Jesucristo mientras vivía en la tierra declaraba lo que él era, lo que había sido, cuál era la voluntad del Padre que él ejecutaba, qué deberes prescribía al hombre; y todo esto, ya abiertamente al pueblo, ya a sus discípulos aparte, de entre los cuales había escogido a doce principales para tenerlos junto a sí, destinados a ser los maestros de las naciones. Y así, habiendo hecho defección uno de ellos, cuando después de su resurrección partía hacia el Padre mandó a los once restantes que partieran y enseñaran a las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y al punto los apóstoles -—palabra que significa Enviados»— ...recibieron la fuerza del Espíritu Santo que les había sido prometida para hacer milagros y para hablar. Y en primer lugar anunciaron por la Judea la fe en Jesucristo e instituyeron Iglesias, y luego marcharon por todo el orbe y predicaron la enseñanza de la misma fe a las naciones. Así fundaron Iglesias en cada una de las ciudades, y de éstas las demás Iglesias tomaron luego el retoño de la fe y la semilla de la doctrina, como lo siguen haciendo todos los días para ser constituidas como Iglesias. Por esta razón éstas se tenían también por Iglesias apostólicas, puesto que eran como retoños de las Iglesias apostólicas. A todo linaje se le atribuyen las características de su origen. Y así todas estas Iglesias, tan numerosas y tan importantes, se reducen a aquella primera Iglesia de los apóstoles, de la que todas provienen. Todas son primitivas; todas son apostólicas, puesto que todas son una. Prueba de esta unidad es la intercomunicación de la paz y del nombre de hermanos, así como de las garantías de la hospitalidad...
Aquí fundamos nuestro argumento de prescripción: Si el Señor Jesús envió a los apóstoles a predicar, no hay que recibir otros predicadores fuera de los que Cristo determinó, puesto que «nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a quien el Hijo lo revelare» (Mt 28, 19), ni parece que el Hijo lo revelase a otros fuera de los apóstoles, a quienes envió a predicar precisamente lo que les había revelado. ¿Qué es lo que predicaron, es decir, qué es lo que Cristo les reveló? Mi presupuesto de prescripción es que esto no se puede esclarecer si no es recurriendo a las mismas Iglesias que los apóstoles fundaron y en las que ellos predicaron «de viva voz», como se dice, lo mismo que más tarde escribieron por cartas. Si esto es así, es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquéllos. Este es el criterio de la verdad.
...Suelen objetarnos que los apóstoles no tuvieron conocimiento de todo; luego, agitados por la misma locura con que todo lo vuelven al revés, dicen que efectivamente los apóstoles tuvieron conocimiento de todo, pero no lo enseñaron todo a todos. En uno y otro caso atacan al mismo Cristo, quien hubiera enviado a unos apóstoles o mal instruidos o poco sinceros. Porque, ¿quién estando en sus cabales puede creer que ignorasen algo aquellos a quienes el Señor puso como maestros, todos los cuales fueron sus compañeros, sus discípulos, sus íntimos? A ellos les explicaba por separado todas las cosas oscuras; a ellos les dijo que les estaba dado conocer los secretos que el vulgo no podia comprender. ¿Ignoró algo Pedro, a quien llamó Piedra sobre la que había de edificarse la Iglesia, quien obtuvo las llaves del reino de los cielos y el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra? ¿Ignoró algo Juan, el muy amado del Señor, el que descansó sobre su pecho, el único a quien el Señor descubrió que Judas sería el traidor, el que fue dado a María como hijo en su propio lugar? ¿Qué podia querer que ignorasen aquellos a quienes mostró hasta su propia gloria, con Moisés y Elías, y hasta la voz del Padre desde el cielo? Y con ello no hacía ofensa a los demás apóstoles, sino que atendía a que <<tada palabra ha de reposar sobre tres testigos» (Dt 9, 15). Seguramente fueron ignorantes aquellos a quienes aun después de la resurrección, mientras iban de camino, se dignó explicarles todas las Escrituras. En cierta ocasión había dicho claramente: «Os tengo que decir todavía muchas cosas, pero ahora no las podéis soportar» (Jn 16, 21). Sin embargo, añadió: «Cuando venga aquel Espíritu de verdad, os llevará a toda verdad.» Con lo cual mostró que no ignoraban nada aquellos a quienes prometía que «conseguirían toda verdad» por medio del Espiritu de verdad. Y ciertamente cumplió lo prometido con la venida del Espiritu Santo, atestiguada en los Actos de los apóstoles. Los que rechazan este libro ni siquiera pueden pertenecer al Espiritu Santo, ya que no pueden reconocer que el Espiritu Santo haya sido enviado a los discípulos; ni siquiera pueden admitir la iglesia, ya que no pueden probar cuándo ni en qué cuna fue constituido este cuerpo. Pero ellos se preocupan poco de no tener pruebas de aquello que defienden: y así tampoco han de considerar las refutaciones de sus embustes.
...Con una locura semejante, como dijimos, confiesan que efectivamente los apóstoles no ignoraban nada, ni predicaban cosas distintas unos de otros, pero no admiten que ellos revelasen a todos todas las cosas, sino que algunas las anunciaban en público y para todo el mundo, y otras en privado y para pocos. Aducen las palabras que dirigió Pablo a Timoteo (I Tim 6, 20): <<Guarda el depósito», y también: «Conserva el precioso depósito»...
...Era natural que al confiarle a Timoteo la administración del Evangelio, añadiera que no lo hiciera de cualquier manera y sin prudencia, según la palabra del Señor de «no echar las piedras preciosas a los puercos, ni las cosas santas a los perros» (cf. Mt 7, 6). El Señor enseñó en público, sin ninguna alusión a secreto misterioso alguno. Él mismo les mandó que lo que hubieran oído de noche y en lo oculto, lo predicasen a pleno día y desde los tejados. Mediante una parábola les daba a entender que ni siquiera una mina, es decir, una de sus palabras, tenían que guardar en un escondite sin dar fruto alguno. Él mismo les enseñaba que no se solía ocultar una lámpara bajo un celemín, sino que se ponía sobre un candelabro, para que brille «para todos los que están en la casa» (Mt 5, 15). Todo esto, los apóstoles o lo habrían despreciado, o no lo habrían entendido, si no lo cumplieron, ocultando algo de la luz que es la palabra de Dios y el misterio de Cristo... (1)
No basta la Escritura como garantía de verdad: se requiere la fe de la Iglesia que la interpreta.
Es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras, que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquellas. Este es el criterio de la verdad (2).
La regla de la verdad es la tradición antigua.
Habrá que considerar como herejía lo que se ha introducido con posterioridad, y habrá que tener por verdad lo que ha sido transmitido desde el principio por la tradición. Pero otra obra asentará contra los herejes esta tesis, por la que, aun sin discutir sus doctrinas, habrá que convencerles de ser tales a causa de la «prescripción de novedad» (3).
La apelación no ha de ser a la Escritura; no hay que llevar la lucha a un terreno en el que la victoria sea ambigua, incierta o insegura. Aunque la confrontación de textos no tuviera por resultado poner en un mismo plano los dos partidos combatientes, todavía según requiere la naturaleza de las cosas, habría que proponerse antes la única cuestión que ahora pretendemos dilucidar, a saber, a quién hay que atribuir la fe misma, la fe a la que dicen relación las Escrituras. Por quién, mediante quién, cuándo y a quién ha sido dada la doctrina que nos ha hecho cristianos. Dondequiera que aparezca que reside la verdad de la enseñanza y de la fe cristiana, allí estarán las verdaderas Escrituras, las verdaderas interpretaciones de todas las que verdaderamente son tradiciones cristianas (4).
El Espíritu Santo, garantía de la tradición de la Iglesia.
Concedamos que todas las Iglesias hayan caído en el error; que el mismo Apóstol se haya equivocado al dar testimonio en favor de algunas. El Espíritu Santo no ha tenido cuidado de ninguna a fin de conducirla a la verdad, aunque para esto había sido enviado por Cristo, para esto había sido pedido al Padre, para que fuera doctor de la verdad. No ha cumplido su deber el mayordomo de Dios, el vicario de Cristo, sino que ha dejado que las Iglesias entiendan a veces otra cosa y crean otra cosa que lo que él mismo predicaba por medio de los apóstoles. ¿Es verosímil realmente que tantas y tan importantes Iglesias hayan andado por el camino del error para encontrarse finalmente en una misma fe? Muchos sucesos independientes no llevan a un resultado único. El error doctrinal de las Iglesias debiera haber llevado a la diversificación. Pero sea lo que fuere, cuando entre muchos se aprecia unanimidad, ésta no viene del error, sino de la tradición. ¿Quién tendrá la audacia de decir que se equivocaron los autores de esta tradición? (5)
El criterio de antigüedad combinado con el de apostolicidad.
Así pues, si quieres ejercitar mejor tu curiosidad en lo que toca a tu salvación, recorre las Iglesias apostólicas en las que todavía en los mismos lugares tienen autoridad las mismas cátedras de los apóstoles. En ellas se leen todavía las cartas auténticas de ellos, y en ellas resuena su voz y se conserva el recuerdo de su figura. Si vives en las cercanías de Acaya, tienes Corinto. Si no estás lejos de Macedonia, tienes Filipos. Si puedes acercarte al Asia, tienes Efeso. Si estás en los confines de Italia, tienes Roma, cuya autoridad también a nosotros nos apoya. Cuán dichosa es esta Iglesia, en la que los apóstoles derramaron toda su doctrina juntamente con su sangre, donde Pedro sufrió una pasión semejante a la del Señor, donde Pablo fue coronado con un martirio semejante al de Juan (Bautista), donde el apóstol Juan fue sumergido en aceite ardiente sin sufrir daño alguno, para ser luego relegado a una isla. Veamos lo que esta Iglesia aprendió; veamos lo que enseñó. Y con ella las Iglesias de Africa que le están vinculadas (ecclesiis contesseratis). Ella reconoce a un solo Dios y Señor, creador de todo, y a Cristo Jesús, nacido de la virgen María, hijo del Dios creador; reconoce la resurrección de la carne, asocia la ley y los profetas con los escritos evangélicos y apostólicos: aquí es donde va a beber su fe: la fe que sella con el agua, que viste con el Espíritu Santo, que alimenta con la Eucaristía. Ella exhorta al martirio, y no admite a nadie contrario a esta doctrina. Tal es la doctrina, no digo que ya prenunciaba las herejías futuras, pero sí de la que nacieron las herejías. Estas no forman parte de ella, puesto que surgieron en oposición a ella. También de un hueso de oliva suave, rica y comestible, nace un acebuche. También de las pepitas de higos deliciosos y dulcísimos nace el vacío e inútil cabrahígo. Así las herejías han nacido de nuestro troncos pero no son de nuestra raza; han nacido de la semilla de la verdad, pero con la bastardía de la mentira.
Siendo así que la verdad ha de declararse a nuestro favor, a saber, de todos los que profesamos aquella regla que la Iglesia recibió de los apóstoles, éstos de Cristo, y Cristo de Dios, es evidente que nuestro intento es razonable cuarido proponemos que no se ha de permitir a los herejes que apelen a las Escrituras, ya que probamos sin recurrir a las Escrituras que ellos no tienen nada que ver con las Escrituras. Si son herejes, no pueden ser cristianos, ya que no han recibido de Cristo lo que ellos se han escogido por propia elección al admitir el nombre de herejes. No siendo cristianos, no tienen derecho alguno sobre los escritos cristianos. Con razón se les ha de decir: ¿Quiénes sois? ¿Cuándo llegasteis, y de dónde? ¿Qué hacéis en mi terreno, no siendo de los míos? ¿Con qué derecho, Marción, cortas leña en mi bosque? ¿Con qué permiso, Valentín, desvías el agua de mis fuentes? ¿Con qué poderes, Apeles, mueves mis mojones?... Esta posesión es mia; posesión antigua y anterior a vosotros. Tengo unos origenes firmes, desde los mismos fundadores de la doctrina... (6).
El criterio de antigüedad de la verdad.
Volvamos a nuestra discusión acerca del principio de que lo más originario es lo verdadero, y lo posterior es lo falso. Tenemos en su favor aquella parábola de la buena semilla que fue sembrada por el Señor primero, y a la que el diablo enemigo añadió después la mezcla impura de la cizaña que es hierba estéril. Adecuadamente representa la parábola la diversidad de las doctrinas: porque también en otros pasajes la semilla es imagen de la palabra de Dios, y así la misma sucesión temporal manifiesta que viene del Señor y es verdadero lo que ha sido depositado en primer lugar, mientras que lo que ha sido introducido después es extraño y falso. Este principio permanece válido contra cualesquiera herejías posteriores, las cuales no tienen conciencia alguna de su continuidad como argumento de su verdad.
Por lo demás, si algunas tienen la audacia de remontarse hasta la edad apostólica, a fin de parecer transmitidas por los apóstoles por el hecho de haber existido en la época de los apóstoles, les podemos replicar: Que nos muestren los orígenes de sus Iglesias; que nos desarrollen las listas de sus obispos en el orden sucesorio desde los comienzas, de suerte que el primer obispo que presenten como su autor y padre sea alguno de los apóstoles o de los varones apostólicos que haya perseverado en unión con los apóstoles. En esta forma, solo las iglesias apostólicas pueden presentar sus listas, como la de Esmirna, que afirma que Policarpo fue instituido por Juan, y la de Roma, que afirma que Clemente fue ordenado por Pedro. De la misma manera las demás Iglesias muestran a aquellos a quienes los apóstoles constituyeron en el episcopado y son sus rebrotes de la semilla apostólica. Que los herejes inventen algo semejante, ya que nada les es ilícito, una vez que se han puesto a blasfemar. Pero aunque lo inventen, nada conseguirán, puesto que su misma doctrina, al ser comparada con la de los apóstoles, declarará por su contenido distinto y aun contrario que no tuvo como autor a ningún apóstol ni a ningún varón apostólico. Porque, así como los apóstoles no enseñaron cosas diversas entre sí, así los varones apostólicos no enseñaron cosas contrarias a las de los apóstoles; a no ser que se admita que una cosa aprendieron de los apóstoles, y otra predicaron. Con tal forma de argumento les atacarán aquellas Iglesias que, aunque no presentan como fundador suyo a ninguno de los apóstoles o de los varones apostólicos, puesto que son muy posteriores y aun todos los días siguen siendo fundadas, sin embargo, por la comunión con aquella misma fe se consideran como no menos apostólicas en virtud de la consanguinidad doctrinal. Así pues, que todas las herejías, llamadas a juicio por nuestras Iglesias bajo una u otra de estas formas, prueben que son apostólicas por alguna de ellas. Pero está claro que no lo son, y que no pueden probar ser lo que no son, y que no son admitidas a la paz y a la comunión con las Iglesias que de cualquier manera son apostólicas, ya que por la diversidad de sus misterios (ab diversitatem sacramenti) de ninguna manera son apostólicas (7)
La regla de la antigüedad y la tradición, contra Marción.
Siendo cosa clara que es más verdadero lo que es más antiguo, y es más antiguo lo que viene de los comienzos, y viene de los comienzos lo que viene de los apóstoles, será igualmente claro que fue transmitido por los apóstoles lo que es tenido por sacrosanto en las Iglesias de los apóstoles. Veamos cuál es la leche que los corintios bebieron del apóstol Pablo, según qué principios fueron reprendidos los gálatas, qué se escribió a los filipenses, a los tesalonicenses, a los efesios, qué es lo que los romanos oyen directamente, a los que tanto Pedro como Pablo les dejaron el Evangelio sellado con su propia sangre. Tenemos también las Iglesias que se alimentaron de Juan: porque, aunque Marción rechaza su Apocalipsis, si recorremos la sucesión de los obispos hasta su origen terminaremos en Juan, su autor. De la misma manera se puede reconocer la autenticidad de las demás Iglesias. Me refiero ya no sólo a las directamente apostólicas, sino a todas aquellas que están unidas con ellas por la comunión del sacramento: en ellas se encuentran el evangelio de Lucas desde que fue publicado, mientras que la mayoría ni siquiera conocen el de Marción. ¿No queda condenado por el solo hecho de que nadie lo conoce? Ciertamente Marción tiene Iglesias: las suyas, tan posteriores como adúlteras, ya que si uno recorre su lista sucesoria, se encontrará más fácilmente con un apóstata que con un apóstol, esto es, descubrirá que su fundador es Marción u otro de los del enjambre de Marción. Las avispas hacen también panales, y así hacen Iglesias los marcionistas. Es esta autoridad de las Iglesias apostólicas la que garantiza los demás evangelios que nos han llegado a través de ellas y según la interpretación de ellas, a saber, el de Juan, el de Mateo, y el que publicó Marcos —aunque se dice que es de Pedro, de quien Marcos era intérprete—y el que compuso Lucas, cuyo contenido se atribuye a Pablo... (8).
Notas
1. TERTUL, De Praescriptione, 20-26.
2. Ibid. 21, 4-7.
3. TERTUL., Adversus Marcionem, 1, 1.
4. De Praescr. 19, 1-3.
5. Ibid, 28, 1-4.
6. Ibid. 36-37.
7. Ibid. 31-32.
8. Adv. Marc. 5, 1.
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