En aquel tiempo: Dijo Jesús a los fariseos ¿Quien de vosotros puede acusarme de pecado? Y entonces; si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; por eso no la escucháis vosotros, porque no sois de Dios”. A lo cual los judíos respondieron diciéndole: “¿No tenemos razón, en decir que Tú eres un samaritano y un endemoniado?”. Jesús repuso: “Yo no soy un endemoniado, sino que honro a mi Padre, y vosotros me estáis ultrajando. Mas Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzgará. En verdad, en verdad, os digo, si alguno guardare mi palabra, no verá jamás la muerte”. Respondiéronle los judíos “Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió, los profetas también; y tú dices: “Si alguno guardare mi palabra no gustará jamás la muerte”. ¿Eres tú, pues, más grande que nuestro padre Abrahán, el cual murió? Y los profetas también murieron; ¿quién te haces a Ti mismo?” Jesús respondió: “Si Yo me glorifico a Mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es quien me glorifica: Aquel de quien vosotros decís que es vuestro Dios; mas vosotros no lo conocéis. Yo sí que lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería mentiroso como vosotros, pero lo conozco y conservo su palabra. Abrahán, vuestro padre, exultó por ver mi día; y lo vio y se llenó de gozo”. Dijéronle, pues, los judíos: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” Díjoles Jesús: “En verdad, en verdad os digo: Antes que Abrahán existiera, Yo soy”. Entonces tomaron piedras para arrojarlas sobre Él. Pero Jesús se ocultó y salió del Templo.
Juan VIII, 46-59
"El Evangelio de Jesucristo"
R.P. Leonardo Castellani
Domínica de Pasión
Cristo afirma su Divinidad
Reproduce San Juan (VIII, 46-59) el final del dramático diálogo sostenido por Jesús con los fariseos en dos días, después del Perdón de la Adúltera; en el Templo, en la fiesta de los Toldos (“Tabernáculos”) y en la tercera –o cuarta, según como se quiera contar– estadía del Maestro en Jerusalén. El evangelio de la misa comienza con la pregunta: “¿Quién de vosotros puede probarme un delito?”, y termina con la tentativa infructuosa de matar a Cristo, que fue el primero de los 3 –o el segundo de los 4, según cómo se cuente– asesinatos frustrados de esta temporada, que terminó con el Gran Asesinato no frustrado. Ese evangelio va pues inmediatamente antes del evangelio de los Demonios, que se leyó el 13 de marzo (58); en el cual Cristo habló tristemente del pecado contra el Espíritu Santo.
Esta temporada del tercer año de Vida Pública constituye un grandioso despliegue de actividad y lucha –Mein Kampf; podía llamarlo Cristo– en que ambos adversarios se desembozan y tiran las cartas sobre la mesa: Cristo se proclama el Hijo Verdadero del Padre Celeste, no ya solamente Mesías sino también Dios; los fariseos desembozan su intención de darle muerte. Ellos querían matarlo y quedar bien, por eso fallaron tres tentativas; Cristo quería morir, pero sin quedar mal. Por eso no murió cuando ellos quisieron, sino cuando Él consintió. “Buscaron piedras par? apedrearle [no se podía empero apedrear a nadie en el Templo] pero El se escabulló y salió del Templo a escondidas; porque no había llegado su hora.”
Para comentarlo, lo mejor es resumir todo el diálogo, que se comenta solo. San Juan tiene tres o cuatro espléndidos diálogos (la Eucaristía Prometida, la Samaritana, el Ciegonato) de los cuales éste es el más importante. San Juan domina el arte del diálogo como un dramaturgo; y naturalmente Jesucristo, al cual copia, mucho más –un importante arte que yo no poseo por desgracia: el arte de la respuesta rápida y certera–; que en este caso dejaba confusos a los adversarios, pero los llevaba al furor homicida.
El centro del diálogo lo constituye la pregunta provocadora: “Dinos de una vez, ¿quién es tu Padre?”, a la que Cristo concluye por responder declarándose Dios y a ellos hijos del diablo y no de Abraham “por lo cual moriréis en vuestro pecado”. A lo cual siguió pocos días después, en Tetania o en su camino, la explicación de cuál era ese Pecado: el pecado contra el Espíritu, que ya hemos visto en el evangelio de Beetzebul y los Siete Demonios.
El diálogo comienza en el capítulo VIII, 12, después del Perdón de la Adúltera:
–Yo soy la luz del mundo.
–Eso lo dices tú, tu testimonio no vale.
–Yo y mi Padre; somos dos testigos: vale.
–¿Dónde está tu Padre?
–Ni a Él ni a mí conocéis ni conoceréis...
Esto lo dijo en la Cámara del Tesoro; y parece que hubo ya aquí una tentativa de “apresarlo”, que fue infructuosa. El diálogo siguió el día siguiente (probablemente; “pálin”, dice el texto griego, que significa interrupción) “predicando en el Templo... y por esta prédica fueron muchos en Él creyentes”.
–Yo me voy. Me buscaréis, no me hallaréis, y moriréis en vuestro pecado...
–¿Se querrá suicidar éste, que dice eso?
–Vosotros salís de abajo, yo vengo de arriba. Por eso moriréis en vuestro pecado, porque no queréis creer que Yo soy.
–¿Quién eres, vamos a ver?
–¿Para qué estamos hablando de balde? El que me envió es el Veraz, y yo hablo de lo que a Él oí. Cuando vosotros levantéis al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo soy... Entonces seréis mis Hijos y conoceréis la Verdad y la Verdad os hará libres...
–Nosotros somos hijos de Abraham y jamás hemos sido esclavos... (Cristo quiere hablar a sus “hijos” –a “los hechos en Él creyentes”; pero los adversarios interrumpen continuamente.)
–Todo el que hace el pecado, es esclavo del pecado. Vosotros sois muy hijos de Abraham; y a mí me queréis dar muerte. Yo hablo lo que mi Padre me ha dicho, y vosotros hacéis lo que quiere vuestro padre...
–Nuestro padre es Abraham.
–Entonces haced las obras de Abraham. Ahora buscáis darme muerte. Eso Abraham no lo hizo. Eso es obra de vuestro padre.
–Nosotros no somos adulterinos; un solo padre tenemos, que es Dios.
–Si Dios fuese vuestro padre, me amaríais a mí y me escucharíais. Pero el diablo es vuestro padre. Él fue asesino desde el principio. Es el gran Mentiroso y es vuestro padre. ¿:Quién de vosotros me probará un pecado? (De sobra conozco vuestras calumnias.)
–¿No ves cómo es verdad lo que decimos, que eres hereje, y que estás endemoniado?
–Yo no estoy endemoniado, sino que honro a mi Padre y vosotros me deshonráis a mí.
Yo no busco mi honra, otro me la da. En verdad os digo –dirigiéndose a sus discípulos– que
el que guarda mi palabra, no verá la muerte para siempre... No temáis.)
–Ahora sí que vemos que estás endemoniado. Abraham murió y los profetas murieron ¿y tú te atreves a decir eso? ¿Eres más grande que el padre Abraham? ¿Más grande que los profetas? ¿Quién pretendes ser entonces?
–Si yo me honrase a mí mismo, mi honra sería nula. Pero es mi Padre el que me honra; que vosotros decís es vuestro Dios, y no lo conocéis. Si yo dijera que no lo conozco, mentiría como vosotros; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Nuestro padre Abraham ansió ver mi día; y lo vio y saltó de gozo.
–¡Por el Templo y el Altar! ¡No tienes todavía cincuenta anos; y has visto a Abraham!
(¡Piedras! ¡Piedras! ¡Traer piedras!).
–Verdaderamente os digo que antes que Abraham existiera, yo soy.
(–¡Piedras! ¡Ha blasfemado! ¡Piedras! ¡Pronto!)
Pero Jesús, en la confusión que siguió, desapareció de la cátedra, y salió del Templo por una portezuela trasera...
No es irreverencia lo que acabo de hacer: he buscado el cauce del diálogo que cualquiera puede leer entero en el Evangelio. Indudablemente el Evangelista hizo lo mismo. Y el cauce del diálogo y su hilo es la afirmación final a la cual Cristo conducía, la tremenda afirmación de que
Él, un rabbí ambulante de Galilea, que estaba allí vestido de blanco, erguido, con las manos en el brocal –un hombre, en suma– era Dios. Por eso dice el blasfemo Bernard Shaw: “No debían haberlo tratado como impostor, debían haberlo tratado como lo que era: como un loco.”
Los racionalistas actuales han afirmado que Cristo nunca creyó de sí mismo que era Dios verdadero, sino un “Hijo de Dios”, como el Profeta David se había llamado metafóricamente, y como los Profetas habían llamado a Israel mismo, a todos los israelitas; como se llamaron a sí mismos con mentira los fariseos; y como nos llamamos, sin mentira, nosotros. Pero esa afirmación de la actual impiedad es mentira; exactamente la misma mentira que inspiró a los mentirosos del Templo el Padre de la Mentira. Y es un disparate además, como reconoce el mismo Bernard Shaw: “Cristo realmente creyó que era Dios”, dice el impío inglés.
Cristo escogió el contexto, la fórmula y las palabras más adecuadas para excluir el sentido metafórico y poner el sentido literal; y la reacción de buscar piedras para apedrearle como blasfemo, lo muestra de sobra. Se sabía dar a entender el Maestro. Él dijo:
“Yo y el Padre Celestial somos una misma cosa.”
Dijo:
“Antes que Abraham existiera, yo soy.”
“A mí David me llamó “mi señor”.”
“Lo que hace mi Padre, yo lo hago; lo que dice mi Padre, yo lo digo; mi Padre obra
continuamente y yo con Él”
“Felipe, el que me ve a mí, ve a mi Padre.”
Es decir, Cristo se atribuyó en la forma más categórica la Eternidad, el poder de dar la Inmortalidad, la coactividad creativa con Dios; en suma, la identidad de naturaleza con el Padre de todas las cosas que está en los cielos. Y la Escuela de Tubinga y la Escuela de Marburgo y la Escuela de París, Paulas y Strauss y Renán, pueden decir lo que quieran y buscar todas las piedras que quieran para arrojar contra la Palabra de Dios; la cual no pasará; y ella es la Piedra sobre la cual lo que se edifique durará eternamente; y lo que no se edifique, no durará.
Notas
58. En el año 1955, el 13 de marzo.
Sea todo a la mayor gloria de Dios.
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