SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR
JESÚS Y SAN ESTEBAN
San Pedro Damiano comienza su sermón de este día por las siguientes palabras: “Tenemos aún en nuestros brazos al Hijo de la Virgen, y honramos con nuestras caricias al Hijo de Dios. Es María quien nos ha llevado a la excelsa cuna; hermosa entre las hijas de los hombres, bendita entre las mujeres, nos ha presentado a Aquel que es hermoso entre los hijos de los hombres y más lleno de bendiciones que todos ellos. Descorre para nosotros el velo de las profecías y nos muestra la realización de los designios divinos. ¿Quién de nostros podría apartar su mirada de ese alumbramiento? Con todo, mientras el recién nacido nos regala con sus tiernos besos y nos tiene suspensos con tanto prodigio, de pronto, Esteban, lleno ele gracia y fortaleza, obra maravillas en medio del pueblo. (Actos, VI, 8.) ¿Abandonaremos, pues, al Rey para volver nuestros ojos a uno de sus soldados? Ciertamente que no, a no ser que el mismo Rey nos lo ordene. Ahora bien, he aquí que el Rey, se levanta y va a presenciar el combate de su siervo. Corramos, pues, a ver ese espectáculo, al cual también él acude, y contemplemos al abanderado de. los Mártires.”
La Santa Iglesia, en el Oficio de hoy, quiere que leamos el principio de un Sermón de San Fulgencio en la fiesta de San Esteban: “Celebrábamos ayer el Nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos la Pasión triunfante de su soldado. Ayer, nuestro Rey revestido de carne, salió del seno de la Virgen y se dignó visitar el mundo; hoy, el luchador ha salido de la tienda de su cuerpo, y ha subido vencedor al cielo. El primero, conservando la grandeza de su eterna divinidad, se puso el humilde ceñidor de la carne, y penetró en el campo de este mundo dispuesto para la lucha; el segundo, despojándose de la envoltura corruptible del cuerpo, ha subido al palacio del cielo para reinar allí por siempre. El uno ha descendido bajo el velo de la carne, el otro ha subido entre los laureles púrpureos de su sangre. El uno ha bajado de la compañía alegre de los Angeles, el otro ha subido de entre los judíos que le apedreaban. Ayer cantaban con gozo los santos Angeles: ¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos! Hoy han recibido a Esteban alegremente en su compañía. Ayer Cristo fué envuelto en pañales por nosotros: hoy Esteban ha sido revestido por El con la túnica de la inmortalidad. Ayer, una estrecha cueva recibía a Cristo Niño: hoy, la inmensidad del cielo recibe a Esteban triunfante.”
De esta manera la Liturgia une la alegría de la Natividad del Señor a la que le produce el triunfo del primer Mártir; mas no será Esteban el único en venir a gozar de sus honores en esta gloriosa octava. Después de él celebraremos a Juan, el discípulo amado; a los santos Inocentes de Belén; a Tomás, el mártir de la libertad de la Iglesia; a Silvestre, el Pontífice de la Paz. Pero el puesto de honor en esta brillante escolta del Rey recién nacido le corresponde a Esteban, el Protomártir, que, como canta la Iglesia, “fué el primero en devolver al Señor la muerte que el Salvador sufrió por él”. Tales honores merecía el Martirio, ese sublime testimonio que paga plenamente a Dios los dones otorgados a nuestra raza y sella con la sangre del hombre la verdad que el Señor confió a la tierra.
EL MÁRTIR: TESTIGO DE CRISTO
Para comprender bien esto, es necesario considerar el plan divino en la salvación del mundo. El Verbo de Dios fué enviado para enseñar a los hombres; siembra su divina palabra y sus obras dan testimonio de El. Mas, después de su Sacrificio, sube a la diestra de su Padre, y su testimonio necesita otros de testigos para ser creído de los hombres. Ahora bien, estos nuevos testigos serán los Mártires, y su testimonio lo darán no sólo con sus palabras sino también con el derramamiento de su propia sangre. La Iglesia, por consiguiente, nacerá por la Palabra y la Sangre de Jesucristo, pero su sostenimiento, su paso por los siglos, y su triunfo de todos los obstáculos, será debido a la sangre de los Mártires, miembros de Cristo; y esa sangre se juntará en un mismo Sacrificio con la de su divino Jefe.
Los Mártires serán un perfecto trasunto de su Rey supremo. Serán, cmo El mismo lo dijo, “semejantes a corderos en medio de los lobos” (S. Mateo, X, 16.) El mundo desplegará contra ellos sus poderes, y ellos se presentarán ante él débiles y desarmados; pero, en esta desigual lucha, la victoria de los Mártires será de este modo más resonante y divina. Nos dice el Apóstol que Cristo crucificado es la fortaleza y sabiduría de Dios (I Cor., I, 24); los Mártires inmolados y a pesar de todo conquistadores del mundo darán testimonio, de una manera comprensible para el mismo mundo, de que el Cristo que ellos confesaron y que les dió la constancia y la victoria, es realmente la fortaleza y la sabiduría de Dios. Es, pues, justo que se vean asociados a todos los triunfos del Hombre-Dios, y que los honre el ciclo litúrgico como los honra la Iglesia colocando sus sagradas reliquias en el ara del altar, de manera que no se celebre nunca el Sacrificio de su triunfante Jefe, sin que ellos también sean ofrecidos en la unidad de su Cuerpo místico.
EL TESTIMONIO DE SAN ESTEBAN
Así pues, la lista gloriosa de los Mártires del Hijo de Dios, comienza con San Esteban, quien destaca en ella por su mismo nombre, que significa Coronado, como presagio divino de su victoria. Es el Capitán, a las órdenes de Cristo, de ese Cándido ejército que canta la Iglesia, por haber sido llamado el primero y haber respondido generosamente al honor de la llamada. Esteban dió enérgico y valeroso testimonio de la divinidad del Emmanuel ante la Sinagoga de los Judíos; al proclamar la verdad irritó los oídos de los incrédulos; y en seguida los enemigos de Dios, hechos también sus enemigos, lanzaron contra él una lluvia de piedras mortíferas. De pie y con valentía sufrió esta afrenta; hubiérase dicho, conforme bellamente se expresa San Gregorio de Nisa, que una suave y silenciosa nieve caía sobre él en ligeros copos, o también que una lluvia de rosas descendía dulcemente sobre su cabeza. Pero, a través de aquellas piedras que chocaban entre si, portadoras de la muerte, llegaba hasta él un resplandor divino: Jesús, por quien moría, se presentaba a sus miradas, y de la boca del Mártir salla un enérgico y postrer testimonio de la divinidad del Emmanuel. Y luego, imitando al divino Maestro y para hacer completo su sacrificio, el Mártir eleva su última oración por sus verdugos; dobla las rodillas y pide que no se les impute ese pecado. Asi todo está consumado; ya se puede mostrar a toda la tierra el tipo del Mártir, para ser imitado y seguido en todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos, hasta que se complete el número de los Mártires. Esteban se duerme en el Señor y es sepultado en la paz, in pace, hasta que se vuelva a encontrar su tumba y de nuevo se esparza su gloria por toda la Iglesia, con la milagrosa Invención de sus reliquias, que es como una resurrección anticipada.
Esteban fué digno de hacer guardia junto a la cuna de su Rey, como Capitán de los esforzados defensores de la divinidad del Niño celestial que nosotros adoramos. Pidámosle con la Iglesia que nos facilite el acceso al humilde lecho en que descansa nuestro soberano Señor. Supliquémosle nos adoctrine en los misterios de esta divina Infancia que todos debemos conocer e imitar en Cristo. En la sencillez del pesebre, no contó el número de sus enemigos ni tembló en presencia de su ira, no eludió sus golpes, ni impuso a sus labios el silencio; les perdonó su ira; y su última oración fué por ellos. ¡Oh fiel imitador del Niño de Belén! Jesús, en efecto, no fulminó sus rayos contra los habitantes de aquella ciudad que negó un asilo a la Virgen Madre en el momento en que iba a dar a luz al Hijo de David. Tampoco tratará de detener la ira de Herodes, que en seguida le va a buscar para matarle; preferirá huir a Egipto, como un proscrito, ante la presencia del vulgar tirano; y asi precisamente, a través de todas esas debilidades aparentes demostrará su divinidad y probará que el Dios Niño es también el Dios Fuerte. Pasará Herodes y su tiranía; y Cristo permanecerá mucho más grande en el pesebre, donde ha hecho temblar a un rey, que ese príncipe bajo su púrpura tributaria de los Romanos; mayor que el mismo César Augusto, cuyo colosal imperio tuvo por misión servir de escabel a la Iglesia que va a fundar ese Niño, tan humildemente inscrito en el padrón de la ciudad de Belén.
MISA
Comienza la Santa Iglesia por las palabras del santo Mártir, quien, con frases de David, nos trae a la memoria las maquinaciones de los malvados, y la humilde confianza que le hizo triunfar de sus persecuciones. Desde la muerte de Abel hasta los futuros Mártires que inmolará el Anticristo, la Iglesia será siempre perseguida; su sangre no cesa de correr en una u otra región; pero su confianza reside en la fidelidad a su Esposo, en la sencillez que vino a enseñarle con su ejemplo el Niño del pesebre.
INTROITO
Sentáronse los príncipes, y hablaron contra mí; y los malvados me persiguieron: ayúdame, Señor, Dios mío, porque tu siervo practica tus mandamientos. Salmo: Bienaventurados los puros en su camino, los que andan en la Ley de Dios. — ℣. Gloria al Padre.
En la Colecta, la Iglesia pide para sí y para sus hijos la fortaleza divina que llegó en los Mártires hasta el perdón de las injurias, ratificando así su testimonio y su semejanza con el Salvador. Ensalza a San Esteban, que fué el primero en dar el ejemplo en la nueva ley.
ORACIÓN
Suplicárnoste, Señor, nos concedas la gracia de imitar lo que veneramos, para que aprendamos a amar a nuestros enemigos; pues celebramos el natalicio de aquel que supo rogar por sus mismos perseguidores a tu Hijo Nuestro Señor Jesucristo. El cual vive y reina contigo.
EPÍSTOLA
Lección de los Actos de los Apóstoles (Cap. VI y VII.)
En aquellos días, Esteban, lleno de gracia y fortaleza, hacía prodigios y grandes milagros en el pueblo. Levantáronse entonces unos de la Sinagoga, llamada de los Libertinos, y Cirineos, y Alejandrinos y de los de Cilicia y de Asia, disputando con Esteban: y no podían resistir la sabiduría y el Espíritu con que hablaba. Y, oyendo estas cosas, se secaban de rabia en su interior, y rechinaban los dientes contra él. Mas él, estando lleno del Espíritu Santo, mirando al cielo, vió la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios. Y dijo: He aquí que veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios. Entonces ellos, dando grandes gritos, se taparon los oídos y se lanzaron a tina contra él. Y, arrojándole fuera de la ciudad, le apedrearon: y los testigos depositaron sus vestidos a los pies de un joven que se llamaba Saulo. Y apedrearon a Esteban, que oraba y decía: Señor, Jesús, recibe mi espíritu. Y, puesto de rodillas, clamó con grande voz: Señor, no les imputes este pecado. Y habiendo dicho esto, se durmió en el Señor.
De esta manera, oh glorioso Príncipe de los Mártires, fuistes llevado fuera de las puertas de la ciudad para ser sacrificado, y muerto con el suplicio de los blasfemos. El discípulo debía ser semejante en todo a su Maestro. Pero ni la ignominia de esta muerte, ni la crueldad del suplicio amilanaron tu esforzado espíritu: llevabas a Cristo en tu corazón, y con él eras más fuerte que todos tus enemigos. Mas, ¿cuál fué tu gozo, cuando se abrieron los cielos sobre tu cabeza y apareció en su carne glorificada ese Dios Salvador, de pie y a la diestra de Dios, cuando se encontraron tus miradas con las del divino Emmanuel? Esa mirada de un Dios a su criatura que se dispone a sufrir por El, y de la criatura a Dios por quien se inmola, te puso en arrobamiento. En vano llovían las duras piedras sobre tu inocente cabeza: nada era capaz de distraerte de la vista de aquel Rey eterno que por ti se levantaba de su trono y venía a colocarte la Corona que te había tejido desde toda la eternidad y que ahora conquistabas! Ruega, en la gloria donde hoy reinas, para que también nosotros seamos fieles, y fieles hasta la muerte, a ese Cristo que no sólo se ha levantado, sino que ha descendido hasta nosotros en la figura de niño.
GRADUAL
Sentáronse los príncipes y hablaron contra mí: y los malvados me persiguieron. — ℣. Ayúdame, Señor Dios mío: sálvame por tu misericordia.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — ℣. Veo los cielos abiertos, y a Jesús, que está a la diestra del poder de Dios. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Mateo. (XXIII, 34-39.)
En aquel tiempo decía Jesús a los Escribas y Paríseos: He aquí que yo envío a vosotros profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos los mataréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en vuestras sinagogas, y los perseguiréis de ciudad en ciudad: para que venga sobre vosotros toda la sangre justa, que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar. En verdad os digo: Todo esto vendrá sobre esta generación. Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados: ¿cuántas veces he querido congregar a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y tú no has querido? He aquí que vuestra casa se os quedará desierta. Porque os digo que, desde ahora, ya no me veréis más hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.
Los Mártires continúan en el mundo el ministerio de Cristo, dando testimonio de su doctrina y sellándola con su sangre. El mundo no los ha reconocido; han brillado en las tinieblas como su Maestro, y las tinieblas no los han comprendido. Con todo, muchos han aceptado su testimonio y gracias a esta fecunda semilla han germinado para la fe. La Sinagoga fué rechazada por haber derramado la sangre de Esteban después de la de Cristo; ¡desgraciado, pues, quien no reconozca el mérito de los Mártires! Recojamos, nosotros las grandes lecciones que nos da su sacrificio, y demostremos con nuestra devoción hacia ellos la gratitud que les debemos por la sublime misión que han desempeñado y siguen desempeñando en la Iglesia. La Iglesia, efectivamente, no está nunca sin Mártires, como no está nunca sin milagros; es el doble testimonio que dará hasta el fin de los siglos, por cuyo medio manifiesta la vida divina que su fundador la ha comunicado.
Durante el Ofertorio, la Santa Iglesia recuerda los méritos y la sublime muerte de Esteban, para manifestar que el sacrificio del santo Diácono se une al del mismo Jesucristo.
OFERTORIO
Eligieron los Apóstoles al Levita Esteban, lleno de fe y del Espíritu Santo: al que apedrearon los judíos mientras oraba y decía: Señor, Jesús, recibe mi espíritu, aleluya.
SECRETA
Recibe, Señor, estos dones en memoria de tus Santos: para que, así como el martirio los hizo a ellos gloriosos, así la piedad nos haga puros a nosotros. Por el Señor.
Unida a su divino Esposo por la santa Comunión,* la Iglesia ve también los cielos abiertos y a Jesús de pie a la diestra de Dios. Transmítele al Verbo encarnado todos sus sentimientos amorosos, y de este celestial alimento saca esa mansedumbre que le ayuda a soportar las injurias de sus enemigos, para ganarlos a todos a la fe y al amor de Jesucristo. También Esteban se había alimentado con este manjar divino, para lograr la fortaleza sobrehumana que le mereció la victoria y la corona.
COMUNIÓN
Veo los cielos abiertos, y a Jesús, que está a la diestra del poder de Dios: Señor Jesús, recibe mi espíritu, y no les imputes este pecado.
POSCOMUNIÓN
Ayúdennos, Señor, los misterios recibidos: y, por intercesión de tu bienaventurado mártir Esteban, haz que nos defiendan con eterna protección. Por el Señor.
¡Oh primicia y Capitán de los Mártires! nos unimos a las alabanzas que te han tributado todos los siglos cristianos. Te felicitamos por haber sido elegido por la Santa Iglesia, para estar en un puesto de honor junto a la cuna del soberano Señor de todo lo criado. ¡Cuán gloriosa aparece tu confesión en medio de los mortíferos guijarros que destrozaron tus miembros valerosos! ¡Qué deslumbrante la púrpura que te envuelve como a un héroe! ¡Qué resplandecientes las cicatrices de esas heridas que recibiste por Cristo! ¡Cuán numeroso y brillante el ejército de los Mártires que te sigue como a su Capitán y que continúa engrosando hasta la consumación de los siglos!
En estos días del Nacimiento de nuestro común Salvador, te suplicamos, oh Esteban, nos introduzcas en las profundidades de los misterios del Verbo encarnado. A ti te corresponde, como fiel guardián de su Pesebre, presentarnos al Niño celestial que allí descansa. Tú diste testimonio de su divinidad y de su humanidad; confesaste al Hombre Dios en medio de los gritos furiosos de la Sinagoga. En vano los Judíos se taparon los oídos; tuvieron que oír tu potente voz denunciándoles el deicidio que habían cometido entregando a la muerte al que es al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo de María. Muéstranos también a nosotros al Redentor del mundo, pero no como triunfador a la diestra del Padre, sino dulce y humilde, como en las ‘primeras horas de su aparición, envuelto en pañales y recostado en el pesebre. También nosotros queremos ser sus testigos, queremos anunciar su Nacimiento lleno de amor y misericordia y hacer ver con nuestras obras que también en nuestros corazones ha nacido. Obtén para nosotros esa devoción al Niño divino, que a ti te hizo fuerte en el día de la prueba. La tendremos si somos sencillos y valientes como tú lo fuiste, y si amamos de corazón a ese Niño; pues el amor es más fuerte que la muerte. Haz que no olvidemos nunca que todo cristiano debe estar dispuesto al martirio por el solo hecho de ser cristiano. Haz que la vida de Cristo iniciada en nosotros se vea desarrollada por nuestra fidelidad y nuestras obras de manera, que lleguemos, como dice el Apóstol, a la plenitud de Cristo. (Ef., IV, 13.)
Mas, acuérdate, oh glorioso Mártir, acuérdate de la Santa Iglesia en esas regiones en que los decretos divinos exigen que resista hasta la sangre. Logra que el número de tus hermanos se complete con todos los que se ven expuestos a la prueba, para que ni uno sólo desfallezca en el combate; que no aflojen ni la edad ni el sexo, para que el testimonio sea completo, y para que la Iglesia recoja también en su vejez, las palmas y coronas inmortales que honraron aquellos primeros años de que tú fuiste ornato Ruega, pues, oh Esteban, para que sea fecunda la sangre de los Mártires como en los antiguos tiempos; para que la tierra desagradecida no la sofoque sino que la haga producir buenas cosechas. Reduce cada día más las fronteras de la infidelidad; haz que se extinga la herejía y cese ya de devorar, como una lepra, los miembros de la Iglesia cuyo vigor sería la gloria y el consuelo de la misma. Conceda el Señor, por tu intercesión, a nuestros últimos Mártires, la realización de las esperanzas que hicieron vibrar su corazón, cuando ofrecían su cabeza a la espada del verdugo o entregaban su alma en medio de los tormentos.
No hemos de terminar el segundo día de la Octava de Navidad sin detenernos junto a la cuna del Emmanuel para contemplar al Hijo divino de María. Han pasado ya dos días desde que su Madre le acostó en el humilde pesebre; estos dos días significan más para la salvación del mundo que los miles de años que precedieron al nacimiento de este Niño. La obra de nuestra Redención sigue adelante, y los vagidos del recién nacido y sus lloros comienzan a expiar nuestros pecados. Consideremos pues hoy, en esta fiesta del primero de los Mártires, las lágrimas que humedecen las mejillas infantiles de Jesús y que son los primeros indicios de “sus dolores”. “Llora este Niño, dice San Bernardo; pero no como los demás niños, ni por la misma razón. Los hijos de los hombres lloran de necesidad y flaqueza; Jesús llora de compasión y por amor nuestro.” Recojamos con cariño las lágrimas de un Dios que se ha hecho hermano nuestro, y que sólo por nuestros males llora. Aprendamos a lamentar el mal del pecado, que viene a nublar, con los sufrimientos anticipados del tierno Niño que el cielo nos envía, el dulce gozo que nos había causado su venida.
También María contempla esas lágrimas, y su corazón se estremece. Presiente ya que ha traído al mundo un varón de dolores; pronto lo habrá de saber más claramente. Unámonos a ella, consolando al recién nacido con el amor de nuestros corazones. Es el único galardón que ha venido a buscar a través de tantas humillaciones; por ese amor ha bajado del cielo y ha realizado todos los prodigios que nos rodean. Amémosle con toda nuestra alma, y supliquemos a María le haga aceptar el don de nuestro corazón. El Salmista dijo en su cántico: El Señor es grande y digno de todo loor; añadamos con San Bernardo: ¡El Señor es pequeño, y digno de todo amor!
El piadoso al par que elocuente Padre Faber, que fué también un gran poeta, ha cantado en el más gracioso villancico el misterio del Niño Jesús bajo el aspecto que ahora lo estamos contemplando. “¡Niño pequeñito, exclama, cuán dulce eres! ¡Cómo brillan tus ojos! Parece que hablan cuando la mirada de María se encuentra con la tuya.— ¡Cuán débiles son tus vagidos! Semejantes al gemido de la inocente paloma, son tus quejas de sufrimiento y amor. — Cuando María te dice que duermas, duermes; cuando te llamante despiertas; alegre en sus rodillas y contento también en el rústico pesebre.— ¡Oh el más sencillo de los niños! ¡con qué gracia obedeces a la voluntad de tu madre! Tus gestos infantiles delatan la ciencia de un Dios oculto. Cuando José te toma en sus brazos y acaricia tus mejillas, tú le miras a los ojos con inocencia y dulzura. — Sí, eres efectivamente, lo que aparentas ser; una criaturita sonriente y llorosa; a pesar de eso eres Dios, y el cielo y la tierra te adoran temblando. — Sí, querido Niño, tus manecitas, que juegan con el cabello de María, sostienen al mismo tiempo el peso del universo. — Mientras aprietas con tierno y tímido abrazo el cuello de María, los más elevados Serafines velan su rostro ante el tuyo, ¡oh divino Niño!—Cuando María ha calmado tu sed y acallado tus débiles gemidos, aún quedan los corazones de los hombres abiertos a tus ojos dormidos. Débil Niño ¿es que eres tú mi Dios? Oh, entonces yo debo amarte; sí, debo amarte y aspirar a propagar tu amor entre los olvidadizos mortales. Duerme, dulce Niño, con el corazón alerta; duerme, Jesús amado: algún día habrás de velar por mí para sufrir y llorar.— Azotes, una cruz, una cruel corona, eso es lo que guardo para ti. Y esto no obstante, oh Señor, una lagrimita tuya sería suficiente para el rescate. — Mas no; tu corazón ha escogido la muerte; ése es el precio decretado allá arriba. Quieres hacer algo más que salvar nuestras almas; quieres morir por amor.
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