martes, 27 de abril de 2021

La Cuestión del Papa Honorio



Papa Honorio I
(Mosaico, Basílica Santa Inés Extramuros, Roma)


Presentamos aquí la refutación de uno de los grandes “argumentos” de los enemigos de la Iglesia y de la infalibilidad, falso tanto doctrinal como históricamente. No existe un “magisterio papal erróneo” (“conciliar”, “amazónico”, o como se lo quiera llamar) que el católico deba rechazar, a no ser el de una “autoridad” sólo con apariencias de legitimidad.



LA CUESTIÓN DEL PAPA HONORIO

(Revista Integrismo, n° 27, Octubre del 2019)


Dejamos hablar directamente a los autores católicos ortodoxos. Ante todo, el historiador, P. Bernardino Llorca S.J., explica los hechos sobre “El monotelismo y el Concilio VI ecuménico, III de Constantinopla, 680-681”:

(…) “a) Principio del monotelismo. El Papa Honorio. El autor de la nueva herejía fue Sergio, Patriarca de Constantinopla (610-638). Según él, a consecuencia de la unión personal en Cristo, existía en él una sola energía, una sola voluntad. Por esto se llamó a esta doctrina monotelismo (de μόνος y θέλημα). Con esto creía Sergio que se satisfacía a los católicos, pues se admitían las dos naturalezas, y se complacía a los monofisitas [herejes que admitían una sola naturaleza en Cristo, n.d.r.], pues esta única energía y voluntad de Cristo era el símbolo de la perfecta unidad que en El existe.

El emperador Heraclio (610-641) inició inmediatamente una campaña para obligar a todos a aceptar la nueva fórmula de concordia. Pero ni los monofisitas rígidos, ni menos los católicos, le dieron buena acogida. Por otra parte, entre los católicos, se levantó inmediatamente el monje palestinense Sofronio. Éste tuvo noticia de la nueva doctrina, y sin saber de dónde provenía, dirigióse al mismo Sergio para llamarle la atención sobre el peligro que contenía. Sergio se alarmó e hizo lo posible para acallarlo; pero Sofronio inició una ardorosa polémica.

Entonces Sergio trató de atraerse al Papa Honorio (625-638), para lo cual le escribió exponiéndole el estado de la cuestión y proponiéndole a Sofronio como un perturbador de la paz. Por desgracia, el Papa Honorio cayó en el lazo de Sergio, y así, entendiendo que toda aquella cuestión era más bien de palabra, escribió las dos célebres cartas a Sergio, en las cuales trataba de inducir a unos y otros a que no se trataran aquellas cuestiones, dando de paso su opinión sobre ellas. Estas dos cartas son la base de la cuestión del Papa Honorio. Con estas cartas, Sergio y los suyos quedaron sumamente envalentonados. En cambio, Sofronio quedó lleno de preocupación. Por esto envió a Roma a un hombre de su confianza con el objeto de informar debidamente al Papa. Pero al llegar éste a Roma, Honorio había muerto.

b) El monotelismo en su mayor apogeo. Entretanto, Sergio y la nueva doctrina seguían su carrera triunfal. En 638 el emperador Heraclio publicó el edicto llamado Ekthesis, compuesto por Sergio, en que se proponía claramente el monotelismo. Mientras en Oriente lo suscribieron casi todos, los occidentales lo rechazaron con toda decisión y unanimidad. Nueva complicación trajo a este asunto el emperador Constante II (641-668). Instigado por el nuevo Patriarca de Constantinopla Paulo, publicó en septiembre de 647 un nuevo edicto, el Typos, en el que se prohibía que se hablara de una o de dos voluntades. El Papa Martin I (649-655) en un sínodo de Roma de 649 rechazó expresamente la Ekthesis, el Typos y el monotelismo, excomulgando juntamente a sus más significados defensores, Sergio, Pirro y Paulo. El Emperador se enfureció, hizo prender al Papa Martín I y llevarlo a la isla Naxo, donde padeció lo indecible durante año y medio; luego fue conducido a Constantinopla, acusado de toda clase de crímenes, maltratado y por fin arrojado a Querson, donde murió en 655, mártir de los sufrimientos. Semejantes atropellos y mayores crueldades tuvo que sufrir S. Máximo, gran defensor de la verdadera doctrina en todo este período, y sus discípulos los dos Anastasios.

c) El VI Concilio ecuménico. Sólo con la muerte del Patriarca Paulo y del emperador Constante fue calmándose el fanatismo. Su sucesor, Constantino IV Pogonato (668-685), de convicciones ortodoxas, terminó por fin tan enconada contienda. Inmediatamente invitó al Papa a enviar legados para un Concilio. El Papa Agatón (678-681) celebró un sínodo en Roma y compuso un documento dogmático para que sirviera de pauta en las discusiones del Concilio. 

Celebróse, pues, el VI Concilio ecuménico, III de Constantinopla. (…) Duró desde noviembre de 680 a septiembre de 681. Asistieron ciento setenta y cuatro prelados, presididos por los legados del Papa. La base de la discusión fue el documento pontificio, y así, se declaró solemnemente la doctrina de las dos voluntades, condenando el monotelismo. Fuera de esto, el Concilio condenó a Sergio, Paulo y otros representantes de la herejía, y finalmente al Papa Honorio. Esta condenación del Papa Honorio, hecha por el Concilio, forma la segunda parte de la cuestión sobre este Pontífice. Con esto terminó el Concilio y poco a poco se fueron calmando los ánimos”. (…) (P. B. Llorca, “Manual de Historia Eclesiástica”, ed. Labor, Barcelona, 1951, págs. 173-175).

El siguiente texto [desde aquí los énfasis en negrita nos pertenecen, n.d.r.] que servirá de introducción a la cuestión, del teólogo, Dom Mauro Cappellari O.S.B. Cam., más tarde Papa Gregorio XVI, comenta así la oración de Cristo por Pedro:

(…) “Aunque Cristo contempló entonces la cabeza de la Iglesia en la persona de Pedro; todavía siguiendo a la tradición conviene que veamos un doble efecto de esta oración, correspondiente a las dos relaciones que había en Pedro de persona privada y de cabeza futura. Considerado Pedro bajo el primer respecto obtuvo la indeficiencia en la fe, o sea la perseverancia final; y bajo el segundo la absoluta infalibilidad: y he aquí el sentido en que deben tomarse los testimonios de los Padres que dicen que por aquellas palabras se concedió a Pedro el don de la perseverancia. Lo consiguió en efecto a pesar de haber negado a Cristo tres veces, porque no por eso perdió totalmente la fe, como dice el Crisóstomo: Non omnino Petri fides interior evanuit [“el Señor no pedía que no le negase su Apóstol, sino que no le faltase su fe, no puede decirse que esta desapareció enteramente en Pedro”] (Hom. 3 in Math.), sino que conservó interiormente la semilla y la raíz, aunque con sus negaciones se cayeron las hojas, como se explica Teofilacto: Quamvis brevi tempore concutiendus sis, habes tamen recondita fidei semina: ut etiamsi folia abjecerit spiritus invadentis, radix tamen vivat, et non deficiat fides tua [“Porque aunque San Pedro había de sufrir grandes agitaciones, tenía, sin embargo, escondida la semilla de la fe; y así, aun cuando cayesen las hojas a impulsos de la tentación, sin embargo, quedaría la raíz”] (In c. 22 Lucæ)”. (…) (D. Mauro Cappellari, “El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia contra los ataques de los novadores”, Cap. IV: Se examina la oración de Cristo: Ego rogavi… Imprenta Piñuela, Madrid, 1834, págs. 181-182).

Más adelante, en la misma obra, se estudia entonces la cuestión: 

“…la célebre carta de San Agatón, escrita al Emperador, y leída y aprobada por el sexto concilio Ecuménico, en la cual el Pontífice después de haber declarado la doctrina católica sobre las dos voluntades, divina y humana, que hay en Cristo, protesta francamente que esta fue siempre la fe de la Silla Apostólica, la cual como está sostenida por la mano invisible de Dios, y dirigida por aquella luz indeficiente con que Dios la ilumina, nunca se apartó del camino recto de la tradición, ni se conmovió con los ataques de la inconstante herejía, sino que como una inmóvil roca en medio del furor de las olas jamás puede ser separada de su base, esto es de la profesión de aquella fe que recibió al principio de sus fundadores, y en virtud de la promesa que hizo el Redentor a San Pedro, cabeza de la Iglesia, de que jamás faltará en su fe: Hæc est vera fidei regula, quam et in prosperis et in adversis veraciter tenuit ac defendit hæc spiritalis Mater vestri tranquillissimi imperii, apostolica Christi Ecclesia, quæ per Dei omnipotentis gratiam a tramite apostolica traditionis numquam errasse probabitur, nec hæreticis novitatibus depravata succubuit; sed ut ab exordio fidei christianæ percepit ab auctoribus suis Apostolorum principibus, illibata fide hactenus permanet, secundum ipsius Salvatoris Domini pollicitationem, quam suorum Apostolorum principi in sacris Evangeliis fatus est, Petro inquiens: Ecce Satanas expetivit vos, etc. [“Os enviamos, pues, la regla de la verdadera fe que, en el seno de la paz o en medio de las tempestades, ha sido conservada y defendida enérgicamente por la Iglesia apostólica de Jesucristo, la que, por la gracia del Dios todopoderoso, nunca será convencida de haberse apartado del sendero de la tradición de los Apóstoles, ni de haber caído en la depravación de las innovaciones heréticas. Tal como ha recibido la fe de sus fundadores, los Príncipes de los Apóstoles de Cristo, tal la ha conservado sin la menor mancha, en virtud de la promesa divina que el mismo Jesús, nuestro Salvador, hizo en los santos Evangelios al Príncipe de sus Apóstoles: Pedro, Pedro, he aquí que Satanás ha pedido cribaros a todos…”]

[*]. (Nota del autor: Es muy fuerte este argumento a favor de la ortodoxia de Honorio, porque si los Padres del Concilio y si el Emperador hubieran sospechado de su fe no hubiera atestiguado San Agatón la pureza de la creencia de sus predecesores con tanta seguridad, y sin nombrar siquiera a aquel Pontífice. Me ha parecido prevenir sobre esto a los lectores para que no les pare la dificultad que se funda en el hecho de Honorio, y que disolveremos con más extensión en otra parte). Luego para este Santo Pontífice es efecto y consecuencia de aquella oración de Cristo que la Silla Apostólica nunca se desvíe del sendero de la tradición, no ceda a las novedades y herejías, sino que conserve y defienda victoriosamente las doctrinas reveladas. Con que se podrá decir con verdad que cuando Cristo rogó por Pedro rogó también por sus sucesores, para quienes no menos que para Pedro alcanzó una perpetua asistencia con que caminen seguros por la senda de la tradición Apostólica, sin sucumbir al error, y conservando puro e intacto el depósito de la fe católica”. (…) (“El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia”, Cap. V: Si antes de Cayetano infirieron los Padres y teólogos de la referida oración de Cristo la infalibilidad pontificia, págs. 197-198).

El autor habla aquí de “la pretendida caída de Honorio”, de la misma manera que el futuro Gregorio XVI habla de “la supuesta prevaricación de Liberio y Honorio” en la obra ya citada (pág. 264).

El mismo futuro Papa profundiza el punto en el Capítulo XVI de su libro, donde “Se examinan los dichos del concilio quinto, y el hecho de Honorio, demostrando que nada se prueba ni por aquellos ni por este contra la infalibilidad del Papa”. Allí señala que “no pueden sacar mayores ventajas los contrarios del hecho de Honorio, con que piensan alcanzar un triunfo completo”; pasa luego a mencionar las diferentes opiniones existentes para explicar tal hecho: que las actas del concilio sexto fueron falsificadas (Belarmino y Baronio); que pudo engañarse el concilio en cuanto al hecho; que Honorio fue condenado por herejía como doctor particular.

Y añade: “…solo diré que fue excomulgado como hereje, pero no formal sino solamente indirecto; esto es, por haber fomentado el impío monotelismo con imponer silencio. En esta interpretación no me podrán decir que uso de distinciones ridículas y sin fuerza, como acusa Guadagnini a Bolgeni, o que sigo a los autores de mi partido; pues solo me apoyo en la autoridad de los que no pueden ser sospechosos de adulación hacia la Silla Apostólica. Tal es Natal Alejandro, que después de haber expuesto las razones para juzgar así: concludamus itaque, dice, Honorium a sexta synodo damnatum non fuisse ut hæreticum, sed ut hæreseos et hæreticorum fautorem, utque reum negligentiæ in illis coercendis [concluimos entonces que Honorio fue condenado por el sexto sínodo no como hereje, sino por haber favorecido la herejía y los herejes, y por haberse hecho culpable de negligencia al no reprimirlos] (Sæc. 8, diss. 2, prop. 3): tal es el supuesto Bossuet, quien refutando a los referidos Belarmino y Baronio raciocina de esta manera: Quid autem iniqui est in decreto synodali? Nempe inquiunt (los dos purpurados): Honorius non erat monothelita. Quid tum postea? quasi hæretici tantum, ac non etiam hæreticorum fautores defensoresque damnentur [¿Qué tiene de malvado el decreto del sínodo? Dicen, por supuesto, que Honorio no era monotelita, ¿y qué se sigue? Como si solo los herejes, y no también los favorecedores y defensores de los herejes, debieran ser condenados] (Defens., 8 c. t. 2, p. 3, l. 7, c. 26): tal es Herminier, que responde a los contrarios con la siguiente distincion: Concilii patres Honorium damnaverunt ut hæreticum conniventia et patrocinio, concedo; dogmate et scientia, nego [Los padres del Concilio condenaron a Honorio por connivencia y apoyo a los herejes, concedo; por enseñar y a sabiendas, niego] (De Incarn. App. de Honorii sent.): alegando la autoridad de los Padres y escritores contemporáneos, que le atribuyen únicamente esta culpa, y que podían conocer mejor que nadie la mente del concilio. Efectivamente, León II que lo confirmó, si Honorio hubiera sido excomulgado como hereje formal, no hubiera dado por causa de su excomunión la siguiente: Quia flammam hæretici dogmatis non, ut decuit Apostolicam auctoritatem, incipientem extinxit, sed negligendo confovit [faltando a los deberes que le imponía su autoridad apostólica, en lugar de apagar la llama de la herejía, la fomentó con su negligencia] (Epist. ad Episcopos Hispan.). Donde es de notar aquel Apostolicam auctoritatem en vez de Apostolicam Sedem. No dijo Sedem, en cuyo caso se podría entender de alguna manera la doctrina, sobre la cual versa solamente la infalibilidad, sino auctoritatem, porque olvidándose casi de su absoluta autoridad para reprimir a los herejes, se dejó intimidar del modo más vil e indigno por los mismos herejes y por la violencia del Emperador que los protegía, hasta el punto de concederles el silencio que pretendían sobre la una o las dos operaciones en Cristo. ¿Y cómo podía el mismo León, al tiempo de confirmar el concilio, escribir al Emperador Constantino Pogonato a la faz del mismo concilio, que Honorio fue condenado solo porque hanc Apostolicam Ecclesiam non Apostolicæ traditionis doctrina ilustravit, sed profana proditione immaculatam maculari PERMISIT? [no ilustró esta apostólica Iglesia con la doctrina de la apostólica tradición, sino que PERMITIÓ, con traición profana, que la inmaculada fe padeciese mancilla]. ¿Pero de qué sirven, se dirá, tantos testimonios contra la evidencia de las expresiones del concilio? Es verdad que por ellos se manifiesta otra cosa, pero no la mente del concilio. Este condenó a Honorio con la misma fórmula que a los Heresiarcas, y nada distingue; luego si la pena es la misma, también el delito es el mismo. ¿Nada distingue? Lo veremos. 

Y primeramente obsérvese que en nuestro caso habiendo autores contemporáneos o inmediatamente posteriores, a quienes no podía ser desconocida la intención de aquellos Padres, y que sin oponerse estos testifican o suponen que no tuvieron intención de declarar hereje formal al Pontífice, basta que la fórmula de la condenación no excluya esta distinción, tanto más si parece que la exige. Pues así es: el Emperador mismo que nada replicó a la carta que le escribió León en su edicto puesto después de la sesion 8ª, distingue a Honorio de los demás herejes: Ad hæc et Honorium, horum hæreseos in omnibus fautorem, concursorem, atque confirmatorem [y también Honorio, que fue en todo el favorecedor, el auxiliar y el confirmador de su herejía]. Hasta el mismo concilio hace esta distinción; porque habiendo condenado ya a los autores y defensores formales de la herejía, excomulga separadamente al Pontífice, no confundiéndole con los demás: Anathematizari præcipimus et Honorium, eo quod invenimus, per scripta quæ ab eo facta sunt ad Sergium, quia in omnibus ejus mentem secutus est, et impia dogmata confirmavit [Llegamos a la conclusión de anatematizar también a Honorio... porque encontramos que en los escritos que escribió a Sergio siguió en todo la mente de éste, y confirmó sus impíos dogmas] (Act. 13). Constantino, pues, le llama fautor, cooperador y confirmador del monotelismo; el concilio le anatematiza separadamente, dando por razón de la excomunión, que en su carta a Sergio in omnibus ejus mentem secutus est; es decir, porque condescendió con sus pretensiones, miras e intenciones; aunque ignoraba el fin que aquel se proponía, pues le ocultaron el misterio de la herejía con el velo de un celo ortodoxo; y porque confirmó las doctrinas impías con haber impuesto silencio. ¿No se quiere admitir esta explicación? ¿Pues porqué añade el concilio: et impia dogmata confirmavit? Si el haberse conformado con la intención de Sergio significase haber abrazado sus herejías, era superfluo añadir que confirmó sus impíos dogmas. El que abraza la herejía, la confirma en el mismo hecho de abrazarla; siendo así que se puede confirmarla indirectamente, por falta de cautela, sin error del entendimiento, y de consiguiente sin abrazarla. ¿Con qué fundamento se pretende pues que la intención del concilio fue condenar al Papa como hereje formal? Pero esta interpretación la necesitaban los novadores para probar que estaba lejos el concilio de tener al Papa por infalible, y autorizar al mismo tiempo con este ejemplo el erróneo sistema de la falibilidad de la Iglesia en los hechos doctrinales. Por lo demás, se prueba que es inasequible la empresa de los contrarios, sin necesidad de recurrir a la profesión de fe que hacían los electos Romanos Pontífices a la faz de la Iglesia, excomulgando en ella auctores novi hæretici dogmatis… una cum Honorio, qui pravis eorum assertionibus silentium impendit [a los autores del nuevo dogma herético… y con ellos, Honorio, que ofreció el silencio a sus doctrinas depravadas] [Diurn. Pontif.]. Si los contrarios se empeñan en que la voz hereje se debe tomar siempre en un sentido tan riguroso, que nunca signifique sino el que es reo de una herejía formal, les recordaremos a Teognis y Eusebio de Nicomedia en el concilio Niceno, a Teodoreto y Juan, etc., en el Calcedonense, referidos por Bolgeni; y verán que también se llaman así generalmente los fomentadores, y defensores ocultos de la herejía” (El triunfo… Cap. XVI, págs. 316-319).

Luego de este desarrollo teológico, volvemos a los historiadores. Creemos que el P. Llorca (citado al comienzo), en sus manuales, ofrece el juicio y conclusión pertinentes.

(…) “Cuestión del Papa Honorio. Basándose en estas dos cartas de Honorio, se ha presentado la actuación de este Papa como una dificultad gravísima contra la infalibilidad pontificia. Como en su conducta impuso silencio a los defensores de la ortodoxia y dio, al menos aparentemente, la razón a Sergio y a sus partidarios, se supone que erró dogmáticamente, por lo cual no se puede decir que el Papa sea infalible. Este argumento lo han esgrimido y lo siguen esgrimiendo hasta nuestros días todos los enemigos del Pontificado, y es bien conocido que, cuando se discutió en el concilio Vaticano I el dogma de la infalibilidad pontificia, la cuestión del papa Honorio fue una de las más agitadas y de las que proporcionaron armas constantemente a los impugnadores de la definición de este dogma.

Ahora bien, ¿qué solución cabe dar a este problema? Algunos apologistas han querido resolverlo negando a estas cartas el carácter de documentos dogmáticos o ex cathedra. Según esta solución, como la infalibilidad pontificia sólo se extiende a los documentos emanados ex cathedra, no pueden estas cartas ofrecer dificultad ninguna al dogma. Aunque contuvieran algún error, éste sería muy de lamentar en un papa, pero sería puramente error personal, un error privado, sin consecuencias para la infalibilidad pontificia.

Pero esta solución no puede admitirse. La razón que suele darse para quitar el carácter ex cathedra a estas cartas es que van dirigidas sólo a Sergio o que no contienen anatema ninguno y dan solamente normas prácticas de conducta, como es el silencio impuesto sobre aquellas discusiones. Este argumento resulta en verdad inconsistente, y, si bien se advierte, echaría abajo una buena parte del magisterio eclesiástico pontificio primitivo. Para que se pueda decir que el Papa habla ex cathedra no es necesario que emplee un tipo especial de documentos, ya se llamen bulas, ya encíclicas, privilegios o decretos, en los que con toda solemnidad defina alguna verdad revelada. Lo importante es que hable como Papa y maestro de la verdad, determinando con autoridad suprema algún punto referente al depósito de la fe. Aunque esta enseñanza la publique en forma de carta, breve o rescripto, no deja de tener el carácter de documento ex cathedra.

Si no se admite este principio, deberíamos decir que la Epístola dogmática de San León a Flaviano, por ejemplo, no tiene carácter dogmático. Evidentemente, detrás de Flaviano, a quien se dirige la carta, veía San León a toda la Iglesia, como detrás de San Cirilo veía el papa Ceferino a todos los fieles, y, en nuestro caso, el papa Honorio, al dirigirse a Sergio y Sofronio, enseñaba a toda la Iglesia. Por lo demás, no se trataba en nuestro caso únicamente de cuestiones prácticas o disciplinares, sino que se debatía un punto dogmático de importancia fundamental en la doctrina cristológica. Así lo entendían de hecho todos los que intervinieron en la discusión.

Solución de la cuestión del papa Honorio. Descartada, pues, esta solución y partiendo de la base de que las dos cartas de Honorio son documentos doctrinales y, en tales condiciones, que deben ser consideradas como declaraciones ex cathedra, debemos afirmar que no contienen error ninguno dogmático. Por consiguiente, no ofrecen dificultad ninguna contra la infalibilidad pontificia. Lo único que debemos conceder es que el papa Honorio no estuvo acertado en el modo como resolvió el asunto, al imponer silencio a las dos partes. Fue un error de táctica de graves consecuencias para la Iglesia, pero no un error doctrinal, que es lo único que comprometería la infalibilidad.

Efectivamente, la expresión “unde et unam voluntatem fatemur Domini nostri Iesu Christi” [confesamos una sola voluntad en Jesucristo] y otras semejantes que se emplean, si se estudia bien el contexto, se refieren a la unidad moral de las dos voluntades de Cristo, no a la unidad física, que es lo que defendían los monoteletas. Ciertamente era una expresión que engendraba confusión; pero el sentido que tenía en la mente de Honorio era plenamente ortodoxo: unidad moral. Por esto habla de un único operante, de dos naturalezas unidas en un solo Cristo; dos naturalezas que obran lo que les es propio sin confusión ni separación, pero en unidad moral perfecta. Todo esto, que es doctrina expresada por Honorio en sus cartas, no es otra cosa que el dogma ortodoxo católico. El que Sergio y sus secuaces interpretaran en favor suyo la expresión de única voluntad en Cristo, como si Honorio defendiera una sola voluntad física, no debe inducirnos a error. También en otro tiempo los adversarios de San Cirilo, los nestorianos, interpretaban algunas expresiones de sus anatematismos como si fuera partidario del monofisitismo, y, en realidad, sus palabras daban pie para esta sospecha; pero, si se atiende al conjunto de su doctrina, aparece claramente que no contienen ningún error.




No de otra manera opinaban sobre el sentir del papa Honorio los prohombres de la causa católica que intervinieron en estas discusiones. Todos ellos lo presentaban como autoridad en favor de sus ideas contra los monoteletas, sin temor de que nadie los contradijera. Así, el más insigne de todos, San Máximo Confesor, afirmaba que, en las conocidas cartas, Honorio solamente había querido “explicar que jamás de ninguna manera la naturaleza humana, concebida virginalmente, fue de hecho arrastrada por la voluntad de la carne”; es decir, que únicamente quiere salvar la unidad moral de las dos voluntades. Precisamente esta argumentación era la que más fuerza daba a San Máximo en sus encarnizadas luchas contra los monoteletas, como se verá después. Por otra parte, él, contemporáneo de los acontecimientos, podía estar muy bien enterado del verdadero sentido de las palabras del papa Honorio, tanto más cuanto que nadie le contradijo de hecho en todo este razonamiento.

A la misma conclusión llegaríamos si consideramos la manera como más tarde se condenó al papa Honorio. En todas las fórmulas de condenación y anatema contra él no se le atribuía ningún error dogmático ni se afirmaba que hubiera defendido ninguna herejía, sino únicamente que había sido negligente en el desempeño de su oficio y que no había sido bastante enérgico, fomentando con su descuido la herejía”. (…) (“Historia de la Iglesia Católica”, PP. Llorca, García Villoslada, Montalbán S.J., tomo I, ed. B.A.C., Madrid, 1976, págs. 744-747).

Encontramos aquí el mismo juicio de manera más resumida: “…la prueba más clara de que en realidad Honorio no opinaba como los monoteletas es que ellos mismos en sus discusiones no lo solían presentar como partidario suyo. Además, los grandes defensores de la ortodoxia de aquel tiempo presentan al Papa Honorio como contrario al monotelismo, y no hay duda que ellos podían conocer bien su verdadera opinión. Así Juan IV (640-642) defiende que Honorio sólo habla de una voluntad humana en Cristo, lo cual es correcto. Igualmente S. Máximo Confesor, mártir de la ortodoxia, expresó esta misma opinión, diciendo que Honorio sólo excluye dos voluntades humanas en Cristo. Todo esto indica que ya desde el principio la doctrina del Papa Honorio era considerada como ortodoxa, si bien la explicación que parece más conforme con todo el contexto es que, al hablar de una voluntad, entiende una voluntad moral o concordia entre la voluntad divina y humana de Cristo, que es lo que defiende la ortodoxia católica” (Llorca, “Manual de Historia Eclesiástica”, 1951, págs. 175-176).

Está claro entonces cual fue la verdadera falla de Honorio: “En cambio, no puede librarse el papa Honorio de una conducta desacertada y verdaderamente dañina a la causa católica. Se dejó prender demasiado fácilmente en las redes de Sergio, como en otro tiempo el papa Zósimo en las de Pelagio y Celestio. Creyó con demasiada facilidad en las falacias de este hombre astuto, por lo cual tomó aquella medida desacertada de imponer silencio a los defensores de la verdadera causa. Este sistema no podía favorecer más que al error, el cual podía de este modo extenderse sin que nadie se le opusiera, y esto por obra del que debía haberle cortado los pasos” (“Historia de la Iglesia”, Llorca, Villoslada, Montalbán, tomo I, pág. 747).

Respecto del concilio sexto ecuménico, en la misma obra, más adelante (en las págs. 758 y 759), afirma Llorca que “el concilio sexto sólo recibió el privilegio de infalibilidad cuando el papa León II le mandó su aprobación y en tanto en cuanto fue aprobado por el Romano Pontífice”. El cual, al aprobarlo no dio como razón del anatema conciliar “que Honorio hubiera seguido el error de Sergio, sino porque ‘hanc apostolicam Sedem profana proditione immaculatam fidem maculari permisit’, es decir, porque permitió que la Sede Apostólica fuera afeada con una traición herética.

Y continúa el autor: “Por tanto, la condenación del concilio sexto, que recibe la aprobación del Papa, y, por consiguiente, el privilegio de infalibilidad conciliar, tiene como fundamento un grave descuido del Papa, una falta grave de vigilancia, su negligencia en no cortar los pasos a la herejía. Es lo que expusimos en su debido lugar. Tal vez erraron los Padres del concilio, creyendo ellos erróneamente que Honorio había seguido la doctrina del monotelismo; pero el decreto definitivo del concilio, después de la aprobación pontificia, no contiene este error, sino que se ajusta exactamente a la realidad de los hechos.

Todo esto se confirma teniendo presente la siguiente observación: las instrucciones que los legados pontificios habían recibido del papa Agatón contenían lo que acabamos de indicar: ‘Quæ (Ecclesia Romana) per Dei Omnipotentis gratiam a tramite Apostolicæ Traditionis numquam errasse probabitur, nec hæreticis novitatibus depravata succubuit’: ‘Nunca podrá probarse que la Sede Romana, ayudada de la Omnipotencia divina, se haya apartado de la tradición o doctrina apostólica o sucumbido a ninguna novedad herética’. Bien claramente se manifiesta el sentir del Romano Pontífice, que excluye todo error de todos los Romanos Pontífices; por consiguiente, también del papa Honorio; y este sentir es el que impuso luego al concilio.

En esta forma quedó luego durante toda la Edad Media la condenación del papa Honorio, que repetía la Iglesia en diferentes ocasiones, y es lo que resume el Liber Diurnus con estas palabras: ‘Anatematizamos a Honorio, porque con su negligencia fomentó el crecimiento de los falsos asertos de los herejes’”.

Y en su “Manual de Historia” (pág. 176), concluye el autor, “sólo esta condenación de Honorio por su descuido y negligencia recibió la sanción de los Romanos Pontífices”.


ANEXO

Una nouvelle théologie

Como recordó el Padre Hervè Belmont en uno de sus artículos, durante el Concilio, frente a la marea inundante de modernismo, algunos defensores de la ortodoxia católica trataron de erigir un dique de obstrucción. Empresa meritoria, pero viciada por el hecho de que, en la prisa, han utilizado argumentos equivocados para justificar el rechazo del Concilio y, algunos años después, del Novus Ordo Missae. Y después de algún tiempo, inevitablemente han aparecido las primeras grietas.

De hecho, frente a los errores enseñados por Pablo VI, en vez de reafirmar en toda su integridad la autoridad papal y sacar las debidas conclusiones (es decir, la vacancia de la suprema autoridad, al ser imposible que un verdadero Papa contradiga la enseñanza de sus predecesores), han comenzado a disminuir cada vez más la función y autoridad del Papa. Con la intención de preservar la Fe de los errores de Pablo VI, han golpeado así al mismo Papado, roca sobre la cual Cristo fundó Su Iglesia. Si el papa Pablo VI yerra, pensaron, hay que concluir que un Papa puede efectivamente errar en la enseñanza doctrinal sin que afecte a la divina constitución de la Iglesia. Como si en el Concilio las puertas del infierno hubieran, temporaria y misteriosamente, prevalecido.

La situación en la Iglesia después del Concilio era tan única en su género y tan confusa que     podía determinar una valoración inicialmente equivocada; pero después de esta primerísima fase, se podía y se debía llegar a la solución católica del problema.

Por el contrario, el error inicial se agravó: de las consideraciones ad hominem, retóricas o de naturaleza práctica, se quisieron tomar argumentos doctrinales, formando así una verdadera y propia nouvelle théologie sobre la Iglesia y el Papado, con toda una serie de bizantinismos sobre el magisterio ordinario y extraordinario, sobre la naturaleza de un concilio ecuménico, sobre la validez de la promulgación de un rito y, más recientemente, sobre la infalibilidad de las canonizaciones. En particular fue introducido el concepto de que el magisterio del Papa es tal solamente si es conforme a la Tradición, negando que el Papa sea la regla próxima de nuestra fe e intérprete auténtico de la Tradición.

Así entonces se invocaron los presuntos “errores” de los Papas del pasado en materia de Fe, pasando del campo de la enseñanza dogmática de los Papas al de las decisiones diplomáticas o políticas realizadas por la Sede Apostólica. Está cada vez más difundido y enraizado en los ambientes de la FSPX [y no solo en esos ambientes...], sobre todo entre el clero y los fieles más jóvenes, un modo de pensar según el cual los Papas también se habrían equivocado en el pasado; nada de extraño entonces que también se equivoquen hoy. Se vuelve así normal atribuir a la Iglesia, Esposa de Cristo, Madre y Maestra de todos los fieles, la promulgación de una Misa nociva para la Fe o sacramentos francamente inválidos (como el nuevo rito de la Confirmación). Comprobados estos límites de “Roma”, en los prioratos de la FSPX se enseña que no es importante saber si hay o no un Papa al cual someterse (“cuando estemos ante San Pedro no se preguntará si J.P. II [B. XVI o Francisco] es o no es Papa”: los cismáticos orientales estarían contentos con esta especie de revelación privada); pero sí saber que hay obispos (obviamente de la FSPX, únicos depositarios de los carismas de Mons. Lefebvre) capaces de discernir entre lo bueno y lo malo que la Iglesia daría hoy a sus hijos.

En esta óptica, se pone en guardia de quien ama demasiado a los Papas (“No hay que exagerar el culto debido a Roma, al papa...”, escribe el Padre Michel Simoulin en el opúsculo “1988: el cisma inhallable”), de quien exagera la infalibilidad pontificia (argumento frecuentemente utilizado por la revista Sí sí, no no); en suma, de quien está embebido de “papolatría” (neologismo de moda en Ecône), un error que estaría presente sobre todo en los pueblos de más profunda tradición católica, que son acusados de ser demasiado... ¡católicos! La consecuencia más nefasta de este amor exagerado por el Papado sería obviamente el sedevacantismo, o conjunto de aquellos individuos que debiendo escoger en algunos puntos capitales de la Fe Católica entre la enseñanza de la Iglesia y la de la FSPX, prefirieron la primera a la segunda.

Como se ha hecho notar en otras ocasiones, la FSPX [et alia…] termina por enseñar el mismo error de los modernistas sobre la presunta falibilidad de los Papas, con la diferencia de que los modernistas la atribuyen a los Papas del pasado (con los consiguientes mea culpa de J.P. II); en cambio, la FSPX la aplica sobre todo (pero como hemos visto, no solo) a quienes considera como Papas en la reciente historia de la Iglesia (en espera de un futuro mea culpa reparador).

Son fruto de este pensamiento las declaraciones sobre el Papa anticristo, sobre el Papa que debe convertirse a la Fe, sobre el Papa enemigo de la Iglesia, afirmaciones que serían normales en labios de un luterano o de un cismático griego, pero no en los de un católico. Es elocuente, a este respecto, la desenvoltura manifestada en una famosa viñeta, ideada personalmente por Mons. Lefebvre, que representa a un demonio que se presenta silbándole a J.P. II e invitándolo a seguirlo al infierno.

La situación se ha vuelto grotesca. De hecho, J.P. II [B. XVI o Francisco] sería verdadero Papa, luego verdadero sucesor de San Pedro, verdadero Vicario de Cristo en la tierra, verdadero depositario del poder petrino, pero al mismo tiempo se equivocaría cuando enseña doctrina, cuando escribe encíclicas, cuando celebra cotidianamente la Misa, cuando promulga una ley universal como el nuevo derecho canónico, cuando excomulga a obispos consagrados contra su voluntad, cuando canoniza santos, cuando permite la celebración de la Misa de San Pío V... Pero es Papa... y quien lo niegue es enemigo de la Iglesia y (¿sobre todo?) de la FSPX. 

A la luz de la nouvelle théologie de la FSPX se vuelve entonces normalísimo escandalizarse si un obispo como Mons. Rifán pretende someterse a aquel que, como la FSPX, considera como Vicario de Cristo, prefiriendo estar en comunión con J.P. II más que con Mons. Fellay. También es escandaloso, siempre en esta óptica, si Mons. Rifán asiste al rito que es celebrado cada día por J.P. II, cuyo nombre es mientras tanto citado cotidianamente en las Misas celebradas por miembros de la FSPX. Este es el juego acostumbrado: hay que estar en comunión con J.P. II [Francisco], pero sin estarle sometido, sin su enseñanza, sin su Misa... Es decir, pretender ser católico prescindiendo de la persona que se reconoce depositaria del Poder de las Llaves.

(P. Ugo Carandino, “Con Pedro o contra Pedro: una trágica necesidad de opción”, Sodalitium nº 58, Integrismo nº 5).


Fuente: Revista Integrismo




Sea todo a la mayor gloria de Dios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...