jueves, 21 de mayo de 2020

Dom Gueranger: La Ascención de Nuestro Señor





"Año Litúrgico"
Dom Próspero Gueranger


LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR

La inefable sucesión de los misterios del Hombre- Dios está a punto de recibir su último complemento. Pero el gozo de la tierra ha subido hasta los cielos; las jerarquías angélicas se disponen a recibir al jefe que les fue prometido, y sus príncipes están esperando a las puertas, prestos a levantarlas cuando resuene la señal de la llegada del triunfador. Las almas santas, libertadas del limbo hace cuarenta días, aguardan el dichoso momento en que el camino del cielo, cerrado por el pecado, se abra para que puedan entrar ellas en pos de su Redentor. La hora apremia, es tiempo que el divino Resucitado se muestre y reciba los adioses de los que le esperan hora por hora y a quienes El dejará aún en este valle de lágrimas,

EN EL CENÁCULO. — Súbitamente aparece en medio del Cenáculo. El corazón de María ha saltado de gozo, los discípulos y las santas mujeres adoran con ternura al que se muestra aquí abajo por última vez. Jesús se digna tomar asiento en la mesa con ellos; condesciende hasta tomar parte aún en una cena, pero ya no con el fin de asegurarles su resurrección, pues sabe que no dudan; sino que en el momento de ir a sentarse a la diestra del Padre, quiere darles esta prueba tan querida de su divina familiaridad. ¡Oh cena inefable, en que María goza por última vez en este mundo del encanto de sentarse al lado de su Hijo, en que la Iglesia representada por los discípulos y por las santas mujeres está aún presidida visiblemente por su Jefe y su Esposo!

¿Quién podría expresar el respeto, el recogimiento, la atención de los comensales y describir sus miradas fijas con tanto amor sobre el Maestro tan amado? Anhelan oír una vez más su palabra; ¡les será tan grata en estos momentos de despedida!... Por fin Jesús comienza a hablar; pero su acento es más grave que tierno. Comienza echándoles en cara la incredulidad con que acogieron la noticia de su resurrección En el momento de confiarles la más imponente misión que haya sido transmitida a los hombres, quiere invitarles a la humildad. Dentro de pocos días serán los oráculos del mundo, el mundo creerá sus palabras y creerá lo que él no ha visto, lo que sólo ellos han visto.

La fe pone a los hombres en relación con Dios; y esta fe no la han tenido, desde el principio, ellos mismos: Jesús quiere recibir de ellos la última reparación por su incredulidad pasada, a fin de establecer su apostolado sobre la humildad.

LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO. Tomando enseguida el tono de autoridad que a él sólo conviene, les dice: "Id al mundo entero, predicad el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará"2. Y esta misión de predicar el Evangelio en el mundo entero; ¿cómo la cumplirán? ¿Por qué medio tratarán de acreditar su palabra? Jesús se lo indica: "He aquí los milagros que acompañarán a los que creyeren: arrojarán los demonios en mi nombre; hablarán nuevas lenguas; tomarán las serpientes con la mano; si bebieren algún veneno, no les dañará; impondrán sus manos sobre los enfermos, y los enfermos sanarán'".

Quiere que el milagro sea el fundamento de su Iglesia como El mismo lo escogió para que fuese el argumento de su misión divina. La suspensión de las leyes de la naturaleza anuncia a los hombres que el autor de la naturaleza va a hablar; a ellos sólo les toca entonces escuchar y someterse humildemente.

He aquí pues a estos hombres desconocidos del mundo, desprovistos de todo medio humano, investidos de la misión de conquistar la tierra y de hacer reinar en ella a Jesucristo. El mundo ignora hasta su existencia; sobre su trono, Tiberio, que vive entre el pavor de las conjuraciones no sospecha en absoluto esta expedición de un nuevo género que va a abrirse y llegará a conquistar al imperio romano. Pero a estos guerreros les hace falta una armadura, y una armadura de temple celestial. Jesús les anuncia que están para recibirla. "Quedaos en la ciudad, les dice, hasta que hayáis sido revestidos de el poder de lo alto'". ¿Cuál es, pues, esta armadura? Jesús se lo va a explicar. Les recuerda la promesa del Padre, "esta promesa, dice, que habéis oído de mi boca. Juan ha bautizado en agua; pero vosotros, dentro de pocos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo".

HACIA EL MONTE DE LOS OLIVOS. — Pero la hora de la separación ha llegado. Jesús se levanta y todos los asistentes se disponen a seguir sus pasos. Ciento veinte personas se encontraban reunidas allí con la madre del triunfador que el cielo reclamaba. El Cenáculo estaba situado sobre el monte Sión, una de las colinas que cerraba el cerco de Jerusalén. El cortejo atraviesa una parte de la ciudad, dirigiéndose hacia la puerta oriental que se abre sobre el valle de Josafat. Es la última vez que Jesús recorre las calles de la ciudad réproba. Invisible en adelante a los ojos de este pueblo que ha renegado de El, avanza al frente de los suyos, como en otro tiempo la columna luminosa que dirigió los pasos del pueblo israelita.

¡Qué bella e imponente es esta marcha de María, de los discípulos y de las santas mujeres, en pos de Jesús que no debe detenerse más que en el cielo, a la diestra del Padre! La piedad de la edad media la celebraba en otro tiempo por una solemne procesión que precedía a la Misa de este gran día. Dichosos siglos, en que los cristianos deseaban seguir cada uno de los pasos del Redentor y no sabían contentarse, como nosotros, de algunas vagas nociones que no pueden engendrar más que una piedad vaga como ellas.

LA ALEGRÍA DE MARÍA.-—Se pensaba también entonces en los sentimientos que debieron ocupar el corazón de María durante los últimos instantes que gozó de la presencia de su hijo. Se preguntaba qué era lo que más pesaba en su corazón maternal, si la tristeza de no ver más a Jesús, o la dicha de sentir que iba por fin a entrar en la gloria que le era debida. La respuesta venía al punto al pensamiento de esos verdaderos cristianos, y nosotros también, nos la damos a nosotros mismos. ¿No había dicho Jesús a sus discípulos: "¿Si me amaseis, os alegraríais de que fuese a mi Padre?'". Ahora bien, ¿quién amó más a Jesús que María?

El corazón de la madre estaba pues alegre en el momento de este inefable adiós. María no podía pensar en sí misma, cuando se trataba del triunfo debido a su hijo y a su Dios.

Después de las escenas del Calvario, podía ella aspirar a otra cosa que a ver al fin glorificado al que ella conocía por el soberano Señor de todas las cosas, al que ella había visto tan pocos días antes, negado, blasfemado, expirando en medio de los dolores más atroces.

El cortejo ha atravesado el valle de Josafat y ha pasado el torrente del Cedrón; se dirige por la pendiente del monte de los Olivos. ¡Qué recuerdos vienen a la memoria! Este torrente, del que el Mesías había bebido el agua fangosa en sus humillaciones, se ha convertido hoy para El en el camino de la gloria. Así lo había anunciado David. Se deja a la izquierda el huerto que fue testigo de la Agonía, la gruta en que fue presentado a Jesús y aceptado por El el cáliz de todas las expiaciones del mundo. Después de haber franqueado un espacio que San Lucas calcula como el que les era permitido recorrer a los judíos en día de Sábado, se llega al terreno de Betania a esta aldea en que Jesús buscaba la hospitalidad de Lázaro y de sus hermanas. Desde este rincón del monte de los Olivos se dominaba Jerusalén que aparecía majestuosa con su templo y sus palacios.

Esta vista emocionó a los discípulos. La patria terrestre hace aún palpitar el corazón de estos hombres; por un momento olvidan la maldición pronunciada sobre la ingrata ciudad de David, y parecen no acordarse ya de que Jesús acaba de hacerles ciudadanos y conquistadores del mundo entero. El delirio de la grandeza mundana de Jerusalén les ha seducido de repente y osan preguntar a Jesús su Maestro: "Señor, ¿es este el momento en que establecerás el reino de Israel?"

Jesús responde a esta pregunta indiscreta: "No os pertenece saber los tiempos y los momentos que el Padre ha reservado a su poder." Estas palabras no quitaban la esperanza de que Jerusalén fuese un día reedificada por Israel convertido al cristianismo; pues este restablecimiento de la ciudad de David no debía tener lugar más que al fin de los tiempos, y no era conveniente que el Salvador diese a conocer el secreto divino. La conversión del mundo pagano, la fundación de la Iglesia, era lo que debía preocupar a los discípulos. Jesús les lleva inmediatamente a la misión que les dió momentos antes: "Vais a recibir, les dice, el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra'".

LA ASCENSIÓN AL CIELO. — Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo, era el medio día la hora en que Jesús fue elevado sobre la cruz cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió detenerse con complacencia filial sobre María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo.

Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos2. Los discípulos tenían aún los ojos fijos en el cielo, cuando, de repente, dos Ángeles vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: "Varones de Galilea, ¿porqué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que os ha dejado para elevarse al cielo vendrá un día de la misma manera que le habéis visto subir". Del mismo modo que el Salvador ha subido, debe el Juez descender un día: todo el futuro de la Iglesia está comprendido en estos dos términos. Nosotros vivimos ahora bajo el régimen del Salvador; pues nos ha dicho que "el hijo del hombre no ha venido para juzgar al, mundo, sino para que el mundo sea por El salvado". Y con este fin misericordioso los discípulos acaban de recibir la misión de ir por toda la tierra y de convidar a los hombres a la salvación, mientras tienen tiempo.

¡Qué inmensa es la tarea que Jesús les ha confiado, y en el momento en que van a dar comienzo a ella Jesús les abandona! Les es preciso descender solos del monte de los Olivos de donde ha partido El para el cielo, Su corazón, sin embargo, no está triste; tienen con ellos a María, y la generosidad de esta madre incomparable se comunica a sus almas. Aman a su Maestro; su dicha en adelante consistirá en pensar que ha entrado en su descanso.

Los discípulos entraron de nuevo en Jerusalén "llenos de una viva alegría", nos dice S. Lucas, expresando por esta sola palabra uno de los caracteres de esta fiesta de la Ascensión, impregnada de una tan dulce melancolía, pero que respira al mismo tiempo más que cualquier otra alegría y el triunfo. Durante su Octava, intentaremos penetrar los misterios y presentarla en toda su magnificencia; hoy nos limitaremos a decir que esta solemnidad es el cumplimiento de todos los misterios del Redentor y que ha consagrado para siempre el jueves de todas las semanas, día tan augusto por la institución de la santa Eucaristía.

RITOS ANTIGUOS. — Hemos hablado de la procesión solemne por la cual se celebraba, en la edad media, la partida de Jesús y de sus discípulos al monte de los Olivos; debemos recordar también que en este día se bendecía solemnemente el pan y los frutos nuevos, en memoria de la última comida que el Salvador tomó en el Cenáculo. Imitemos la piedad de estos tiempos en que los cristianos tenían a pecho el recoger los menores rasgos de la vida del Hombre-Dios y de apropiárselos, por decirlo así, reproduciendo en su modo de vivir todas las circunstancias que el santo Evangelio les revelaba. Jesucristo era verdaderamente amado y adorado en esos tiempos en que los hombres se acordaban sin cesar que es el soberano Señor. Actualmente, es el hombre quien reina con sus peligros y riesgos. Jesucristo es rechazado en lo íntimo de la vida privada. Y por tanto, tiene derecho a ser nuestra preocupación de todos los días y de todas las horas.

Los Angeles dijeron a los Apóstoles: "Del mismo modo que le habéis visto subir, así bajará un día." ¡Ojalá le hubiésemos amado y servido durante su ausencia con suficiente diligencia, para que pudiésemos soportar sus miradas cuando aparezca!





Sea todo a la mayor gloria de Dios.

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