa una Misa no católica: aunque válidamente ordenado y aunque diga una Misa válida, el sacerdote no actúa en nombre de la Iglesia Católica, sino contra ella.

Cuando el sacerdote tradicionalista ejerce su función, cuando dice la Misa y administra los Sacramentos sin el permiso del obispo del lugar, debe justificar de una manera u otra el hecho de hacerlo sin autorización. La única justificación posible que podría presentar es la siguiente: “la Iglesia quiere que lo haga”. Ninguna autoridad lo autorizó a decir la Misa y a distribuir los Sacramentos, por tanto debe tener un argumento coherente y convincente para decir que la Iglesia –Cristo en última instancia– quiere que así lo haga.

Pero si el sacerdote tradicionalista dice que la autoridad es revestida por Ratzinger o el obispo del lugar, ¿cómo puede entonces afirmar que la Iglesia quiere que ejerza un apostolado no autorizado? Si la autoridad de Cristo reposa en el obispo del lugar, ¿cómo puede entonces la autoridad de Cristo querer que el sacerdote tradicionalista actúe contra el obispo del lugar? Si la autoridad de Cristo reside en Ratzinger, ¿cómo puede Cristo desear que un grupo de sacerdotes ejerza un apostolado en desprecio de Ratzinger? 


¿Cristo está contra Cristo?

¿Miramos también la otra cara de la moneda? Si la autoridad de Cristo no reside en Ratzinger, ¿cómo entonces Cristo o la Iglesia autorizarían el apostolado de quienes afirman con insistencia que el hereje Wojtvla es verdaderamente el Papa? ¿Cómo Cristo o la Iglesia pueden desear el apostolado de sacerdotes que intentan llevar a los fieles al rebaño de los falsos pastores, de pastores heréticos, de sacerdotes que denuncian como cismáticos a quienes no reconocen a los falsos pastores?

Todo esto para decir que no es posible separar la autoridad de la Iglesia de la autoridad de Cristo, no menos que separar la autoridad de la Iglesia de la Iglesia misma. Es una sola y misma cosa. No se puede entonces pretender representar a la Iglesia Católica, si se actúa contra su autoridad. No se puede tampoco pretender representar a la Iglesia Católica, si se reconoce una falsa autoridad. Donde está Pedro, está la Iglesia. Si vuestro apostolado no es el de Pedro, vuestro apostolado no es el de la Iglesia, ni el de Cristo. Reconocer como Pedro a quién condena vuestro apostolado, significa condenar en consecuencia, por vuestra propia boca, vuestro propio apostolado.

Este hecho de reconocer la autoridad del Papa por un lado, pero “actuar por cuenta propia” por el otro, ha sido un signo revelador de numerosos herejes y cismáticos. Era la actitud de los Jansenistas y Galicanos, como también la de los Católicos Viejos. Y fue condenada por el Papa Pío IX:

“¿De qué sirve proclamar en alta voz el dogma del Primado de Pedro y de sus sucesores? ¿De qué sirve el repetir la profesión de Fe en la Iglesia Católica y la obediencia a la Sede Apostólica, si las acciones desmienten las palabras? Por otra parte, el hecho de que la obediencia sea reconocida como un deber, ¿no hace acaso la rebelión todavía más imperdonable? Y además, que la autoridad de la Santa Sede no se extienda a la aprobación de medidas que se vio obligada a tomar, o bien que sea suficiente estar en comunión de Fe con la Sede Apostólica, sin agregarle la sumisión de la obediencia; ¿no es esto algo que no puede sostenerse sin daño para la Fe Católica?... En realidad, venerables hermanos y muy queridos hijos, se trata de reconocer la autoridad (de esta Sede) también sobre vuestras iglesias, y no solamente en lo que mira a la Fe, sino igualmente en lo que respecta a la disciplina. Quien lo niegue, es hereje; quien aún reconociéndolo, se rehúse obstinadamente, sea anatema” (Quæ in patriarchatu, 1º de septiembre de 1876, al clero y a los fieles de rito caldeo).

“Y Nos no podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que, no soportando la sana doctrina, pretenden que: ‘En cuanto a los juicios y a los decretos de la Sede Apostólica cuyo objeto toca manifiestamente el bien general de la Iglesia, sus derechos y su disciplina, se puede, desde el momento que no conciernen a los dogmas relativos a la Fe y a las costumbres, rehusarles el asentimiento y la obediencia sin pecado, y sin dejar en nada de profesar el catolicismo’ ” (Enc. Quanta Cura, 8 de diciembre de 1864).

La posición de la Fraternidad no es pues una posición católica. Que prácticamente toda la juventud de la Iglesia, los valientes de Israel, tengan la cabeza llena de principios no católicos en su combate contra el modernismo, he aquí un tremendo desastre. Esto significa que no hay ninguna voz verdaderamente católica de resistencia al modernismo, aparte de algunos sacerdotes esparcidos por el mundo que denuncian a los modernistas como privados de la autoridad. Son para la Iglesia, los montes de Gelboé.  


Una falsa noción de la Iglesia  

El problema de fondo de la Fraternidad y de sus miembros, es que trabajan a partir de una falsa noción de la Iglesia. Ellos miran la elección de Ratzinger por un colegio de cardenales del Novus Ordo, y de ahí concluyen que es un pontífice legítimo.

Y como la dificultad de estar en comunión con un hereje no les escapa, dicen que Benedicto XVI está a la cabeza de dos iglesias: una, la Iglesia conciliar; y la otra, la Iglesia Católica. A veces él habla y actúa como jefe de la Iglesia conciliar; otras, como jefe de la Iglesia Católica.

¿Cómo saber lo que viene de uno o del otro? Por Monseñor Lefebvre, que ha recibido de Dios la misión de pesar los hechos y las palabras de estos papas modernistas, y de decirnos lo que hay que creer, lo que hay que hacer y lo que hay que pensar. Ahora que Monseñor ha fallecido, esta autoridad reside en el Superior General.

De este principio se debería sacar la conclusión lógica de que la infalibilidad e indefectibilidad de la Iglesia Católica, el depósito de la Fe, la salvación de todos los fieles, están en las manos del Superior General. La Iglesia Católica, la Fe Católica, la validez de los Sacramentos, lo que debemos creer para salvarnos, todo ha sido confiado al juicio del Superior General.

Se podría comparar este tipo de eclesiología, o de teología de la Iglesia, a los “diferentes timbres” de las líneas telefónicas. Para la llegada de un fax, usted tiene un timbre; para una llamada telefónica, otro. Así, por analogía, si Ratzinger dice algo católico, usted recibirá de la Fraternidad un determinado sonido de timbre; si dice algo modernista, usted recibirá de la Fraternidad otro sonido de timbre.

Inútil decir que un tal sistema no solamente es absurdo, sino que reduce a cero la infalibilidad de la Iglesia Católica. En un sistema de este género el Papa no es más la autoridad, sino el Superior General de la Fraternidad San Pío X.

Su sistema es defectuoso, en el sentido de que no comprenden que es la detención de la autoridad papal lo que hace que el Papa sea Papa. Esta autoridad, garantizada por el Espíritu Santo en materia de doctrina, moral, liturgia y disciplina general, no puede prescribir para la Iglesia falsas doctrinas o leyes malas que el fiel tenga necesidad de rechazar, que deba necesariamente resistir. Pero en general, el movimiento tradicionalista postula el rechazo sistemático de la doctrina, moral, liturgia y disciplina general del Novus Ordo, al punto de desarrollar un apostolado en oposición con el del “papa” y el de los obispos de las diócesis. Actúa así porque sabe, a justo título, que la doctrina, moral, liturgia y disciplina general del Novus Ordo, están condenadas por la enseñanza anterior de la Iglesia Católica Romana. Pero entonces, si es necesario resistir a sus doctrinas, moral, liturgia y disciplina general, es necesario concluir que estos “papas” no detentan verdaderamente la autoridad papal, que no son en consecuencia verdaderos papas. Y esto, cualquiera sea el procedimiento electoral que los haya designado para el cargo. Ya que la elección no hace más que designarlos para recibir el poder, no les comunica el poder por sí misma. El poder deriva de Cristo; es por esta misma razón que nuestra sumisión al Papa es una sumisión a Cristo.

Sin embargo, considerar que los “papas” del Novus Ordo son verdaderos papas –lo que piensa la Fraternidad– equivale a identificar la Iglesia Católica con ellos, pues Donde está Pedro, está la Iglesia. Pero identificar a la Iglesia Católica con ellos establece una especie de atracción gravitacional, ejercida sobre los miembros de la Fraternidad, por Benedicto XVI y su religión. De todos modos, por un camino o por otro, la Fraternidad debe reintegrarse al regazo de Ratzinger. Esta atracción gravitacional hacia el Novus Ordo considerado como la Iglesia, es la responsable del liberalismo de los sacerdotes de la Fraternidad, y de las numerosas defecciones en favor del Novus Ordo o de la Fraternidad San Pedro.

Esta noción de dos Iglesias, una católica, la otra conciliar, no es conforme a la realidad. La realidad es que Ratzinger fue elegido para ser un Papa católico, y que pretende ser el Papa católico. No pretende otra cosa que ser el jefe de la Iglesia Católica. La realidad es que trata de flanquear las estructuras de la Iglesia Católica con una nueva religión, el modernismo. Por el hecho mismo de intentar reemplazar la Fe Católica por una nueva religión, es imposible que posea la autoridad papal que pretende tener, o parece tener, o que ha sido designado para tener. ¿Por qué? Porque la naturaleza de la autoridad es la de llevar a la comunidad hacia sus propios fines. Y siendo uno de los fines esenciales de la Iglesia Católica el mantenimiento de la Fe Católica, cualquiera que intente poner obstáculo a este fin no puede ser tenido por detentador de la autoridad de la Iglesia Católica, que es la autoridad de Cristo. En consecuencia, es imposible que los papas del Vaticano II sean verdaderos papas, ya que quieren para las estructuras de la Iglesia Católica un fin esencialmente desordenado.

La Fraternidad no mira más que a las estructuras externas de la Iglesia, subraya la continuidad que estas presentan entre los períodos pre y posconciliar, de aquí concluye que el Novus Ordo es la Iglesia Católica. El clero modernista está de hecho en posesión de las estructuras católicas, pero esto no significa que represente a la Iglesia Católica.

Es así que la Fraternidad es presa de una atracción hacia la jerarquía modernista en posesión de nuestros edificios católicos. Esta atracción fatal es devastadora, pues hace de su combate un combate por obtener el reconocimiento por parte de los modernistas. Esta “legitimidad” que los modernistas pueden conceder no tiene nada de legitimidad, no es más que una apariencia, y a costa de la pureza de la Fe Católica. Sin embargo, la Fraternidad está deslumbrada, hipnotizada por esta vana esperanza de “legitimidad”, un poco como un perro perdido en una autopista que, deslumbrado, se detiene con la mirada fija en las luces de un auto que pasa por la calle por encima suyo, encontrando así un fin trágico. Frente a esta inicua tentativa de los modernistas de poner en marcha su plan, que consiste en colmar de sus abominaciones nuestras iglesias católicas, es el más solemne deber de los católicos el denunciarlos como falsas autoridades, y entonces tomar una posición católica que preserve la infalibilidad e indefectibilidad, una posición que rehúse identificar la Iglesia Católica con una falsa jerarquía investida de una falsa autoridad.


El futuro del movimiento tradicionalista  

Guste o no, el futuro del movimiento tradicionalista está en gran parte unido al de la Fraternidad San Pío X, o al menos a sus actuales miembros. En estos tiempos de crisis de la Iglesia, son ellos quienes tienen las vocaciones sacerdotales, como tales, son ellos los valientes de Israel.

Como un misil lanzado fuera de su trayectoria por una mala puntería, estas vocaciones, sacerdotes y seminaristas, avanzan a toda rapidez en dirección de una reconciliación con los enemigos de la Iglesia. Nada podría agradar más a los modernistas y al demonio. Casi toda la energía, toda la fuerza de la Fe Católica, concentradas en un ejército que no pelea.
Así, es inevitable que muchos miembros de la Fraternidad terminen rindiéndose al Novus Ordo, bajo una u otra forma. Es probable que la Fraternidad concluya un acuerdo con el Novus Ordo, que obtenga el “reconocimiento” en los términos considerados por ella como más aceptables que los del acuerdo con la Fraternidad San Pedro, y que se vea así absorbida por la religión modernista. En mi opinión, un tal acuerdo provocaría la defección de alrededor del 20% de sus actuales adherentes, que saldrían y se reagruparían, pero solamente para recomenzar el mismo proceso. Estos retomarán la antorcha del lefebvrismo, de una absurda teología de la Iglesia, un pie en cada una de las dos religiones, católica y modernista, continuando el filtrado de documentos y decretos del Vaticano. E inevitablemente, este grupo del 20%, debido a las tensiones y contradicciones, explotará otra vez.

El verdadero futuro del movimiento tradicionalista, que es también el futuro de la respuesta católica al enemigo modernista, se encuentra en una posición católica respecto de la autoridad papal y de la naturaleza de la Iglesia Católica. Es por eso que considero de la más urgente y suprema necesidad, que nosotros, sacerdotes y laicos que no queremos compromisos con el enemigo, trabajemos juntos en el establecimiento de seminarios católicos. Y no es menos importante que jóvenes salidos de nuestras “parroquias” renuncien a los múltiples atractivos del mundo, y se ofrezcan a la Iglesia por el santo sacerdocio.

Si faltamos a este deber –formar sacerdotes católicos, adecuada y correctamente preparados– habremos faltado ante Dios en no haber protegido nuestro bien más precioso: nuestra Fe Católica. Y este tesoro sagrado que nos ha sido transmitido con un celoso cuidado por nuestros ancestros, a veces al precio de su propia sangre, habrá sido, por nuestra negligencia, arrojado como migajas a los perros modernistas.

No podemos sustraernos al deber de formar sacerdotes católicos que, en nuestra época, piensen justamente, sepan quién es el enemigo de la Iglesia, sepan dónde está, y deseen combatirlo con celoso y sagrado ardor, antes que firmar un compromiso con él. Si faltamos a este deber, recibiremos lo que merecemos: estas capillas y escuelas que nos preservaron con tanto esmero y esfuerzos del modernismo, serán tomadas en manos de sacerdotes –aún si están válidamente ordenados– que han traicionado la pureza de la Fe Católica, haciéndose reconocer por los herejes modernistas.  


Un llamado a la Fraternidad San Pío X  

Ustedes tienen casi toda la valerosa juventud de la Iglesia en vuestras tropas. En vuestros seminarios los han formado para pensar que la coexistencia con la jerarquía modernista, es la solución a los problemas de la Iglesia. A causa de esto, han dado nacimiento a la Misa del Indulto, a la Fraternidad San Pedro, y a otras organizaciones del mismo género.

Ustedes continúan dialogando con los herejes, esforzándose por ser absorbidos por ellos. Ustedes denuncian como cismáticos a todos los sacerdotes que declaran que los herejes no tienen autoridad sobre los católicos. Ustedes los han perseguido, expulsado, calumniado, y reducido en numerosos casos a la pobreza y a la miseria.

Aún hoy vuestra organización gime bajo las tensiones de las contradicciones inherentes a vuestra posición, y alberga en el interior de sus muros “liberales” y “conservadores”, que se definen en función del precio que pagan por el compromiso con los herejes modernistas, considerados por ellos como la verdadera autoridad de la Iglesia Católica Romana.

Abandonen, de una vez por todas, vuestro deseo de coexistencia con los herejes. Declaren la guerra, de una vez por todas, a quienes han destruido nuestra Fe. Denúncienlos como herejes, y adopten la posición católica que considera que no pueden haber recibido de Cristo la misión de dirigir la Iglesia, aquellos que imponen a la Iglesia una fe diferente. La primera misión de la Iglesia Católica, ante todo, es la de dar testimonio de la Verdad. Nuestro Señor lo dijo: “Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad”. Si Vaticano II no es la Verdad, y ustedes saben que no lo es, aquel que lo enseña como verdadero a la Iglesia no puede haber recibido de Cristo la misión de enseñar la Verdad.

Dejen de apoderarse de los jóvenes de la Iglesia que se presentan ante ustedes para ser instruidos, y de hacerlos los apóstoles de una imposible teología que los lleva a abrazar el Novus Ordo.

Dejen de ser el Gelboé de la Iglesia en su combate contra los filisteos. Sean más bien David contra la Iglesia de los filisteos. Tomen una posición católica contra los enemigos de la Iglesia, una posición clara, recta, simple. Denuncien al enemigo como enemigo, y armados, no de la diplomacia humana, sino de la fortaleza divina, derriben al Goliat del Novus Ordo.


FRATERNITAS, FRATERNITAS, CONVERTERE AD DOMINUM DEUM TUUM


[Sodalitium n° 39, 1995].








No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...