Aclamad a Dios, moradores todos de la tierra:
servid al Señor con alegría
(Salmos XCIX, 1)
En aquel tiempo: Tomando Jesús, consigo a los Doce, les dijo: “He aquí que subimos a Jerusalén, y todo lo que ha sido escrito por los profetas se va a cumplir para el Hijo del hombre. Él será entregado a los gentiles, se burlarán de Él, lo ultrajarán, escupirán sobre Él, y después de haberlo azotado, lo matarán, y al tercer día resucitará”. Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba. Cuando iba aproximándose a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, y mendigaba. Oyendo que pasaba mucha gente, preguntó que era eso. Le dijeron: “Jesús, el Nazareno pasa”. Y clamó diciendo: “Jesús, Hijo de David, apiádate de mí!”. Los que iban delante, lo reprendían para que se callase, pero él gritaba todavía mucho más: “¡Hijo de David, apiádate de mí!”. Jesús se detuvo y ordenó que se lo trajesen; y cuando él se hubo acercado, le preguntó: “¿Qué deseas que te haga?” Dijo: “¡Señor, que reciba yo la vista!”. Y Jesús le dijo: “Recíbela, tu fe te ha salvado”. Y en seguida vio, y lo acompañó glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
Lucas XVIII, 31-43
El Evangelio de Jesucristo
R.P. Leonardo Castellani
Domingo de Quincuagésima
La Curación de Bartimero
Este trozo, tomado del final de Lucas XVIII, contiene dos perícopas –como dicen–heterogéneas; de manera que habría que hacer propiamente dos homilías: una, donde Jesucristo profetiza por tercera vez a sus discípulos su Pasión y Muerte; y enseguida, la curación del ciego de Jericó, que no fue un ciego sino dos ciegos; y que estaban a la vez a la entrada y a la salida de Jericó... si ustedes me entienden.
Jericó, Jericó,
donde Jesús salió y no entró,
cantan los chiquillos en España...
Este evangelio es el mejor ejemplo de la “discors concordia et concors discordia”, como llamó San Agustín en el siglo IV a lo que en el siglo XIX llamaron los críticos la Cuestión Sinóptica: efectivamente, la cura del ciego Bartimeo está en Mateo, Marcos y Lucas con una coincidencia general y con dos divergencias parciales:
a. Mateo dice que curó a dos ciegos.
b. Marcos dice que curó a un ciego –cuyo nombre pone– al salir de Jericó.
c. Lucas dice que curó a un ciego al llegar a Jericó; y los tres hablan del mismo episodio.
Dando por supuesto que los tres hagiógrafos dicen verdad, se presenta al lector fiel una pequeña adivinanza que es más fácil de resolver que las de Damas y Damitas; y es mucho más provechosa, aunque a decir verdad, derrotó a San Agustín. Y detrás queda otra adivinanza grande, un problema científico (¿Cómo fueron compuestos los Evangelios?) que fue decisivamente resuelto en forma admirable por una memoria técnica del gran lingüista y psicólogo francés Marcel Jousse intitulada: El Estilo Oral Rítmico y Mnemotécnico en los Pueblos Verbomotores. Porque aquel que se imagine a esos cuatro singulares relatos como obras escritas de acuerdo a los cánones de la retórica grecolatina –como por ejemplo las historias de Tucídides o de Tito Livio– dará grandes tropezones si se pone a leerlos. Ya les digo que al mismo San Agustín...
Les diré que fueron dos los ciegos y que el milagro tuvo como dos partes; y que Jesús entró y salió de Jericó por la misma puerta –Ricciotti para resolver la dificultad acude a una cosa rebuscada: que había dos Jericó–. Y con esto ustedes, si leen las tres narraciones, verán cómo concuerdan entre sí, e incluso cobran más vida en la mente del que las ha concordado.
El ciego Bartimeo, como el Centurión Romano del Domingo segundo después de Epifanía, es un ejemplo de fe viva y actuante. Después de darle la vista, Jesús lo alabó diciendo: “Tu fe te ha curado”. Efectivamente, el “hijo de Timeo”, que pedía limosna junto al camino, primero preguntó, después escudriño, después creyó y después obró: ésta es la “fe actuosa”, que dice San Agustín: la fe con obras, diferente de la fe dormida o muerta.
Al llegar Jesús a Jericó, el ciego oyó el tropel y el cotorreo y preguntó qué era; y le dijeron era el profeta de Nazareth: que se quedase quieto. Al salir Jesús de Jericó al día siguiente –después de haber convertido al petiso Zaqueo, gran hombre de negocios, y haber compuesto y recitado la parábola de la Buena Inversión– Bartimeo ya había averiguado mucho, y ya sabía quién era en realidad el “profeta de Nazareth”. Empezó a dar gritos:“¡Compadécete de mí, Hijo de David!”. Decirle a Cristo “el Hijo de David” era reconocerlo Mesías. Como la gente quería a la fuerza hacerlo callar y quedarse quieto, saltó y dejó parte de su vestimenta en manos de los comedidos, y a tientas buscó a Cristo; el cual al mismo tiempo lo había hecho llamar. Se lo trajeron y lo curó. Pero aunque no lo hubiese curado, ese cieguito en su ceguera ya veía más que muchos, que se tienen por linces. Otro cieguito fue también curado que andaba con él, como solían andar de a dos en Palestina.
Éstas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó paladinamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: “Señor, que yo vea”. ¿Por qué Cristo no me cura de mi ceguera, que hace hoy 31 años que se lo pido, y que lo reconozco como Mesías? Puede que le falte a mi fe una de esas cualidades. Puede también que no le falte ninguna, y que Dios se contente con responder como en otros casos: “Que te baste mi gracia; porque la virtud en la enfermedad se engrandece”. Cristo dijo que todo lo que pidiéramos creyendo nos será hecho; algunas veces uno pide creyendo, y nada es hecho. No, es un error: eso que pedimos a veces no es hecho, pero otra cosa mejor es hecha. La oración de la fe jamás termina en la nada.
La profecía procede de la fe, enseña Santo Tomás. Cristo fue un gran profeta; justamente aquel “Gran Profeta” que había predicho Moisés que vendría después de él, que sería grande como él, “y que nos enseñaría todas las cosas” (Deut XVIII, 15–19). En este camino de Galilea a Jerusalén, el último camino que hizo, Cristo predijo por tercera vez (49) su Pasión y su Muerte a sus discípulos; los cuales “no entendieron nada”, dice San Lucas. Esto le pasa por lo general a todos los profetas: no les creen. ¿Por qué? “Porque tenían miedo”, dice Marcos.
Homero inmortalizó en la figura de Casandra esa tragedia del profeta que no es creído.
La profecía de Cristo acerca de sí mismo es enteramente determinada y concreta: predice la entrega a los Gentiles, la ignominia, las escupidas, los azotes, la cruz; y lo más arcano de todo, la resurrección; es decir, el milagro: Lo Imposible. Si Cristo hubiese dicho: “Ahora vamos a Jerusalén; es una cosa sumamente riesgoso para mí, voy a acabar mal”, sería una profecía en sentido lato, que no sobrepasa las fuerzas humanas... Muchos hombres geniales han hecho profecías de este tipo, como en el siglo pasado Donoso Cortés, Nietzsche, Soren Kirkegor, por ejemplo. Son hombres que tiene un poder de retrovidencia, son capaces de mirar fuerte hacia atrás, y penetrar el Pasado; y de ahí les viene un especie de pálpito del Futuro. Donoso Cortés predijo que Inglaterra caería y Rusia se levantaría en Europa; Nietzsche previó muchísimas cosas del siglo XX; entre otras, las guerras mundiales; Kirkegor previó el éxito póstumo de sus libros y su gloria tardía. Pero estas profecías humanas –que son como parientes pobres de la profecías sobrenaturales– son generales y vagas; segundo, son a corto plazo; y, en fin, son de cosas ordinarias y razonables. Al contrario son las profecías sobrenaturales, que son verdaderos milagros, pues solamente Dios puede saber el futuro concreto y contingente; más, el futuro “imposible”.
Cristo profetizó acerca de Sí mismo, de sus discípulos, de su Iglesia y del fin del mundo. Los tres primeros vaticinios se han cumplido, el cuarto se ha de cumplir todavía.
Cuando celebremos el Domingo de Ramos hemos de recordar esto: que cuando Cristo entró en Jerusalén sabía que iba a la muerte. Esto suscita una grande y patética idea de Cristo. Cuando se hizo aclamar por una muchedumbre, cuando se prestó a ser proclamado Rey, Cristo sabía que otra muchedumbre iba a gritar “¡Crucifícalo!” antes de una semana; y que El entraba allí para morir. Y lo había dicho a sus discípulos, los cuales no lo quisieron creer.
Cuando nos digan que vox populi vox Dei (50) y que la mayoría siempre tiene razón, recordemos aquella mayoría fraudulenta que gritó: “Crucifícalo”. Los demagogos cuando quieren algo, dicen que “el pueblo lo quiere”. Casi siempre es mentira. Pero aun cuando fuere verdad, con eso no está todo dicho todavía. El pueblo puede querer cosas malas y cosas buenas: según cómo se lo oriente.
Inmensa y melancólica figura, dotada de una fuerza de carácter sobrehumana, que encara de frente la tormenta de su derrumbe aceptando de paso la provisoria y melancólica brisa de su efímero triunfo; la figura del Cristo es enormemente diferente de la figura del joven campesino galileo sentimental imprevisor y medio alocado que quiso encajarnos el pérfido Renán... Todo lo supo, todo lo previó, todo lo aceptó; y por encima de todo se levantó.
Un gran escritor cristiano, el danés Soren Kirkegor, en un opúsculo titulado: ¿Tiene derecho un hombre a hacerse matar por la Verdad?, dice que esta actitud de Cristo y este último viaje son una prueba indirecta de su Divinidad; porque solamente uno que fuera la Verdad, tendría derecho a hacerse matar por la Verdad. Si Cristo fuera un puro hombre, no debiera haber subido a Jerusalén sabiendo lo que sabía; por esta razón aunque más no fuera, porque ningún puro hombre puede saber seguro si tiene en sí las fuerzas para sobrellevar el martirio. Eso es cosa de Dios.
La primitiva Iglesia condenó a los llamados provocatores y los santos obispos de aquel tiempo como San Cipriano y San León prohibieron a los cristianos provocar el martirio; por ejemplo, derribando con violencia las estatuas de los ídolos, como hacían algunos exaltados, o como el famoso Guy Fawkes en Inglaterra, el de la Conspiración de la Pólvora. En el mejor de sus dramas, Corneille hace que Polyeucte derribe los ídolos y se haga martirizar. Es un cristiano temerario.
Muchas cosas de las que Cristo hizo o dijo, no se pueden hacer lícitamente si uno no posee una Conciencia Absoluta, como dicen los filósofos de hoy. Por ejemplo, Cristo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un puro hombre sería pecado porque es una impaciencia y una c desesperación y una falsedad: Cristo sabía que eso no era verdad sino en un sentido. Por eso se puede decir lo que dijo Lacordaire discutiendo con Renán: que si Cristo no fue el Hijo de Dios, entonces fue el loco más grande que se ha visto en el mundo.
Conciencia Absoluta significa no solamente conciencia de estar en la verdad, sino conciencia de ser la Verdad: cosa de nadie, fuera de Cristo.
No es lícito buscar el martirio; pero todo hombre que crea en Cristo debe resignarse de antemano a ese evento porque “todo aquel que quiera vivir fielmente en Cristo Nuestro Señor, sufrirá persecución”, dijo San Pablo. “Si a mí me persiguieron, a vosotros os
perseguirán: no es el Miembro mayor que la Cabeza”.
Estar preparado, eso sí; buscarlo, no. Si no fuere por una inspiración especial o indudable del Espíritu de Dios: a la cual parece haber obedecido el místico danés (51) Esta reflexión, que es en el fondo una constante de la exégesis católica, remozada brillante y románticamente por el Padre Lacordaire OP. en su histórico sermón de Notre Dame en 1837, recurre en el Diario de Kirkegor repetidamente –p. e., 8 de mayo de 1849, 1 de marzo de 1854, 5 de mayo de 1854– y elaborada ya en su libro Autoexamen (Zur Selbstpruefung) publicado en marzo de 1855 y escrito en 1851–2.
Dejamos al criterio de los doctos esta exégesis. Para nosotros es la respuesta justa, dada de antemano, a una objeción que frisa la blasfemia de la impiedad contemporánea, difundida en Alemania e Inglaterra; y entre nosotros, helás; a saber: que en esta quinta palabra de la Pasión: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, Cristo cayó, fue quebrado, desesperó simplemente; y en consecuencia no era sino un puro hombre; voire, un pobre hombre. En el confuso estudio sobre Jesús que el dramaturgo y ensayista G. B. Shaw antepuso a su irreverente comedia Androcles y el León, esta afirmación temeraria está expresada en la siguiente forma: “Jesús mantiene esa actitud [el aserto de que era el Hijo de Dios] con terrible fortaleza, mientras lo azotan, lo escarnecen, lo atormentan y finalmente lo crucifican entre dos ladrones. Su prolongada agonía de dolor y sed en la cruz “quebranta al fin su espíritu, y muere lanzando el grito de “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”~, donde además de la interpretación temeraria, existe un serio error de hecho: pues de hecho no murió Cristo lanzando ese grito sino otro distinto y de espíritu inquebrantado. “Esta fue la causa de que trataran a Jesús como un impostor cuando debían haberlo tratado como un loco”, dice el atrevido bufón inglés en sus Obras, v. IX, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, año 1946, pp. 262, 291.
Ya que hemos mencionado este “confuso estudio” de un hombre del todo indispuesto para estudiar a Jesucristo que nos trajo un amigo cuando redactábamos esta homilía, daremos aquí la síntesis limpia de su posición teológica dejando las curiosas conclusiones de re económica, sociológica y política a que se abandona Shaw, después de una apresurada lectura de los Evangelios.
Hay que leer lo menos dos veces el estudio –que hormiguea en crasos errores de hecho– para sacar en limpio la posición del aventuroso artista; que es; la siguiente:
1. Jesús fue sincero, no fue un impostor.
2. Fue un demente, en cuanto pretende ser un Dios.
3. Dejó sin, embargo una doctrina extraordinaria: fue el más grande economista político del mundo... (Ensayo a escribir: De la conveniencia de ser un perfecto demente para distinguirse en economía política).
4. Sin embargo esta doctrina ha sido inútil, hasta que yo –Bernard Shaw– la entendí y la completé: ~Jesús dijo lo que había que hacer; pero no sabía el medio de hacerlo.”
5. Ese medio es Shaw; es decir, el Socialismo tal como lo entiende Shaw.
6. Los cuatro Evangelios mienten cuando relatan las profecías, milagros y Resurrección de Cristo,
7. Los Evangelios son creíbles en general cuando relatan otras cosas; con tal que se interpreten como los entiende Shaw.
El resultado del “estudio” no es muy original, pero no puede ser más pintoresco.
Cuando estuvimos en Londres, en julio-agosto de 1956, ardía en los diarios una polémica acerca de esta posición de Shaw: “¿Loco o Dios?! (“Mad or God?”); y acerca de Shaw mismo, cuyo centenario natal se cumplía en esos días. Ver por ejemplo el Sunday Times del 29 de julio de 1956: carta del reverendo doctor W. E. Sangster, de Londres, tomando la posición “Dios y no loco”; respuesta del reverendo H. S. McClelland, de Glasgow, en contra.
Toda esta bazofia viene a la Argentina tarde o temprano –más bien tarde–; por lo cual hemos tocado el punto. –en nuestra opinión– cuando después de cuatro anos de silencio, expectación y oración, se decidió, rindiendo su vida, a atacar abiertamente la corrupción de la Iglesia Oficial Danesa.
Notas
49. Primera predicción: Mareo, XVI; Marcos, VIII: Lucas, IX. Segunda predicción: Mateo, XVII; Marcos, IX; Lucas, IX; cinco veces, si se quiere: contando Lucas, XVII, 25; y la
Transfiguración.
50. “Man sagt: Vox populi vox Dei; ich habe nicht daran geglaubt”, dijo el gran Beethoven poco antes de morir, en el ano 1827; es decir: “Dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios; yo nunca he creído en eso”.
51. El gran filósofo danés Soren Kirkegor hace esta reflexión exegética sobre ésta y otras palabras de Cristo, a saber: que son palabras procedentes de una Conciencia Absoluta –como lo expresa él– y por tanto ningún puro hombre podría decirlas sin mentira o culpa; y viceversa, que el hecho de haberlas proferido Cristo prueba su Divinidad, o sea, prueba que Él se creía Dios; y, en consecuencia, no siendo un demente, lo era.
Sea todo a la mayor gloria de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario