Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.»
Lc. XVII, 11-19
Domingo decimotercero después de Pentecostés
El evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón de San Bernardo, el XLIII. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el Salvador o Salud-Dador -que esto significa Salvador- curó a los leprosos, uno de ellos dio la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la ingratitud de los otros nueve. El gran exégeta Maldonado dice: “el que quiera interpretaciones alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo”; la interpretación literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno de tantos entre los milagros que hizo Nuestro Señor… La gratitud y la ingratitud todos saben lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer, Jesucristo le dijo: “Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros nueve judíos si hubieran venido; porque fe aquí (pistis en griego) significa simplemente confianza, fiarse de alguno, que es el significado primitivo de esa palabra, dice Maldonado. Y ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo: “Vayan a mostrarse a los sacerdotes”, que era lo que el Levítico, capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados; ellos se pusieron en camino confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron sanos…
No hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas… Listo.
En cualquier trozo del Evangelio hay una enseñanza profunda: sucede sin embargo que no la vemos: no somos capaces de desentrañarla a veces.
Lástima que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con él.
–¡Che, andaluz! –le diría–. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados ¿fueron todos al sacerdote, recibieron su certificado que los restituía a la vida social, y entonces el Samaritano volvió a dar gracias a Cristo, y los demás se fueron a sus casas? ¿No es así?
–¡No! De ninguna manera. El Evangelio no dice eso…
–¡Qué lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar: menos trabajo para mí.
–El Evangelio dice expresamente que apenas se sintió curado, el Samaritano volvió grupas y vino a “magnificar a Dios con grandes voces”; de los demás no dice dónde fueron; pero es más que probable que fueron a presentarse a los Sacerdotes, como la Ley se los mandaba, y como a ellos les convenía tremendamente; porque has de saber que –diría Maldonado con su gran erudición– por la ley de Moisés –y muy prudente ley higiénicamente hablando– los leprosos eran separados (que es como todavía se dice “leproso” en lengua alemana Aussaetzige), eran denominados impuros y debían gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando alguien se les acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en grupitos para ayudarse unos a otros los pobres –cosas todas que se ven en este evangelio– y para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse –pues la lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra– debían ser reconocidos y testificados por los sacerdotes… De modo que es claro lo que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y adonde además los había mandado el mismo Cristo…, me diría Maldonado.
–Por lo tanto –habría de decirle yo– si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las gracias. Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado en condenar de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le diesen las gracias a Él antes de cumplir con la Ley. Los que estaban allí debieron de haberse asombrado; y uno de ellos podía haberle dicho: “No te apresures, Maestro, en reprender a los otros; al contrario, éste es el que parece merecer reproche, porque ha obrado impulsivamente, irrefrenablemente…”.
–Yo soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo mejor que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mi se me ha aparecido dos veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de la Compañía de Jesús. Tú eres un pobre cura, que no se sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de una nación ignorante y chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que ni hablemos más –me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era bastante vivo de genio.
Por suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del Evangelio, yo tengo el derecho de asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué. Platón es profundo, San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo que dice el seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas. Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma; Jesucristo no hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero …
La conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres; una nota que resuena en todo el Evangelio continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.
Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. Delante de Él todo lo demás desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en Él –la cual no fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento– sino también a otra divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del cuerpo. Porque lo que hizo este forastero al volver a Cristo, no fue gritarle como antes desde lejos “¡Maestro!”, sino tirarse en el suelo con el rostro ante sus pies, postrarse panza a tierra, que es el gesto que en Oriente significa la adoración de la Divinidad. Por lo tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te ha salvado”, cuerpo y alma.
Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo ensenó Cristo? Eso lo dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”, dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.
Esa palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El que ama a su padre y a su madre más que a Mi, no es digno de mí”.
“El que deja por Mi, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes”…
“Os perseguirán por Mi nombre”…
“Os darán la muerte por causa Mía”…
“Deja todo lo que tienes y sígueme”…
“Deja a los muertos que entierren a los muertos”…
“La vida eterna es conocerme a Mi”… Y así sucesivamente.
De manera que en este evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado –lo cual no le quita nada al buen Maldonado– que es la eterna paradoja de la fe; y en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada –como en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos– lo que constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del cristianismo; que es una cosa sumamente simple por otro lado: “Dieu premier serví”, como decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el Excluyente, el Celoso; y… Cristo es Dios.
Mas si pide de nosotros gratitud –o si quieren llamarla correspondencia–, no es porque El la necesite sino porque nosotros la necesitamos. La ingratitud seca la fuente de las mercedes, y hace imposible a veces los beneficios; como podemos constatar a veces en nuestra pequeña experiencia que a pesar de desearlo no podemos hacer bien a alguna persona; porque por su falta de disposición, no recibirá bien el bien; de modo que lo convertirá en mal.
–¿Por qué no viene usted más a visitarme?
–Porque no le puedo hacer ningún bien.
–¿Y por qué no me puede hacer ningún bien?
–Porque una vez le hice un bien… y usted me tomó por sonso.
Dios a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como cosas que nos son debidas; lo cual es tomarlo a Dios por sonso.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 144-150)
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