viernes, 3 de marzo de 2017

Exposición Dogmática: El Tiempo de Cuaresma I







"Año Litúrgico"
Dom Gueranguer



CAPÍTULO I

HISTORIA DE LA CUARESMA


Se da el nombre de Cuaresma al período de oración y penitencia durante el cual la Iglesia prepara las almas a celebrar el misterio de la Redención.


La Oración

A los fleles, aun los mejores, propone nuestra Madre la Iglesia este tiempo litúrgico como retiro anual que les brindará ocasión oportuna de separar todos los descuidos de otras temporadas, y encender la llama de su celo. A los catecúmenos ofrece, como en los primeros siglos una enseñanza, una preparación a la iluminación bautismal. A los penitentes, los llama la atención sobre la gravedad del pecado, e inclina su corazón al arrepentimiento y a las buenas resoluciones, y les promete el perdón del Corazón de Dios.

Recomienda S. Benito a sus monjes, en el capítulo XLIX de su Regla, se entreguen este santo tiempo a la oración acompañada de lágrimas de arrepentimiento o de tierno fervor. Todos los fieles, de cualquier estado y condición, hallarán en las Misas de cada día de Cuaresma las fórmulas más admirables de oración con que se pueden dirigir a Dios. Con quince y más siglos de existencia, se adaptan a las aspiraciones, a las necesidades de todos.



La Penitencia

La penitencia se practica, mejor dicho, se practicaba con la observancia del ayuno. Las dispensas temporales otorgadas desde hace algunos años por el Sumo Pontífice no serán pretexto para silenciar práctica tan importante a que aluden constantemente las oraciones de las Misas cuaresmales y de la que todos deben, al menos, conservar el espíritu, si la dureza de los tiempos o la endeble salud no consienten se observe plenamente y con todo rigor.

La práctica del ayuno remonta a los primeros siglos del cristianismo y aún es anterior. Después de los Profetas Moisés y Elias cuyo ejemplo nos será propuesto el miércoles de la primera semana, el Señor le practicó permaneciendo sin alimento alguno durante cuarenta días y cuarenta noches, y si no quiso establecer mandato divino, que en ese caso no hubiera, sido susceptible de discusión, ha declarado por lo menos que el ayuno tan frecuentemente preceptuado por Dios en la antigua ley, sería practicado también por los hijos de la nueva.

Llegáronse un día a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué, ayunando nosotros y los fariseos con frecuencia, no ayunan tus discípulos?" Jesucristo les contestó: "¿Por ventura los compañeros del Esposo pueden estar tristes- mientras el Esposo está con ellos? Mas vendrán días en que les será quitado el Esposo y entonces ayunarán" (San Mat., IX, 14-15).

Acordáronse los cristianos de esta sentencia y bien pronto pasaron en ayuno absoluto los tres días—que para ellos era uno solo—, el misterio de la Redención, es decir desde Jueves Santo hasta la mañana de Pascua.

Tenemos pruebas fehacientes ya de los siglos II y III que en muchas iglesias ayunaban Viernes y Sábado Santos, y San Ireneo en su carta al Papa San Víctor afirma que varias iglesias orientales hacían lo propio toda la Semana Santa. En el siglo IV se amplió este ayuno pascual y la preparación a la fiesta de Pascua durante un período de ascesis de cuarenta días—cuadragésima—Cuaresma.

La primera mención que hallamos en Oriente de "la cuarentena" se encuentra en el canon 5.° del Concilio de Nicea (325). El Obispo de Thmuis, Serapión, afirma en 331, que la "Cuaresma" es en su tiempo práctica universal en Oriente y Occidente. Los Padres, como, por ejemplo, San Agustín (Sermón CCX), dicen que es práctica antiquísima, y San León (Sermón VI) piensa, aunque erróneamente, que se remonta a los tiempos apostólicos. Estos mismos Padres y con ellos San Ambrosio y San Jerónimo, son los primeros que nos hablan del ayuno.

Los sermones de San Agustín atestiguan que la Cuaresma comenzaba el domingo VI antes de Pascua. Como no se ayunaba el domingo, no había más que treinta y cuatro días de ayuno, treinta y seis con Viernes y Sábado Santos; con todo no dejaba de ser la Cuaresma una "cuarentena" de preparación a la Pascua. El ayuno, en efecto, no era, y no lo es hoy tampoco, el único medio de prepararse a celebrar la Pascua. Insiste San Agustín en que al ayuno acompañen el fervor de la oración, la humildad, la renuncia absoluta a los malos deseos, muchas limosnas, perdón de las injurias y la práctica de todas las obras de piedad y caridad.

La misma extensión del período cuaresmal vemos en España en el siglo vn y en las Galias y Milán. La magna solemnidad del mundo es para San Ambrosio Viernes Santo, y la fiesta de Pascua encierra el triduo de la muerte, sepultura y Resurrección de Cristo (Carta XXIII). Si el ayuno se interrumpía los domingos, guardaban, sin embargo, merced a la liturgia, su tonalidad penitencial.

Para San León es también un período de cuarenta días que finaliza el Jueves Santo por la tarde; y si, acorde con San Agustín, insiste en ponderar las ventajas del ayuno corporal, recomienda con más insistencia los demás ejercicios de mortificación y penitencia, el arrepentimiento, sobre todo, del pecado, y la práctica más fervorosa de las buenas obras y virtudes.


Necesidad de la Penitencia

No obstante eso, ya que en nuestros tiempos la mortificación corporal va cayendo en desuso, no juzguemos inútil demostrar a los cristianos la importancia y utilidad del ayuno; las sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento abogan en favor de esta santa práctica. Podemos también afirmar que la tradición de todos los pueblos la corrobora, porque la idea de que el hombre puede apaciguar la divinidad sometiendo su cuerpo a la expiación, se adueñó del mundo, pues se halla en todas las religiones, aun las más alejadas de la pureza de las tradiciones patriarcales.


Precepto de la Abstinencia

San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Gregorio Magno han declarado que el precepto a que fueron sometidos nuestros primeros padres, en el paraíso terrenal, era precepto de abstinencia y que por haber quebrantado esta virtud se precipitaron a sí mismos y a toda su descendencia en un abismo de calamidades. La vida de privaciones a que después se vió sometido el rey de la creación, venido a menos, en la tierra que no debía producir ya para él sino zarzas y espinas, mostró bien a las claras esa ley de expiación que el Creador ha impuesto justamente a los miembros rebeldes del hombre pecador. 

Hasta el diluvio conservaron nuestros abuelos su existencia con la exclusiva ayuda de los frutos de la tierra que arrancaban a fuerza de trabajo. Dignóse luego Dios permitirles se alimentasen de la carne de animales como para suplir a la mengua de fuerzas naturales. Entonces Noé, movido por el divino instinto, sacaba el jugo de la viña y se añadía un nuevo alivio a la fuerza del hombre.


Abstinencia de Carne y Vino

La naturaleza del ayuno se ha asentado sobre los diversos elementos que sirven al sostén de las fuerzas humanas, y por de pronto, debió de consistir en la abstinencia de la carne de animales, porque esa ayuda, ofrecida por la condescendencia divina, es menos rigurosamente necesaria para la vida. Durante muchos siglos, como lo vemos hoy día en las iglesias de Oriente, huevos y lacticinios fueron prohibidos porque provienen de sustancias animales; y también en el siglo XIX no eran permitidos en las iglesias latinas sino en virtud de dispensa anual más o menos general. Tal era aún el rigor de la abstinencia de carne, que no se suspendía el domingo en Cuaresma a pesar de la interrupción del ayuno, y los que habían alcanzado dispensa de los ayunos semanales quedaban sometidos a esta abstinencia, si no se sustraían a ella por otra dispensa especial.
En los primeros siglos del cristianismo, el ayuno llevaba consigo la abstinencia de vino; nos advierten de ello San Cirilo de Jerusalén (1), San Basilio (2), San Juan Crisóstomo (3), Teófilo de Alejandría, etc. Este rigor desapareció pronto entre los occidentales, pero se conservó por más tiempo en los orientales.


Única Comida

En fin, el ayuno para ser completo, ha de extenderse, en cierta medida, hasta la privación de alimento ordinario: en el sentido de que no tolera más que una sola comida al día. Tal es la idea que debemos formarnos y que resulta de toda la práctica de la Iglesia, a pesar de los muchos cambios que se han realizado, de siglo en siglo, en la disciplina de. la Cuaresma.


Comida después de Vísperas

La costumbre judía en el Antiguo Testamento era de diferir hasta la puesta del sol la única refección permitida los días de ayuno. Pasó esta costumbre a la Iglesia cristiana y se estableció hasta en nuestras regiones occidentales, donde se observó muchísimo tiempo inviolablemente. Finalmente, ya desde el siglo IX se filtró poco a poco en la Iglesia latina una mitigación; y hallamos en este tiempo un Capitular de Teodulfo, Obispo de Orleans en que este prelado protesta contra los que se creían ya autorizados a hacer la comida a la hora de Nona, esto es: a las tres de la tarde; sin embargo, esta relajación se extendía insensiblemente; pues hallamos en el siglo siguiente el testimonio del célebre Rathiero. Obispo de Verona, quien en un sermón sobre la Cuaresma, reconoce en los fieles la libertad de hacer la comida a la hora de Nona. Hallamos, no obstante, indicios de reclamaciones en contra en el siglo XX, en un Concilio de Ruán, que prohíbe a los fieles comer antes de que en la Iglesia hayan comenzado las Vísperas a continuación de Nona; pero ya se adivina aquí la tendencia a anticipar las Vísperas para dar a los fieles motivo plausible de adelantar la comida.

Hasta esa fecha en efecto, existió la costumbre de no celebrar la Misa' los días de ayuno hasta después de haber cantado el Oficio de Nona, que comenzaba hacia las tres de la tarde y no cantar Vísperas hasta la puesta del sol. Y como la disciplina del ayuno iba gradualmente suavizándose, la Iglesia no juzgó, empero, oportuno trastocar el orden de sus Oficios que databan de la más remota antigüedad; pero fué anticipando, sucesivamente en primer lugar, las Vísperas, después Misa y por fin, Nona, de manera que terminaran las Vísperas antes de mediodía, cuando la costumbre, finalmente, autorizó a los fieles comieran a mediodía.


Comida después de Nona

Encontramos en el siglo XII una nota de Hugo de San Víctor, que atestigua que la costumbre de interrumpir el ayuno a la hora de Nona, era ya general (4); y esta práctica fué preconizada, en el siglo XIII, por la enseñanza de los doctores eclesiásticos. Alejandro de Halés, la autoriza formalmente en la Suma que compuso (5), y Santo Tomás de Aquino no es menos explícito (6).


Comida a Mediodía

La mitigación debía progresar todavía; y así vemos que hacia el fin del siglo XIII, el doctor Ricardo de Middleton, célebre franciscano, enseña que no se debe juzgar trasgresores del ayuno a los que comen a la hora de Sexta, esto es a mediodía, porque, dice, prevalece ya en varios lugares esta costumbre, y la hora en que se come no es tan necesaria a la esencia del ayuno como el que sea una sola comida (7). 

El siglo XIV consagró prácticamente y por formal enseñanza el parecer de Ricardo de Middleton. Traemos a cuento en confirmación de lo dicho el testimonio del célebre doctor Durando de Saint-Pourgain, dominico y Obispo de Meaux. No halla inconveniente en señalar la hora del mediodía para la comida en los días de ayuno; tal es, dice, la práctica del Papa, de los Cardenales y hasta de los religiosos (8). No ha, pues, de extrañarnos ver que sostienen esta enseñanza, en el siglo XV, los más graves autores, como San Antonino, Esteban Poncher, Obispo de París, el Cardenal Cayetano, etc. En vano Alejandro de Balés y Sto. Tomás habían procurado detener la decadencia del ayuno fijando la comida a la hora de Nona; muy pronto se traspasó esta ley, y se puede decir que la actual disciplina se asentó desde entonces.


La Colación

Ahora bien, adelantándose la hora de la comida, el ayuno que estriba esencialmente en no hacer más que esa sola refección, llegó a ser difícil en la práctica,' por el largo intervalo que media entre uno y otro mediodía. Menester fué sostener la flaqueza humana autorizando lo que se apellidó: Colación. El origen de este uso es muy antiguo, y proviene de los usos monásticos. La Regla de San Benito preceptuaba, fuera de la Cuaresma eclesiástica, gran número de ayunos, pero mitigaba el rigor, permitiendo la comida a la hora de Nona; de este modo bacía menos penoso el ayuno que el de Cuaresma, al que, todos los fieles seglares y religiosos, estaban obligados hasta la puesta del sol. Y como los monjes tenían que realizar los trabajos más duros del campo en verano y otoño, época en que los ayunos hasta Nona eran muy frecuentes y aun diarios, desde el 14 de septiembre, los abades, usando de poder autorizado por la misma Santa Regla, concedían a los religiosos la libertad de beber por la tarde antes de Completas un vaso de vino para recuperar las fuerzas agotadas por el trabajo del día. Este alivio se tomaba en común, y a tiempo en que se hacía la lectura de la tarde, apellidada Conferencia, en latín: Collatio, porque consistía en leer principalmente las célebres conferencias—Cattationes—, de Casiano; y de ahi vino el nombre de Colación dado a ese alivio del ayuno monástico.

En el siglo IX vemos que la Asamblea de Aquisgrán del año 817 (9) extiende esta libertad a los ayunos de Cuaresma, teniendo cuenta del cansancio grande que experimentaban los monjes en los oficios divinos de este santo tiempo. Se notó, empero, después que el uso de esta bebida podía ocasionar algunos inconvenientes para la salud, si no se le añadía algo sólido. Y ya en los siglos XIV y XV se introdujo la costumbre de dar a los religiosos un pedacito de pan que comían al beber el vaso de vino que les daban, en la Colación.

Estas mitigaciones al primitivo ayuno introducidas en los claustros, naturalmente parecía que pronto se extenderían a los seglares. Establecióse poco a poco la libertad de beber fuera de la única comida; y en el siglo XIII examinó Santo Tomás la cuestión de si la bebida rompe el ayuno; se decide por la negativa (10); sin embargo no admite todavía que a esa bebida pueda añadirse alimento sólido. Pero cuando desde fines del siglo XIII y en el trascurso del XIV, se adelantó definitivamente la refección a mediodía, no'podía bastar una simple bebida en la tarde, para sostener las fuerzas del cuerpo; y entonces se introdujo en los monasterios y en el mundo el uso de tomar pan, verduras, fruta, etc., además de la bebida, con la condición de hacerlo, tan discretamente que la Colación no llegara a trasformarse en segunda comida.


Abstinencia de Lacticinios 

Estas fueron las conquistas que el relajamiento del fervor y asimismo la debilidad general de las fuerzas en los pueblos occidentales alcanzaron de la antigua observancia del ayuno. No son, con todo, estos asaltos, los únicos que hemos de comprobar. Durante muchos siglos la abstinencia de carne, llevaba tras sí cuanto procedía del reino animal, fuera de la pesca, por varias razones fundadas en las Sagradas Escrituras. Los lacticinios de todo género fueron prohibidos durante mucho tiempo y hasta casi nuestros días; la mantequilla y queso se prohibían en Roma todos los días en que no se había dado permiso de comer carne.

Desde el siglo IX se estableció en Europa occidental, especialmente en Alemania y países septentrionales, el uso de lacticinios en Cuaresma; en vano se esforzó por desarraigarle en el siglo XI el concilio de Kedlimbourg (11). Después de haber intentado legitimar esta costumbre por dispensas temporales, alcanzadas de los sumos Pontífices, acabaron dichas iglesias por disfrutar tranquilamente de su costumbre. Las iglesias de Francia conservaron el rigor antiguo hasta el siglo XVI, y parece no cedió del todo hasta el XVII. En reparación de ese portillo, abierto en la disciplina antigua, y como para resarcir por un acto piadoso y solemne la relajación introducida por el uso de lacticinios, todas las parroquias de París, a las que se unían Dominicos, Franciscanos, Carmelitas y Agustinos iban en procesión a la Iglesia de Nuestra Señora el Domingo de Quincuagésima; y ese mismo día el Capítulo metropolitano, con el clero de las cuatro parroquias de su dependencia, iban a hacer una estación en la plaza del Palacio y cantar una antífona ante la reliquia de la vera Cruz expuesta en la Santa Capilla. Tales prácticas, que tenían por objeto recordar la antigua disciplina, perseveraron hasta la revolución.


Abstinencia de Huevos

La concesión de lacticinios, no acarreaba consigo la libertad de tomar huevos en Cuaresma; en este punto permaneció largo tiempo en vigor la regla antigua, y este manjar no era permitido sino a tenor de la dispensa que podía darse anualmente. En Roma, hasta en el siglo XIX no se permitían los huevos los días en que no existía dispensa de carne; en otras partes los huevos permitidos unos días, se negaban en otros, particularmente en Semana Santa. La actual disciplina de la Iglesia desconoce esas restricciones. Adviértase, empero, que la Iglesia, preocupada siempre del bien espiritual de sus hijos, ha procurado conservar para su bien cuanto ha podido las observancias saludables que les ayuden a satisfacer a la justicia de Dios. Afianzado en este loable principio, Benedicto XIV, muy alarmado de la extrema facilidad con que se multiplicaban por doquiera las dispensas de la abstinencia, renovó por una solemne Constitución, datada el 10 de junio de 1745, la prohibición, hoy suprimida, de servir en la misma mesa pescado y carne en días de ayuno.


Encíclica de Benedicto XIV

Este mismo Papa dirigió el primer año de su pontificado, el 30 de mayo de 1741, una Carta Encíclica a todos los obispos del mundo cristiano, en la que manifiesta enérgicamente el dolor que le acucia a la vista de la relajación que se introducía ya por doquier con dispensas indiscretas y no justificadas. "La observancia de la Cuaresma, decía el Pontífice, es el lazo de nuestra milicia; por ella nos diferenciamos de los enemigos de la Cruz de Jesucristo; por ella esquivamos los azotes de la cólera divina; por ella, amparados con la ayuda celestial durante el día, nos fortalecemos contra los príncipes de las tinieblas. Si esta observancia se relaja, cede en desdoro de la gloria de Dios, deshonra de la religión católica y peligro de las almas cristianas; y no hay duda que este descuido sea fuente de desgracias para los pueblos, desastres en los negocios públicos e infortunios para los individuos" (12).

Dos siglos han transcurrido desde tan solemne aviso del Pontífice supremo, y la relajación que quiso detener, fué sin embargo en auge. ¿Cuántos cristianos hallamos en nuestras poblaciones fieles a la observancia de la Cuaresma? ¿A dónde nos llevará esta molicie, siempre en aumento, sino a la mengua universal de caracteres y como consecuencia, al trastorno de la sociedad? Los tristes vaticinios de Benedicto XIV, se ven ya realizados de manera sobradamente visible. Las naciones en que la idea de la expiación se apaga, desafían a la cólera de Dios, y ya no les queda más remedio que la disolución o la conquista. Esfuerzos heroicos se han llevado a cabo para restaurar la observancia del domingo en medio de nuestras poblaciones esclavizadas bajo la férula del amor a ganancias y especulación. Éxitos inesperados han coronado estos esfuerzos: ¿Quién sabe si el brazo del Señor, en actitud de descargar el golpe, no se pare a la vista de un pueblo que empieza a acordarse de la casa del Señor y de su culto? Debemos esperarlo y esa esperanza será, a buen seguro, más firme y confiada, cuando veamos a los cristianos de nuestras sociedades muelles y degeneradas, entrar, a ejemplo de los ninivitas, por el sendero, sobrado tiempo abandonado, de la expiación y penitencia.


Primeras Dispensas

Tomemos de nuevo el hilo de la historia, y notemos algunos rastros de la antigua fidelidad cristiana a las observancias santas de la Cuaresma. No creemos sea impropio recordar ahora la forma de las primeras dispensas de que hacen memoria los anales eclesiásticos; sacaremos saludable enseñanza.


A los Fieles de Braga

En el siglo XIII, el arzobispo de Braga acudía al romano Pontífice, Inocencio III en aquel entonces, para notificarle que la mayoría de su grey se veía obligada a comer carne en Cuaresma, de resultas de una carestía que había agotado todas las provisiones ordinarias en la provincia; consultaba además el prelado al Papa qué compensación debía imponer a los fieles por esa violación forzada de la abstinencia cuaresmal. Preguntaba también al Pontífice sobre el modo de proceder con los enfermos que pedían dispensa para usar alimentos grasos. La respuesta del Papa, que va inserta en el cuerpo del derecho (13), respira moderación y caridad, como era de esperar; pero deducimos de este episodio que tal era el respeto a la ley general de la Cuaresma, que sola la autoridad del soberano pontífice podía dispensar a los fieles. Los tiempos posteriores no conocieron otro medio de interpretar la cuestión de las dispensas.


Al Rey Wenceslao

Wenceslao, rey de Bohemia, hallándose enfermo de una dolencia que le hacía le fueran nocivos los alimentos cuaresmales, se dirigió en 1297 a Bonifacio VIII pidiéndole permiso para comer carne. El soberano Pontíflce comisionó a dos abades cistercienses a fin de que se informaran del estado real de salud del príncipe; y después de un informe favorable concedió la solicitada dispensa con las condiciones siguientes: que se enteraran a ciencia cierta si el rey no se había ligado con voto a ayunar toda la vida en la Cuaresma; que los viernes, sábados y la vigilia de San Matías quedaban excluidos de la dispensa; y por fin que el rey comería en privado y sobriamente.


A los Reyes de Francia

Hallamos en el siglo XIV dos Breves de dispensa dirigidos por Clemente VI en 1351 a Juan rey de Francia y a la reina su esposa. En el primero, teniendo en cuenta el Papa que el rey, durante las guerras en que se hallaba comprometido se encontraba en parajes donde escasea la pesca, da al confesor del Rey la facultad de permitirle a él y a su séquito el uso de carne, excepto la Cuaresma entera, los viernes del año y señaladas Vigilias y con tal de que el rey y los suyos no se hubiesen comprometido con voto a la abstinencia por toda la vida (14). Por el segundo Breve, Clemente VI, contestando a la petición que el Rey Juan le hizo para dispensa del ayuno, comisiona al confesor del monarca y a cuantos le sucedan en el cargo, dispensen al rey y a la reina de la obligación, tras consulta del médico (15). Algunos años más tarde, en 1370, Gregorio XI enviaba nuevo Breve al Rey de Francia Carlos V, y a la reina Juana su esposa, en el que delegaba a su confesor el poder de concederle el uso de huevos y lacticinios en la Cuaresma, a juicio de los médicos, quienes, a la vez que el confesor, eran responsables ante Dios en sus conciencias. Extendíase el permiso al cocinero y servidores, pero sólo para probar los manjares (16).


A Jacobo III de Escocia

Continua el siglo XV brindándonos ejemplos del recurso a la Sede Apostólica en demanda de dispensa de observancias cuaresmales. Recordemos en particular el Breve que Sixto IV envió en 1483 a Jacobo III, rey de Escocia, en que permite a ese príncipe el uso de carne en días de abstinencia, contando siempre con el parecer del confesor. Finalmente, en el siglo xvi, vemos que Julio II concede semejante facultad a Juan, rey de Dinamarca y a su esposa la reina Cristina, y algunos años más tarde Clemente VII lo hace al emperador Carlos V, y después a Enrique II de Navarra y a la reina Margarita, su esposa.

Tal era la seriedad con que se procedía aún hace algunos siglos, cuando se trataba de dispensar a los mismos príncipes de una obligación que radica en lo que el cristianismo considera más universal y sagrado. Júzguese, por esos datos, del proceder de las modernas sociedades en el camino de la relajación e indiferencia. Compárense esos pueblos a quienes el temor de Dios y la idea noble de la expiación hacía abrazar cada año tan largas y rigurosas privaciones, con nuestras muelles razas, flojas y tibias en que el sensualismo de la vida apaga de día en día el sentimiento del mal tan fácilmente cometido, tan prontamente perdonado y tan débilmente reparado. ¿Qué se hicieron de aquellas alegrías de nuestros padres en la fiesta de la Pascua, cuando, tras la abstinencia de cuarenta días, volvían a disfrutar manjares más alimenticios y sabrosos, cercenados durante tan prolongado período?; ¡con qué encanto, con qué serenidad de conciencia reanudaban las costumbres de vida más asequibles, suspendidas para mortificar sus almas en el recogimiento, separación del mundo y penitencia! Esta consideración nos mueve a añadir unas palabras para facilitar al católico lector a conocer bien el cariz verdadero de los siglos de fe en tiempo cuaresmal.


Suspensión de Tribunales

Paremos mientes en la temporada durante la cual no sólo las diversiones y espectáculos eran prohibidos por la autoridad pública (17), sino que hasta los tribunales estaban cerrados para no alterar la paz y silencio de las pasiones, tan favorables al pecador, para que reparase en las heridas de su alma y dispusiera su reconciliación con Dios. Ya en 380 Graciano y Teodosio publicaron una ley que ordenaba a los jueces suspendieran todo procedimiento y demanda durante los cuarenta días antes de Pascua (18). El Código teodosiano contiene bastantes disposiciones análogas; y vemos que los concilios de Francia, aun en el siglo IX, se dirigen a los reyes carlovingios, reclamando apliquen esa legislación sancionada por los cánones y recomendada por los Padres de la Iglesia (19), pero, confesémoslo con vergüenza, no se observan sino entre los turcos que hoy todavía suspenden todo procedimiento judicial durante los treinta días del Ramadán.


Prohibición de la Caza

Fué considerada por largos años la Cuaresma incompatible con el ejercicio de la caza, por motivo de la disipación y tumulto que la acompaña. En el siglo IX la prohibió el Papa San Nicolás I, durante este santo tiempo, a los búlgaros, recientemente convertidos al cristianismo (20). Y hasta en el siglo XIII San Raimundo de Peñafort, en su Suma de casos penitenciales, enseña que no se puede sin pecado entregarse a ese deporte durante la Cuaresma, si la caza es clamorosa y si se realiza con perros y alcones (21). Esta obligación es una de tantas ya en desuso, pero San Carlos la renovó en la provincia de Milán, en uno de sus concilios. 

No hay lugar, seguramente, para extrañar el ver prohibida la caza durante la Cuaresma, cuando se para mientes que, en los siglos de fe cristiana vigorosa, la guerra misma tan necesaria a veces para la quietud y legítimo interés de las naciones, debía suspender las hostilidades durante la santa Cuaresma. Ya en el siglo IV había ordenado Constantino cesaran los ejercicios militares, domingos y viernes, para honrar a Cristo que sufrió y resucitó en los días susodichos, y no menoscabar a los cristianos el recogimiento con que estos misterios reclaman han de celebrarse. En el siglo IX la disciplina de la Iglesia de occidente universalmente exigirá suspensión de hostilidades durante toda la Cuaresma, fuera del caso de necesidad, como se ve en las actas de la Asamblea de Compiégne, en 833, y por los concilios de Meaux y Aquisgrán en la misma época. Las instrucciones del Papa San Nicolás I a los búlgaros manifiestan la misma intención; y vemos por carta de San Gregorio VII a Desiderio, abad de Montecasino, que esta regla era todavía observada en el siglo XI. También la vemos observada hasta el siglo XII en Inglaterra, según dice Guillermo de Malmesbury, por los ejércitos enfrentados: el de la emeratriz Matilde, condesa de Anjou, hija del rey Enrique y el del rey Esteban, conde de Boulogne, que, el año 1143, iban a trabar la lucha por la sucesión al trono (22).


Tregua de Dios

Todos los lectores conocen la admirable institución de la Tregua de Dios, con que la Iglesia en el siglo xi logró en toda Europa poner coto a la efusión de sangre, suspendiendo llevar armas cuatro días de la semana, desde la tarde del miércoles hasta la mañana del lunes durante todo el año. Esta ordenanza, sancionada por la autoridad de los Papas y concilios, con el concurso de todos los príncipes cristianos, era una mera extensión, cada semana del año, de la disciplina, en virtud de la cual toda actividad militar estaba prohibida en Cuaresma. El santo rey de Inglaterra Eduardo, el Confesor, desarrolló aún más tan preciada institución promulgando una ley confirmada por su sucesor Guillermo el Conquistador, y en su virtud' la Tregua de Dios debía guardarse inviolablemente desde principio de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde la Septuagésima hasta la octava de Pascua, y, desde la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, añadiendo además los días de Témporas, las vigilias de todas las fiestas, y, por fln, cada semana el intervalo del sábado, desde nona, hasta la mañana del lunes (23). Urbano II en el concilio de Clermont, año 1095, después de reglamentar cuanto atañía a la cruzada, echó mano de su autoridad apostólica para extender la Tregua de Dios, tomando como punto de partida la suspensión de las armas guardada en Cuaresma; preceptuó por un decreto, renovado en el concilio celebrado en Roma el año siguiente, que toda actividad guerrera estaba vedada desde el miércoles de Ceniza hasta el lunes que sigue a la octava de Pentecostés, y en todas las vigilias y fiestas de la Santísima Virgen y Santos Apóstoles; todo eso sin menoscabo de lo antes legislado para cada semana; conviene a saber, desde la tarde del miércoles hasta la madrugada del lunes (24).


Precepto de la Continencia

La sociedad cristiana testimoniaba tan plausiblemente su respeto a las observancias santas de la Cuaresma y tomaba del Año litúrgico sus estaciones y fiestas para asentar sobre ellas las más preciadas instituciones. La vida privada misma no experimentaba menos el saludable influjo de la Cuaresma; y el hombre recobraba cada año nuevos bríos para combatir los instintos sensuales y sobreestimar la dignidad de su alma, enfrenando la seducción del placer. Durante muchos siglos se exigió a los esposos la continencia durante la Cuaresma, y la Iglesia ha conservado en el Misal la recomendación de práctica tan saludable (25).


Usos de las Iglesias Orientales

Interrumpimos aquí la exposición histórica de la disciplina cuaresmal, sintiendo haber apenas tocado materia tan interesante (26). Hubiéramos querido hablar extensamente de los usos de las Iglesias orientales que han conservado mejor que nosotros el rigor de los primeros siglos del cristianismo. Nos ceñiremos a dar algunos breves detalles. 

En el volumen precedente, el lector pudo ver que al domingo que nosotros llamamos de Septuagésima, llámanle los griegos Prosphonesima. porque anuncia el ayuno cuaresmal que pronto va a empezar. El lunes siguiente cuenta como el primer día de la semana siguiente, llamada Apocreos, del nombre del domingo con que termina y que corresponde a nuestro domingo de Sexagésima; el nombre de Apocreos es una advertencia a la Iglesia griega de que pronto se ha de suspender el uso de la carne. El lunes siguiente abre la semana llamada Tyrophagia, que se termina con el domingo de ese nombre, que es el nuestro de Quincuagésima; los lacticinios son permitidos durante toda esta semana. En fin, el lunes que sigue es el primer día de la primera semana de Cuaresma, y empieza el ayuno en todo su rigor en ese lunes, mientras que los latinos lo comienzan el miércoles.

Durante toda la cuaresma propiamente dicha, lacticinos, huevos y también el pescado están prohibidos; el único alimento permitido consiste en pan con legumbres y miel, y a los que están cerca del mar las diversas clases de almejas que éste les procura. El uso del vino, prohibido durante muchísimo tiempo en días de ayuno, acabó por introducirse en oriente, lo mismo que el permiso de comer pescados los días de la Anunciación y Ramos.

Además de la Cuaresma de preparación a la fiesta de Pascua, celebran los griegos otras tres en el curso del año: la que llaman de los Apóstoles, que se extiende desde la octava de Pentecostés hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo; la que denominan de la Virgen María, que empieza el primero de agosto y termina en la vigilia de la Asunción; y, finalmente, la Cuaresma de preparación a Navidad que dura cuarenta días completos. Las privaciones que se imponen durante estas tres Cuaresmas, son análogas a las de la gran Cuaresma, sin llegar a ser tan austeras. Las demás naciones cristianas del oriente celebran igualmente varias Cuaresmas, y con una austeridad mayor que la de los griegos; mas estos detalles nos llevarían muy lejos. Terminamos aquí lo que nos propusimos decir de a Cuaresma en su aspecto histórico; ahora trataremos de los misterios de este santo tiempo.



Notas

1. Cttacta Catequeafo.
2. 1a Hom, sobre el ayuno.
3. IV Hom. al pueblo de Antioquía
4. Sobre la Regla de S. Agustín, cap. III.
5. Parte IV. Quaest. 28, art. 2.
6. 2-2, Quaest. 147, art. 7.
7. In IV Díst. XV, art. 3, (tuaeut. S.
8. In IV Dist. XV, quaest. 9, art. 7.
9. Labbe, Concilios, t, VII
10. In IV Quaest. 147, art. tí.
11. Labbe, Conciles, t. IX.
12. Constitución; Non ambigimus.
13. Decretales, 1. III; sobre el ayuno. Tit. XLVI.
14. D'Achery, Spicilegium, t. IV.
15. D'Achery, Spieilegiuro, t. IV.
16. IbM.
17. Justlnlano dió esta ley, como dice Focio, Noirtocanon, tit., VII, c. 1.
18. Cod. Teodos., 1. I X , tit„ XXXV , 1. 4.
19. Conc. de Meaux, en 845. Labbe, Conciles, t. VII. Conc. de Tributo en 895. Ibid. X - IX.
20. Ad consultat. Bulgarorum, Ibid., t. VIII.
21. Summ., cas. Paenit., 1. III, tit. XXIX. De laps, et disp., § 1.
22. Labbe, ConcUes, t. Vil, VIII y X
23. Labbe, Coneiles, t. IX.
24. Orderico Vital, Hist. de la Igles., 11b. IX.
25. Misa ¡pro sponso et sponsa.
26 Para la historia, duración y carácter de la Cuaresma antigua pueden consultarse los trabajos de Mgr. Callewaert: Sacris erudiri, p. 449-633. — Sobre el sentido de la Cuaresma, el opusculito de Dom Flicoteaux iBloud et .Gay,-1946).








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