La Parábolas del Cristo
R.P. Leonardo Castellani
Domingo Vigesimoquinto después de Pentecostés (VI móvil después de Epifanía)
Están comentadas en El Evangelio de Jesucristo pág. 383. Sin embargo hay que destacar aquí un significado circunstancial, pero de máxima importancia de estas tres parábolas aparentemente sin punta.
Cristo dijo con gran sencillez en estas parábolas que el Reino de Dios era como una semilla, como un árbol, como la levadura del pan: cosas tranquilas, lentas y vivientes. Era una decepción para la idea que tenían los Apóstoles -y no ellos solos- sobre el Reino del Mesías.
Durante dos tercios al menos de su vida pública Cristo pareció fomentar la idea que tenían sus discípulos del Reino del Mesías “con gloria”; que para ellos era gloria temporal y terrena; no sin correctivos oportunos como estas parábolas que comienzan a dibujar el Reino Espiritual; y algunas afirmaciones secas, e incluso enojadas, cuando los discípulos se pasaban del gallinero al patio. Llegó un momento, después de la Tercera Pascua, o sea ya en el Tercer Año, en que Cristo desengañó netamente a los ilusos con la primera predicción de su pasión, que fue un golpetazo: se enojó Pedro y contradijo en nombre todos, y fue reprendido duramente por Cristo que lo llamó “Satanás” (es decir, Tentador) y mandó que “se pusiese atrás”; es decir que siguiera al Maestro y no intentase precederlo. Todos los desengaños que siguieron, de más en más claros, no lograban apear del burro a los Apóstoles; como todos los prejuiciados, tomaban de la revelación de Cristo lo que casaba con su esquema mental (los milagros, el fervor de las muchedumbres, la entrada triunfal en Jerusalén) y dejaban caer lo que no casaba; y el Dominio con sus brillanteces espejeaba insistentemente ante sus ojos.
Este desengaño claro que aquí comienza, había sido preparado por muchas advertencias: “El Reino de Dios está entre vosotros” – “El Reino de Dios padece violencia” – “El Reino de Dios no vendrá con estruendo”. Estos textos son mal predicados muchas veces, como nos previene el P. Bainvel en su sabroso librito: “Les contresens bibliques des prédicateurs” (los disparates bíblicos de los predicadores) entre otros muchos; como por ejemplo el decantado “El que a vosotros oye, a Mí me oye”, que declaré en El Evangelio pág. 295 no se refiere a la obediencia, sino a la fe. “El Reino de Dios está dentro de vosotros” lo aplican a que el Reino de Dios es interior, lo que llaman vida espiritual; y lo que Cristo dijo fue que el reino mesiánico ya había comenzado, estaba allí, y no había que aguardar una espectacular explosión futura. “El Reino de Dios padece violencia desde Juan el Bautista hasta hoy” significa que la predicación estaba siendo perseguida incluso con violencia (martirio del Bautista); y no como lo aplican comúnmente, de que hay que abnegarse, mortificarse y violentarse a sí mismo; lo cual podrá ser verdad, pero no está dicho allí. Finalmente, “el Reino de Dios no vendrá con estrépito o estruendo” no se refiere al recogimiento o al silencio monacal, mas es una negación neta de la campaña napoleónica que fantaseaban los judíos, del Mesías sobreviniendo de súbito sin saberse de dónde (corrupción de un versículo de Daniel y otro de Ezequiel) quizá sobre las nubes del cielo, haciendo parar el sol como .Josué, derribando con un rayo la fortaleza Antonia, exterminando la guarnición romana como el ángel de Sennaquerib, sublevando al paisanaje palestino, como tantos otros pseudomesías de ese tiempo – y quizás tomando a Roma y apoderándose allí de los resortes del poder mundial.
Créase o no, este era el falso ideal mesiánico en tiempo de Cristo; parecido al ideal mesiánico de los actuales comunistas, que también es de raíz judía o farisaica. Además del historiador Josefo que lo nota, este falso ideal se transparenta en todo el Evangelio, en la actitud de los Fariseos, y más fuertemente aún en la de los Apóstoles. Los Fariseos reaccionan de inmediato con resistencia, escándalo, ira y furor ante el pretendido Mesías del Reino manso y benigno: que no lleva spata al cinto ni yelmo en la cabeza, ni escolta, ni batallones; y que predica el amor mutuo y una mansedumbre que pasa todos los límites y parece blandenguería: y que osa dar a entender a todos, y afirmar paladinamente a no pocos, que Él es el Esperado y no otro. Milagros o no milagros, eso no estaba de acuerdo a las Promesas -según ellos. “Vamos a ver, haz un signo en el cielo”: es decir, haz detenerse al sol o manda un rayo destructor sobre la Antonia. Con curar unos cuantos enfermos, no ganamos nada.
Pero mucho más asombra la obstinación de los Apóstoles: lo menos seis o siete veces Cristo los desengaña de sus brillazones; y prende mal el desengaño, y retorna pertinazmente la ilusión del trono, los ministros y el ejército miraculoso; y hasta el mismo día de la Ascensión interrogan ansiosamente a Cristo: “¿Ahora es cuando restauras el Reino de Israel?” Cristo avanzaba pacientemente la extraña figura del misterio de la Iglesia, de su pequeñez terrena, su crecimiento lento aunque asombroso, de su propia partida al Padre precedida de tremenda Pasión, de que habían de quedarse” solos”, del “intersticio” indeterminado hasta su segunda Venida… y Pedro protesta impertinentemente, los otros le piden haga caer fuego del cielo sobre las ciudades refractarias (que le habían oído maldecir) y por poco no son maldecidos ellos: (¡”No sabéis de qué espíritu sois!”); y un día ya muy cerca de la pasión se le presenta muy garifa Salomé con sus dos hijos los Zebedeos, y delante de todos le pide un favor. “¿A ver? – Que cuando venga el Reino, se sienten estos dos hijos míos junto a Ti, uno a la diestra, otro a mansiniestra: -o sea, dos nombramientos anticipados de Ministros. Los otros Apóstoles se atufaron; pero Cristo, como Salomé era mujer y era la madre, esta vez no: -“Vamos a ver ¿son capaces de beber el cáliz que yo he de beber?” Santiago y Juan respondieron sin vacilación: “Somos”. Cristo sonrió y callando un instante miró las lejanías del futuro: “Cierto (dijo) beberán un día de mi cáliz; pero eso de los puestos en mi Reino es de las cosas que no me tocan a mí, sino al padre”; mandando así a la buena mujer, que era su bienhechora, a… al tenebroso trono del Padre.
Después del tabletazo de la Pasión, cuando se acertaron de la Resurrección, entonces sí, ahora sí que viene: un hombre que puede resucitarse, y resucitar a otros ¿qué no podrá? y aun después de la Ascensión, vemos que Pedro, Santiago y Juan siguen pensando con ansiedad en la “parusía”; que éste si es el último término; pero que es indeterminado. Pero ahora, iluminados ya por el Espíritu de Dios siembran asiduamente la Semilla que se les había confiado, sin requerir más la Siega; pues ya sabían que sembrarla asiduamente (y sembrarse ellos mismos, pues si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no da fruto) era para ellos el Reino de Dios, y la Promesa y la Esperanza; y la Cruz al mismo tiempo. Cuando les preguntaban el tiempo de la Parusía, reaccionaban de inmediato con la palabra de Cristo: no lo sabemos, no lo sabe ni sabrá nadie, ese es el secreto del Padre; como vemos hace san Pablo con los Tesalonicenses.
¿Puede ser ahora, en esta generación? -Puede ser en cualquier momento. Estad vigilantes y orad, eso es lo que importa.
¡Y un erudito alemán llamado Welhaussen puso como fundamento axiomático de un tremendo mamotreto suyo que “Cristo debió tener acerca del Reino mesiánico las mismas ideas que sus contemporáneos”! Éste todavía no aprendió la lección. Los Apóstoles por lo menos, pecha y tumba, cae y levanta, al final la aprendieron.
Esta larga y difícil lección se inicia con estas tres parábolas, sencillas y aparentemente triviales, sin punta dramática, simples cuadritos de un objeto vulgar; mas en la primera, la de la Semilla, está indicado (como en la de la Cizaña) el tiempo lejano e indeterminado de “la Siega”: no es expediente cuando se ha sembrado un grano, ir a cavar de vez en cuando a ver si sale, como hacen los chicos; no hay más tutía que dejar obrar la vida y esperar el tiempo de la recolección; que los Apóstoles querían de inmediato, y Cristo les iba postergando de tramo en tramo diestramente. Es el misterio de la Iglesia, el Reino Espiritual; con su vida como vegetal, lenta, fructuosa y azarosa; que se desarrolla conforme a los soles, lluvias y estaciones (las causas naturales en que hacen tanto hincapié Voltaire y Gibbons, y los incrédulos en general) y las tormentas y las avenidas, e incluso esa cuasi muerte invernal y cuasi resurrección de primavera; y el Sembrador que se fue y en cierto modo se desentendió, hasta la Siega. ¿No hay una especie de milagro natural en que el granito de mostaza proverbialmente pequeño dé una herbácea de la altura de un hombre y aun quizás 3 ó 4 metros, que se llena de pájaros golosos de sus semillas? Pues hay también un milagro en el crecimiento y subsistencia de la Iglesia, que hace 20 siglos fue ciertamente “la menor de todas las semillas” (el término mayor de la comparación atrayendo a sí al primero) el menor y más desdeñable de todos los movimientos filosóficos y religiosos que existían en tiempo de Cristo. No fue mal profeta en esto.
Si hay cinco o siete causas naturales que explican el rápido crecimiento de la Iglesia “naturalmente”, según Gibbons, hay siete o veintisiete causas naturales que tendrían que haberla hecho polvo hace ya mucho tiempo. Si Cristo hubiera predicado realmente (como quiere hoy Albert Schweitzer y toda la” escuela escatológica” desde Weiss) que se venía de inmediato sobre el mundo un gran desastre después del cual Él reinaría por todas partes, la fe cristiana hubiese tronado después de la primera generación cristiana. Voltaire puso en 1758 el fin de la Iglesia para dentro de 20 años; y a los veinte años más o menos, él se murió, y la Iglesia no. Dura de morir es esta “superstición”: este árbol herbáceo que si tiene pájaros en la copa, a veces tiene incluso carcoma en el tronco.
La mostaza no es un árbol es una herbácea, y no es grande como el terebinto o el cedro; pero Cristo aludió en esta comparación a un versillo de Ezequiel (XVII, 22) que predice el reino del Mesías como un frondoso cedro “donde habitarán los pájaros”, plantado por Dios sobre un monte excelso y eminente. Pero Cristo eligió la mostaza, que estaba allí a la vista, para recalcar la pequeñez de la semilla. Si hubiera estado entre nosotros, que no conocemos la “brássica nigra” de los botánicos, hubiera dicho quizás el ombú.
El ombú debiera ser el árbol nacional de la Argentina, porque nos simboliza bastante, con perdón del mal parecer: es un árbol megalómano, un árbol que se cree árbol y es un yuyo, aunque grandote: es una herbácea como la mostaza, sin leña sin flor y sin fruto útil: sombra solamente, “bellasombra”; y puede que simbolice también el estado actual de la iglesia argentina, aunque esto es una cosa que tiene mala sombra … y se van a llevar una sorpresa el día menos pensado. Pero hay una cosa consoladora para los que ven y lloran el actual estado malo de la Argentina, el cual parece sin remedio; y es que lo que ellos pueden hacer es tan poquito como un grano de mostaza; y por tanto, si Dios lo bendice, bien puede ir creciendo hasta cedro. El remedio tiene que venir de Dios y del espíritu; tiene que venir del sacrificio y del llanto; y de una cosa viviente, como es la Verdad. Hay que caer como semilla en la tierra y morir, como “los que NO tienen estatuas”, como Roque González de Santa Cruz, y el P. Castañeda y Mamerto Esquiú, y me atrevo a decir incluso don Lautaro Durañona y aun Scalabrini Ortiz. Las estatuas no nos sirven de nada actualmente; y cuando más “homenajes” les hagan, es peor. Sobre ellas se montan los enanos de hoy, con sus odiosas cerbatanas envenenadas; y del cogote del caballo de Garibaldi serían felices de ahorcar, si pudiesen, al hombre más patriota del país.
Nuestra misión es ser semilla, el fruto poco importa que lo veamos o no lo veamos. Para mí ser semilla sería bastantemente fruto; y en felices relámpagos nocturnos, uno ve también a veces que su malaventurado sembrado,
“de fresca flor cubierto
Ya muestra en esperanza el fruto cierto”.
Estuve en el homenaje a Urquiza forzado, porque la policía no dejaba circular, al lado de Pietro Ghiesa, el carpintero de mi barrio, que es también curandero, y de los buenos; y el buen gringo, después de escuchar pacientemente el discurso, dijo: “Le échano mucho incienso para tapal-le la figura; ma la figura nosotro ya la conocemo, sacramento!”.
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