CARTA ENCÍCLICA
EVANGELII PRAECONES
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
PÍO
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XII
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
SOBRE EL MODO DE PROMOVER LA OBRA MISIONAL
(2 de junio de 1951)
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
INTRODUCCIÓN
1. Motivo: 25.º aniversario de la «Rerum Ecclesiae»
l. Los heraldos del Evangelio, que trabajan fatigosamente en inmensos campos de apostolado para que «la palabra de Dios se propague y sea glorificada» (2Tes 3,1), se presentan de un modo particular a nuestra mente y a nuestro corazón, al recurrir el vigésimo quinto aniversario de la encíclica Rerum Ecclesiae [1], por la que nuestro predecesor de inmortal memoria, Pío XI, mediante normas sapientísimas, cuidó de promover más y más las Misiones católicas. Al considerar cuántos progresos ha hecho esta santísima causa durante este período, nos llenamos de grande gozo. Pues, como tuvimos ocasión de afirmar el 24 de junio de 1944, al recibir a los dirigentes de las Obras Misionales Pontificias, «aquel activo celo de los propagadores de la religión cristiana, tanto en las religiones que ya están en posesión de la cruz del Evangelio como entre los gentiles a quienes esta luz no ha iluminado todavía, alcanzó tal vigor, impulso y amplitud cual quizás nunca se había registrado en los anales de las Misiones católicas»[2].
2. Mas ahora, cuando corren tiempos turbios y amenazantes, y no pocos pueblos se separan unos de otros y se combaten mutuamente, parécenos en gran manera oportuno recomendar de nuevo con insistencia esta empresa, por cuanto los legados evangélicos inculcan a todo el mundo la bondad humana y cristiana, y lo exhortan a una convivencia fraterna que está por encima de las luchas entre los pueblos y de las fronteras de las naciones.
3. Al hablar en aquella misma ocasión a los directores de las mencionadas Obras, dijimos, por eso, entre otras cosas: «La naturaleza de vuestra vocación, que no se circunscribe a ningunas fronteras nacionales, y vuestra labor universalista y fraterna ponen ante los ojos de todo el mundo aquella gloriosa característica de la Iglesia católica que rehúsa las discordias, evita las discrepancias y es enteramente ajena a aquellas luchas que perturban a los pueblos y a veces los arruinan miserablemente; nos referimos a la fe cristiana y a la cristiana caridad para con todos, la cual pasa más allá de las partes en lucha, más allá de cualesquiera fronteras entre Estados, más allá de todas las distancias terrestres y de las inmensidades del océano, y excita y estimula a todos y a cada uno de vosotros a alcanzar aquella meta que, una vez alcanzada, hará que el Reino de Dios se extienda a todas las partes de la tierra» [3].
4. Por lo cual, aprovechando la oportunidad del vigésimo quinto aniversario de la encíclica Rerum Ecclesiae, alabamos con gran satisfacción del alma la fecunda labor ya realizada, y exhortamos a todos a proseguir adelante con el mayor entusiasmo posible; a todos, decimos: a los venerables hermanos en el Episcopado, a los propagadores del Evangelio, a los sagrados ministros y a cada uno de los fieles, tanto a los que trabajan en territorios que aún hay que cultivar en la verdad cristiana como a los que en cualquier región del mundo contribuyen a una empresa tan importante, ya elevando a Dios sus oraciones, ya instruyendo y ayudando a los frutos misioneros, ya también por medio del óbolo de su limosna.
l. MIRADA RETROSPECTIVA SOBRE LOS ÚLTIMOS VEINTICINCO AÑOS
2. Auge misionero
5. En primer lugar, queremos resumir aquí brevemente los progresos felizmente realizados en este campo. En 1926 existían 400 Misiones y hoy en día son ya unas 600; los católicos residentes en ellas no llegaban a 15 millones, mientras hoy son ya casi 20 millones. En aquella misma fecha los sacerdotes, tanto del clero extranjero como indígena, se acercaban a 14.800, al paso que hoy son ya más de 26.860... Entonces, los sagrados pastores de casi todas las Misiones provenían del extranjero; en cambio, durante estos veinticinco años, 88 Misiones han sido confiadas al clero indígena, y en no pocos territorios la implantación de la jerarquía eclesiástica y la designación de obispos originarios de los mismos habitantes de la región demuestran de un modo más elocuente que la religión de Jesucristo es en realidad «católica», y que en parte alguna del mundo debe ser tenida por extranjera.
6. Así, para aducir algunos ejemplos, en China y en algunas regiones del África, la jerarquía eclesiástica ha sido establecida según las normas de los sagrados cánones. Se han celebrado tres concilios plenarios, todos muy importantes: el primero en Indochina el año 1934, el segundo en Australia en 1937, el tercero el año pasado en la India. Los seminarios de estudios inferiores, que suelen llamarse seminarios menores, han crecido mucho en número y en importancia; mientras los seminaristas de cursos superiores, que hace veinticinco años eran sólo 1.770, en la actualidad son 4.300; y han sido edificados muchos seminarios regionales. En Roma se ha creado el «Instituto Misionológico» en el Ateneo Urbaniano de Propaganda; también en Roma, como en otras partes, se han erigido facultades y no pocas cátedras de «Misionología». En esta misma alma ciudad se ha fundado el Colegio de San Pedro Apóstol, para que los sacerdotes nativos reciban en él una formación más honda y más perfecta en los estudios sagrados, en la virtud y en la preparación al apostolado. Se han fundado además dos universidades; los colegios de estudios superiores y medios, que antes eran alrededor de 1.600, pasan hoy de 5.000; las escuelas primarias casi han duplicado su número, y lo mismo puede decirse de los dispensarios y de los hospitales, en los cuales son atendidos toda suerte de enfermos, aun los leprosos. A todo ello hay que añadir todavía que la Unión Misional del Clero ha tomado un gran incremento en este período, que ha surgido la Agencia Fides, cuyo fin es obtener, suministrar y divulgar informaciones sobre los sucesos religiosos; que los escritos impresos se multiplican y difunden más y más casi en todas partes, que se han celebrado no pocos congresos para promover las Misiones, entre los cuales es digno de especial recuerdo el celebrado en Roma durante el Año Santo, el cual demostró elocuentemente cuántas cosas y cuán grandes se han realizado en esta empresa; que poco antes se había celebrado un Congreso Eucarístico en Kumasi (Costa de Oro, África), notable por la muchedumbre de los asistentes, admirable por el fervor y la piedad; y, finalmente, que hemos señalado un día al año para promover con la oración y la limosna la «Obra Pontificia de la Santa Infancia» [4]. Todo lo cual claramente manifiesta que las iniciativas apostólicas, empleando métodos nuevos y más adaptados, responden oportunamente a las nuevas circunstancias y a las necesidades cada día mayores de nuestros tiempos.
7. Tampoco hay que pasar en silencio que en este lapso de tiempo han sido creadas legítimamente en varias regiones cinco Delegaciones Apostólicas dependientes de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, además de que existen no pocos territorios de Misiones sometidos a nuncios o internuncios apostólicos. Y, a este propósito, nos es grato afirmar que la presencia y la actividad de estos prelados han dado ya ubérrimos frutos, sobre todo consiguiendo que los trabajos apostólicos de los misioneros contribuyesen a alcanzar la meta común más ordenadamente y en más íntima cooperación. Para obtener lo cual, no poco han ayudado además nuestros legados, ya visitando con frecuencia cada una de las regiones, ya interviniendo a veces con nuestra autoridad en las reuniones de los obispos, en las que los ordinarios locales exponían lo que la experiencia les había enseñado y a los demás pudiera ser útil, y de común acuerdo adoptaban métodos de apostolado más aptos y más fáciles, Esta fraterna unión en la fe y en las obras apostólicas ha traído también la ventaja de que las autoridades civiles y los no católicos tengan mayor estima de la religión cristiana.
8. Lo que hemos mencionado aquí brevemente por escrito acerca de los progresos misionales en el transcurso de estos veinticinco años, y lo que pudimos ver Nos mismo durante el Año Santo —cuando muchedumbres no pequeñas vinieron a Roma desde remotas tierras cultivadas por los predicadores del Evangelio, para alcanzar los dones sobrenaturales de Dios y nuestra bendición, todo ello—, decimos, nos mueve vehementemente a formular de nuevo los encendidos deseos del Apóstol de las Gentes, quien escribe a los Romanos: «que yo os comunique alguna gracia espiritual con la que seáis fortalecidos; quiero decir que, hallándome entre vosotros, podamos consolarnos mutuamente por medio de la fe, que es común a vosotros y a mí» (Rom 1,11-12).
9. Parécenos que el mismo Divino Maestro nos repite a todos aquellas palabras llenas de consolación y de aliento: «Alzad vuestros ojos, tended la vista por los campos y ved ya las mieses blancas y a punto de segarse» (Jn 4,35). Con todo eso, como los propagadores del cristianismo no pueden dar abasto a las necesidades presentes, a esas palabras corresponde en cierto modo aquella invitación del mismo divino Redentor: «La mies es verdaderamente mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38).
10. Sabemos en verdad, no sin grande consolación del alma, que el número de los que actualmente, movidos por cierta inspiración divina, se sienten llamados a la grande empresa de propagar el Evangelio por todas partes del mundo, aumenta felizmente, y con él crece la firme esperanza de la Iglesia. Pero aún queda mucho por hacer; es mucho lo que hay que alcanzar de Dios por medio de la oración. Recapacitando sobre aquellas innumerables gentes que por medio de estos ministros sagrados han de ser llamadas a un solo redil y a un solo puerto de salvación, Nos elevamos al celestial Príncipe de los Pastores esta súplica del Eclesiástico: «Así como a vista de sus ojos demostraste en nosotros tu santidad, así también a nuestra vista muestres en ellos tu grandeza; a fin de que te conozcan, como nosotros hemos conocido, oh Señor, que no hay otro Dios fuera de ti» (Eclo 36,4-5).
3. Persecución y martirio
11. Este salutífero incremento que la empresa misional ha tenido se debe no sólo a los arduos trabajos de los sembradores de la palabra divina, sino también a mucha sangre vertida generosamente por el martirio. Pues en el decurso de estos años no faltaron, en algunas naciones, acérrimas persecuciones contra la naciente Iglesia; y en nuestros días no faltan tampoco en el Extremo Oriente regiones purpuradas con sangre santa por este motivo. Pues ha llegado hasta Nos que no pocos fieles, por el solo hecho de haber sido y ser fidelísimos a su religión, al igual que vírgenes consagradas a Dios, misioneros, sacerdotes indígenas y aun algunos obispos, se han visto desposeídos de sus casas y de sus bienes, y perecen de hambre en el destierro, o se hallan detenidos en prisiones, cárceles y campos de concentración, o a veces han sido bárbaramente asesinados.
12. Nuestra alma se llena de la mayor tristeza cuando pensamos en las angustias, en los dolores y en la muerte de estos queridísimos hijos nuestros; no sólo sentimos hacia ellos un afecto paterno, sino que aun los veneramos con paternal reverencia, puesto que sabemos perfectamente que su altísima vocación se ve a veces elevada a la dignidad misma del martirio. Jesucristo, el Príncipe de los mártires, dijo: «Si me han perseguido a mí, también os han de perseguir a vosotros» (Jn 15,20); «en el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza, Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33); «si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; mas si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24-25)
13. Los propagadores y heraldos de la verdad y de las virtudes cristianas que, lejos de sus hogares, sucumben a la muerte en el ejercicio de este santísimo oficio, con semillas de las que algún día, cuando Dios disponga, germinarán ubérrimos frutos. Por lo cual afirmaba el apóstol San Pablo: «Nos gloriamos en las tribulaciones» (Rom 5,3); y San Cipriano, obispo y mártir, consolaba y animaba a los cristianos de su tiempo con estas palabras: «Quiso el Señor que nosotros nos alegrásemos y nos gozásemos en las persecuciones, porque, cuando hay persecuciones, entonces hay también corazones de fe, se prueban los soldados de Dios y se abren los cielos a los mártires. No nos alistamos en este ejército para pensar sólo en la paz, evitando y rehuyendo el servicio militar; pues que el primero que militó en este ejército fue el mismo Señor, maestro de humildad, de paciencia y de sufrimiento, haciendo El mismo por nosotros lo que exhorta a padecer»[5].
14. Estos sembradores del Evangelio, que hoy trabajan denodadamente en apartadas regiones, promueven una empresa semejante a la que incumbía a la primitiva Iglesia. Pues casi en las mismas circunstancias vivían en Roma los que con los príncipes de los apóstoles, San Pedro y San Pablo, introducían la verdad evangélica en la fortaleza del Imperio romano. Quien considere que en aquellos tiempos la Iglesia naciente carecía de recursos humanos, mientras era oprimida con tribulaciones, trabajos y persecuciones, no podrá menos de admirarse vehementemente viendo que un inerme puñado de cristianos venció a la mayor potencia que tal vez jamás haya existido. Lo que entonces sucedió, sin duda sucederá también de nuevo una y otra vez. Como el joven David, fiado más en el auxilio de Dios que en su honda, echó por tierra al gigante Goliat protegido por su armadura de hierro, así aquella divina sociedad fundada por Jesucristo no podrá jamás ser vencida por ningún poder humano, sino que superará todas las persecuciones con frente serena. Aunque bien sabemos que ello proviene de las divinas promesas, que no fallarán nunca, no podemos menos de manifestar nuestro agradecimiento a los que han atestiguado su fe invicta e impávida en Jesucristo y en la Iglesia, columna y apoyo de la verdad (cf. 1Tim 3,15), a la vez que los exhortamos a que con la misma constancia prosigan por el camino comenzado.
15. Con mucha frecuencia nos llegan noticias de esa fe invicta y de ese valor esforzado, que nos llenan de grande consuelo. Y si no han faltado quienes intentasen separar de esta alma Urbe y de esta Sede Apostólica a los hijos de la Iglesia católica, como si el amor y la fidelidad a la nación propia demandara esa separación, ellos, empero, han podido y pueden responder con toda razón que no ceden en amor patrio a ninguno de sus conciudadanos, pero que con la mayor sinceridad de miras desean gozar de la justa libertad.
4. Lo que queda por hacer
16. Ante todo hay que tener presente el hecho que ya hemos indicado: lo que en esta empresa queda aún por realizar exige un trabajo en verdad ingente e innumerables operarios. Acordémonos de que aquellos hermanos nuestros que «yacen entre las tinieblas y las sombras» (Sal 106,10) son una gran multitud de hombres que puede calcularse en unos mil millones. Parece, Pues, que aún resuena aquel gemido inenarrable del amantísimo Corazón de Jesucristo: «Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo Yo recoger, y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16).
17. Y no faltan pastores, como bien sabéis, venerables hermanos, que se esfuerzan por separar a las ovejas de este único aprisco y de este único puerto de salvación; y sabéis también que tal peligro en algunas partes es cada día mayor. Por lo cual Nos, considerando ante Dios la inmensa multitud de hombres que todavía están privados de la luz de la verdad evangélica y a la vez ponderando como conviene el grave peligro en que muchos se encuentran, debido al creciente materialismo ateo o a cierta doctrina que se dice cristiana, pero que en realidad está contagiada de los errores y falsedades del comunismo, nos sentimos movidos, con intensa solicitud y ansiedad del alma, a promover en todas partes y con todos los medios posibles las obras de apostolado, y estimamos como dirigida a Nos mismo aquella exhortación del profeta: «Clama, no ceses, haz resonar tu voz como una trompeta» (Is 58,1).
18. Y de un modo particular encomendamos a Dios a los operarios apostólicos que trabajan en las regiones interiores de la América Latina, teniendo bien sabido a qué peligros y a cuántas insidias están expuestos por parte de los errores de los no católicos, que se difunden, ya abierta, ya solapadamente.
II. PRINCIPIOS Y NORMAS DE ACCIÓN MISIONERA
5. Formación de los misioneros
19. A fin de que la obra de los predicadores del Evangelio sea cada día más eficaz y ni una sola gota de su sudor y de su sangre caiga en tierra inútilmente, deseamos exponer aquí brevemente los principios y las normas que deben regular las actividades y el celo de los misioneros.
20. Y desde el principio hay que advertir que el que es llamado por divina inspiración a cultivar en la verdad evangélica y la virtud cristiana los lejanos campos de la gentilidad, ha recibido una vocación en verdad grandiosa y excelsa. Porque el misionero consagra a Dios la vida, a fin de que su Reino se propague hasta los últimos confines de la tierra. El misionero no busca sus propios intereses, sino los de Jesucristo (cf. Flp 2,21). El misionero considera como suyas estas palabras del Apóstol de las Gentes: «Somos embajadores de Cristo» (2Cor 5,20) «porque aunque vivimos en carne, no militamos según la carne» (2Cor 10,13). «Me hice débil con los débiles, por ganar a los débiles» (1Cor 9,22). El misionero debe, por tanto, considerar la región a la que ha ido a llevar la luz del Evangelio como una segunda patria, y amarla con el debido amor, de modo que no busque ventajas terrenas ni lo que favorezca a su nación o a su Instituto religioso, sino ante todo lo que sirva a la salvación de las almas. Ha de amar, sí, íntimamente a su nación y a su familia religiosa, pero con más ardiente entusiasmo ha de amar a la Iglesia. Y acuérdese de que nada que perjudique al bien de la Iglesia puede ser provechoso a su Congregación.
21. Es además necesario que los que son llamados a este género de apostolado, mientras todavía están en la patria, no sólo se formen en la práctica de todas las virtudes y sean instruidos en todas las disciplinas eclesiásticas, sino aprendan también aquellas ciencias y artes que, cuando estén predicando el Evangelio en las naciones extranjeras, les han de ser de suma utilidad. Así conviene que estén versados en lenguas, sobre todo las que el día de mañana les serán necesarias, y que adquieran una suficiente instrucción en algunos tratados pertenecientes a la medicina, a la agricultura, a la etnografía, a la historia, a la geografía y a otras ciencias semejantes.
6. Objetivo de la acción misional
22. El intento primario de las Misiones es, como todos saben, el que brille con más esplendor la luz de la verdad cristiana en otras naciones y se consignan nuevos cristianos. Pero es necesario tiendan también, como última meta —y esto conviene tenerlo siempre ante los ojos—, a que la Iglesia se establezca sólidamente en otros pueblos y se constituya en ellos una jerarquía propia, formada con elementos indígenas.
23. En la carta que el año pasado, el 9 de agosto, Nos dirigimos a nuestro querido hijo el cardenal presbítero de la Santa Romana Iglesia Pedro Fumasoni Biondi, prefecto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, escribíamos, entre otras cosas: «La Iglesia ciertamente no abriga ambición alguna de dominio sobre los pueblos o sobre las cosas meramente temporales. Su único anhelo es el de llevar la luz sobrenatural de la fe a todas las gentes, de favorecer el incremento de la cultura humana y civil y la concordia fraterna entre los pueblos» [6].
24. En la carta apostólica Maximum illud[7], de nuestro predecesor, de inmortal memoria, Benedicto XV, escrita en 1919, y en la encíclica Rerum Ecclesiae, [8]de nuestro inmediato predecesor de feliz memoria Pío XI, se decía que en las Misiones todos deberían trabajar denodadamente hasta obtener este supremo ideal: que la Iglesia se funde en nuevos territorios. Y Nos mismo, cuando, como más arriba dijimos, en 1944 recibimos en audiencia a los directores de las Obras Misionales, pronunciamos las siguientes palabras: «El fin que con grandeza y generosidad de ánimo pretenden los misioneros es propagar de tal modo la Iglesia por nuevas regiones, que eche allá raíces cada día más profundas y llegue cuanto antes, en virtud del crecimiento conseguido, a poder vivir y florecer sin la ayuda de las Obras Misionales. Estas Obras Misionales no son un fin en sí mismas; deben tender con todo empeño y energía al sublime ideal que antes indicamos; y una vez que lo hayan conseguido, deben dirigirse de buen grado a iniciar otras empresas» [9]. Por lo cual, los sembradores y propagadores de la divina palabra no permanecen como en casa propia en los campos de apostolado ya cultivados; su oficio es más bien iluminar a todo el orbe con la verdad evangélica y consagrarlo con la santidad cristiana. El fin que pretende el misionero es éste: hacer avanzar con paso cada vez más veloz el Reino del Divino Redentor, que resucitó triunfante de la muerte, y a quien se le ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18), hasta conseguir que este Reino llegue aun a la más remota e ignorada cabaña y al hombre más lejano y desconocido»[10].
7. Clero nativo
25. Es evidente que la Iglesia no podrá establecerse convenientemente en nuevos territorios si no ha precedido una oportuna y apta organización de las diversas obras, y sobre todo una formación del clero indígena acomodada a las necesidades de la región. Deseamos en este punto repetir algunas expresiones importantes y sabias de la encíclica Rerum Ecclesiae: «Ahora bien: si cada uno de vosotros ha de tomar a pecho el aumentar lo más posible el número de sus seminaristas, con mayor cuidado aún debe formarlos en la virtud propia del estado sacerdotal y en el espíritu de apostolado y celo de las almas, de modo que se hallen dispuestos hasta a dar la vida por la salud espiritual de sus compatriotas» [11].
«Supóngase que por una guerra o por otros acontecimientos políticos que pueden sobrevenir en el país que se misiona y, como consecuencia de ello, se pida o decrete la expulsión de los misioneros de tal o cual nación que allí trabajan, o también, aunque esto pueda ocurrir en menor escala, las aspiraciones de ciertos pueblos de Misiones, más civilizados y más cultos, de bastarse a sí propios en todo, sobre todo si determinan para lograrlo el arrojar violentamente de sus territorios a gobernantes, tropas y misioneros venidos de la metrópoli. En tales casos, ¿cuál no sería la ruina de la Iglesia en aquellos países, si antes no se tuvo la precaución de asegurar, como con una red organizada de sacerdotes indígenas, todo el campo de las cristiandades?»[12].
26. Al ver cómo en no pocas regiones del Extremo Oriente se han cumplido estas previsiones de nuestro inmediato predecesor, sentimos una íntima tristeza. Misiones que estaban muy florecientes, «blancas ya a punto de segarse» (Jn 4,35), hoy por desgracia sufren gravísimas dificultades. Ojalá pudiéramos esperar que los pueblos de Corea y de China, de sentimientos naturalmente humanos y nobles, y que brillaron desde antaño por el esplendor de su civilización, se vean pronto libres no sólo de las luchas turbulentas y conflictos bélicos, sino también de aquella doctrina funesta que busca solamente los bienes terrenos y rechaza los celestiales; y, por tanto, que aprecien justamente la caridad y virtud de los misioneros extranjeros y de los sacerdotes nativos, que con sus trabajos y, cuando es necesario, con el sacrificio de la misma vida, no pretenden sinceramente sino el verdadero bien del pueblo.
27. Damos a Dios gracias perpetuas de que en ambas naciones crece el clero indígena, esperanza de la Iglesia, y de que no pocas diócesis han sido allí confiadas a obispos del país. El que se haya podido llegar a eso redunda en alabanza de los misioneros extranjeros.
28. En este punto nos parece conveniente notar una norma que juzgamos se debe tener muy presente cuando las Misiones, que antes eran confiadas al clero extranjero, se encargan a la dirección de obispos y sacerdotes indígenas. El Instituto religioso, cuyos miembros labraron con el sudor de su frente el campo del Señor, cuando por orden de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide confía a otros operarios la viña por ellos cultivada y cargada ya de copiosos frutos, no crea que por eso deba abandonarla; hará obra útil y oportuna si continuara prestando su colaboración al nuevo obispo indígena. Porque, así como en todas las demás diócesis del mundo los religiosos ayudan comúnmente al Ordinario local, de la misma manera en las Misiones no dejen dichos religiosos, aunque extranjeros de tomar parte en la santa batalla como fuerzas auxiliares, así se realizarán felizmente las palabras pronunciadas por el Divino Maestro junto al pozo de Sicar: «Aquel que siega recibe su jornal y recoge frutos para la vida eterna, a fin de que igualmente se gocen así el que siembra como el que siega» (Jn 4,36).
8. Cooperación de los seglares y de la Acción Católica
A) Resumen histórico
29. Deseamos además dirigirnos y exhortar en esta encíclica no sólo a los sacerdotes o misioneros, sino también a los seglares que «con grande espíritu y con un ánimo fervoroso» (2Mac 1,3) ayudan a las Misiones en las filas de la «Acción Católica».
30. Puédese afirmar que esta ayuda de los seglares, que hoy llamamos Acción Católica, no faltó desde los orígenes de la Iglesia; más aún, se puede decir que de ella recabaron los apóstoles y los demás propagadores del Evangelio no pequeño auxilio, y la religión cristiana no exiguo incremento. Así, v.gr., el Apóstol de las Gentes hace mención de Apolo, Lidia, Aquila, Priscila y Filemón; y escribe estas palabras en la carta a los Filipenses: «También te pido a ti, fiel compañero, que asistas a los que conmigo han trabajado por el Evangelio, con Clemente y los demás coadjutores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida» (Flp 4,3).
31. Del mismo modo, nadie ignora que la fe cristiana la propagaron por las vías del imperio no sólo los obispos y sacerdotes, sino también las autoridades civiles, los soldados y los simples ciudadanos. Millares de cristianos, recientemente convertidos a la fe católica, cuyos nombres hoy nos son desconocidos, anhelando ardientemente extender la nueva religión que habían abrazado, se esforzaban por preparar el camino a la verdad evangélica; y así sucedió que en unos cien años el nombre y la virtud cristiana penetraron en todas las principales ciudades del Imperio romano.
32. San Justino, Minucio Félix, Arístides, el cónsul Acilio Glabrión, el patricio Flavio Clemente, San Tarsicio e innumerables santos y santas mártires, que corroboraron y fecundaron la Iglesia naciente con sus trabajos y con el derramamiento de su sangre, pueden en cierta manera llamarse adalides y precursores de la Acción Católica. Queremos citar aquellas hermosísimas palabras del autor de la Carta a Diogneto, palabras que conservan todavía hoy toda su fuerza amonestadora: «Los cristianos habitan en su propia patria, pero como forasteros... cualquier nación extranjera es patria para ellos, y cualquier patria es lugar de paso»[13].
33. En la Edad Media, en tiempo de las invasiones de los bárbaros, vemos señores príncipes y nobles damas, humildes artesanos y mujeres animosas del pueblo cristiano trabajar con todas sus fuerzas para que sus compatriotas se convirtiesen a la religión de Jesucristo y se conformasen a ella sus costumbres, y para que la religión y civilización se conservasen en aquellas peligrosas circunstancias. Así, cuando nuestro inmortal predecesor León Magno resistió valientemente a Atila, que invadía Italia, iba acompañado de dos consulares romanos, según refiere la historia. Cuando las hordas terribles de los hunos asediaban París, la santa virgen Genoveva, que tenía sus delicias en la continua oración y áspera penitencia, atendió según sus fuerzas y con admirable caridad a las necesidades corporales y espirituales de sus conciudadanos. Teodolinda, reina de los lombardos, consiguió la conversión de su pueblo a la religión cristiana. Recaredo, rey de España, se esforzó por convertir a su nación de la herejía arriana a la verdadera fe. En la Galia no solamente se encuentran prelados —como, Remigio de Reims, Cesáreo de Arlés, Gregorio de Tours, Eloy de Nimega y otros muchos— que resplandecieron por su virtud y celo apostólico, sino también reinas, que en aquellos tiempos adoctrinaban en la verdad cristiana a los iletrados e ignorantes, sustentaban a los hambrientos y aliviaban y consolaban todas las miserias: son ejemplos de esto Clotilde, que atrajo el ánimo de Clodoveo hacia la religión católica, hasta que logró llevarlo de buen grado a la fuente bautismal; Radegonda y Batilda, que cuidaban con gran caridad a los enfermos y curaban aun a los leprosos. En Inglaterra, la reina Berta recibió a San Agustín, apóstol de los ingleses, y de propósito persuadió a su esposo, Etelberto, a acoger favorablemente la ley evangélica. Apenas los anglosajones, nobles y plebeyos, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, abrazaron la fe cristiana, arrastrados como por un impulso del amor divino, se unieron a esta Sede Apostólica con estrechísimos vínculos de piedad, de fidelidad y de reverencia.
34. De igual modo, la Germania ofrece un espectáculo maravilloso cuando San Bonifacio y sus compañeros recorren aquellas regiones en sus viajes apostólicos y las fecundan con su generoso sudor. Los hijos e hijas de aquel noble pueblo prestaron a porfía su colaboración activa a los monjes, a los sacerdotes y a los obispos, para que la luz de la verdad evangélica difundiese cada día más lejos sus rayos en aquellas vastas regiones, y la doctrina y virtud cristiana hiciesen cada día mayores progresos con abundantes frutos de salvación.
35. La Iglesia católica, pues, no sólo con la labor infatigable del clero, sino también con la cooperación de los seglares, fue siempre aumentando la religión y conduciendo los pueblos a un mayor bienestar aun en el terreno social. Todos conocen lo que en este campo realizaron Santa Isabel, duquesa de Turingia, en Alemania; San Fernando, rey de Castilla; San Luis IX, de Francia: todos éstos, con su santidad y su actividad asidua, contribuyeron a vigorizar saludablemente los órdenes varios de la sociedad, ya iniciando obras benéficas, ya propagando en todas partes la verdadera religión, ya protegiendo con firmeza a la Iglesia, ya principalmente precediendo a todos con el ejemplo. Ni son desconocidos los méritos de las asociaciones de seglares de la Edad Media; en ella eran recibidos artesanos y obreros de ambos sexos que, continuando a vivir en el mundo, se proponían una elevada norma de perfección evangélica, aspiraban a ella con entusiasmo y, en colaboración con el clero, se esforzaban por que todos los demás tendiesen también a conseguirla.
B) Importancia actual
36. Ahora bien: las circunstancias que existían en los primeros tiempos de la Iglesia son las mismas en que se encuentra hoy la mayor parte de los países evangelizados por los misioneros; o por lo menos se debaten con las mismas dificultades a cuya solución fue necesario atender en épocas siguientes. Por lo cual, conviene absolutamente que los seglares unan allí su actividad generosa, diligente y laboriosa con el apostolado jerárquico del clero, engrosando las filas de la Acción Católica. La obra de los catequistas es ciertamente necesaria y deseamos que se les tenga en el debido honor; con todo, no lo es menos aquella actividad asidua de los que, sin esperar compensación humana, sino movidos sólo por la caridad divina, ayudan y auxilian a los ministros sagrados en el desempeño de su ministerio. Deseamos, por consiguiente, que en todas partes se creen asociaciones católicas de hombres y mujeres, de estudiantes, de obreros y artesanos, de deportistas y otras corporaciones y uniones piadosas, que sean como las fuerzas auxiliares de los misioneros. En la constitución y formación de las cuales se ha de mirar más a la bondad, virtud y actividad que al número.
37. Conviene advertir además que nada contribuye tanto a conquistar la confianza de los padres y madres de familia hacia los misioneros como encargarse con diligencia del cuidado de sus hijos, los cuales, si se aplican a conocer la verdad cristiana y a adquirir las virtudes, conferirán vitalidad, honor y gloria no sólo a su familia, sino a la población entera, y muchas veces se obtendrá con este medio que la vida de la comunidad cristiana, tal vez un tanto relajada, recobre felizmente el antiguo vigor.
38. Aunque, como todos saben, la Acción Católica despliegue su actividad principalmente promoviendo las obras de apostolado cristiano, nada impide que los inscritos en ella puedan participar en otras asociaciones cuyo fin sea el conformar la vida social y política a los principios y normas evangélicas; aún más, no sólo como ciudadanos, sino también como católicos tienen el derecho y el deber de obrar así.
9. En el campo de la educación, prensa y acción caritativa
39. Como quiera que los jóvenes, principalmente los que se forman en las letras, en las ciencias y en las artes, serán la clase directora del futuro, no hay quien no vea cuánto importe que se ponga sumo interés en las escuelas y en los colegios. Exhortamos, pues, paternalmente a los superiores de Misiones a que promuevan estas instituciones con todas sus fuerzas, sin escatimar gastos, según las posibilidades de cada uno.
40. Pues las escuelas y los colegios producen, ante todo, este fruto: que por medio de ellos se establezcan oportunas relaciones entre los misioneros y los paganos de todas clases, y que principalmente la juventud, modelable como blanda cera, se sienta más fácilmente atraída a entender, estimar y abrazar la doctrina católica. Estos jóvenes así formados, es claro, son los futuros directores de la nación, y los pueblos los seguirán como guías y maestros. El Apóstol de las Gentes explicó la sabiduría evangélica ante una asamblea de hombres doctísimos cuando anunció el Dios ignoto en el Areópago de Atenas. Y si, aun empleados estos recursos, no se lograre que muchos se entreguen completamente a obedecer a los preceptos del Divino Redentor, bastantes serán los que se sientan conmovidos suavemente, al considerar la belleza de esta religión y la caridad de sus seguidores.
41. Estas escuelas y colegios son además utilísimos para la refutación de toda clase de errores, que hoy se difunden cada vez más por la obra principalmente de los no católicos y de los comunistas, y oculta o manifiestamente se inoculan sobre todo en las almas de los jóvenes.
42. No es menos útil la edición y divulgación de buenas publicaciones. Creemos que no es necesario insistir mucho en este punto; es manifiesto a todos cuánto contribuyen los periódicos, revistas y folletos a ilustrar la verdad y la virtud, e inculcarles en las inteligencias y en los corazones, a desenmascarar el error disfrazado con apariencias de verdad, a refutar las falsas opiniones que ultrajan a la religión o exponen equivocadamente cuestiones muy debatidas de orden social con perjuicio de las almas, mucho alabamos, pues, a aquellos Pastores de almas que tienen sumo interés en que se propaguen lo más posible escritos de este género, cuidadosamente elaborados e impresos.
43. Queremos también recomendar aquí con ahínco las obras y empresas que tienden a remediar en lo posible las enfermedades, dolencias y toda clase de sufrimientos. Nos referimos a los hospitales, a las leproserías, a los dispensarios, a los asilos de ancianos y de niños, a las casas de maternidad, y a los demás institutos que, según las posibilidades, ofrecen refugio a los indigentes. Estas instituciones, que nos parecen las más hermosas flores del jardín en que trabajan los sembradores de la palabra evangélica, ponen ante los ojos de todos la imagen del Divino Redentor, «el cual pasó haciendo el bien y curando a todos» (Hch 10,38).
44. Está fuera de duda que estas obras insignes de caridad preparan eficacísimamente los ánimos de los gentiles, y los atraen a profesar la fe cristiana y a abrazar la ley cristiana; y por esto dijo Jesucristo a los apóstoles: «En cualquier ciudad en que entrarais y os hospedaran... curad los enfermos que en ella hubiese, y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10,8-9).
45. Sin embargo, es necesario que los religiosos que se sientan llamados a ejercer con fruto estos ministerios, cuando aún se hallen en su propia patria, adquieran aquella preparación intelectual y moral que la moderna técnica exige. Sabemos que no faltan religiosas que, habiendo obtenido títulos académicos para ejercitar esta profesión, se han hecho acreedoras de merecida alabanza, investigando con estudios especiales algunas terribles enfermedades, como la lepra, y descubriendo remedios eficaces. A ellas, como a todos los misioneros que generosamente ejercen su ministerio en las leproserías, bendecimos con ánimo paterno y encomiamos con admiración su caridad sublime.
46. En medicina y cirugía será conveniente valerse de la cooperación de seglares que no sólo hayan adquirido ya los grados académicos que los capaciten al ejercicio de esta profesión y voluntariamente se decidan a abandonar su patria para ayudar a los misioneros, sino además posean las cualidades necesarias de sana doctrina y de virtud.
10. Doctrina y práctica social de la Iglesia
47. Pasemos ahora a otro punto, que no es de menor importancia y gravedad: deseamos decir una palabra sobre la cuestión social, que se debe regular según las normas de la justicia y de la caridad. Mientras las doctrinas comunistas, que se difunden hoy por todas partes, engañan fácilmente la simplicidad e ignorancia del pueblo, parecen resonar en nuestros oídos las palabras de Jesucristo: «Tengo compasión de esta muchedumbre» (Mc 8,2). Es absolutamente necesario que se lleven cuidadosa y diligentemente a la práctica los rectos principios que sobre este punto enseña la Iglesia. Es absolutamente necesario conservar inmunes de aquellos perniciosos errores a todos los pueblos, y si han sido ya inficionados, librarlos de estas doctrinas nocivas, que proponen a los hombres, como meta única de esta vida mortal, el goce del mundo presente, y, como quiera que conceden al poder y arbitrio del Estado poseer y regular todo lo que existe, de tal manera disminuyen la dignidad de la persona humana, que casi la reducen a la nada. Es absolutamente necesario que pública y privadamente se enseñe a todos que somos desterrados, que caminamos hacia una patria inmortal, y que hemos sido destinados a una vida eterna y a una eterna felicidad, la cual debemos finalmente conseguir guiados por la verdad y movidos por la virtud. Jesucristo es el único defensor de la justicia humana y el único consolador suavísimo del dolor humano, inevitable en esta vida; El es el único que nos muestra el puerto de la paz, de la justicia y del gozo eterno, al cual todos los que hemos sido redimidos con la sangre divina es menester que lleguemos después de la peregrinación terrena.
48. Pero es deber de todos mitigar, suavizar y aliviar, en cuanto sea posible, las angustias, las miserias y las inquietudes que en esta vida padecen nuestros hermanos.
49. La caridad puede remediar en alguna manera muchas de las injusticias sociales; pero no suficientemente. Ante todo es menester que se haga valer, que se imponga y se practique la justicia.
50. A este propósito queremos repetir (traduciéndolo del latín) lo que el año 1942, en la víspera de Navidad, dijimos ante el Sacro Colegio de Cardenales y demás Prelados reunidos: «La Iglesia, así como condenó los varios sistemas del socialismo que siguen la doctrina de Carlos Marx, de igual modo los condena hoy de nuevo, como lo exige su deber y como lo pide la salvación eterna de los hombres, que este modo sofistico de argumentar y estas instigaciones insidiosas ponen en grave peligro. Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de percatarse que los obreros, en el esfuerzo por mejorar su condición, tropiezan con frecuencia contra cierto mecanismo que, lejos de ser conforme a la naturaleza, está en oposición con el orden establecido por Dios y con el fin que El ha señalado a los bienes terrenos. Por lo tanto, aunque los caminos y los modos que antes decíamos deban ser reprobados como perniciosísimos, ¿qué cristiano, qué sacerdote podrá permanecer sordo al grito que se levanta de lo profundo del alma y que, en un mundo creado por un Dios justo, pide justicia y convivencia fraterna de todos los hombres? Prescindir de ello, silenciarlo, sería una culpa injustificable delante de Dios; sería contrario a la doctrina del Apóstol, quien, si inculca la necesidad de refutar los errores, enseña también que es necesario salir al encuentro de los descarriados con suma benignidad, y ponderar sus razones, fomentar su confianza y llenar sus anhelos.
51. Por lo cual, la dignidad de la persona humana exige, como fundamento natural, esta norma general: todos tienen derecho al uso de los bienes de la tierra necesarios para vivir, y a este derecho corresponde la obligación fundamental de conceder a todos y a cada uno, de ser posible, alguna propiedad privada. Las normas jurídicas nacidas de las leyes humanas, que regulan el derecho de la propiedad privada, pueden sufrir cambios y conceder un uso más o menos restringido de las cosas; pero si se quiere sinceramente contribuir a la pacificación y tranquilidad de la sociedad humana, hay que impedir absolutamente que los obreros que son o serán padres de familia estén condenados a una esclavitud económica irreconciliable con los derechos de la persona humana.
52. Que esa esclavitud provenga de la prepotencia abusiva del capital privado o que provenga del poder absoluto y universal del Estado, poco importa; más aún, cuando la autoridad suprema de un Estado lo domina y regula todo, tanto en la vida pública como en la privada, y procura invadir hasta el campo de las ideas, de las iniciativas, de las opiniones y aun de la misma conciencia, resulta una tal falta de libertad, que puede ser origen de mayores daños y mayores desgracias, como lo demuestra la experiencia» [14].
53. También vosotros, venerables hermanos, los que trabajáis con solicitud en los territorios de las misiones católicas, debéis procurar diligentemente que estos principios y normas se lleven a la práctica. Teniendo en cuenta las peculiares y diversas circunstancias de cada lugar, después de discutir el asunto en las conferencias episcopales, sínodos y reuniones semejantes, procurad, según os sea posible, que se creen oportunamente próvidas asociaciones, corporaciones e institutos de carácter económico y social que os parezcan requerir las condiciones actuales de nuestros tiempos y la índole de vuestro pueblo. Esto, sin duda, lo exige vuestro oficio pastoral, a fin de que los nuevos errores, disfrazados con apariencias de justicia y verdad, o las malas seducciones no desvíen del camino recto la grey confiada a vuestros cuidados. Procurad que los propagadores del Evangelio, que competentemente trabajan con vosotros, se aventajen a todos en promover esta causa; de esta manera estarán seguros que no se refiere a ellos aquel dicho: «Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz» (Lc 16,8). Será, con todo, conveniente que, de ser posible, se valgan de católicos seglares capaces, eminentes en bondad y en el manejo de los negocios que tomen a su cargo y promuevan estas instituciones.
11. Colaboración entre los Institutos misioneros
54. En tiempos pasados, el vastísimo campo del apostolado misional no estaba dividido por límites de circunscripciones eclesiásticas determinadas, ni se encomendaba a una Orden o Congregación religiosa para que lo cultivase juntamente con el clero indígena a medida que éste fuese creciendo. Esta es, hoy, como todos saben, la costumbre general, y sucede también a veces que algunas regiones confiadas a religiosos sean de una determinada provincia del mismo Instituto. Nos, en verdad, vemos la utilidad de este sistema, pues que con estos métodos y normas se simplifica la organización de las misiones católicas.
55. Pero puede suceder que de este modo de proceder se sigan inconvenientes y daños no pequeños, a los cuales hay que poner remedio en cuanto sea posible. Ya nuestros predecesores trataron este asunto en las cartas apostólicas [15] que antes hemos recordado, y dieron normas prudentísimas en esta materia; las cuales nos es grato ahora repetir y confirmar, exhortándoos paternalmente a que, por el conocido celo de la religión y de la salvación de las almas que os anima, las recibáis con ánimo filial y dócil.
«Los territorios y distritos de Misiones que encomendó a vuestro cuidado y diligencia la Sede Apostólica, para que los reduzcáis al imperio de Cristo, son muchas veces tan extensos que no bastan ni con mucho para cultivarlos los misioneros de que puede disponer uno u otro Instituto misionero. En este caso imitad sin vacilaciones la conducta que en las diócesis ya constituidas guardan los obispos, valiéndose de religiosos de varias Congregaciones clericales o laicales, y de hermanas pertenecientes a diversos Institutos. Esa ha de ser vuestra norma en requerir la ayuda de otros misioneros, sean o no sacerdotes, pertenezcan o no a vuestra Congregación o Instituto, ya para la dilatación de la fe, ya para la educación de la juventud indígena, ya para otros cualesquiera ministerios.
56. Gloríense santamente todas las Ordenes y Congregaciones religiosas de las misiones vivas, que les han sido confiadas, y de los trabajos y éxitos que por el amor de Cristo han realizado en ellas hasta el día de hoy; pero entiendan bien que no laboran en aquellas regiones ni por derecho propio ni para siempre, sino sólo por concesión de la Sede Apostólica y a voluntad de la misma. A ella, por lo tanto, compete el derecho y el deber de mirar por su entera y cumplida evangelización.
57. No puede, pues, satisfacer a esta obligación apostólica el Papa con sólo distribuir los países de misiones, grandes o pequeños, entre las varias Congregaciones misioneras, sino que —lo que más importa— está obligado a proveer siempre y cuidadosamente a que los dichos Institutos manden tantos y sobre todo tales misioneros a cada región, como allí fueren necesarios, para difundir copiosa y eficazmente por toda ella la luz del cristianismo»[16].
12. Adaptación y respeto por las culturas
58. Queda un punto por tratar, el cual deseamos ardientemente que todos entiendan claramente. La Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días, ha conseguido siempre la prudentísima norma que, al abrazar los pueblos el Evangelio, no se destruya ni extinga nada de lo bueno, honesto y hermoso que, según su propia índole y genio, cada uno de ellos posee. Pues cuando la Iglesia llama a los pueblos a una condición humana más elevada y a una vida más culta, bajo los auspicios de la religión cristiana, no sigue el ejemplo de los que sin norma ni método cortan la selva frondosa, abaten y destruyen, sino más bien imita a los que injertan en los árboles silvestres la buena rama, a fin de que algún día broten y maduren en ellos frutos más dulces y exquisitos.
59, La naturaleza humana, aunque inficionada con el pecado original por la miserable caída de Adán, tiene con todo en sí «algo naturalmente cristiano»[17]; lo cual, si es iluminado con la luz divina y alimentado por la gracia de Dios, podrá algún día ser elevado a la verdadera virtud y a la vida sobrenatural.
60. Por lo cual, la Iglesia católica ni despreció las doctrinas de los paganos ni las rechazó, sino que más bien las libró de todo error e impureza, y las consumó y perfeccionó con la sabiduría cristiana. De la misma manera acogió benignamente sus artes y disciplinas liberales que habían alcanzado en algunas partes tan alto grado de perfección, las cultivó con diligencia y las elevó a una extrema belleza a la que antes tal vez nunca había llegado. Tampoco suprimió completamente las costumbres típicas de los pueblos y sus instituciones tradicionales, sino que en cierto sentido las santificó; y los mismos días de fiesta, cambiando el modo y la forma, los hizo que sirviesen para celebrar los aniversarios de los mártires y los misterios sagrados. A este propósito escribe muy oportunamente San Basilio: «Como los tintoreros preparan de antemano con ciertos procedimientos lo que hay que teñir, y así fácilmente después le dan el color de púrpura o cualquier otro, de la misma manera nosotros también, si queremos que permanezca indeleble y para siempre en nosotros el esplendor de la virtud, procuraremos en primer lugar iniciarnos en estas artes externas y después aprenderemos las doctrinas sagradas y arcanas; acostumbrados a ver el sol, por decirlo así, en el reflejo del agua, podremos alzar nuestros ojos directamente a la luz... Y así como la vida propia del árbol es producir a su tiempo frutos abundantes, y, sin embargo, las hojas adheridas a los ramos les proporcionan algún ornato, de igual modo el fruto principal del alma es la misma verdad, pero, sin embargo, no es desagradable el adorno de la sabiduría externa, que, como follaje, proporciona al fruto sombra y agradable aspecto. Se dice que Moisés, varón verdaderamente eximio y de gran fama entre todos los hombres por su sabiduría, después de haber ejercitado su espíritu en las enseñanzas de los egipcios, llegó a la contemplación de Aquel que es. De igual manera, posteriormente, del profeta Daniel se refiere que llegó al conocimiento de las doctrinas sagradas después de haber sido instruido en Babilonia en la sabiduría de los caldeos» [18].
61. Y Nos mismo, en la primera encíclica que publicamos, Summi Pontificatus, escribimos lo siguiente: «Los predicadores de la palabra de Dios, después de muchas investigaciones realizadas en el decurso de los tiempos con sumo trabajo e intenso estudio, se han esforzado en conocer más profunda y dignamente la civilización e instituciones de los diversos pueblos y cultivar las buenas cualidades y dotes de sus almas, para que así el Evangelio de Cristo obtuviese en ellos más fáciles y abundantes progresos. Todo aquello que en las costumbres de los pueblos no está vinculado indisolublemente con supersticiones o errores, se examina siempre con benevolencia y, si es posible, se conserva incólume»[19].
62. En el discurso que tuvimos en 1944 a los directores de las Obras Pontificias entre otras cosas decíamos: «El misionero es apóstol de Jesucristo. Su oficio no le exige que introduzca y propague en las lejanas tierras de misión precisamente la civilización de los pueblos europeos, y no otra, como quien trasplanta un árbol; sino más bien que enseñe y eduque a aquellas naciones, que a veces se ufanan de sus culturas antiquísimas, para que se apresten a recibir prácticamente los principios de la vida y costumbres cristianas. Tales principios pueden armonizarse con cualquier civilización que sea sana e íntegra, y pueden conferirle un mayor vigor en la defensa de la divinidad humana y conseguir la felicidad. Los católicos nativos deben ser en primer lugar miembros de la gran familia de Dios y ciudadanos de su Reino (cf. Ef 2,19); pero sin dejar por esto de ser ciudadanos de su patria terrena» [20].
13. Importancia del sector artístico
63. Nuestro predecesor de feliz memoria Pío XI, en el Año jubilar de 1925, mandó hacer una gran Exposición Misional cuyo éxito, en verdad sumamente feliz, El mismo describió con estas palabras: «Parece una manifestación hecha por el mismo Dios, con la cual aun experimentalmente hemos visto, con nuevo argumento, cómo el organismo vivo de la Iglesia de Dios goza en todas partes de unidad perfecta... Verdaderamente, la Exposición ha sido, y lo es aún, como un libro inmenso y de proporciones grandiosas»[21].
64. Nos también, obedeciendo al mismo pensamiento de que el mayor número posible de gente conociese los egregios méritos de las misiones, sobre todo los que especialmente se refieren a la civilización, mandamos reunir durante el último Año Santo una copiosa documentación y exhibirla públicamente, como sabéis no lejos del Palacio Vaticano, por la cual quedase ampliamente demostrada la restauración del arte cristiano realizada por los misioneros, tanto entre las gentes más cultas como entre los pueblos de cultura aun más primitiva.
65. Con ello se mostró claramente cuánto ha aportado la obra de los heraldos del Evangelio al progreso de las artes liberales y a las investigaciones universitarias que versan sobre esta especialidad; quedó asimismo patente que la Iglesia, lejos de ser una rémora al desarrollo de las características de cada pueblo, más bien las perfecciona en alto grado.
66. Al Dios de las misericordias atribuimos el que todos hayan considerado con interés especial y complacencia este hecho, el cual es evidente argumento de la crecida vitalidad y del vigor cada día mayor de que goza la obra misional. Ya que, gracias a la actividad de los misioneros entre pueblos paganos tan distanciados en el espacio unos de otros y de costumbres tan diversas, el aliento evangélico ha penetrado tanto en las almas cuanto claramente demuestra el elocuente testimonio de estas artes renacientes. Esta exposición prueba también que la fe cristiana, grabada en las almas y exteriorizada en costumbres en armonía con ella, es la única que puede elevar el entendimiento humano a producir esas excelentes obras artísticas, que ciertamente constituyen una alabanza perenne de la Iglesia católica y un ornamento esplendidísimo del culto divino.
14. Obras Misionales Pontificias
67. Recordáis cómo la encíclica Rerum Ecclesiae recomendaba insistentemente la Unión Misional del Clero, cuya finalidad es reunir los miembros de ambos cleros y los aspirantes al sacerdocio para que propaguen en unidad de fuerzas y con todo empeño la causa de las misiones católicas. Nos, pues, que no sin gran contento de nuestro corazón, como antes dijimos, hemos visto los progresos de esta unión, ardientemente deseamos que se extienda más y más y que incite cada día con mayor entusiasmo la voluntad de los sacerdotes y de los pueblos encomendados a sus cuidados a ayudar a la obra de las misiones. Es esta unión como un manantial en la cual salen las corrientes que riegan los florecientes campos de las demás Obras Pontificias, a saber: de la Propagación de la Fe, de San Pedro Apóstol para el clero indígena y de la Santa Infancia. No hay por qué nos detengamos al presente a explicaras la excelencia, la necesidad y los méritos esclarecidos de estas Obras, las cuales enriquecieron nuestros predecesores con muchos y abundantes tesoros de indulgencias. Nos agrada sobremanera ver cómo se piden las limosnas de los fieles, especialmente el Domingo de las Misiones; pero ante todo deseamos que todos eleven a Dios omnipotente sus preces, que ayuden a los llamados a la Acción Misional, y que se alisten en las mencionadas Obras Pontificias y las promuevan lo más posible. No ignoramos ciertamente, venerables hermanos, que, con esta finalidad, poco ha instituimos una fiesta que ha de ser celebrada principalmente por los niños, en la cual se promueva con oraciones y limosnas la Obra de la Santa Infancia. De este modo aprenderán estos hijitos nuestros a orar incesantemente a Dios por la salvación de los infieles; y quiera Dios que en sus almas, que aún conservan el perfume de la inocencia, brote y se desarrolle convenientemente el germen del apostolado misional.
68. Sentimos además especial complacencia en alabar como se merecen tantas y tan laudables iniciativas que, en favor de esta misma causa y con denodado empeño, han llevado a cabo los Institutos religiosos para ayudar por todos los medios a las Obras Misionales Pontificias. Igualmente merece que mostremos nuestra benevolencia de Padre a aquellos grupos de señoras que trabajan con gran utilidad en confeccionar vestiduras sagradas y paños de altar. Por fin, a todos los colaboradores de la Iglesia, tan queridos para Nos, les aseguramos que la colaboración prestada por el pueblo cristiano a la obra de la salvación de los infieles florece y da óptimos frutos de nueva fe, y que a los esfuerzos hechos en favor de las misiones responde un mayor aumento de piedad.
CONCLUSIÓN
69. No queremos poner fin a esta encíclica sin antes dirigirnos al clero y a los fieles cristianos todos, y mostrarles sobre todo el agradecimiento de nuestro corazón. Sabemos que nuestros hijos han aumentado considerablemente también en este año la aportación material en ayuda de las Misiones. Verdaderamente que vuestra caridad en ninguna otra obra puede ejercitarse más fructuosamente que en ésta, ya que se trata de extender más y más el Reino de Cristo y de procurar la salvación de tantos que carecen de la fe; toda vez que el mismo Señor «encargó a cada uno tener cuidado de su prójimo» (Eclo 17,12).
70. Movidos por una nueva solicitud, queremos recomendar con mayor insistencia lo que escribíamos en la carta a nuestro querido hijo, el cardenal presbítero de la Santa Romana Iglesia, Pedro Fumasoni Biondi, prefecto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, el 9 de agosto de 1950: «Que todos los fieles cristianos... perseveren en la empresa comenzada de ayudar a las Misiones, que multipliquen sus iniciativas en bien de las mismas, que sin cesar eleven a Dios fervientes plegarias y presten su cooperación a los llamados a la obra misional, ofreciéndoles los recursos necesarios según las posibilidades de cada uno.
71. Porque la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, en el cual "si hay un miembro que padece, todos los miembros se compadecen" (1Cor 12,26). Por lo cual, estando hoy tantos de estos miembros atormentados por los dolores acerbísimos y graves heridas, pesa sobre todos los fieles de Cristo el sagrado deber de unirse a ellos con vínculo de colaboración y de amor. En algunas tierras de misión el furor bélico ha devastado y destruido horriblemente no pocas iglesias, casas de misión, escuelas y hospitales. Para resarcir tantos daños y para reconstruir tantos edificios, ofrecerá liberalmente los subsidios necesarios todo el orbe católico, el cual debe ciertamente especial solicitud y caridad a las Misiones»[22]
72. Bien sabéis, venerables hermanos, que casi toda la humanidad tiende hoy a dividirse en dos campos opuestos: con Cristo o contra Cristo. El género humano se ve hoy en un momento sumamente crítico, del cual se seguirá o la salvación en Cristo o la más espantosa ruina. Es verdad que la actividad y el esfuerzo eficaz de los predicadores del Evangelio luchan por propagar el Reino de Cristo; pero hay también otros heraldos, quienes, reduciendo todo a la materia y rechazando toda esperanza en una existencia feliz y eterna, trabajan por llevar a los hombres a una vida incompatible con la dignidad humana.
73. Con toda razón, la Iglesia católica, madre amantísima de todos los hombres, llama a todos sus hijos, diseminados por toda la tierra, para que se esfuercen, según las propias posibilidades, por cooperar con los intrépidos sembradores de la verdad evangélica, ayudándolos con limosnas, oraciones y vocaciones misioneras. Con insistencia materna los invita a que «se revistan de entrañas de misericordia» (Col 3,12); a que tomen parte en el trabajo misional, si no personalmente, al menos con el deseo; a que, finalmente, no dejen irrealizado aquel deseo del benignísimo Corazón de Jesús, el cual «vino a buscar y salvar lo que había perdido» (Lc 19,10). Si cooperan en alguna manera a que al menos una familia sea iluminada y recreada con la fe cristiana, sepan que de allí nacerá un impulso de gracia divina que ha de crecer continuamente para la eternidad; si ayudan al menos en la formación de un misionero, en ellos redundarán abundantemente tantos frutos de sacrificios eucarísticos, de trabajos apostólicos y de santidad. Pues todos los fieles de Cristo forman una misma y grande familia, cuyos miembros participan mutuamente de los bienes de la Iglesia militante, purgante y triunfante. Nada, pues, parece más eficaz para inculcar en la mente y en el corazón del pueblo cristiano la utilidad y la importancia de las Misiones que el dogma de la Comisión de los Santos.
74. Con estos paternales votos, habiendo dado oportunas normas y directivas, confiamos en que todos los católicos tomen este vigésimo quinto aniversario de la publicación de la encíclica Rerum Ecclesiae como punto de partida para procurar que las Misiones avancen con paso cada día más acelerado.
75. Entre tanto, animados con esta suavísima esperanza, tanto a cada uno de vosotros, venerables hermanos, como al clero y pueblo todo, especialmente a aquellos que o en patria, con oraciones y limosnas, o en naciones extranjeras con su acción personal, promueven esta santísima empresa, de todo corazón damos, la bendición apostólica, presagio de los dones celestiales y testimonio de nuestra benevolencia paterna.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de junio, en la fiesta de San Eugenio I, año 1951, decimotercero de nuestro pontificado.
PÍO PP. XII
Notas
[1] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae, 28-2-1926: AAS 18 (1926) 65-83.
[2] Pío XII, Discurso Vivamente gradito, 24-6-1944: AAS 36 (1944) 299.
[3] Pío XII, Discurso Vivamente gradito, 24-6-1944: AAS 36 (1944) 299.
[4] Pío XII, Epis. Praeses Consilii, 4-12-1950: AAS 43 (1951) 88-89.
[5] San Cipriano, Epis. 56: PL 4, col.351A.
[6] Pío XII, Carta al cardenal Fuumasoni Biondi Perlibenti quidem, 9-8-1950: AAS 42 (1950) 727.
[7] Benedicto XV, Carta ap. Maximum illud, 30-11. 1919: AAS 11 (1919).
[8] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae, 28-2-1926: AAS 18 (1926) 65-83.
[9] Pío XII, Discurso Vivamente gradito, 24-6-1944: AAS 36 (1944) 210.
[10] Pío XII, Discurso Vivamente gradito, 24-6-1944: AAS36 (1944) 208.
[11] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae, 28-2-1926: AAS 18 (1926) 76.
[12] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae, 28-2-1926: AAS 18 (1926) 75.
[13] Epis. ad Diognetum 5,5 (edic. Funk, 399).
[14] Pío XII, Discurso a los Emm. Cardenales Di anno in anno en al vigilia de Navidad 24-12-1942: AAS 35 (1943) 16-17.
[15] Benedicto XV, Carta ap. Maximum illud, 30-11. 1919: AAS 11 (1919) 444.
[16] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae, 28-2-1926: AAS 18 (1926) 81-82.
[17] Cf. Tertuliano, Apologético c. 17: PL 1, col.377A.
[18] San Basilio, Ad adolescentes, 2: PG 31, col.567A.
[19] Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 20-10-1939: AAS 31 (1939) 429.
[20] Pío XII, Discurso Vivamente gradito, 24-6-1944: AAS36 (1944) 210.
[21] Alocución 10-1-1926.
[22] Pío XII, Carta al cardenal Fuumasoni Biondi Perlibenti quidem, 9-8-1950: AAS 42 (1950) 727-728.
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