domingo, 16 de diciembre de 2018

San Bernardo de Claraval: Sermón Dominica Tercera de Adviento




En aquel tiempo: Los judíos enviaron a Juan, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿Quién eres tú?”. Él confesó y no negó; y confesó: “Yo no soy el Cristo”. Le preguntaron: “¿Entonces qué?¿Eres tú Elías?” Dijo: “No lo soy”. “¿Eres el Profeta?” Respondió: “No”. Le dijeron entonces: “¿Quién eres tú? para que demos una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?” Él dijo: “Yo soy la voz de uno que dama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”. Había también enviados de entre los fariseos. Ellos le preguntaron: “¿Por qué, pues, bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?” Juan les respondió: “Yo, por mi parte, bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis, que viene después de mí, y al cual yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. 
Juan I, 19-28



"Sermones de Adviento"
San Bernardo de Claraval




Sermón Dominica Tercera de Adviento

Cuando considero, al celebrar este tiempo de Adviento del Señor, quién es el que viene, me desborda la excelencia de su majestad. Y, si me fijo hacia quiénes se dirige, me espanta su gracia incomprensible. Los ángeles no salen de su asombro al verse superiores a aquel que adoran desde siempre y cómo bajan y su en, a la vista de todos, en torno al Hijo del hombre. Al considerar el motivo de su venida, abarco, en cuanto me es posible, la extensión sin límites de la caridad. Y cuando me fijo en las circunstancias, comprendo la elevación de la vida humana. Viene el Creador y Señor del mundo, viene a los hombres. Viene por los hombres. Viene el hombre.

Alguien dirá: ¿Cómo puede hablarse de la venida de quien siempre ha estado en todas partes? Estaba en el mundo, y, aunque el mundo lo hizo él, el mundo no lo conoció. El Adviento no es una llegada de quien Ya estaba presente; es la aparición de quien permanecía oculto. Se revistió de la condición humana para que a través de ella fuera posible conocer al que habita en una luz inaccesible. No desdice de la majestad aparecer en aquella misma semejanza suya que había creado desde el principio. Tampoco es indigno de Dios manifestarse en su propia imagen a quienes resulta inaccesible su identidad: El que había creado al hombre a su imagen y semejanza, se hizo hombre para darse a conocer a los hombres.

La Iglesia universal celebra cada año la solemne memoria de la venida de tanta majestad, tanta humildad y tanta caridad, e incluso de nuestra incomparable exaltación.¡Y ojalá fuese una perenne realidad! Sería o más propio.¡Qué incongruente es la vida humana después de la venida de Rey tan extraordinario si buscamos y nos comprometemos con otros asuntos embarazosos en vez de dedicarnos a este único culto, dejando de lado en su presencia todo lo demás! Pero no todos cumplen lo del Profeta: Eructan la memoria de tu inmensa suavidad. Ni todos se alimentan de esta memoria. Es evidente que no se puede eructar sin haber gustado, pero tampoco lo hará el que se ha contentado con sólo gustar. La plenitud y la saciedad provocan el eructo. Por eso, los de vida y mentalidad mundana, aunque celebran esta memoria, no eructan nunca. Pasan estos días en la aridez habitual, sin devoción y sin afecto. Y lo que es más reprochable, la memoria de este acontecimiento les da pie a consuelos carnales. Por eso los ves que preparan durante estos días vestidos elegantes y refinamientos culinarios, como si Cristo en su nacimiento buscara cosas parecidas y se le tributara una acogida más cálida donde aparecen semejantes detalles. Oye sus palabras: Con los de ojos engreídos y de corazón insaciable no compartiré mi pan.

¿A qué vienen tantos antojos en e vestido para preparar mi nacimiento? Detesto la ostentación; no la quiero. ¿A qué tanto prurito durante estos días hacia todo tipo de manjares? Repruebo las satisfacciones del cuerpo; no las acepto. Tienes un corazón insaciable preparando tantas cosas y gastando tanto tiempo, cuando el cuerpo necesita de muy poco y sólo lo que le sale al paso. Celebras, sí, mi Adviento con los labios, pero tu corazón está lejos de mí. No me honras. Tu dios es tu estómago, y tu gloria, tu misma vergüenza. Desgraciado hasta los tuétanos el que fomenta los deleites del cuerpo y la vanidad de la jactancia. Dichoso el pueblo cuyo Dios es su Señor.

Hermanos, no os exasperéis por los malvados ni envidiéis a los inicuos. Pensad, más bien, en su destino, compadeceos entrañablemente y orad por los que viven enredados en el pecado. Obran así esos miserables porque desconocen a Dios, pues si lo hubiesen conocido, nunca habrían provocado al Señor de la gloria en contra de ellos.

Para nosotros, queridos, no hay excusa de ignorancia. Sabes bien quién es. Y si dijeras- que no lo conoces, serás, como los mundanos, un mentiroso. Pero supongamos que no lo conoces; respóndeme entonces: ¿quién te trajo a este lugar? ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Quién te ha persuadido a renunciar espontáneamente al cariño de tus amigos, a los placeres del cuerpo, a las vanidades del mundo; y encomendar tus afanes al Señor, descargando en él todo tu agobio? Nada bueno te merecías; al contrario, mucho mal, según el testimonio de tu con- ciencia. ¿Quién, repito, podría persuadirte de todo eso, si ignorabas que el Señor es bueno para los que esperan en él y para el alma que lo busca? ¿Si no supieses que el Señor es bueno y piadoso, muy misericordioso y fiel? ¿Dónde has aprendido todo esto sino en su venida a ti y en ti?

Conocemos, efectivamente, tres venidas suyas: a los hombres, en los hombres y contra los hombres. Vino para todos los hombres sin condición alguna, pero no así en todos o contra todos. La primera y tercera venidas son conocidas por ser manifiestas. Sobre la segunda, que es espiritual y latente, escucha al Señor lo que dice: El que me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos una morada. Dichoso aquel en quien haces tu morada, Señor Jesús. Dichoso aquel en quien la sabiduría se ha edificado una casa. Ha labrado siete columnas. Feliz el alma que es trono de la Sabiduría.

¿Y quién es ésa? El alma del justo, porque la justicia y el derecho preparan tu trono. ¿Quién de entre vosotros, hermanos, desea preparar en su alma un trono para Cristo? Piense en las sedas, alfombras y almohadas que debe prepararle. Está escrito que la justicia y el derecho preparan su trono. La virtud de la justicia consiste en distribuir a cada cual lo que le corresponde. Por tanto, distribuye tú a tres lo que es de ellos. Devuelve al superior, devuelve al inferior, devuelve al compañero lo que les debes. Entonces celebrarás convenientemente la venida de Cristo, preparándole en la justicia su trono. Devuelve, insisto, reverencia y obediencia al superior; la primera, en cuanto disposición de corazón; la segunda, como actitud externa. No  asta obedecer exteriormente. Debemos enaltecer a nuestros superiores con el íntimo afecto del corazón. Y aunque conozcamos la vida reprochable de algún prelado y no hubiese posibilidad de disimulo ni de excusa, incluso entonces, por respeto a aquel de quien deriva toda autoridad, este otro que así conocemos se hace acreedor de estima, no por unos méritos que no tiene, sino por deferencia al plan divino y a la misión que desempeña.

Igualmente, respecto a nuestros hermanos, con los que compartimos la vida, estamos obligados a prestar ayuda y consejo por un mismo derecho de paternidad y de solidaridad humana. Incluso nosotros deseamos sus servicios: consejo que instruya nuestra ignorancia, y ayuda que sostenga nuestra debilidad. Quizá alguien de vosotros pensará: ¿Qué consejo puedo yo dar al hermano, si no se me permite ni musitar una palabra sin permiso? ¿Qué ayuda puedo ofrecer, cuando debo contar, hasta en lo más mínimo, con el superior?

Yo te respondo: Nada echarás en falta si vives el amor fraterno. Creo que el mejor consejo es tu actitud de enseñar a tu hermano lo que conviene y lo que no conviene hacer; estimulándolo y aconsejándole en lo mejor no con palabras ni con la lengua, sino con la conducta y la verdad. ¿Puede imaginarse una ayuda más útil y eficaz que la oración fervorosa por él, sin pasar por alto sus faltas? De este modo no le pones tropiezo y además, en la medida de lo posible, te preocupas, como el mensajero de paz, de arrancar de raíz los escándalos y de evitar las ocasiones de escándalo en el reino de Dios. Si te portas con tu hermano como consejero y amparo, le devuelves lo que le debes, y él ya no podrá quejarse de nada.

Si eres superior de al quien, le debes mayor delicadeza y solicitud. Te exige fidelidad y disciplina. Fidelidad para evitar el pecado y disciplina para que no quede impune lo que no se procura evitar. Incluso, si no eres superior de ningún hermano, te queda la responsabilidad de expresar esta fidelidad y disciplina. Me refiero a tu cuerpo, que tu espíritu asumió para dirigirlo. Le debes fidelidad para que no reine en él el pecado, no para que tus miembros se conviertan en instrumentos de iniquidad. Le debes disciplina para que dé frutos dignos de arrepentimiento, castigándolo y obligándolo a que te sirva.

Pero la deuda más grave y peligrosa pesa sobre quienes tienen que rendir cuentas de muchas almas. ¿Qué haré yo, desgraciado? ¿Hacia dónde me volveré, si he descuidado este tesoro tan estimable y este depósito tan precioso, que Cristo apreció mucho más que su propia sangre? Si hubiese recogido la sangre del Señor que goteaba de la cruz y la hubiese guardado en un vaso de cristal con la obligación de ir trasladándolo de lugar,¡qué atención pondría en evitar cualquier riesgo! Pues he recibido un encargo parecido; por él, un comerciante inteligente, la Sabiduría misma, entregó su sangre. Pero llevo este tesoro en vasijas de barro, que corren más riesgo que los recipientes de cristal.

A este cúmulo de solicitudes hay que añadir el peso del temor, que exige la fidelidad de mi conciencia y la de los demás. Ninguna de las dos conozco lo suficiente. Ambas son un abismo insondable, una noche. Y, sin embargo, se me exige responsabilidad y me repiten sin cesar: Centinela, ¿qué hay en la noche? ¿Qué hay en la noche? Y yo no puedo contestar como Caín: ¿Soy yo el guardián de mi hermano? Más bien debo confesar humildemente con el profeta: Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila el que la defiende. Unicamente se me podrá excusar si, como he dicho, me desvelo en la fidelidad y en la disciplina. Y si se dan las cuatro condiciones ya mencionadas que conciernen a la justicia, es decir, la reverencia y obediencia a los superiores y el consejo y ayuda a los hermanos, entonces encontrará la Sabiduría un trono adecuado.

Estas son, al parecer, las seis columnas que labró la Sabiduría en la casa que se edificó para sí misma. Pero hemos de buscar la séptima, por si acaso la Sabiduría nos la da a conocer.

¿Qué impide que así como la seis columnas mencionadas significan la justicia, la séptima signifique el juicio? No se habla sólo de la justicia, sino de la justicia y el Juicio que sostiene tu trono. En fin, si a los superiores, a los iguales y a los inferiores les damos lo que les corresponde, ¿Dios no recibirá nada? Es cierto que nadie puede   volverle lo que se le debe, pues ha derramado copiosamente su misericordia sobre nosotros y le hemos ofendido mucho; somos muy frágiles e insignificantes, y él se basta así mismo, no necesitando nada de nosotros.

Sin embargo, he oído decir al que se le había revelado los decretos y los misterios de su sabiduría que el honor del rey ama el juicio. No se nos pide más de lo Justo. Basta con que confesemos nuestros pecados para que nos rehabilite gratuitamente en alabanza de su gracia. Ama al alma que vive siempre en su presencia y que se Juzga a sí misma sin disimulo. Se nos exige ese juicio para nuestro propio provecho; porque, si nos juzgamos a nosotros mismos, no nos juzgarán a nosotros. Por eso, el sabio recela de todas sus acciones, sondea, esclarece y enjuicia todo. Honra a la verdad el que se conoce de veras a sí mismo y todo lo que le concierne, en la situación en que realmente se encuentra, y se confiesa con humildad.

Escucha, por fin, cómo se pide con mayor insistencia que practiques el Juicio después de la justicia: Cuando hayáis hecho todo lo que está mandado, decid: Somos unos criados inútiles. Esto es lo que pertenece al hombre, como trono digno y disponible al Señor de majestad; pero con tal de que se afane en cumplir los mandatos de la justicia y se tenga siempre por indigno e inútil.




Sea todo a la mayor gloria de Dios.



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