domingo, 17 de diciembre de 2017

R.P. Leonardo Castellani: Testimonio de Juan a los Enviados de la Sinagoga





En aquel tiempo: Los judíos enviaron a Juan, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿Quién eres tú?”. Él confesó y no negó; y confesó: “Yo no soy el Cristo”. Le preguntaron: “¿Entonces qué?¿Eres tú Elías?” Dijo: “No lo soy”. “¿Eres el Profeta?” Respondió: “No”. Le dijeron entonces: “¿Quién eres tú? para que demos una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?” Él dijo: “Yo soy la voz de uno que dama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”. Había también enviados de entre los fariseos. Ellos le preguntaron: “¿Por qué, pues, bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?” Juan les respondió: “Yo, por mi parte, bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis, que viene después de mí, y al cual yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
Juan I, 19-28



El Evangelio de Jesucristo
R.P. Leonardo Castellani


Domínica tercera de Adviento 

El evangelio del tercer Domingo de Adviento (Jn 1, 19), trae el segundo testimonio de Juan Bautista acerca de Jesucristo, el que dio a las autoridades religiosas oficiales.

Está puesto al principio del Evangelio del otro Juan después del solemne prefacio en que el Evangelista declara que “el Verbo era Dios”. Juan el Aguila conecta su propio testimonio de que Cristo era Dios (objeto del cuarto Evangelio) con el testimonio de Juan el Lobo de que Cristo era el Mesías; completándolo.

Este testimonio del Bautista a los fariseos acerca de Cristo y de sí mismo, tuvo lugar más o menos en la mitad de su corta carrera, que fue más corta aun que la de Cristo. Juan sobrevino repentinamente como un meteoro, iluminó lo que tenía que iluminar, y se apagó bruscamente.

San Lucas tarja cuidadosamente el principio y el fin de su corta tarea, como si esos dos topes tuviesen notable importancia. Al principio de su misión predicó simplemente, aunque con fuerza extraordinaria “penitencia urgente porque el Tiempo llegó”. Sus oyentes sabían perfectamente qué cosa significaba “el Tiempo”, que era entonces objeto de las más ardientes discusiones: las Setenta Semanas de Daniel ya cumplidas, la esperanza de Israel y las Naciones a punto de realizarse, la plenitud de los tiempos.

A los que daban muestras de arrepentimiento de sus faltas –hasta confesarlas públicamente algunos– Juan los bautizaba por inmersión, advirtiéndoles que era bautismo “provisorio”, y les imponía una regla de conducta sencilla, tomada de la moral natural; porque para reconocer al Mesías había que disponerse, quitando las lagañas de los ojos interiores. Con esto, su trabajo estaba listo.

Sus imprecaciones contra el fariseísmo no empezaron sino después de la investigación oficial que narra el evangelio de hoy. Juan sabía perfectamente quiénes eran los fariseos –era de familia sacerdotal– sobre todo si fue essenio, como creemos; pero era como una onza de plata en rectitud y humildad; y lo mismo que Cristo, no iba a empezar su misión religiosa con un levante a las autoridades religiosas, que no es la manera de empezar de los santos; aunque a veces es la manera de acabar; y de que lo acaben a uno. Véase por ejemplo el acabamiento del filósofo Soren Kirkegor.

Cuando se presenta en el remanso solitario de Besch-Zedá una delegación de “sacerdotes y levitas” comisionados de Jerusalén, Juan los acoge con sencillez y sin descortesía; probablemente con reverencia incluso. Su nombre corría ya de boca en boca como de un varón extraordinario las mujeres y algunos entusiastas se dejaban decir que era nada menos que “el Mesías”. ¿No se habían cumplido ya los Quinientos Años de Daniel? El Cotarro de Jerusalén –que en hebreo se llama Sam-Hedrim y en griego Synhedrio– aunque era propenso a despreciar, no podía pasarlo por alto; y así mandó tomarle declaración:

“–Tú ¿quién demonio eres?” –el diálogo entre el Bautizador y los delegados es altamente típico–. “Juan confesó y no negó, y confesó diciendo”... marca el Evangelista, indicando que se trataba de una “confesión” o declaración de conciencia, incluso quizá peligrosa. –Yo no soy el Mesías, dijo San Juan, leyéndoles las intenciones. –Entonces, declara quién eres ¿eres por si acaso Elías? –No soy Elías. –¿Eres Profeta? –No... La última réplica le salió seca.

Sin embargo Cristo, que no miente, dirá después que Juan era en cierto modo Elías, y que era el más grande de los Profetas. ¿Por qué negó Juan que era profeta? “Por fastidio hacia esa gente soberbia”, dirá Teofilacto. “Por humildad”, dirá el Crisóstomo. Pero la humildad nunca está reñida con la veracidad, “la humildad es la verdad”, dice Santa Teresa. Juan no negó que era profeta, Juan negó que era “el Profeta”... que estaba en la mente de los interlocutores. Llenos de bambolla y de ideas “nacionalistas”, ellos se figuraban un Mesías guerrero; y un Precursor Caudillo, por el estilo.

Ese profeta que ellos imaginaban, un Elías o un David, no era Juan. Era sin embargo
más que David en su humilde estación y en su aspecto áspero y salvaje. Era el dedo que apuntaba a Cristo; y en ese sentido, metafóricamente, era también Elías.

Por mala comparación, es como si en la Argentina, pobre país que tantea en lo oscuro sin saber de dónde le vendrán el orden y la salud, surgiese un Manosanta capaz de ordenar, sanar y sacar adelante el país; y otro hombre capaz de abrirle camino en esta empresa milagrosa; porque las cosas grandes las hacen dos. Y entonces fueran los resistas y los antirrosistas y le preguntaran al Precursor:

–¿Tú eres el Libertador?
–Yo no soy el Libertador.
–¿Eres el segundo Don Juan Manuel? –o Don Bernardino, ad libitum–
–No soy el segundo Don Juan Manuel.
–¿Eres caudillo, por lo menos?
–No soy el Caudillo.
–Entonces, ¿qué diablo eres?
–Yo soy un pobre argentino que hace lo que puede, nada más y nada menos que lo que Dios quiere de él; y eso más mal que bien...

Entonces lo despreciarían todos los politiqueros, no menos que la Curia Eclesiástica, y los grandes diarios. En otro plano, así respondió el Bautista.

“–Entonces ¿tú quién diablo eres, y a ver qué nos dices de ti mismo, para que
llevemos Respuesta a los que nos envían...”. Era la conminación de la autoridad. Juan no se sustrae a ella:

“–Yo soy La-Voz-que-grita-en-el-Desierto” (una sola palabra en arameo, como si
dijéramos Wuesterlictruiendestimme en alemán, “ése es mi nombre”...). El mundo en aquel tiempo, religiosamente hablando, era un desierto. Juan era una simple voz; pobre y potente voz, una voz casi sin cuerpo, un cuerpo humano hecho pura voz (112).

“–¿Y qué grita esa voz?

–Grita: Preparad los caminos al Señor, como dijo Isaías Profeta. Nada más. “

Los fariseos lo despreciaron: era uno de tantos gritones más. Era un fanático de la revolución mesiánica. A la vista estaba que éste no iba a vencer a Pilato, ni a derribar a Herodes y a los herodianos. Políticamente, cero.

“–Entonces ¿cómo diablos bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías ni el Profeta?”.

Gran idea tenían los judíos del bautismo; la misma que tenemos nosotros. Perdonar
los pecados puede solamente Dios o aquel que lo representa; y ese lavacro con agua significa para ellos y nosotros la limpieza de las lacras morales.

Juan ya había bautizado a Cristo y había tenido la gran revelación del Espíritu acerca
de él. “Aquel sobre el cual vieres descender en forma visible el Espíritu, Ese es.” Así que lanzó directa y decididamente su Testimonio, lo que tenía que anunciar, aquello para lo cual era nacido, a unos oídos taponados y no dignos de recibirlo:

“–Yo bautizo con agua; en medio Vuestro está Otro, que vosotros desconocéis, que
bautizará con fuego. Ese es el que ha de venir después de mí, que fue hecho antes de mí. Ése es más grande que yo, y en tal medida, que yo no soy digno ni de atarle los cordones del calzado.”

Zás, aquí sí que la arreglamos –pensaron los fariseos–; éste es loco. Despreciaron a
Juan y no aceptaron su bautismo precursorio, para mal de ellos, dice el Evangelio. Más tarde Cristo los pondrá en gran aprieto, refiriéndose justamente al bautismo de Juan.

Veamos el otro episodio paralelo a éste. En el Templo, en una de sus últimas contiendas con estos hipócritas engreídos, exigiéndole ellos, lo mismo que a Juan, declinase

“con qué autoridad haces esas cosas”, respondió discretamente el Cristo:

“–Decidme vosotros antes, por favor: el bautismo de Juan ¿era de Dios o era [invención] de los hombres?”.

Se cortaron; porque vieron que si respondían era de Dios, reconocían que Cristo tenía veramente autoridad; y si decían era cosa de hombres fanáticos, temían la ira del pueblo. “No sabemos”, dijeron.

“–¡Entonces tampoco puedo deciros qué autoridad tengo yo!”.

Parece un truco hábil de los usados por los “contrapuntistas” palestinos; y una
“respuesta de gallego”, que dicen los catalanes responden preguntando; y lo es en efecto. Pero es más que eso: es responder implícitamente a la pregunta: “Si Juan el Bautista tenía autoridad de Dios, yo tengo autoridad de Dios.” Era responder y no responder, que es lo que cumple con los malintencionados.

Con esta autoridad, el Precursor de Cristo comenzó desde entonces a denunciar a los fariseos, y a imprecarlos con la voz gorda; que es la única que quedaba para salvarlos, aunque tampoco los salvó por cierto. “Hijos de víboras, raza de serpientes, generación bastarda y adúltera ¿qué os habéis pensado? ¿Pensáis que habéis de poder huir de la ira de Dios que se aproxima?”. Juan denunció a los fariseos como los peores corruptores de la religiosidad; denuncia que había de retomar más tarde Jesucristo en pleno y en gran estilo.

El es la sífilis de la religión, y el peor mal que existe en el mundo. Es el pecado contra
el Espíritu Santo”. Tanto que algún Santo Padre ha predicado que los únicos que van al infierno (es decir, que de hecho se condenan) son los fariseos; y que eso significaría el dicho de Cristo: ese pecado no tiene perdón en esta vida ni en la otra”, proposición que yo no suscribiría, porque realmente no sé en absoluto quiénes están de hecho en el Infierno, como pretendió saber Dante Alighieri Ni nadie lo sabe. Recuerdo cuando yo estaba por hacerme cura, el párroco de mi pueblo, un piamontés nombrado Olessio, me dijo: “Apruebo tu determinación; pero te prevengo que el infierno está lleno de curas...” Ni él tampoco sabía nada, por cierto.

Tampoco sé si Juan el Bautista fue el santo más grande que ha existido, mayor que
San Francisco, San Pablo y San José. Esa discusión no interesa.

Los jesuitas creen que el santo mayor es San Ignacio; los dominicos que fue Santo
Domingo, los españoles que fue Santa Teresa; los franceses Juana de Arco, y en un pueblo andaluz que se llama Recovo de la Reina, cuyo patrono es San Pantaleón, creen que el santo mayor de la corte celestial es el

Glorioso San Pantaleón
Santazo de cuerpo entero
Y no como otros santitos
Que ni se ven en el suelo...

El Pae Polinar creía de buena fe, como narra Pereda, que los santos más grandes del
mundo, después de Nuestra Señora, eran los Santos Mártires de Santander, Emerencio y Torcuato. Lo que interesa no es saber cual fue el santo más grande –todos son los más grandes cada uno en su linea, como todas las obras maestras–, sino llegar a contarse entre ellos, aunque sea como el más pequeño.

Juan el Bautista fue el santo más grande del Antiguo Testamento, pero el santo más

chico del Nuevo Testamento es mayor que él, dijo Cristo, si quieren saberlo. Y con eso basta.


Notas

112. Algunas Biblias modernas puntúan diferentemente la frase del Bautista, en esta forma: “Yo soy la voz que grita: “En el desierto preparad los caminos”., etcétera” (Nota del Pbro. Villaamil).





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