lunes, 30 de mayo de 2016

¿Rezar por los que injurian a Dios?





"Seis Ensayos y tres Cartas"
R.P. Leonardo Castellani



Por la conversión de los que injurian a Dios de palabra, escrito o acción


Los que injurian a Dios con sus acciones son los pecadores. Todo pecado es una injuria a Dios, en la termi­nología legalista de la teología latina. Pero no es la intención de esta intención hacer rogar este mes por los pecadores: por ellos debemos rogar todos los días cuan­do tocan las campanadas de las ánimas, a eso de las 9 ó 16 de la noche, o a las 11, si el Gobierno adelantó la hora; si es que se conserva todavía en este país aquella vieja cristiana costumbre de los pueblos espa­ñoles e italianos, de doblar a muerto de noche para mandar a la gente a rezar y acostarse. Creo que eso en Buenos Aires ha sido archivado en el Reglamento de Ruidos Inútiles y Molestos y ha sido sustituido por el gracioso y nasal “Buenas noches” que nos da a las 11 el judío de Radio Belgrano. Ese judío sí que se podía decir que injuria a Dios de palabra y de acción, tan feo como habla el castellano el pobre: es un verdade­ro pecado.

Los argentinos en su gran mayoría no injurian a Dios de palabra o por escrito, en el sentido de la inten­ción, la cual se refiere evidentemente a los escritos, gestos o dichos impíos, blasfemos y sacrilegos, o sea los actos que directamente envuelven contumelia contra la Divinidad o las cosas a ella relacionadas. Un tiempo hubo la costumbre en Buenos Aires de gritar frases in­juriosas a los sacerdotes, hoy bastante remitida, y en muchos barrios enteramente desaparecida. Es cierto que persiste sin embargo, aunque en forma vergonzante e invisible, una superstición con respecto al sacerdote, que manda, so pena de una desgracia innombrable, hacer un gesto bastante obsceno al toparse; superstición pro­cedente del sur de Italia, qué es tan maligna e ingeniosa que parece haber sido discurrida par Asmodeo en persona. Es una combinación de pecado contra el 1°, 4° y 6° mandamiento. Si la conocen, ustedes me entienden.

Los argentinos en general creen que hay Dios y no se meten mucho con Él. Hay pocos argentinos que crean que Dios no existe, que el alma muere con el cuerpo y que Jesucristo fue solamente un hombre muy bien inspirado, gran poeta, que murió allá en los tiem­pos de los caldeos, como pasa con la mayoría del pueblo en los países protestantes. Hay menos argentinos toda­vía que se pongan a escribir estas cosas o predicarlas apasionadamente y todavía menos los que las salpimenten con blasfemias a irreverencias. Don Lisandro de la Torre salió al fin de su naufraga vida con una cantidad de vociferios contra Dios y contra monseñor Franceschi, que tuvieron un momento al país suspenso como en un partido de fútbol; pero ése ya ha muerto. El único que conozco hoy día que se las da de Voltaire, y se relame haciendo ironías a lo Anatole France —pero en el fondo es un pobre hombre—, es el director de la revista Atlántida; pero ése no es argentino tampoco. La Vanguardia y Crística hacen eso porque es un negocio; los po­bres que allí “trabajan” son esclavos; y aunque no podemos negar que son argentinos, no son todos argenti­nos; y los que lo son, no lo parecen.

Pero hay sin embargo, tanto en la Argentina como afuera, gente que diabólicamente injuria a Dios, maldi­ce a Dios, insulta o ensucia a Dios, y, lo que es peor todavía, lucha contra la fe y el amor de Dios, milita, trabaja, suda, escribe, habla en contra de la gloria y del renombre de Dios: querría tapar con su harnero ese Nombre Omnipresente que cantan las estrellas del cielo. A éstos el pueblo argentino los bautiza vagamente con el nombre de "masón”, variándolo a veces con los sinónimos de “herejes” o “judiazos" o “protestantes"; y confiando en que la constitución nacional manda que el presidente sea católico, se duerme tan quieto pensan­do que esos hombres tienen poder solamente en los Uropas”. En lo cual hace mal y se equivoca bastante. Esos enemigos personales de Dios mandan mucho hoy día y en todas partes; muchos de ellos tienen mucha plata; y cuando uno de ellos tiene poder sobre sus se­mejantes, es más peligroso que la tuberculosis; la sífilis, la lepra, y los otros morbos a los cuales tenemos tanto miedo en Buenos Aires, no sin razón por cierto.

Dicen los teólogos que el odio formal a Dios es el pecado más grande que puede hacer un hombre, pecado que deshace directamente la relación esencial de Crea­dor y Criatura, anula el Último Fin, y vulnera la virtud de la Caridad, que es la mayor y la más primera. Es el pecado del demonio y será el pecado del Anticristo. Pero lo mismo que lo muy santo, lo muy perverso no se encuentra en este mundo en mayoría y por eso cree­mos que este pecado es raro, aunque siempre ha exis­tido, si hemos de creer a San Pablo que dice: “Y desde ahora ya trabaja el Misterio de Iniquidad”. Porque real­ mente el odio formal a Dios es un misterio de perver­sión, no es algo humano y se pierde én lo oscuro de lo supernatural del alma, Y ha tocado a nuestros tiempos ver este fenómeno histórico enteramente inédito, el odio a Dios aflorando en manifestaciones sociológicas y hasta políticas, el pecado de Satán aclimatado en la tierra como en un invernáculo maldito. Nunca hasta hoy en el mundo había existido una nación atea, una nación oficial y constitucionalmente antitea, como la Rusia de los Soviets. Nunca en el mundo se habían hecho cam­pañas contra Dios, museos contra Dios, escuelas, uni­versidades, bellas artes, literatura y ciencia especializada en destruir a Dios. ¿No será que están ya cerca los úl­timos tiempos, los tiempos de la plena manifestación del Misterio de Iniquidad? Sea lo que fuere, es cier­to que este pecado clama al cielo; y la sangre que en este momento riega la tierra le hace Contrapeso horro­roso. El primero que derramó sangre fraterna fue Caín, el cual empezó por disgustar a Dios en el sacrificio, es decir, en el acto latréutico, que es el acto propio de la virtud de Religión. No dice la Biblia por qué ofen­día a Dios Caín en su sacrificio, pero expresa claramen­te que Dios no le aceptaba sus actos religiosos. De ahí vino en Caín la envidia y más tarde el homicidio. Así pasa también en la historia profana; cuando los pueblos eliminan en su alma a Dios Padre, comienzan a odiarse a muerte entre sí los hermanos.

Es, pues, cierto que hay hoy día un número creciente de hombres decididos a enseñar a sus hermanos que no hay Dios, que no hay otra vida, y que lo único por lo que se debe bregar, es para conseguir una sociedad próspera y feliz en este mundo. “El d élo se lo dejamos a los ángeles y a los gorriones” —blasfemaba Heine—. Todo lo que impida fabricar un Edén en la tierra y un Rascacielos que efectivamente llegue hasta el cielo, debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los medios —según estos hombres. Los que desde cualquier modo atajen o estorben la creación de esa Sociedad Te­rrena Perfecta y Feliz deben ser eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la Polí­tica y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Vivíani, definió con el tropo bien apro­piado de “apagar las estrellas”. Estos hombres no son solamente los herejes; ni tampoco son ellos todos los judíos y todos los herejes; aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su origen to­dos los que hoy día están ocupados —¡y con qué febril eficiencia a veces!— en ese trabajito de pura cepa demoníaca.

¿Cómo pueden prédicas de tal sulfurosa olfación ob­tener audiencia? Muy fácilmente. Primero, porque de­bido al género de educación que recibe la mayoría de la gente de este santo país, las nuevas generaciones crecen en una increíble ignorancia y más todavía en una terrible confusión religiosa, que les convierte a Dios y a su Hijo Divino en unas cosas más bien lejanas y ex­tranjeras, a las cuales ciertamente no hay por qué irritar por las dudas —no sea el diablo que deveras sean así como los curas dicen— pero que en definitiva no sabemos, y si las supiéramos, no te sacan de ningún apuro. Por otro lado las cosas de esta vida apuran, y el mundo aparece bien real, bien existente, y bien sóli­do y magnífico para el que tiene piafa, y el que no la tiene se muere de hambre como dos y dos son cuatro, como he visto días pasados en el cine. Y la prueba es que los frailes mismos —que son los que dicen que se puede vivir sin plata— tienen unos conventos regios, co­mo he visto también en el cine. Esto no todos lo dicen así, pero está implicado en esta común conducta de ca­rrera furiosa a la plata de que todo el ambiente nuestro nos brinda tantos ejemplos; ¡y qué altos ejemplos de tanto en tanto! Esta conducta general y por lo mismo contagiosa, a menos no estar contrarrestada por los más sólidos principios, implica con respecto al prójimo el siguiente apotegma: Cada cual mire por sigo y al más débil, contra un poste. Y como los débiles son los más en la humanidad, he aquí que una minoría más astuta, activa y enérgica, usando tal filosofía llega a apoderarse de los medios de producción y de los resortes del poder de una manera enorme, y llega a tener en sus manos, como ha dicho el papa Pío XI, junto con enormes cau­dales, un poder ingente de explotación de las masas hu­manas, poder tanto más terrible cuanto más incontro­lado, oculto, invisible: un poder tentacular invisible, que de hecho es mayor a veces —dice el papa— que el poder político de los gobernantes visibles, como nuestro pre­sidente, poder con el que pueden, por ejemplo, enviar a una nación medio a ciegas a una guerra. Esa minoría no puede desear la gloria del nombre de Dios; Dios es la única arma que tiene contra ella el inmenso ejército del Desheredado, Esa minoría no puede ser muy amiga de Dios; y de hecho, en forma más o menos explícita y formal, es enemiga de Dios.

No es extraño que al otro extremo de este fenóme­no del dominio del demonio Plutón en el mundo moder­no, exista otra pequeña banda de hombres muy listos, cabezas claras, violentos, entusiastas, luchadores, enér­gicos, que tienen como ideal supremo y fortísimo, que vibra en ellos con una vibración casi religiosa, la des­trucción de tan horrible estado de cosas, la liberación de las masas humanas de esta fuerza inhumana e im­placable que es la Moneda, la destrucción del actual orden social, que Ies aparece como algo infernal, odioso, insoportable. Estos hombres saben lo que es el Odio y saben de su embriagadora sed de destruir. Quieren hacer una nueva sociedad, un nuevo mundo, un Nuevo Hombre y, para eso, destruir hasta las raíces el actual, que les parece —en una especie de visión maniquea— radicalmente inficionado por las esencias del Mal, infi­nitamente odiable. V entre esas raíces y esos sostenes del orden actual topan la religión, la Iglesia, el Cristia­nismo, Jesús de Nazareth que dijo que Él era D io s... El paso es perfectamente lógico, “La Religión es el Opio del Pueblo ”, dice Marx. "Diai es la Humanidad hada una Super-Humanidud”, dice Bernard Shaw. "Dios ha muerto ”, dice Nietzsche. “¡Muera Dios!”, dice Lenin.

Más hondo que estas dos bandas de capitalistas y comunistas, existe una más horrible y secreta; pero esa ye ya no la conozco, por suerte. Ha hablado de ella misteriosamente monseñor D’Herbigny en un trabajo filosófico sobre la persecución a la Iglesia en el mundo moderno. En un informe presentado al Vaticano sobre la persecución religiosa de los Sin-Dios en Rusia y Mé­jico, este ilustre prelado y sabio francés decía: "Imagi­nemos un hombre de empresa y de presa, como ese mister Heythorp, tan maravillosamente pintado por Galtoorstky en su novela A Stoic, dotado de las viejas cualidades de audacia, decisión, tenacidad y brío del pirata anglosajón trasladadas al mundo de las finanzas, con la aventurería del explorador aliada a la precisión del matemático, como hay tantos en el mundo moderno; imaginemos a uno o muchos de estos hombres fríos y poderosos, posesionados por una violenta pasión contra el catelicismo, por una razón o por otra; o por haber sido educados así, o por haber topado contra la religión en algunas de sus magnas empresas de lucro y logrería. Hombres así aliados o unidos, dentro de la Masonería o fuera de ella, constituyen un poder persecutorio, tanto más temible cuanto menos visible, y explican muchos fenómenos sociológicos contemporáneos, porque se con­vierten como en el alma y en los jefes de los movimien­tos anticristianos más o menos informes o instintivos. Un hombre así fue el barón de Rotschüd, el que pagó la Vida de Jesús del apóstata Renán. Otro fue Calmarm-Lévy, el que financié toda la obra venenosa de Anatole France. Otros fueren los banqueros Morgan, que sumi­nistraron a Letún los fondos necesarios para la revolu­ción        de Octubre’. Hasta aquí monseñor D'Herbigny.

Contra estas demoníacas fuerzas ocultas, la Iglesia tiene primero de todo dos armas, que son los brazos le­vantados al cielo de la oración, y los brazos en cruz de los mártires, los brazos del padre Pró que cae acribillado de balas con la sonrisa en los labios; y después, todo el arsenal de las virtudes cristianas, de la palabra de Dios que es espada bífida, y también de la inteligencia y el pensamiento, sobre todo en los que gobiernan, porque Cristo Nuestro Señor nos tía mandado ser simples, pero nos ha prohibido ser sonsos, al menos los que gobierna^, Y en su vida nos dejó grande e inestimable ejemplo, que no debe ser suprimido del Evangelio, del uso que se ha de hacer de la ira y la indignación —que son pasiones humanas ciertamente refrenables, pero do suprimí bles—, cuando se levantó corno un león y como un nuevo Moisés contra los que deshonraban e injuria­ban directamente a Dios con sus palabras y acciones, haciendo una demostración violenta contra ellos que le puso en peligro, y más tarde de hecho le costó la vida. Porque A Dios rogando y can el mazo dando es también un refrán cristiano.

Nuestra intención dice: “Rogar por la conversión de los que injurian a Dios’, y reflexionando sobre ella he­mos llegado a un punto que parece más cerca de la inquisición que de la conversión. No es así sin embargo. Es que los que han llegado a cierta clase de pecados no se convierten con cualquier clase de sermones, ni siquiera con cualquier clase de oraciones. Por eso arriba hemos nombrado el martirio. No obra en ellos el sermón de palabra sino solamente el sermón de obra.

Cristo sabía perfectamente, cuando arrojó a los merca­deres del templo, que con su látigo Él no iba a derrotar a los soldados de Caifás ni a la legión de Pilatos; pero sabía también que era parte de su misión hacer aquel gesto de indignación en defensa de la honra de su Padre, y después sostener con su vida la autoridad de aquel gesto. Y eso es lo que hacían los mártires cuando volteaban un ídolo y después se dejaban atar para las fieras. No hay Cruzada verdadera sin la opción del Martirio; y éste es un pensamiento absolutamente ne­cesario para hoy, en que varios movimientos de espada se adjudican el nombre de Cruzada, San Pedro tenía espada y le cortó la oreja a Maleo; pera después fue y negó a Cristo, a pesar de sus buenas intenciones, so­lamente porgue, teniendo en efecto alma de Cruzado, no había en su alma preparación de mártir. Se había dormido durante la Oración.

Roguemos, pues, porque Dios vuelva a unir en un haz esas dos grandes creaciones de la Iglesia, hoy des­unidas por el liberalismo: el espíritu de Caballería y el espíritu de Apostolado. Los católicos liberales dicen: Transitan, transijan, transijan; al fin y al cabo estos masones que gobiernan tíos dejan predicar, y eso es lo principal, porque predicando nosotros se convertirán to­dos, incluso esos mismos masones. Creen que es posible el Apostolado sin la Caballería, que es como decir la Gracia sin la Natura. En cambio, el católico totalitario cree todo lo contrario: Usted dice que no hay Dios y yo digo que hay Dios. ¿Cómo lo prueba? Lo pruebo es­tando dispuesto a morir por esta creencia. Pero le pre­vengo que si usted, confiado en eso, vino a motarme, yo le voy a pegar un tiro primero, porque una cosa es ser santo y otra cosa es ser sonso, y morir por morir, es mejor vivir.

Cada uno tiene una parte de la verdad cristiana. Reguemos porque se encuentren esas dos hermanas, y Veremos entonces maravillas en la tierra.


Mensajero del Corazón de Jesús, Tomo III, N° 4, diciembre de 1941.






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