martes, 28 de marzo de 2017

La Religión Demostrada XXV: La Iglesia y la Libertad







LA RELIGIÓN DEMOSTRADA


LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA
ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA



P. A. HILLAIRE


Ex profesor del Seminario Mayor de Mende
Superior de los Misioneros del S.C.







DECLARACIÓN DEL AUTOR

Si alguna frase o proporción se hubiere deslizado en la presente obra La Religión Demostrada, no del todo conforme a la fe católica, la reprobamos, sometiéndonos totalmente al supremo magisterio del PAPA INFALIBLE, jefe venerado de la Iglesia Universal.

A. Hillaire.





QUINTA VERDAD

LA IGLESIA CATÓLICA ES LA ÚNICA DEPOSITARIA DE LA
RELIGIÓN CRISTIANA



LA IGLESIA HA DADO AL MUNDO LA LIBERTAD, 
LA IGUALDAD Y LA FRATERNIDAD


Desde un principio, la Iglesia hizo penetrar en la sociedad, corrompida por el paganismo, las ideas generosas de libertad, de igualdad y de fraternidad. Estas tres palabras, que hoy están en todos los labios, estas tres aspiraciones, que están en todos los corazones, expresan las tres ideas fundamentales de la religión católica. Yo las veo grabadas en la cuna del Niño de Belén, en el árbol de la cruz y en la puerta de nuestros tabernáculos.

La Iglesia y la libertad. — a) La primera libertad es el libre albedrío. La Iglesia lo ha defendido valerosamente contra el fatalismo de los paganos, de los maniqueos, de los mahometanos; contra Lutero, Calvino y los jansenistas. Lo protege hoy contra los positivistas contemporáneos, que atribuyen nuestras acciones a influencias exteriores. Frente a los errores pasados y presentes, la Iglesia afirma, como un dogma de fe, la libertad del hombre en el gobierno de su vida.

b) La segunda libertad es la libertad religiosa. En todos los tiempos, la Iglesia ha defendido valientemente el derecho de conocer, de amar, de servir a Dios como Él quiere ser servido. Para conquistar esta verdadera libertad de conciencia los mártires han derramado su sangre.

c) Después de la libertad religiosa, la más necesaria es la libertad civil: es la que asegura al hombre su legítima independencia en los actos de su vida. Pues bien, es la Iglesia la que acabó con la esclavitud.

Nadie puede negarlo: antes de Jesucristo existía en todos lugares en el mundo pagano. Los dos tercios del género humano eran esclavos: algunos ricos tenían centenares; otros, millares. Lo que más asombra es ver a los grandes filósofos, Aristóteles, Platón, Cicerón, etc., estar de acuerdo en la tarea de justificar la esclavitud.

¡Y qué sufrimientos!... El esclavo era una propiedad mobiliaria, como cualquier animal doméstico. Su dueño podía impunemente golpearlo, torturarlo, matarlo, darlo como alimento a los peces. Una ley cruel establecía que todos los esclavos de un dueño asesinado debían ser crucificados. Después del asesinato del senador Pedani, el Senado hizo crucificar a sus cuatrocientos esclavos. La ley condenaba a la misma pena al que mataba una bestia de carga que al que mataba a un esclavo. ¡Tan grande era el desprecio del paganismo para con éste!

Hace estremecer de horror leer en las ¡historias los malos tratamientos de que eran víctimas dos tercios de los hombres. Durante el día, el esclavo trabaja; para él son todas las obras o quehaceres penosos; no tiene más que un solo alimento grosero, la polenta, que apenas basta para sostener su vida. Durante la noche se le envía a pudrirse en los ergástudos, lívida la piel por los latigazos, el dorso herido, la frente marcada a veces con hierro candente, los pies en el cepo...

Por la falta más insignificante los esclavos eran terriblemente azotados; uno fue crucificado por Augusto por haber comido una codorniz; a otro, por haber roto un vaso, le arrojó Polión, al estanque para que sirviera de alimento a sus murenas. No había festines en que algunos esclavos no fueran desgarrados a latigazos para entretener a los convidados (76).

¿Qué hizo la Iglesia? No podía proclamar la libertad en masa de los esclavos, sin dar lugar a espantosas matanzas y entregar al hambre una multitud de hombres no preparados para la libertad. Había que proceder prudente y pausadamente.

La Iglesia enseñó que el esclavo tiene el mismo origen, la misma naturaleza y el mismo destino que su señor, y que, como él, el esclavo está llamado a los beneficios de la Redención. Ella rehabilita al esclavo, le devuelve su dignidad de hombre, le substrae a la tiranía, dicta penas contra aquéllos que lo maltraten, y le admite, con igual derecho que al dueño, en las ceremonias sagradas.

Como consecuencia, a medida que los ricos se hacían cristianos, honraban y amaban a sus esclavos, les permitían fundar familia, y, a veces, ellos mismos los ponían en libertad. San Hermes libertó 1.250; Cromado, 1.400; Santa Melania, 8.000, etc.

Los emperadores cristianos prestaron todo su concurso a los obispos para la liberación de los esclavos. Todas las leyes dictadas en el siglo IV, bajo la influencia de la Iglesia respiran compasión para con los esclavos y odio a la esclavitud, que bien pronto será borrada del derecho civil y del derecho de gentes (77).

Es un hecho histórico innegable: la Iglesia ha destruido la esclavitud. El primer árbol de la libertad, plantado en el mundo, fue la cruz del Calvario. Jesucristo lo regó con su sangre para dar a los hombres la libertad de los hijos, de Dios.

d) Después de haber desterrado de los países católicos la esclavitud proveniente de las costumbres de la antigua sociedad, la Iglesia deploraba otra esclavitud, que no estaba en sus manos destruir. Era la que los sarracenos imponían a los cautivos cristianos.

Contra esta esclavitud la Iglesia no pudo emplear más que el rescate. Pero, ¡con qué ardor favoreció esta, manera de socorrer a tantas víctimas del fanatismo! Fueron instituidas órdenes religiosas especiales, como la de los Trinitarios y la de la Merced. Estas órdenes prestaron inmensos servicios. En 1655, los hermanos de la Merced sacaron, solamente de Argel, más de doce mil esclavos, que entregaron a sus respectivas familias.

En los tiempos modernos, la Iglesia ha desplegado su caridad contra el tráfico negro en África. Todo el mundo conoce las obras admirables del cardenal Lavigerie para libertar a los pobres negros.

e) Libertad política. — Es también a la Iglesia a quien deben los pueblos modernos el derecho de tener parte en el manejo de los asuntos del Estado. Desde muchos siglos antes de la Revolución, la Iglesia había trabajado poderosamente para poner en vigor este sistema de libertades en el seno de los pueblos cristianos (78).

Cuando la Iglesia pierde su influencia en una nación, el pueblo cae en la servidumbre. Todo el mundo conoce la altiva severidad con que los lores ingleses tratan a sus servidores.

Diariamente se oyen las justas reivindicaciones de los obreros, a quienes se ha bautizado con el nombre de Negros de la industria. Allí donde la Iglesia no impera, el obrero se convierte en una máquina explotada.

Y la libertad religiosa, ¿en qué se convierte? Cuando la francmasonería gobierna, predica la libertad e impone la servidumbre más tiránica:

Prohibición a los sacerdotes de reivindicar sus derechos de ciudadanos.

Prohibición a los maestros de enseñar el catecismo.

Prohibición a los funcionarios de elegir para sus hijos escuelas católicas y de votar de acuerdo con su conciencia.

Prohibición a los religiosos y a las religiosas de dedicarse a la instrucción de los niños y al cuidado de los enfermos, etc.

La Iglesia y la igualdad. — Antes de la venida de Jesucristo, la igualdad era desconocida. Los hombres estaban divididos en dos castas: los esclavos y los libres. La esclavitud se hallaba en la espantosa proporción de doscientos esclavos por un hombre libre.

Y para el esclavo no había matrimonio, ni estado civil, ni familia, ni derechos, ni justicia. Hasta se le excluía de los sacrificios y de las festividades de los templos. Estos millones de hombres eran amordazados, azotados, torturados, pisoteados por un puñado de ricos. Estos ricos insolentes negaban un alma al esclavo; no veían en él más que un simple animal destinado a su servicio.

¡Qué desigualdad también entre el orgulloso patricio y el plebeyo! Para el uno todas las dignidades, todos los puestos, todos los honores; para el otro el pan y los placeres del circo: panem et circenses.

En esta sociedad, los apóstoles Pedro y Pablo van a predicar la igualdad de los hombres ante Dios. San Pablo la proclama de un modo categórico: “No hay distinción, dice, entre el hombre libre y el esclavos: somos todos humanos en Jesucristo”.

Los apóstoles convirtieron pronto a los hombres de todas las categorías, a senadores como Pudente, a soldados como Sebastián, a patricias como Inés y Cecilia, a libertos como Nereo y Aquileo, a esclavas como Emerenciana, y no hacen distinción alguna entre estos discípulos.

Los grandes se codean con los esclavos en la Iglesia: se arrodillan en el mismo confesonario, en la misma Mesa eucarística; reciben los mismos sacramentos, recitan las mismas oraciones, participan de la misma sepultura.

Hasta las filas del clero están abiertas lo mismo a los esclavos que a los hombres libres. Los papas San Cornelio y San Calixto habían sido esclavos. Este último llevaba en la frente la marca del hierro candente glorificada por sus augustas funciones.

La Iglesia nunca ha dejado de enseñar al mundo la verdadera igualdad de los hombres:

a) La igualdad de origen: todos los hombres descienden de un mismo primer padre; todos tienen al mismo Dios por Creador.

b) La igualdad de naturaleza: todos los hombres tienen un alma igualmente espiritual, igualmente inmortal, igualmente creada a imagen y semejanza de Dios y rescatada por la sangre de un Dios.

c) La igualdad de destino; todos los hombres están igualmente sujetos a la muerte; tienen el mismo infierno que temer y el mismo cielo que merecer.

En presencia de estas tres igualdades magníficas, esenciales, fundamentales, afirmadas por la Iglesia, ¿qué son todas las desigualdades del talento, de la condición, de la fortuna? Absolutamente nada.

Es cierto que la Iglesia reconoce y respeta todas las superioridades legítimas. Dios ha creado al hombre para vivir en sociedad; toda sociedad necesita de una autoridad... entre gobernantes y gobernados la igualdad social es imposible. Los unos tienen el derecho de mandar, los otros, el deber de obedecer. Esta desigualdad dimana de la naturaleza de las cosas: no se la puede destruir sin caer en la anarquía.

Es cierto también que la Iglesia no ha destruido, ni podía hacerlo, la desigualdad de las condiciones sociales. Los hombres viven en sociedad con facultades desiguales: los unos son fuertes, los otros, débiles; los unos son inteligentes, los otros, sin talento; los unos son virtuosos, los otros, viciosos. Estas desigualdades físicas, intelectuales y morales son hechos evidentes que resistirán a todos los esfuerzos revolucionarios. Pues bien, de estas desigualdades físicas, intelectuales y morales dimanan las desigualdades de las condiciones sociales.

Y, a la verdad, en una sociedad se necesitan ingenieros, arquitectos, directores, etc. ¿Quiénes lo serán? Lo serán aquéllos cuya superioridad intelectual los haga capaces de ocupar esos empleos. Los otros ejecutarán sus planes: serán peones, albañiles, obreros, etc.

Los obreros se persuaden fácilmente de que si las cosas estuvieran mejor ordenadas en el mundo, cada cual podría poseer su terreno y su casa, tener su cochecito y su caballo. Y no ven que, en semejante estado de cosas, ya no habría quien hiciera coches, quien criara y cuidara caballos, quien cultivara la tierra para proveer a todas las necesidades de la vida.

Una sociedad civilizada no puede existir sin la diversidad de las condiciones. Para obtener esa igualdad perfecta, de que se presenta un cuadro tan seductor, habría que volver a la vida salvaje. Allí, todos son iguales. Se vive de la pesca o de la caza; cada cual parte por la mañana, va a la orilla de los lagos para proveerse de pescado, o bien al bosque para adquirir carne. Por la noche, cada cual recoge el fruto de su jornada, y aun así no todos son igualmente afortunados, sea en la caza, sea en la pesca... Ved adonde nos conduciría la quimera de la igualdad absoluta.

Otra cosa muy distinta sucede en los pueblos civilizados: la jerarquía y la diversidad de clases son absolutamente necesarias. Lo que importa, lo que es justo, es que cada uno pueda mejorar su suerte y elevarse hasta la riqueza. Esa es la verdad, eso es lo que hay que comprender.

La Iglesia no engaña al pueblo con el incentivo de la igualdad de bienes. Esta igualdad es imposible. Divídanse hoy las tierras y las fortunas; mañana, los perezosos, los vividores, los tontos habrán dilapidado su parte; los económicos, los sobrios, los hábiles habrán aumentado su haber. ¿Habrá que volver a empezar cada día la repartición? (79)...

Por más que digan y hagan los sofistas modernos nunca llegarán a destruir las desigualdades sociales; éstas radican en la naturaleza misma de las cosas: abolidas un día, renacen al siguiente.

Sólo la Iglesia establece la verdadera igualdad, la única posible: la igualdad ante Dios, la igualdad ante la ley, la igualdad ante el respeto y la estimación mutuos, la igual admisión de todos a los empleos, según los talentos y virtudes de cada uno.

Ella condena los fraudes, las injusticias que empobrecen a unos para enriquecer a otros. Condena severamente el lujo y los gastos inútiles; ordena a los ricos que gasten sus bienes superfinos a favor de los pobres, y, por consiguiente, llena el abismo de la desigualdad social con la caridad cristiana.

La Iglesia y la fraternidad. — ¿Qué es la fraternidad? Es el amor de los hombres llevado hasta la renuncia de los propios bienes y la inmolación de sí mismo. Tres condiciones requiere la verdadera fraternidad:

1° Amar al prójimo como a sí mismo.
2° Despojarse de los bienes propios para socorrer a los demás.
3° Sacrificarse hasta la muerte cuando el interés del prójimo lo pide.


1° La fraternidad no era conocida en el paganismo: había desaparecido con el dogma de la unidad de Dios. Por todas partes reinaba el egoísmo. Antes del Calvario, la historia nos lo enseña, el hombre no amaba, al hombre.

Testigos, los combates de los gladiadores, forzados a degollarse para divertir al pueblo.

Testigos, los atroces suplicios infligidos durante trescientos años a los márti res cristianos.

Testigo, el desprecio, el desamparo de los pobres. Era mirado como un crimen el socorrer a los desgraciados. Trajano, apellidado el Piadoso, hizo hundir, cierto día, en el mar, tres navíos cargados de pobres para desocupar las calles de Roma.

¿Cómo podía establecerse la fraternidad en el mundo? Para establecer la fraternidad se necesitaba el ejemplo y las enseñanzas de un Dios. Dios es caridad, Deus charitas est, y esta caridad le lleva hasta dar su Hijo único para salvar a los hombres... Y el Hijo de Dios se sacrifica por nosotros... ¡Qué ejemplo!

El primer mandamiento de la ley divina es amar a Dios... El segundo es amar a sus hermanos. “Este es mi mandamiento, dice el Hijo de Dios hecho hombre, y el realmente nuevo para el mundo: Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado... Lo que hiciereis con el más pequeñuelo de los míos, lo tendré como hecho a Mí mismo...” ¿Qué se puede negar a un Dios muerto en cruz por nosotros?

Tal es el origen divino de la fraternidad. El amor de Dios es el único motor eficaz del amor del prójimo. Nuestro Señor Jesucristo diviniza, por decirlo así, al prójimo, puesto que considera como hecho a su divina persona lo que se hace al último de sus hijos.

Los primeros cristianos ponen en práctica las enseñanzas divinas, y el mundo pagano, al contemplarlos, se veía forzado a exclamar: ¡Mirad cómo se aman!

2° El amor se prueba con las obras. La primera obra del amor es el don de sus bienes.

Despojar a los otros para enriquecerse a sí mismo era propio del paganismo. Despojarse a sí mismo para enriquecer a los otros es propio del Cristianismo.

Por eso la Iglesia exige que los cristianos amen a sus hermanos, no solamente de palabra, sino de verdad y con los hechos. Estos hechos consisten en dar pan y asilo a los pobres.

El uso de las colectas para los pobres se remonta a la Iglesia primitiva. Así lo atestiguan la Epístola de San Pablo a los Corintios, las Actas del martirio de San Lorenzo y la Apología de Tertuliano.

También se halla una especie de ensayo de nuestras Conferencias de San Vicente de Paúl en las siete diaconías de Roma, las cuales formaban otras tantas comisiones de beneficencia, que funcionaban bajo la autoridad del obispo.

Para devolver la popularidad al paganismo, Juliano el Apóstata quiso imitar la caridad cristiana; pero no halló eco en el corazón de los paganos. El amor a los pobres fue siempre uno de los caracteres distintivos de los verdaderos cristianos.

El pobre necesita pan y asilos. El hospital es una institución exclusivamente cristiana. El paganismo ignoraba hasta el nombre de estas casas benéficas. En la Roma pagana se encontraban a cada paso teatros, salas de baños, lugares de placer, pero ni un solo establecimiento de caridad.

Apenas la Iglesia pudo disfrutar de libertad, construyó, al mismo tiempo que las basílicas consagradas a la gloria de Dios, hospicios para los pobres. El primer hospital se levantó a orillas del Tíber y fue bautizado con el nombre de Villa de los enfermos.

A fines del siglo IV los hospicios eran muy numerosos. Los de Lyón, de Autún, de Reims, de París, datan del siglo V. Los obispos querían que los pobres tuvieran sus casas como los ricos. Estos asilos de los pobres, de los enfermos, de los huérfanos, de los ancianos, fueron llamados Casas de Dios, nombre sublime que recuerda a los cristianos que Jesucristo mira como hecho a Sí mismo lo que se hace al prójimo (80).

En la Edad Media, cada ciudad de Occidente poseía su hospital tan vasto como un palacio. En 1792, la Francia cristiana tenía mil ochocientos hospicios, con cuarenta millones de renta, que fueron arrebatados por la Revolución, animada del espíritu pagano.

Para cuidar a los desgraciados en estos asilos de la caridad se necesitaban almas generosas. Dios había suscitado en su Iglesia las abnegaciones necesarias.

3° La obra más perfecta del amor fraternal es el sacrificio de sí mismo.

Matar para vivir mejor era propio del paganismo; dar la vida por sus hermanos es propio del Cristianismo. El hijo de la Iglesia no da solamente sus bienes para socorrer a sus hermanos, sino que se da él mismo.

Para servir a los desdichados, la Iglesia ha elegido servidores especiales. Tiene RELIGIOSOS y RELIGIOSAS que, por todo el oro del mundo, no servirían a los reyes en sus palacios, y se encierran por toda su vida en un hospital para servir a los pobres, a los inválidos, a los enfermos. No hay un infortunio en la humanidad que no tenga una legión de almas para aliviarlo.

La Orden de San Lázaro se consagra a los leprosos.
La de San Jerónimo Emiliano educa a los huérfanos.
La de San Juan de Dios cuida a los alienados.
La de San Camilo de Lelis asiste a los enfermos.
La de los Hermanos de San Vicente de Paúl atiende a los incurables, etc.

Una multitud de congregaciones de mujeres tiene por objeto el cuidado de los desgraciados de todas clases; tales son las Hijas de San Vicente de Paúl, las Hijas de la Sabiduría, las Hermanas de San Agustín, de San Carlos, de San Pablo, de San José, de San Francisco de Regís, las Trinitarias, las Hermanitas de los Pobres, etc. Estas innumerables congregaciones dan enfermeras a los enfermos, madres a los huérfanos, hijas abnegadas a los ancianos desamparados.

“Solamente en Francia — dice Taine — más de 28.000 hombres y 123.000 mujeres son, por institución de los bienhechores de la humanidad, vasallos voluntarios, dedicados, por propia elección, a trabajos peligrosos, repugnantes o, por lo menos, ingratos: Misiones entre los salvajes y los bárbaros; cuidado de los enfermos, de los idiotas, de los alienados, de los inválidos, de los incurables; cuidado de los ancianos pobres o de los niños abandonados; servicio de los orfanatos, hospicios, asilos, de los obradores, de los refugios y de las prisiones.

”Y todo esto gratuitamente, o por retribuciones ínfimas, merced a la reducción de las necesidades físicas de cada religioso o religiosa llevada hasta el extremo.

”En estos hombres, en estas mujeres, no es ya el amor de sí mismo el que supera al amor de los demás; es el amor de los demás el que supera al amor de sí mismo” (81).


CONCLUSIÓN. — Amar al hombre, o, más bien, fingir amarle, cuando el interés lo pide; amarle mientras brilla en su frente un rayo de belleza; amar a algunos seres elegidos, abrir su corazón a algunos amigos, todo eso se vio en el paganismo.

Pero amar al hombre con un amor gratuito, en todas partes y siempre; incluir en su amor al griego y al romano, al civilizado y al bárbaro, abrazar a uno y al otro, y decirle: ¡Hermano, yo te amo!, esto jamás se había visto.

Amar al hombre deforme, débil, manchado, degradado por todos los vicios, por más repulsión que inspire; y hacerse de todos los desgraciados, como la Hermanita de los Pobres, una familia a la que uno se aficiona y ama, he ahí algo que nunca se vio y jamás se verá fuera de la Iglesia católica.

La creación más bella de la Iglesia es la Hermana de la Caridad, cualquiera que sea el nombre que lleve, cualquiera que sea el color de su velo. El propio Voltaire no pudo menos de reconocerlo.

“Acaso, dice, nada haya en la tierra más grande que el sacrificio que hace el sexo más débil, de la belleza, de la juventud, y, a veces, del más encumbrado nacimiento, para cuidar ese montón de todas las miserias humanas, cuya vista es tan humillante para el orgullo humano y tan repugnante para nuestra delicadeza”.

La historia de la caridad católica llena los siglos y se extiende a todos los pueblos. El espíritu de la Iglesia es siempre el mismo, y si fue admirable en el tiempo pasado, es admirable en el tiempo presente, y será también admirable en el tiempo venidero.

Fuera de la Iglesia, ¿qué es la fraternidad? La diversión de los revolucionarios consistía en ver caer las cabezas bajo el tajo de la guillotina, o en contemplar cómo se ahogaba a la gente de bien.

En 1871, durante la Commune de París, los predicadores de la fraternidad fusilaban a los rehenes: sacerdotes, magistrados, soldados.

En nuestros días se escuchan palabras sonoras, se leen inscripciones pomposas; pero de todos los derechos que suponen esas inscripciones y esos dichos, no hay ninguno que los incrédulos no pisoteen, burlándose de los cándidos que se dejan engañar por sus declamaciones.

¿Qué hacen los librepensadores en favor de los pobres y de los desgraciados? ¿Dónde están los que sacrifican su libertad y su vida para aliviar a los miserables?... Fuera de la Iglesia, ¿dónde están las Hermanas de la Caridad?... Ved cómo los enemigos de la religión están empeñados en la destrucción de las Congregaciones religiosas, sin temor de arrojar a la calle a los huérfanos, a los desgraciados, a los inválidos, a los ancianos... ¡Qué crimen!

Terminemos con un gran orador moderno:

“El Cristianismo crea todos los elementos esenciales del progreso social: la libertad, la igualdad, la fraternidad. Oigo decir que estas tres cosas son el fruto de la Revolución. Ella fue, sobre todo, fecunda en ruinas. Me admira en ciertos cristianos este milagro de ingratitud, que niega a Jesucristo los dones de su amor, y a la Iglesia esta enseñanza social traída del cielo por el divino Autor de las sociedades cristianas.

”Lo sé, los revolucionarios se atribuyen resueltamente la invención de las ideas expresadas con estas tres palabras: libertad, igualdad, fraternidad. Es la eterna estrategia de Satanás: reivindicar para los suyos el prestigio de las palabras, mientras trabaja en aniquilar las ideas que ellas expresan.

”Los revolucionarios hablan mucho de libertad, e imponen servidumbre; de igualdad, y aspiran a la dominación; de fraternidad, y quieren asesinar a hermanos. Hablan de libertad como un desvergonzado habla de probidad; de igualdad como un hombre de ayer habla de su nobleza; de fraternidad como un malvado habla de su bondad.

”La Iglesia católica, a través de sus largos siglos, habla poco de estas grandes cosas, pero las practica. Si en torno de estas grandes palabras no hace el mismo ruido que los sofistas modernos, es debido a que las realidades que ellas expresan no faltaron a los siglos verdaderamente cristianos, como faltan a las sociedades modernas, que tienden a apostatar del verdadero Cristianismo. Y si hoy nosotros venimos a hablaros de ellas, no es más que para reivindicar, en nombre de Jesucristo, palabras que Jesucristo nos ha legado, y particularmente para devolver a las ideas que ellas encierran, un brillo obscurecido por las nubes del error y el polvo de las filosofías.

”Sí, la libertad, la igualdad y la fraternidad nos pertenecen, porque ellas son, en la Iglesia de Dios, la tradición viva de Jesucristo; y si queréis que el mundo marche por ellas y con ellas al progreso social, volved a Jesucristo. Jesucristo es estas tres cosas a la vez: sólo en Él somos iguales; sólo en Él somos libres; sólo en Él somos hermanos” (82).



LA IGLESIA, CON SUS ENSEÑANZAS, PROCURA SIEMPRE LA VERDADERA
FELICIDAD TEMPORAL AL HOMBRE Y A LA SOCIEDAD

Ciertos incrédulos confiesan los beneficios de la Iglesia en los tiempos pasados; por lo demás, sería imposible negarlos, a menos de falsificar completamente la historia. Pero pretenden que, al presente, la Iglesia no puede hacer nada por la felicidad temporal de los hombres. Según estos sofistas, las doctrinas liberales, aplicadas a la sociedad, deben conducirla, de progreso en progreso, a una felicidad terrenal de que no hay ejemplo en los siglos pasados. Con esta funesta invención se engaña al pueblo y se le arrastra al socialismo, fruto natural del liberalismo.

Fácil nos será demostrar que la doctrina y la moral de la Iglesia, tan lejos están de ser un obstáculo al desenvolvimiento legítimo de la civilización, que, por el contrario, son eminentemente apropiadas para labrar la verdadera felicidad temporal del hombre, de la familia y de la sociedad.

1° La Iglesia procura la felicidad del hombre. — Para el hombre la felicidad consiste en la satisfacción de las exigencias legítimas de su alma y de su cuerpo.

Muchas cosas, dice Bossuet, deben concurrir para la felicidad del hombre, porque está compuesto de diversos elementos, y cada uno de ellos reclama satisfacciones en armonía con sus necesidades.

El alma posee dos grandes facultades: el entendimiento y la voluntad. El entendimiento quiere conocer, y no puede hallar su felicidad sino en la Verdad; la, voluntad quiere amar, y no puede hallar su felicidad sino en el Bien. Estas dos facultades, aunque limitadas en su naturaleza, son infinitas en sus deseos: necesitan de la Verdad completa y del Bien infinito.

No es esto todo. Nuestra alma está unida a un cuerpo, y tan íntimamente, que estas dos substancias, no formando sino una persona, se comunican todas sus impresiones. Siempre que el cuerpo sufre, el alma padece también.

Nuestra felicidad reclama simultáneamente la Verdad para la inteligencia, el Bien para la voluntad y un cierto bienestar para el cuerpo.

Ahora bien, la Iglesia enseña la Verdad integral, la verdad acerca de Dios y sus perfecciones, acerca del hombre, su origen, sus deberes, sus destinos y acerca del mundo que nos rodea. Ella presenta al hombre soluciones ciertas sobre todos los problemas de la vida, le ahorra las indagaciones infructuosas y le preserva de todo error. Luego la Iglesia satisface todas las exigencias legítimas del entendimiento humano.

Con su moral la Iglesia propone a la voluntad el Verdadero Bien del hombre y le suministra los medios para alcanzarlo. El verdadero bien del hombre no puede hallarse en ningún bien creado, porque todos los bienes creados, separados o reunidos, serán siempre lo que son, esencialmente finitos y limitados, y, por consiguiente, serán siempre incapaces de llenar el corazón del nombre, que aspira a la posesión del Bien infinito.

Sólo Dios es el verdadero bien del hombre. La unión con Dios empieza en esta vida por la práctica de la virtud, siendo, por consiguiente, la única felicidad que aquí en la tierra puede satisfacer al corazón del hombre. Será siempre cierto lo que decía San Agustín: “Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que en Ti repose”.

La Iglesia enseña al hombre el medio infalible para ir a Dios: la práctica de las virtudes cristianas. Además, le comunica abundantemente, por medio de los Sacramentos, la GRACIA, esa fuerza divina que eleva al hombre, lo diviniza y lo hace capaz de practicar las más heroicas virtudes. ¿Desfallece el hombre en mitad del camino? La Iglesia le levanta y perdona. Le guía y sostiene en su marcha hacia la felicidad eterna.

El verdadero bien del cuerpo se concilia y armoniza perfectamente con el bien del alma. El primer bien del cuerpo es la salud, y nada procura y conserva tanto la salud cómo la victoria sobre las malas pasiones. Por consiguiente, condenando las pasiones y ayudándonos a vencerlas, la Iglesia nos libra de la mayor parte de las causas destructoras de nuestro bienestar corporal.

Suprímase la ambición, la avaricia, la impureza, la embriaguez, la pereza, con todos los males que estos vicios degradantes traen aparejados, y la mayoría de los hombres gozarán de un dulce bienestar y de una verdadera felicidad. Por otra parte, es fácil demostrar que la fortaleza, la prudencia, la justicia, la templanza, y las otrasvirtudes que de ellas dimanan, procuran al cristiano alegrías puras y delicadas, infinitamente superiores a los goces groseros de los sentidos.

El hombre es tanto más feliz cuanto es más laborioso, más sobrio, más caritativo, cuanto menos deseos tiene y cuanto mayor es la paz: de que disfruta. En otros tiempos, cuando la religión se practicaba mejor de lo que se practica hoy, se contaban muchísimos ciudadanos que disfrutaban de esta felicidad.

En cuanto a los sufrimientos, inseparables de la vida humana, la Iglesia los disminuye y alivia. Los disminuye con la resignación y la paciencia que inspira; los alivia con todos los arbitrios de su inagotable caridad.

Luego la Iglesia procura al hombre que practica sus divinas enseñanzas la felicidad aun en la tierra.

2° La Iglesia asegura la felicidad de la familia. — Lo que, sobre todo, constituye la felicidad de una familia es la unión de sus miembros entre sí y la disposición a servirse y favorecerse mutuamente.

El padre cristiano sabe que debe ejercer la autoridad para el bien de los miembros de la familia. Sabe que la mujer fue sacada del costado del hombre para ser su ayuda y no su esclava; y, sabiendo esto, rodea de respeto y de amor a la compañera de su vida. Sabe que, por el bautismo, sus hijos se han convertido en hijos de Dios y herederos del cielo; y, sabiendo esto, se considera a sí mismo como cooperador de Dios en la educación y salvación de su posteridad. Gana el pan de cada día con el sudor de su frente o con su inteligente actividad. Es feliz consagrándose a la felicidad de aquéllos a quienes ama más que a sí mismo.

La esposa, a su vez, debe obediencia, amor y rendimiento a su esposo, que representa para ella la autoridad de Dios. Divide su vida entre su esposo y sus hijos: sostiene el valor del uno, le ayuda en sus trabajos, le consuela en sus penas, y prodiga a los otros los cuidados más afectuosos. Deposita en esas tiernas almas la semilla de todas las virtudes. Estos gérmenes benditos, desarrollados durante la vida, producirán los frutos más preciosos. Tal es la mujer fuerte, cuyo retrato nos hace el Espíritu Santo en la, Biblia.

Los hijos aprenden, desde la más tierna edad, a respetar y amar a sus padres: ¿acaso no ven en ellos las imágenes vivas de la bondad divina? La religión, mejor todavía que la naturaleza, les hace cumplir con todos los deberes de una verdadera piedad filial. Ellos se acostumbran, por una sabia educación, a guardar la disciplina, a respetar la autoridad, a observar las leyes justas. En la escuela de estos padres, se forman caracteres enérgicos, cristianos sin miedo y sin tacha.

Tales son los deberes que la Iglesia inculca a los diferentes miembros de la familia; pero también les facilita los medios necesarios para cumplirlos. Al efecto, emplea dos medios principales para ayudarles a cumplir con sus santas obligaciones.

a) Con el sacramento del matrimonio, imagen de la unión de Jesucristo con su Iglesia, confiere a los esposos cristianos las gracias necesarias a su estado.

b) Les propone por modelo la Santa Familia de Nazaret, en la que todos los miembros de la familia cristiana hallan un ejemplo que imitar y un ideal que realizar (83).

3° La Iglesia procura la felicidad de la sociedad. — La acción bienhechora de la Iglesia se pone más de relieve todavía en la sociedad. Hace paternal el poder y honrosa la obediencia, e inspira las virtudes sociales.

a) La Iglesia dice a los representantes del poder: “Sois los delegados de Dios para el bien de vuestros subordinados, y tendréis que rendir cuentas de vuestra administración. Seréis recompensados o castigados según la medida del alto puesto que habéis ocupado en la tierra”. Si el poder escucha las enseñanzas de la Iglesia, gobierna como un buen padre de familia.

b) La Iglesia dice a los súbditos: “Toda autoridad viene de Dios; en la persona de los representantes de Dios obedecéis a Dios mismo. En todas sus órdenes justas les debéis el mismo respeto y la misma obediencia que a Dios”.

Hace más de cien años que se intenta organizar la sociedad separadamente de la Iglesia; se hacen y deshacen gobiernos; se revisan las constituciones, sin poder conciliar la autoridad con la libertad. Esta lucha permanente, terrible, entre gobernantes y gobernados, no puede tener más que dos soluciones: o bien vence la rebelión, y los poderes caen en brazos de la anarquía; o el despotismo triunfa, y un día, cuando menos se piensa, un soldado anuncia que acaba de estrangular la libertad. Sólo la Iglesia, poniendo el origen de la autoridad en Dios, protege al poder contra la tentación del despotismo y contra los asaltos de la anarquía.

c) Finalmente, la Iglesia predica el respeto a las leyes de Dios, que tiene en sus manos todas las felicidades. Ella inspira a todos el amor al trabajo, el espíritu de economía, la justicia, la caridad, etc. Pues bien, estas virtudes no pueden menos de enriquecer a un pueblo y determinar la repartición equitativa de la riqueza. Por eso las naciones verdaderamente católicas fueron siempre las más felices y las menos castigadas por el azote del pauperismo. — (Véase núm. 64.)

El sabio economista Le Play lo prueba con guarismos. He aquí una de sus conclusiones: “El estudio metódico de las sociedades europeas me ha enseñado que el bienestar material y moral, y en general, las condiciones esenciales a la prosperidad, se hallan en relación con el vigor y la pureza de las convicciones religiosas”. — (Reforme sociale.)



APÉNDICE
PRINCIPALES OBJECIONES CONTRA LA IGLESIA

1° La Iglesia es la madre del despotismo, de la superstición y del fanatismo.

R. Así opinan quienes entienden por despotismo todo poder que emane de Dios; por superstición, la verdadera religión; por fanatismo, la convicción en la fe que lleva al cristiano a dar su vida por Jesucristo. Se ve que les conviene desnaturalizar el sentido de las palabras. Así también, el creer en las enseñanzas de la Iglesia es, en su jerga, ignorancia y estupidez.

2° “La Iglesia no es de su tiempo: es la enemiga, del progreso y de la civilización moderna”.

R. La Iglesia no es enemiga sino del vicio y de la barbarie. Ella ha civilizado al mundo e inaugurado todos los progresos, como lo testifica la historia.

a) Para los librepensadores y los francmasones la civilización consiste en el bienestar material, en el progreso de la ciencia positiva y en la independencia de toda autoridad y de toda jerarquía.

En materia de dogma, negación de Dios y del alma, secularización de la sociedad: nada de Dios en el gobierno, ni en las leyes, ni en las escuelas, ni en los hospitales, ni en ninguna parte...

En materia de moral individual, supresión de todo deber, amor a todo placer, derecho a toda licencia. Tal es la moral independiente.

En materia de derecho social, negación de la soberanía de Dios, falsa noción de la autoridad, derecho a la insurrección: o sea, revolución permanente, desorden, anarquía.

De estas doctrinas subversivas la Iglesia no quiere saber nada. Y tiene razón que le sobra, porque esta falsa civilización produce el embrutecimiento de los individuos y la ruina de las sociedades.

b) ¿Qué entendéis por civilización moderna?

¿El progreso material alcanzado en nuestro siglo? La Iglesia aplaude este progreso. ¿Por qué habría de ser su enemiga? ¿Acaso el vapor, el gas, la electricidad, los ferrocarriles, el telégrafo, etc., etc. se oponen en algo al dogma y a la moral?... La Iglesia tiene bendiciones especiales para todas las manifestaciones de la actividad humana. Os desafío a que halléis una invención grande y hermosa, una empresa inteligente y útil, un verdadero progreso £n todo aquello que puede servir para el acrecentamiento del bienestar y para la fortuna social, que la Iglesia no haya aplaudido y estimulado con todas sus fuerzas.

Dios ha entregado el mundo a la industriosa actividad de los hombres. A ellos toca el escudriñar la tierra y los mares; la Iglesia bendice sus trabajos. Ella sabe muy bien que, cuanto más se penetre en los secretos de la naturaleza, más claro se descubrirá el sello del Criador, más se verá brillar su poder, su sabiduría, su bondad. 

En 1851, en la primera Exposición Universal de Londres, los ingleses, muy entendidos en progreso material, escribieron con letras gigantescas, sobre la cúpula más alta del Palacio de Cristal, este magnífico acto de fe: Gloria in excelsis Deo! Y cuando llegó la distribución de los premios a los laureados del progreso, un coro inmenso entonó, para rendir gloria a Dios, el hermoso cántico: Laúdate Dominum, omñes gentes!...

¿Llamáis civilización moderna al progreso intelectual, a la instrucción del pueblo? Pero la Iglesia la ama más que vosotros. Después de diecinueve siglos pasados en guardar, copiar, componer y esparcir libros, en formar maestros, en fundar escuelas, tiene derecho para decir que ama la instrucción del pueblo.

Ella declara solamente que la instrucción sin Dios es una necedad y un crimen; que sobre la instrucción profana, que es útil, está la instrucción moral y religiosa, que es necesaria y la única capaz de asegurar la salvación de las almas, el honor de las familias y el bienestar de la sociedad. Es cuestión de simple buen sentido. Una nación donde la instrucción y la educación fueran anticristianas, lo sería bien pronto ella también. Y las naciones sin religión están maduras para la corrupción, la decadencia y la muerte. Es la enseñanza de la historia.

¿Entendéis por civilización moderna el progreso moral? Pero ese progreso es, ante todo, obra de la Iglesia.

La Iglesia ha llevado a la virtud al mundo pagano, sumido en la corrupción. Ella ha recogido y salvado al niño condenado a muerte como Moisés en el Nilo. Ha rehabilitado a la mujer envilecida y degradada. Ha devuelto la libertad civil y política a los pueblos esclavos. Proscribe todos los vicios e inspira todas las virtudes.

La doctrina católica hace del trabajo un deber; de la justicia, una ley; de la caridad fraterna, una virtud sincera; de la limosna, una obligación; de la templanza, un precepto. Esta doctrina hiere de muerte a la pereza, al egoísmo, al lujo, a la codicia, al pauperismo. Por consiguiente, los cristianos poseen, en la doctrina de la Iglesia, todas las condiciones del progreso, de la paz y de la felicidad.

c) Luego la Iglesia no es enemiga de la verdadera civilización: no condena ninguna aspiración legítima.

1. Los hombres de este siglo aman la libertad. La Iglesia también la ama. ¡Con qué energía no la defiende contra los que la niegan o la oprimen! Pero por encima de la libertad coloca a Dios, la verdad, el deber, el orden público; declara que nada que no sea justo y honesto es permitido; aclama la libertad y proscribe la licencia. ¿No tiene razón?...

2. Los hombres de este siglo aman la igualdad. La Iglesia también la ama, y es quien mejor la practica. Pero declara que, bajo pretexto de igualar, no hay que suprimir las superioridades legítimas, nacidas de la naturaleza, del talento, del trabajo y del mérito. ¿No tiene razón?...

3. Los, hombres de este siglo aman la fraternidad. La Iglesia también la ama, y, lo que vale más, la practica. La palabra y el concepto pertenecen al diccionario del Evangelio: Jesucristo es su autor; la Iglesia, su guardiana. Así lo afirma la historia.

La Iglesia, pues, es de su tiempo: ama en nuestro siglo todo lo que es verdadero, todo lo que es bueno, todo lo que es grande. Pero condena todo lo que es falso, todo lo que es malo, todo lo que envilece al hombre. Es su deber; y es también su gloria guardar para los hombres un símbolo de fe, una regla de costumbres, y esperanzas de vida y de inmortalidad.

El mundo se enorgullece de la civilización moderna y olvida el origen de la misma. No ve que, aún hoy, lo que la sostiene, lo que la guarda, es lo que le queda de cristiano en las venas. A medida que la religión católica se va, la barbarie vuelve, como viene la noche cuando el sol se oculta.

3° La Iglesia es enemiga de la ciencia: impone a las inteligencias el yugo de la fe ciega. Ante las luces y el genio modernos, los viejos dogmas se disipan...

R. La Iglesia no es enemiga sino de la ignorancia y del error.

a) La Iglesia ha sido siempre el alma y la promotora de las ciencias: lo atestigua la historia.

Ella fundó las escuelas, los colegios, las universidades de Europa, donde la instrucción de los alumnos era gratuita.Ella conservó los libros de Grecia y de Roma, que hubo que copiar y transcribir: trabajo colosal realizado por los monjes. Ella, en todos los tiempos, favoreció, honró y premió a los sabios, a los poetas, a los artistas.

Durante más de quince siglos, todo lo que el mundo ha producido de ciencia, de literatura, de historia, de geografía, de elocuencia, de filosofía, es obra exclusiva de la Iglesia.

No hay un solo ramo del saber humano que le sea extraño; no ha habido un genio que no. le haya rendido homenaje de simpatía. No son los verdaderos sabios los que atacan a la Iglesia; son los eruditos a la violeta: “Poca ciencia aleja de Dios, decía Bacon; mucha ciencia aproxima, a Él”.

Los que dicen que la Iglesia es enemiga de la ciencia son mentirosos desvergonzados; es la mentira inventada y propalada por los que quieren sustraer al pueblo a la influencia de la iglesia, a fin de envilecerlo y explotarlo a su gusto.

b) La fe no es ciega: ¿hay algo más razonable que creer en la palabra de Dios? (Véase núm. 94.) Sí el ignorante debe apelar a la palabra de los sabios, ¿por qué se negará el hombre a creer en la palabra de Dios, que es la misma verdad?

La oposición entre la fe y la ciencia es una quimera. ¿Qué es la fe? ¿Qué es la ciencia?

La fe o los dogmas de la fe son verdades reveladas por Dios; la ciencia o las verdaderas enseñanzas de la ciencia son verdades conocidas por la razón. De una parte y de otra hay verdad; luego no hay oposición, porque lo verdadero no puede oponerse a lo verdadero.

Estos dos órdenes de verdades manan de la misma fuente, que es Dios. Y Dios nos hace conocer las verdades científicas por la luz de la razón, y las verdades religiosas sobrenaturales por la luz de la Revelación. Luego no es posible oposición alguna entre estos dos órdenes de verdades.

Obreros de la ciencia: seguid adelante, sondead, investigad, descubrid. El Dios de la religión se llama también a sí mismo el Dios de las Ciencias, y debemos suponer que conoce su nombre. El Dios que ha hecho la luz no puede temerla. El Dios que ha dictado la Biblia y el Evangelio es el Creador de la Naturaleza; ¿queréis que la Naturaleza desmienta la Biblia y el Evangelio? Los tres narran la gloria del Altísimo. La ciencia y la fe son dos rayos del divino sol: ¿cómo queréis que no estén en armonía?

c) La grande, la verdadera ciencia moderna, no teme rendir a la religión los testimonios más hermosos e inesperados. Tan lejos está de disipar los viejos dogmas, como os place afirmar, que, al contrario, ha presentado la Biblia y e¡ Evangelio, laverdad y la historia, a una luz nueva, que llena de admiración a todo verdadero sabio. Todos los ataques modernos contra la religión católica no han servido sino para procurarle nuevas pruebas de su divinidad (84).

Los librepensadores no quieren saber nada de dogmas viejos. ¡Atrás la Iglesia!, gritan. La Iglesia es enemiga de la libertad de pensar. En 1849, en la Cámara de Francia, alguien se atrevió a lanzar a THIERS ese globo lleno de humo, mientras el ilustre hombre defendía la libertad de enseñanza. “Yo me glorío de ser de la sociedad moderna, contestó; he estudiado mucho eso que llaman la libertad de pensar, ¡y he visto que la religión católica no impide pensar sino a aquéllos que no están hechos para pensar!...”

Yo soy librepensador, quiere decir: “Yo aprendo a pensar, cada mañana, en mi diario; soy la devota oveja de mi logia masónica". ¡Ahí tenéis a los libres y a los pensadores! ¡Cómo se venga Dios de esos pequeños soberbios que no le quieren por Señor! Los deja a merced de todas las esclavitudes y de todas las bajezas. ¿Creer en la religión con lo más selecto de la humanidad? ¡Imposible!, es humillante. Pero creer en el primer charlatán que nos sale al paso, creer en el primer foliculario que vende la blasfemia a canto la línea, ¡ah!,  eso sí... Es la manera que tienen de ser librepensadores. Cuando el pueblo de Israel se hacía librepensador y rechazaba a su gran Dios, corría inmediatamente a arrojarse a los pies de un becerro... Es, más o menos, lo mismo que pasa hoy.

4° La Iglesia es intolerante.

R. Sí; la Iglesia es intolerante en materia, de doctrina, y debe serlo, porque la verdad es una o no es verdad; la verdad no puede admitir la transacción con el error, como no puede admitirla la luz con las tinieblas.

Pero si la Iglesia es intolerante con el error y el vicio, está llena de indulgencia para con las personas.

La Iglesia jamás ha admitido, ni puede admitir, la tolerancia de las doctrinas.

Hay dos clases da tolerancia: la tolerancia de las doctrinas y la tolerancia de las personas.

a) Es un deber para ella. Depositaría de la enseñanza divina, debe guardarla intangible y protegerla contra los que la alteran o la niegan, so pena de traicionar la misión que Jesucristo le ha confiado. La Iglesia no puede sacrificar la verdad, de que es responsable ante Dios. Por lo mismo que la Iglesia no tolera nada de lo que es contrario a la fe y a las buenas costumbres, demuestra que guarda fielmente el depósito divino: el dogma y la moral.

b) Su intolerancia es un beneficio para el mundo. Si ella hubiera tolerado las aberraciones del paganismo, estaríamos todavía prosternados ante ídolos inmundos. Si hubiera tolerado las herejías, la verdad sobrenatural, de mucho tiempo atrás, habría desaparecido de la tierra. Si hubiera tolerado el filosofismo del siglo XVIII, las mismas verdades naturales habrían cedido su lugar a los errores más monstruosos. 

Si en nuestros días tolerara los abusos de la mala prensa, del lujo, de las ruletas, del trabajo dominical, fuentes todas de desmoralización, el mundo volvería a caer rápidamente en su antigua corrupción.

c) La intolerancia es una ley general que se encuentra siempre y en todas partes: Intolerante el poder civil, cuando hace fusilar a ciertos malhechores y reduce a prisión a los ladrones; intolerante el pastor, cuando sacrifica una oveja enferma para que no contagie a las demás, etc.

¿Cuál es el motivo de esta intolerancia? Toda sociedad, si quiere vivir, debe ser intolerante en la aplicación de sus estatutos, que son su razón de ser. Debe arrojar lejos de sí todo miembro insubordinado o corrompido. Por la misma razón, la Iglesia tiene el derecho de excluir o excomulgar a cualquiera que se niegue a someterse a sus preceptos.

Intolerante en sus principios, la Iglesia fue siempre muy tolerante con las personas. Siempre ha dicho a sus discípulos: Sed víctimas; pero nunca: Sed verdugos. La dulzura de la oveja, la sencillez de la paloma, la prudencia de la serpiente, he ahí las armas de los apóstoles. El conde de Maistre ha podido decir, con la historia en la mano: “Jamás el sacerdote ha levantado un cadalso: en cambio, muchas veces ha subido a él como mártir; no predica más que misericordia y clemencia, y, en todos los puntos del globo, no ha derramado más sangre que la suya”.

La Iglesia ha usado de su autoridad para reprimir el error; ha acudido a la caridad para traer al buen camino a los que se habían salido de él; no ha invocado el apoyo secular y llamado la fuerza al servicio de la verdad, sino cuando se ha tenido que defender contra herejes furiosos que la atacaban con las armas, turbaban la paz pública y ponían en peligro lo mismo a la sociedad civil que a la religiosa. Ahí tenéis, en pocas palabras, el resumen de lo que ha hecho contra las herejías desde su origen.

¿Quiénes son los que acusan a la Iglesia de intolerancia?

a) Los protestantes... Y, sin embargo, Lutero hizo morir a más de cien mil hombres en la guerra de los campesinos: Calvino, en Ginebra, hizo quemar a los que no pensaban como él. Enrique VIII y la malvada Isabel, en Inglaterra y en Irlanda; Cristian II, el Nerón del Norte, en Dinamarca; Gustavo Vasa, en Suecia, llevaron a cabo toda clase de persecuciones contra sus súbditos católicos.

Los Hugonotes han cubierto a Francia de sangre y de ruinas... ¡Tal es la tolerancia protestante!... ¡Y son ellos los que acusan a la Iglesia de haber promovido las guerras de religión! La Iglesia no hizo más que defenderse: jamás ha pretendido, como los protestantes, imponer su doctrina con la violencia.

b) ¿Quiénes acusan a- la Iglesia de intolerancia?

Los filósofos del siglo XVIII. Pues bien, Voltaire tenía por divisa: “Aplastad al infame...”. Diderot quería ahorcar al último rey con las tripas del último cura. Rousseau condena a muerte a todo aquél que no se porte de acuerdo con los dogmas de la religión del país, etc.

c) ¿Quiénes acusan a. la Iglesia de intolerancia?

Los liberales modernos. En 1793 tenían por fórmula: Libertad, igualdad o la muerte, y despojaron las iglesias, asesinaron a los sacerdotes y guillotinaron a las personas honradas, gritando: ¡Viva, la libertad!...

París contempló el mismo espectáculo en 1871, en tiempo de la Commune...

5° Las naciones católicas son menos prósperas que las protestantes.

R. I. Es falso que las naciones católicas sean inferiores a las heréticas.

a) En cuanto a las artes, los católicos han conservado una superioridad tan evidente, que a sus escuelas van a formarse los alemanes y los ingleses.

b) El movimiento científico y literario es tan notable en Francia, en Italia y en España como en cualquiera otro país protestante.

c) La industria, la agricultura, el comercio y la organización material de la sociedad han progresado tanto en las naciones católicas como en las heréticas.

d) En cuanto a las condiciones sociales, hay más verdadero bienestar en los países católicos. Se ve más miseria en Alemania que en Francia. En Inglaterra, algunos milores, es cierto, viven abrumados de riquezas, pero el pueblo está condenado al pauperismo, y las poblaciones de las colonias son presa de las más injustas exacciones y del hambre.

e) La moralidad de Francia y de España aventaja en mucho de los países protestantes. Todos están contestes en que Londres y Berlín superan en corrupción a París, presentado, sin embargo, como el sumidero de Europa. Las estadísticas proyectan una triste luz sobre la situación moral de las poblaciones protestantes.

II. Pero, aunque se admitiera la decadencia momentánea de las naciones católicas, el hecho sería perfectamente explicable.

La Iglesia católica había, civilizado el mundo antes de la aparición del cisma y de la herejía. Lo que ha conservado a las naciones heréticas es que ellas han guardado la mayor parte de las leyes sociales del catolicismo: el descanso dominical, la oración pública, el respeto al santo Nombre de Dios, el respeto a la autoridad paterna, etc.
Mirados a esa luz, esos pueblos son en cierta manera católicos.

Las naciones católicas, por el contrario, azotadas por el espíritu revolucionario, han dejado desenvolverse en su seno el desprecio a la autoridad divina, el desprecio a la autoridad civil y el desprecio a la autoridad paterna.

No es, pues, sorprendente que las naciones protestantes prosperen con sus leyes inspiradas por el catolicismo, y que las naciones católicas se hayan detenido en su progreso natural, gradas al espíritu pagano, que va minando su existencia.

Las doctrinas impías y antisociales impuestas a los pueblos católicos son una causa de ruina.

“Pero reprochar al catolicismo los desórdenes que condena —desórdenes nacidos de principios que anatemiza—, hacer al catolicismo responsable de los males que se esfuerza en atajar por todos sus medios de influencia, o en prevenir con sus más graves enseñanzas y más severas advertencias, ¿no es el colmo de la injusticia y de la sinrazón?

”Seguramente no son los católicos los que, en nombre de la fe que profesan, amenazan la paz pública, organizan las sublevaciones populares, levantan barricadas, derrocan a los gobiernos. Sus enemigos más encarnizados han reconocido frecuentemente su prudencia, su moderación, su espíritu de abnegación y de sacrificio. No es, por cierto, entre ellos donde se reclutarán fautores de anarquía. Y cuando se quiere arrancar del corazón del pueblo las últimas raíces de su vieja fe católica, cuando se le empuja por un camino que termina fatalmente en el abismo, los mismos que preparan y precipitan las catástrofes con sus doctrinas, esos mismos, ¡se atreverán a decir que el catolicismo hace ingobernables a los pueblos, los degrada, y los arruina!... ¡Tal es su buena fe! ¡Tal es su lógica!...

”La Iglesia de Jesucristo ha sido desde su origen, y lo será hasta el fin del mundo, la gran civilizadora de los pueblos. Combatirla es combatir el verdadero bienestar temporal de los pueblos; es querer la desgracia del pobre, del obrero, del niño, del anciano, de la mujer, del enfermo, de todos aquéllos quienes, en una palabra, que no tienen medios para oprimir a los demás”.— (RUTTEN)

CONCLUSIÓN. -- Todo anda mal en la sociedad presente, porque se ha alejado de Nuestro Señor Jesucristo y de su Iglesia.

Y sin embargo, ¡cuántos esfuerzos, cuántos proyectos, cuántas leyes, cuántas empresas filantrópicas dignas de mejor suerte! Tal vez nunca han salido a luz mayor número de sistemas que aspiran a lograr el mejoramiento moral, material y social de la humanidad.

¿Qué se ha conseguido con todo esto? Abrir un abismo en el que la sociedad entera corre peligro de precipitarse.

¿Por qué sucede así? Porque Jesucristo está ausente de todos esos sistemas, de todas esas leyes, de todas esas empresas. Se ha querido prescindir de Él; no se ha contado para nada con la religión que Él trajo a los hombres; se ha desdeñado el escuchar a la Iglesia, que es su representante.

Ahora bien, Jesucristo nos lo ha dicho expresamente en el Evangelio: Sin mí nada podéis. Ved por qué todos esos esfuerzos amenazan con terminar en una última e irremediable catástrofe.

El mal no es de ahora: se remonta a la añora del Renacimiento. Hace trescientos años, la educación, la legislación, la filosofía, las mismas artes, todo fue paganizado. Al Evangelio lo substituyeron Cicerón, Hornero, Virgilio, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, y los Padres de la Iglesia fueron expulsados de los colegios y de las universidades para dar lugar a los autores paganos griegos y latinos; el derecho romano ocupó el lugar del derecho cristiano, del derecho canónico; la arquitectura romana y griega, el lugar del arte gótico; a la libertad cristiana se la substituyó con el cesarismo antiguo.

El paganismo en la educación y en las leyes trajo consigo el paganismo en las costumbres y la disminución de la fe. El resultado fue la espantosa convulsión que se llama Revolución.

Hoy, como consecuencia de idénticas causas, estamos abocados a una catástrofe del mismo género. Hay, pues, que volver resueltamente a Jesucristo, a la Iglesia: fuera de ahí no hay salvación.

“Muchos creen a la sociedad de nuestros días perdida irremisiblemente... Pero la sociedad de hoy, ¿está acaso más enferma de lo que lo estaba la sociedad pagana hace diecinueve siglos? El mundo entonces estaba podrido, y Satanás reinaba en él como señor absoluto.

”No había en la sociedad antigua ni amor, ni caridad, ni compasión para el infortunado. Un egoísmo brutal había dividido a la sociedad en dos grandes categorías: los señores y los esclavos.

”Y estos mismos señores se arrastraban a los mes de aventureros afortunados, a quienes llevaban al poder las continuas y sangrientas revoluciones... ¿No era, pues, más difícil de convertir esa sociedad pagana que la nuestra, que cuenta todavía con católicos fervorosos?”

¿Qué hicieron los apóstoles? Predicaron a Jesucristo, predicaron el Evangelio, y, a despecho de todas las trabas, de todas las persecuciones, aquella sociedad se salvó y se hizo cristiana. Leamos el Evangelio, vayamos a Jesucristo y a su Iglesia, y la felicidad y la paz reinarán en el mundo”. — (ABATE GARNIER)


Notas

76. Véase DE CHAMPAGNY, Histoire des Césars,
77. Véase BALMES, El protestantismo comparado con el catolicismo.
78. Véase GUIBÉ, S. J., L'Eglise et les reformes sociales.
79. Es cierto que en nuestros días hay ricos acaparadores que oprimen al mundo de los obreros. León XIII habla de ellos en su admirable encíclica.
Dios así lo permite para castigar a los cristianos, tan cobardes en la práctica de su religión. Ya no se ora; no se santifica el domingo; se conculcan todas las leyes de la familia; se sostiene la prensa impía; reina el libertinaje; y las leyes de la Iglesia son objeto de las peores burlas... ¿Debe maravillarnos que la justicia divina nos castigue con plagas devastadoras...
80. DE CHAMPAGNY, La Charité chrétíenne.
81. Revue des deux mondes, junio de 1891.
82. P. FÉLIX, El progreso por medio del Cristianismo, año 1860.
83. Véase MONS. GAUME. Histoire de la société domestique.
84. Véase Los esplendores de la fe, del sabio MOIGNO.





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