domingo, 5 de enero de 2020

R.P. Leonardo Castellani: El Santo Nombre del Jesús




En aquel tiempo: Habiéndose cumplido los ocho días para su circuncisión, le pusieron por nombre Jesús, el mismo que le fué dado por el ángel antes que fuese concebido en el seno.  
Lucas II, 21



"El Evangelio de Jesucristo"
R.P. Leonardo Castellani


El Santo Nombre del Jesús

El día Primero del Año, octava de Navidad, y en la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús que la sigue, se lee en la misa el versillo 21 de Lucas, II, que dice simplemente: “Y cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, fue llamado su nombre Jesús, como fue llamado por el Ángel antes que fuese concebido”. Y Mateo dice brevemente: José lo denominó Jesús: o sea Iehosua, o Ieshua, que significa en hebreo salud o salvación.  

Dios le dio un nombre que está sobre todo nombre; Este no es nombre dado sino nombre nacido, el nombre propio del Salvador por excelencia. Significa salud, pero no la salud en cuanto se recibe y goza, sino la salud en cuanto se da; la causa formal del equilibrio de los humores y el bienestar de todo el ser, pues es verbo activo en hebreo; de suerte que debe traducirse Salud- Dador, por lo cual la Vulgata traduce bien Salvador, porque salus y saluare (salvar) son la misma palabra en latín; no en español; sí en francés, la cual lengua románica llama muy bien a la salvación eterna “le salut” que es como si dijéramos, “el Jesús”. Y por ser el nombre propiísimo del hijo de Myriam, por eso todos los otros nombres que le dieron los Profetas y Evangelistas son nombres de El porque tienen relación con la salud donada: Pimpollo, Rostro de Dios, Monte, Camino, Padre de la Generación Nueva, Brazo de Dios, Rey, Príncipe de la Paz, Esperanza, Pastor y Oveja, León y Cordero, Prometido y Marido, Vid, Médico, Puerta, Luz, Verdad y Sol. Porque la salud es la base de todos estos bienes que aquí se significan; y es en sí misma como “una preñez de todos los bienes”, que dice fray Luis de León.

San Pedro fue el primero y el mayor devoto del nombre de Jesús; nombre con que terminan todas las peticiones litúrgicas: “In nomine Domini Jesu Christi” y que hemos de traer en la boca y en el pecho con reverencia y confianza. Después de su impetuoso primer sermón de Pentecostés, en que el Príncipe de los Apóstoles resume el ciclo de la Redención y enrostra a los judíos su cruel error, clamando al final: “Certísimamente sepa toda la casa de Israel que Señor de ella y Rey hizo Dios a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis”; preguntaron los 3.000 oyentes compungidos:


“–¿Y qué haremos, hermanos?
–¡Bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo!”.


Y después curó al tullido de la puerta Speciosa “En el nombre de Jesús Cristo Nazareno, levántate y anda”. Y después, llevado delante de Caifás, Anás, Juan y Alejandro sus hijos, y todo el resto del Synedrio, e interrogado: “¿Con qué “nombre” [mágico] hicisteis eso?”, respondió gallardamente: “Si ahora somos juzgados por el beneficio a un hombre enfermo, en el que fue salud donado, sea patente a todos vosotros y a toda la plebe de Israel que en el “nombre” de nuestro común señor “Jesús” de Nazareth el Cristo al cual vosotros crucificasteis a quien Dios suscitó de entre los muertos, en este nombre éste está aquí ante vosotros sano. Esta es la Piedra que reprobada por vosotros al construir, se ha constituido en la piedra fundamental –como predijeron los profetas– “del verdadero y nuevo edificio”; y no hay en otro alguno salud; ni hay otro “nombre> bajo la bóveda celeste dado a los hombres que nos pueda “salvificar”” Les prohíben predicar el nombre de Jesús. San Pedro pregunta si deben ellos oír primero a Dios o bien al Synedrio.


“–¿Qué sabéis vosotros, iliteratos e idiotas, de Dios?.
–Lo que hemos visto y oído; lo cual no dejaremos”.


Salieron sólo amenazados, porque no veían los otros por qué podían castigarlos “delante del pueblo”, es decir, no podían justificar el castigo delante de la opinión común: ventaja del juicio oral. La siguió otro clamoroso sermón de Pedro. Fueron echados a la cárcel y de nuevo conminados; mas temían va los fariseos ser apedreados por el pueblo si los castigaban. Otro concilio y otra prohibición airada: “que seguís predicando a pesar de nuestra orden, que se llena Jerusalén de vuestra prédica y que nos echáis en cara la sangre del “hombre ese””. Ahí les dolía. “Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres”, replica San Pedro impertérrito. ¿Dónde está ya el medroso Pedro que dijo: “No lo conozco”? Y les endilga pacientemente otro sermoncito cristiano, exhortándolos a penitencia y prometiendo perdón, en el nombre de este “Príncipe y Salud-Dador”: el “hombre ese”. Los hacen azotar, contra el discreto parecer del gran Gamaliel y renuevan el prescripto de que “absolutamente no tomen más en sus labios ese nombre'. Pero ellos –dice Lucas– “salían gozosos por delante del Synedrio de haber sido hallados dignos de padecer “por el nombre de Jesús” atropello” (Hch V, 41). ¡Y lo que habían de hablar todavía, a despecho de múltiples y máximos atropellos!

No hay otro nombre bajo el cielo en el cual pueda ser salvada la Humanidad. Bueno es repetirlo hoy día en que tantos nombres de “Salvadores de la Humanidad” se lanzan por los altavoces. Churchill: salvó el Imperio Británico. Roosevelt: salvó la civilización cristiana. Ghandi: salvó el espiritualismo. Madama Blabatzki: salvó el “verdadero conocimiento de Dios”. Albert Schweitzer: salvó la cultura de Occidente. Monroe: salvó la América. Saavedra Lamas: salvó la paz. Lenin, Stalin, Beria, Malcnkof, Molotof, Kirillof: salvaron al proletariado. Todos éstos salvaron la ropa; pero se ahogaron. Puede que me hayan salvado a mí también; pero hasta ahora no se siente.

Jesús es salud grandísima, porque la enfermedad es grandísima.

“El hombre, de su natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser; y por lo que heredó de sus padres es enfermo en todas las partes de que se compone su alma y su cuerpo. Porque del intelecto es miope, de la memoria leve y volandero, de la inclinación torcido, de la pasión exagerado, de los sentido y débil y desordenado y frágil: en unos lleva engaños y en otros fuego y en el cuerpo muerte; y desorden entre todas estas facultades y guerra y angustia y dispersión y ceguera. Y lo peor, heredó la culpa de sus padres, pesada herencia y condena y cadena; porque es fealdad en sí misma y es privación del lustre y vigor de la gracia y fuente y proclividad de mal moral; y a esta condena aumentamos añadiendo las nuestras, conque en una cadena interminable nos llenamos de espinas, de manchas y de lágrimas, y lo que es peor de falsas alegrías, engañosos goces y mortíferas ilusiones; y como enfermos díscolos ayudamos al mal y acicateamos a la muerte. De manera que por nuestra natura compuesta y disoluble, por el pecado que heredamos y por las deficiencias de nuestro propio albedrío, somos ocasionados a innúmeras enfermedades, vasos de multiforme decadencia y degeneración; y por las leyes que Dios puso contra el pecado y por las muchas incitaciones a él que el mundo pone, y por la acción durísima del demonio, nuestra enfermedad no es una sola enfermedad sino como una suma de cuanto hay de morboso y doloroso...”. Así más o menos fray Luis de León, entonado y riguroso espíritu.

De esto es Jesús salud y remedio. Pero este remedio tiene una cosa, y es que no cura al que no se lo aplica. Tiene otra cosa, como todos los remedios, y es que al principio parece una nueva enfermedad; porque la vieja enfermedad está tan consubstanciada con nosotros que ir contra ella parece ir contra la misma natura. Y en cierto modo esto es verdad; porque es una nueva natura la que se requiere, una especie de duro injerto: “En verdad te digo que si no naciere el hombre de nuevo no entrará en el Reino de los Cielos”. Dicen que no le pesa al águila el peso de sus alas; pero aquí las alas no son naturales; no diré tampoco que sean artificiales La Gracia es una extensión sobrenatural de la naturaleza humana, que al principio hace saltar todas las costuras y aun descoyuntar los huesos. Todos los santos han empezado su carrera con una especie de renunciamiento total, que muchos de ellos no vacilan en llamar “muerte”. ¿Qué especie de remedio es éste que se parece a la muerte?

Esto es renunciar a la propia vida individual, pequeña y enfermiza, para comenzar a vivir de la vida indeficiente de aquel que es en sí mismo más mí- mismo que yo mismo. El viejo Pecado, en nosotros organizado, se estremece todo ante la irrupción de esta nueva vida, que no ha de darle cuartel, y está tan difundido y arraigado en nosotros como un cáncer generalizado. Cristo se llamó a sí mismo “médico” cuando dijo: “No tienen los sanos
necesidad de médico sino los enfermos”. Si estuviera hoy entre nosotros se llamaría también Cirujano.

La fiesta de hoy nos lo presenta en manos del Cirujano. La circuncisión de los judíos fue la señal sangrienta que dio a Abraham Dios en señal de alianza; la extirpación del sobejo era un símbolo de la extirpación del pecado original–era al mismo tiempo una medida higiénica, quizás– sustituido entre los cristianos por el bautismo. Cristo no tenía pecado; y si se sometió a la circuncisión, era porque había cargado con los pecados nuestros, dicen los Santos Padres. Carlos Grumberg, un poeta judío argentino, dice:


Hace ocho días que naciste.
Hace un minuto que eres triste.

Ahora sangras, lloras, gritas.
Gritas con gritos israelitas.

No grites más, no llores tanto,
deja tus gritos y tu llanto.

Sangrar no es nada, pero nada.
Sangrar es sólo una bobada.

Aún ignoras, pobre crío,
que cuesta sangre ser judío.

Que cuesta sangre, como el arte...
Como si fuera un arte aparte.

Que cuesta sangre día a día,
del nacimiento a la agonía.

Que cuesta sangre y que con ésta
¡va la primera que te cuesta!.


Ésta fue la primera sangre que derramó Cristo; y ante la mirada de su madre y el inocente circuncidor San José, que veían con los ojos arrasados en lágrimas la inmensa perspectiva de dolores anunciada por los profetas, el Primero de los Israelitas ofreció desde ya el holocausto de toda su sangre: por nos gastada día a día, del nacimiento a la agonía. 





Sea todo a la mayor gloria de Dios.



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