domingo, 2 de febrero de 2020

Dom Gueranger. La Purificación de la Santísima Virgen





"Año Litúrgico"

Dom Gueranger



LA PURIFICACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN


Han pasado por ñn los cuarenta días de la Purificación de María, y h a llegado el momento de subir al Templo del Señor para presentar en él a Jesús. Antes de seguir al Hijo y a la Madre en este viaje a Jerusalén, detengámonos todavía un momento en Belén, y meditemos con amor y docilidad los misterios que van a realizarse.


LA LEY DE MOISÉS 

La Ley del Señor mandaba que las mujeres de Israel, después de su alumbramiento, permaneciesen cuarenta días sin acercarse al templo; terminado este plazo, debían ofrecer un sacrificio para quedar purificadas. Consistía éste en un cordero, destinado a ser consumido en holocausto; a él debía juntarse una tórtola o una paloma, ofrecidas por el pecado. Y si la madre era tan pobre que no podía disponer de un cordero, había permitido el Señor que lo reemplazase por otra tórtola u otra paloma.

Otro precepto divino declaraba propiedad del Señor a todos los primogénitos, y ordenaba la manera de rescatarlos. El precio del rescate eran cinco siclos, que en el peso del santuario, representaban cada uno veinte óbolos.


OBEDIENCIA DE JESÚS Y DE MARÍA

María, hija de Israel, había dado a luz; Jesús era su primogénito, ¿Permitiría que cumpliese la Ley, el respeto debido a tal nacimiento y a tal primogénito?

Si consideraba María las razones que habían movido al Señor a obligar a las madres a purificarse, podía ver claramente que aquella ley no rezaba con ella, ¿qué relación podía tener con las esposas de los hombres la que era santuario purísimo del Espíritu Santo, Virgen al concebir a su Hijo, Virgen en su inefable alumbramiento, siempre pura, pero más pura aún después de haber llevado en su seno y haber dado al mundo al Dios de la santidad? Si miraba la condición de su Hijo, aquella majestad del Creador y del soberano Señor de todas las cosas, que se había dignado nacer de ella, ¿cómo había de pensar que semejante Hijo pudiera estar sujeto a la humillación del rescate, como un esclavo que no se pertenece a sí mismo?

Con todo eso, el Espíritu que moraba en María, le revela que debe cumplir con este doble precepto. Es necesario, a pesar de su dignidad de Madre de Dios, que se mezcle con la multitud de las madres ordinarias que acuden al Templo, para recobrar en él, con un sacrificio, la pureza perdida. Además el Hijo de Dios e Hijo del hombre debe ser considerado en todo como un siervo; es preciso que sea rescatado a este título, como el título de los hijos de Israel. María adora profundamente esta soberana voluntad y se somete a ella de todo corazón.

Los designios del Altísimo habían determinado que el Hijo de Dios no se revelara a su pueblo sino por grados. Después de treinta años de vida oculta en Nazaret, donde como dice el Evangelista, era tenido como hijo de José, un gran Profeta debía anunciarle a los Judíos llegados al Jordán para recibir en él el bautismo de penitencia. Pronto sus obras y milagros darían testimonio de El. Después de las afrentas de su Pasión, resucitaría glorioso, confirmando de este modo la verdad de sus profecías, la eficacia de su Sacrificio, y también su propia divinidad. Hasta entonces casi todos los hombres ignoraban que la tierra poseía a su Salvador y a su Dios. Los pastores de Belén no habían recibido orden, como más tarde los pescadores de Genesaret, de llevar la Buena Nueva hasta las extremidades de la tierra; los Magos habían vuelto a Oriente, sin pasar por Jerusalén, conmovida un momento con su llegada. Semejantes prodigios, que tanta trascendencia tuvieron para la Iglesia después de realizada la misión de su Divino Jefe, no habían hallado eco, ni fiel recuerdo, sino en el corazón del algunos verdaderos Israelitas que esperaban la salvación por medio de un Mesías pobre y humilde; el Nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer ignorado de la mayor parte de los Judíos, pues los Profetas habían anunciado que se le llamaría Nazareno.

El plan divino había exigido que María fuese la Esposa de José, como amparo de su virginidad a los ojos del pueblo; exigía también que esta purísima Madre acudiese como las demás mujeres de Israel a ofrecer el sacrificio de la purificación, por el nacimiento del Hijo, que debía ser presentado en el templo como hijo de María, la esposa de José. De este modo se complace la divina Sabiduría en manifestar que sus pensamientos no son nuestros pensamientos, y echa por tierra nuestros vanos prejuicios, en espera del día en que descorra el velo y se muestre a las claras a nuestros maravillados ojos.

María acató amorosamente la voluntad divina en ésta como en las demás circunstancias de su vida. No pensó la Santísima Virgen que obraba contra la honra de su hijo, ni contra el mérito de su propia integridad, al acudir en busca de una externa purificación que no necesitaba. En el Templo, fué la esclava del Señor, como lo había sido en su casita de Nazaret, cuando la visita del Angel. Obedece a la Ley, porque las apariencias la declaran sujeta a ella. Su Dios y su Hijo sometíase al rescate como el último de los hombres; había obedecido ya al edicto de Augusto para el censo universal; debía ser "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" la Madre y el Niño humilláronse al mismo tiempo; y el orgullo del hombre recibió este día una de las más grandes lecciones que se le han dado.


EL VIAJE

¡Admirable viaje el de María y José, desde Belén a Jerusalén! Va el divino Niño en brazos de su Madre, quien le aprieta contra su corazón a través de todo el trayecto. El cielo, la tierra, la naturaleza entera quedan santificados por la dulce presencia de su Creador. Los hombres por entre quienes pasa aquella madre cargada con t a n tierno fruto, la consideran unos con indiferencia, otros con simpatía, pero ninguno sospecha siquiera, el misterio que ha de salvarlos a todos.

José lleva el don que debe ofrecer la madre al sacerdote. Su pobreza no les ha permitido comprar un cordero; por lo demás, ¿no es Jesús el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo? La Ley señala la tórtola o la paloma para suplir la ofrenda que no podía presentar una madre pobre. Lleva también José los cinco sidos, precio del rescate del primogénito; porque realmente es el Primogénito, el Hijo único de María, el que se dignó hacernos hermanos suyos, y participantes de la naturaleza divina al asumir la nuestra.


JERUSALÉN 

Por fin entra la sagrada familia en Jerusalén. Visión de paz significa el nombre de esta ciudad; el Salvador va a ofrecerla la paz con su presencia. Admiremos qué magnífica progresión existe en los nombres de las tres ciudades que se relacionan con la vida mortal del Redentor. Es concebido en Nazaret, que significa la flor, porque como dice el Cantar de los Cantares, El es la flor de los campos y el lirio de los valles; su divino aroma nos encanta. Nace en Belén, la casa del pan, para ser alimento de nuestras almas. En Jerusalén se ofrece sobre la cruz en sacrificio, y con su sangre, restablece la paz entre el cielo y la tierra, la paz entre los hombres, la paz en nuestras almas. Hoy, como veremos en seguida, nos va a dar las arras de esta paz.


EL TEMPLO

Prestemos atención, mientras sube María las gradas del Templo, llevando consigo cual Arca viva, su divina carga; porque va a realizarse una de las más célebres profecías, una de las que mejor manifiestan uno de los principales caracteres del Mesías. Al traspasar el umbral del Templo, Jesús, concebido de una Virgen, nacido en Belén conforme estaba anunciado, adquiere un nuevo título a nuestra adoración.

Este Templo no es ya el célebre de Salomón, que fué presa de las llamas en tiempo de la cautividad de Judá. Es el segundo Templo construído a la vuelta de Babilonia; su esplendor no ha llegado a la magnificencia del antiguo. Por segunda vez será derruido antes de finalizar el siglo; y se comprometerá la palabra del Señor, para que no quede piedra sobre piedra. Ahora bien, el Profeta Ageo, para consolar a los Judíos vueltos del destierro, que se lamentaban de no poder elevar al Señor una casa semejante a la edificada por Salomón, les dijo las siguientes palabras que debían servir para fijar la época de la venida del Mesías: "Anímate, Zorobabel, dice el Señor; anímate, Jesús, hijo de Josedec Sacerdote supremo; anímate pueblo de la región, porque mira lo que dice el Señor: Un poco más de tiempo y conmoveré el cielo y la tierra, y conmoveré todas las naciones, y vendrá el Deseado de todos los pueblos, y llenaré de gloria esta casa. Y la gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, y en este lugar daré la paz, dice el Señor de los ejércitos."

Ha llegado ya la hora de la realización de esta profecía. El Emmanuel ha salido de su descanso de Belén, se ha manifestado en público y ha venido a tomar posesión de su casa en la tierra; con su sola presencia en el recinto del segundo Templo, ha sobrepasado con mucho la gloria del Templo de Salomón. Aún ha de visitarlo varias veces; pero, para el cumplimiento de la profecía es suficiente la entrada que hace hoy en brazos de su Madre; desde este momento comienzan a desvanecerse las sombras y las figuras que envolvían a este templo, al calor de los rayos del Sol de la verdad y de la justicia. La sangre de las víctimas, teñirá aún algunos años, los cuernos del altar; pero el Niño que lleva en sus venas la sangre de la Redención del mundo se adelanta ya en medio de todas esas víctimas degolladas, hostias impotentes. Entre la multitud de sacrificadores, en medio de aquella turba de hijos de Israel que se aglomera en los diversos apartados del Templo, algunos aguardan al Libertador, y saben que la hora de la libertad está próxima; pero ninguno de ellos se ha dado cuenta de que en aquel preciso momento ha entrado en la casa de Dios el Mesías.

No obstante eso, no debía cumplirse un acontecimiento tan extraordinario sin que obrase el Eterno un nuevo prodigio. Los pastores habían sido llamados por el Angel, la estrella había atraído a Belén a los Magos del Oriente; ahora el mismo Espíritu Santo va a proporcionarnos un testimonio nuevo e inesperado.


EL SANTO ANCIANO

Vivía en Jerusalén un anciano, y su vida tocaba ya a su fin; mas, este varón de deseos, llamado Simeón, había sabido mantener viva en su corazón la esperanza del Mesías. Presumía que se acercaba ya su tiempo, y en premio a su esperanza, el Espíritu Santo le había hecho sentir que no se cerrarían sus ojos sin haber visto aparecer en el mundo la luz divina. Al tiempo que María y José subían las gradas del Templo, llevando al altar al Niño de la promesa, Simeón se siente movido interiormente por la fuerza del Espíritu divino; sale de su casa y se dirige hacia el Templo. Ante el umbral de la casa de Dios, sus ojos h a n reconocido a la Virgen profetizada por Isaías, y su corazón vuela hacia el Niño que tiene en sus brazos.

María, advertida por el mismo Espíritu, deja acercarse al anciano; deposita en sus trémulos brazos el tierno objeto de su amor y la esperanza de la salvación de los hombres. ¡Feliz Simeón, símbolo del mundo antiguo, envejecido en la espera y próximo a fenecer! Apenas ha recibido el dulce fruto de la vida cuando se renueva su juventud como la del águila; realizase en él la transformación que debe también operarse en la raza humana. Abrese su boca, resuena su voz, y da testimonio como los pastores en la región de Belén, como los Magos del lejano Oriente. "Oh Dios, dice, mis ojos han visto ya al Salvador que tenías preparado. Por fin luce la luz que ha de iluminar a los Gentiles, y que ha de ser la gloria de tu pueblo de Israel."


LA PROFETISA ANA 

Mas, he aquí que se acerca también la piadosa Ana, hija de Fanuel, movida por el mismo Espíritu. Los dos ancianos, reprensentantes de la antigua sociedad unen sus voces y celebran la venida del Niño que va a renovar la faz de la tierra, y la misericordia de Dios que da por fin la paz al mundo.

En esa paz tan deseada va a dormirse Simeón. Oh Señor, ya puedes dejar marchar en paz a tu siervo, según tu palabra, dice el anciano; y en seguida su alma, libre de los lazos corporales, va a llevar a los elegidos que descansan en el seno de Abrahán la noticia de la paz que ha aparecido en la tierra, y que pronto les abrirá los cielos. Ana sobrevirá todavía algún tiempo a esta grandiosa escena; según el Evangelista, es necesario que anuncie la realización de las promesas a los Judíos espirituales que esperaban la Redención de Israel. Había que entregar a la tierra una semilla; arrojáronla los pastores, los Magos, Simeón y Ana; a su tiempo germinará; y cuando hayan transcurrido los años oscuros que deberá pasar el Mesías en Nazaret, y venga ya para la recolección, podrá decir a sus discípulos: Mirad cómo blanquea en los campos el trigo ya maduro: rogad al Señor de la mies para que envíe operarios para la recolección.

Devuelve, pues, el feliz anciano a los brazos de la purísima Madre, al Hijo que ésta va a ofrecer al Señor. Presentan las aves al sacerdote, quien las sacrifica en el altar, entregan el precio del rescate; han realizado una obediencia perfecta; después de tributar sus homenajes al Señor, baja María las gradas del Templo, estrechando contra su corazón al divino Emmanuel, acompañada por su fiel esposo.


LITURGIA

Este es el misterio del día cuadragésimo, que cierra el Tiempo de Navidad con la fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen. La Iglesia Griega y la de Milán colocan esta fiesta entre las de Nuestro Señor; pero la Iglesia Romana la considera como de la Santísima Virgen. Indudablemente el Niño Jesús es hoy ofrecido en el Templo y rescatado, pero es con ocasión de la Purificación de María; la ofrenda y el rescate son como una consecuencia. Los más antiguos Martirologios y Calendarios del Occidente señalan esta fiesta con el título que hoy tiene; lejos de oscurecerse la gloria del Hijo por los honores que la Iglesia concede a la Madre, más bien recibe un nuevo acrecentamiento, pues El es el principio único de todas las grandezas que veneramos en ella.


LA BENDICIÓN DE LAS CANDELAS

ORIGEN HISTÓRICO

Después del Oficio de Tercia, realiza hoy la Iglesia la solemne bendición de las Candelas, una de las tres principales de todo el año: las otras dos son la de Ceniza y la de Ramos. Esta ceremonia tiene relación directa con el día de la Purificación de la Santísima Virgen, de manera que si en el día dos de febrero cae una de las Dominicas de Septuagésima, Sexagésima o Quincuagésima, se traslada la fiesta al día siguiente, pero la bendición de las Candelas y la Procesión que es su complemento, permanecen fijas en el dos de febrero.

Con el fin de unir bajo un mismo rito las tres grandes Bendiciones de que hablamos, ha ordenado la Iglesia el uso del color morado para la de las Candelas, el mismo que emplea en la de Ceniza y Ramos: de este modo, la función que sirve para señalar el día en que se realizó la Purificación de María, debe llevarse a cabo todos los años el día dos de febrero, sin por eso variar el color prescrito en las tres Dominicas de que hemos hablado.


LA INTENCIÓN DE LA IGLESIA

Es difícil señalar el origen histórico de una manera precisa. Según Baronio, Thomassin, Baillet, etc., habría sido instituida a fines del siglo v por el Papa San Gelasio (492-496), para dar un sentido cristiano a la antigua fiesta de los Lupercales, de la que el pueblo romano conservaba aún ciertas prácticas supersticiosas (1).

Al menos es cierto que San Gelasio suprimió los últimos restos de la fiesta de los Lupercales, que se celebraba en el mes de febrero. Inocencio III, en uno de sus Sermones sobre la Purificación, nos dice que la celebración de la ceremonia de las Candelas el día dos de febrero se debe a la sabiduría de los Pontífices Romanos, quienes sustituyeron con el culto de la Santísima Virgen los restos de cierta práctica religiosa de los antiguos romanos, que encendían antorchas en recuerdo de las teas, a cuyo fulgor, según cuenta la fábula, había recorrido Ceres las cumbres del Etna, buscando a su hija Proserpina, robada por Plutón; pero en el Calendario de los antiguos Romanos no se halla fiesta alguna en honor de Ceres en el mes de febrero. Nos parece, pues, más exacto adoptar la opinión de D. Hugo Menard, Rocca, Henschenius y Benedicto XIV, quienes piensan que fué la antigua fiesta, conocida en febrero con el nombre de Amburbalía, durante la cual los paganos recorrían la ciudad llevando antorchas en sus manos, y que dió ocasión a los Soberanos Pontífices para substituirla con una ceremonia cristiana, uniéndola a la celebración de la fiesta en que Cristo, Luz del mundo, es presentado en el Templo por la Virgen Madre.


EL MISTERIO

Desde el siglo VII los liturgistas han venido dando muchas explicaciones al misterio de esta ceremonia. Para San Ivo de Chartres, en su Sermón segundo sobre la fiesta que nos ocupa, la cera de los cirios, extraída del jugo de las flores por las abejas a las que toda la antigüedad consideró como símbolo de la virginidad, significa la carne virginal del divino Infante, el cual no quebrantó la integridad de María, ni en su concepción, ni en su nacimiento. En la llama del cirio, nos hace ver el santo Obispo, la figura de Cristo, que vino a iluminar nuestras tinieblas. San Anselmo, en sus Enarrationes sobre San Lucas, explicando el mismo misterio, nos dice que hay que considerar tres cosas en el Cirio: la cera, la mecha, y la llama. La cera, dice, obra de la abeja virgen, es la carne de Cristo; la mecha, que es interior, es el alma; la llama que brilla en la parte superior, es la divinidad.


LAS CANDELAS 

Antiguamente los mismos fieles llevaban sus cirios a la Iglesia el día de la Purificación, para que fuesen bendecidos con los que llevan en la Procesión los sacerdotes y ministros, costumbre que todavía se conserva en muchos sitios. Sería de desear que los Pastores de almas recomendaran fervientemente esta práctica, y que la restableciesen o la sostuviesen donde fuera necesario. Tantos esfuerzos como se han hecho para destruir o al menos empobrecer el culto externo, han traído insensiblemente como consecuencia la más desoladora tibieza del sentimiento religioso, cuya fuente única se halla en la Liturgia de la Iglesia. Es necesario que sepan también los fieles que los cirios bendecidos en el día de la Candelaria, deben servir no sólo para la Procesión, sino también para uso de los cristianos, guardándolos con respeto en sus casas, llevándolos consigo, lo mismo en tierra que sobre las aguas, como dice la Iglesia, atraerán especiales bendiciones del cielo. También se deben encender estos cirios junto al lecho de los moribundos, como recuerdo de la inmortalidad que Cristo nos ha merecido, y como señal de la protección de María.


LA PROCESIÓN

Rebosante de alegría, iluminada por esas múltiples antorchas, movida como Simeón por el Espíritu Santo, pónese en marcha la Santa Iglesia para salir al encuentro del Emmanuel. La Iglesia Griega celebra este encuentro con el nombre de Hypapante, y así llama a la fiesta de este día. 

Se trata de representar la Procesión del Templo de Jerusalén, procesión que San Bernardo comenta así, en su Sermón primero para la Fiesta de la Purificación de Nuestra Señora:

"En el día de hoy, la Virgen Madre introduce al Señor del Templo en el Templo del Señor; presenta José al Señor, no un hijo propio, sino el Hijo amado del Señor, en el que ha puesto El todas sus complacencias. El justo reconoce al que esperaba; cántale con sus alabanzas la viuda Ana. Por vez primera celebraron estas cuatro personas la Procesión, que en adelante había de ser alegremente festejada en toda la tierra, en todos los lugares y en todas las naciones. No nos extrañe que haya sido tan pequeña esta primera Procesión; porque el que allí era recibido se había hecho también pequeño. No apareció en ella ningún pecador; todos eran justos, santos y perfectos."

Sigamos, pues, sus pasos. Vayamos al encuentro del Esposo como las Vírgenes prudentes, llevando en nuestras manos las lámparas encendidas con el fuego de la caridad. Acordémonos del consejo que nos da el Salvador: "Estén vuestras caderas ceñidas como las de los caminantes; tened en vuestras manos las antorchas encendidas, y sed semejantes a los que aguardan a su Señor." (S. Lucas, XII, 35.) Guiados por la fe e iluminados por el amor, lograremos encontrarle, le reconoceremos y El se entregará a nosotros.

Al terminar la Procesión, el Celebrante y los ministros dejan los ornamentos de color morado y se revisten de los blancos para la Misa solemne de la Purificación de Nuestra Señora. Pero si en este día cayera una de las tres Dominicas de Septuagésima, Sexagésima o Quincuagésima, la Misa de la fiesta se trasladaría, como hemos dicho, al día siguiente.


MISA

En el Introito, la Iglesia canta la gloria del Templo visitado por el Emmanuel. El Señor es hoy grande en la ciudad de David, en la montaña de Sión. Simeón, figura de la humanidad, recibe en sus brazos al que es la misma misericordia que Dios nos envía.


INTROITO
Hemos recibido, oh Dios, tu misericordia en medio de tu templo: como tu nombre, oh Dios, así ha llegado tu alabanza hasta los confines de la tierra: tu diestra está llena de justicia. Salmo: Grande es el Señor, y muy laudable: en la ciudad de Nuestro Dios, en su santo monte. —-V. Gloria al Padre.

En la Colecta, pide la Iglesia para sus hijos la gracia de ser presentados ellos mismos al Señor, como lo fué el Emmanuel; pero, para que sean favorablemente recibidos por su Majestad soberana, pide para ellos la pureza de corazón.



ORACIÓN
Omnipotente y sempiterno Dios, imploramos humildemente tu Majestad, para que hagas que así como tu Hijo unigénito se presentó hoy en el templo en la sustancia de nuestra carne: así también nos presentemos nosotros a ti con almas purificadas. Por el mismo Señor.


EPÍSTOLA

Lección del Profeta Malaquías (III, 1-4.)

Esto dice el Señor Dios: He aquí que yo envío a mi Angel, y preparará el camino delante de ¡mi cara. Y en seguida vendrá a su templo el Dominador, a quien vosotros buscáis, y el Angel del testamento, a quien vosotros queréis. He aquí que viene, dice el Señor de los Ejércitos: y ¿quién podrá pensar en el día de su llegada, y quién se parará a verlo? Porque será como un fuego inflamado, y como la hierba de los bataneros: y se sentará para derretir y afinar la plata, y purificará a los hijos de Leví, y los colará como al oro y a la plata: y ofrecerán al Señor sacrificios con justicia. Y agradará al Señor el sacrificio de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos: lo dice el Señor omnipotente.

Todos los Misterios del Hombre Dios tienden a purificar nuestros corazones. Para que le prepare el camino, envía por delante a su Angel, a su Precursor; y J u a n nos predica desde el fondo del desierto: Humillad los collados, rellenad los valles. Viene, por fin, El mismo, el Angel, el Enviado por antonomasia, para sellar su alianza con nosotros; se acerca a su templo; este templo es nuestro corazón. Es El semejante a un fuego ardiente que derrite y purifica los metales. Quiere renovarnos, hacernos puros, para que seamos dignos de serle presentados, de ser ofrecidos con El en perfecto S acrificio.

No debemos, por tanto, contentarnos con la admiración de t a n altas maravillas, sino comprender, que si se nos muestran, es únicamente para que obren en nosotros la destrucción del hombre viejo, y la creación del nuevo. Hemos debido nacer con Jesucristo; ese nuevo nacimiento cumple ya su cuadragésimo día. Hoy debemos presentarnos con El por medio de María, nuestra Madre, a la Majestad divina. Se acerca el momento del Sacrificio; preparemos una vez más nuestras almas.

En el Gradual canta de nuevo la Iglesia la Misericordia que h a aparecido en el Templo de Jerusalén, y que dentro de poco se va a manifestar con más perfección aún en la ofrenda del gran Sacrificio.


GRADUAL

Hemos recibido, oh Dios, tu misericordia en medio de tu templo: como tu nombre, oh Dios, así ha llegado tu alabanza hasta los confines de la tierra. — V. Como lo oímos, así lo hemos visto en la ciudad de nuestro Dios, en su santo monte.


ALELUYA
Aleluya, aleluya. — V. El anciano llevaba al Niño: mas el Niño regía al anciano. Aleluya.

En Septuagésima canta la Iglesia, en lugar del Aleluya, el Tracto siguiente, compuesto todo él con palabras del anciano Simeón.


TRACTO
Ahora llévate a tu siervo, Señor, según tu palabra e n paz.'— V. Porque han visto mis ojos tu salud. — V. La que preparaste ante la faz de todos los pueblos. — V. Luz para revelación de las gentes, y para gloria de tu pueblo Israel.


EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio, según San Lucas. (II, 22-32.)

En aquel tiempo, después que se cumplieron los días de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón que abriere la matriz, será consagrado al Señor. Y para hacer la ofrenda, conforme a lo que está dicho en la Ley del Señor, de dos tórtolas o dos crias de palomas. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre justo y timorato, llamado Simeón, el cual esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Y había recibido respuesta del Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor. Y vino inspirado por el Espíritu Santo, al templo. Y, cuando presentaron al Niño sus padres, para hacer con El conforme a la costumbre de la Ley, él lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, y dijo: Ahora, llévate a tu siervo. Señor, según tu palabra, en paz: porque han visto mis ojos tu salud: la que preparaste ante la faz de todos los pueblos: luz para revelación de las gentes, y para gloria de tu pueblo Israel.


El Espíritu Santo nos lia conducido al Templo como a Simeón; en él contemplamos en este instante a la Virgen Madre, que presenta ante el altar al Hijo de Dios e Hijo suyo. Nos causa admiración esta fidelidad del Hijo y de la Madre a la Ley, y en el fondo de nuestros corazones sentimos también el deseo de ser presentados al Señor para que acepte nuestro homenaje como aceptó el de su Hijo. Apresurémonos, pues, a unir nuestros sentimientos a los del Corazón de Jesús y de María. La salvación del mundo ha dado un paso más en este día; avance, pues, también la obra de nuestra santificación. En lo sucesivo no nos va a proponer ya la Iglesia a nuestra adoración el Misterio del Niño Dios de una manera particular como basta ahora; la dulce cuarentena de Navidad toca ya a su fin; ahora, hemos de seguir al Emmanuel en sus luchas con nuestros enemigos. Sigamos sus pasos; corramos en pos de El como Simeón, caminando sin desmayos sobre las huellas del que es Luz nuestra; amemos esa Luz, y logremos con nuestra solícita fidelidad que brille siempre sobre nosotros.

En el Ofertorio, canta la Iglesia la gracia que puso Dios en los labios de María, y los favores dispensados a la que el Angel llamó "bendita entre todas las mujeres".


OFERTORIO
La gracia está pintada en tus labios: por eso te bendijo el Señor para siempre, y por los siglos de los siglos.


SECRETA
Escucha, Señor, nuestras preces: y, para que sean dignos los dones que ofrecemos a los ojos de tu Majestad, danos el auxilio de tu piedad. Por el Señor.

Mientras se distribuye el Pan de vida el fruto de Belén que ha sido ofrecido en el altar, y ha redimido todos nuestros pecados, la Santa Iglesia recuerda una vez más a los ñeles los sentimientos del piadoso anciano. En este Misterio de amor, no sólo recibimos en nuestros brazos, como Simeón, al que es consuelo de Israel, sino que El mismo nos visita en nuestro propio corazón tomando posesión de él.


COMUNIÓN
Recibió Simeón respuesta del Espíritu Santo, que no vería la muerte hasta que viese al Ungido del Señor. 

Pidamos con la Iglesia en la Poscomunión, que el celestial remedio de nuestra regeneración no produzca solamente en nuestras almas una ayuda transitoria, sino que, gracias a nuestra fidelidad, se extiendan sus frutos hasta la vida eterna.


POSCOMUNIÓN
Suplicárnoste, Señor, Dios nuestro, hagas que los sacrosantos Misterios, que nos has dado para defensa de nuestra reparación, nos sirvan, por intercesión de la Bienaventurada siempre Virgen María, de remedio presente y futuro. Por el Señor.


Oh Emmanuel, recibe el tributo de nuestra adoración y de nuestro agradecimiento, el día de tu entrada en el Templo de tu Majestad, llevado en los brazos de María, tu Madre. Si acudes al Templo, es con el fin de ofrecerte por nosotros; si te dignas pagar el precio del primogénito, es como anticipo de nuestro rescate; si ofreces un sacrificio legal, es para abolir a continuación los sacrificios imperfectos. Apareces hoy en la ciudad que va a ser un día el final de tu carrera y el lugar de tu inmolación. No te has contentado con nacer por nosotros; tu amor nos guarda para el futuro un testimonio más elocuente todavía.

¡Oh consuelo de Israel, a quien miran complacidos los Angeles! hoy entras en el Templo, y los corazones que te esperaban se abren y dirigen hacia ti.

¡Oh, quién nos diera un poco del amor que sintió el anciano al tomarte en sus brazos, y apretarte contra su corazón! No deseaba más que verte, oh divino Niño, para morir feliz. Poco después de haberte contemplado un momento, expiraba dulcemente. ¿Cómo será, pues, la dicha de poseerte eternamente, cuando unos instantes tan breves bastaron para compensar la espera de una larga vida?

¡Oh Salvador de nuestras almas! si tan plenamente feliz se siente el anciano por haberte visto sólo una vez ¿qué sentimientos deberán ser los nuestros, después de haber sido testigos de la consumación de tu sacrificio? Día vendrá, para servirnos de la expresión de tu devoto siervo Bernardo, en que serás ofrecido, no ya en el Templo y en brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad, en los brazos de la cruz. Entonces, no será ofrecida por ti una sangre ajena, sino que tú mismo ofrecerás la tuya propia. Hoy se realiza el sacrificio matutino: entonces se ofrecerá el vespertino. Hoy eres un niño; entonces tendrás la plenitud de la edad viril; y habiéndonos amado desde el principio, nos amarás hasta el fin. 

¿Con qué te pagaremos, oh divino Niño? Desde esta primera ofrenda llevas ya contigo todo el caudal de amor que ha de consumar la segunda. ¿Qué podremos hacer, sino ofrecernos ya a ti desde este día y para siempre? Con mayor plenitud que te diste a Simeón, te das a nosotros en tu Sacramento. ¡Libértanos también a nosotros, oh Emmanuel! rompe nuestras cadenas; dános la Paz de que eres portador; inaugura para nosotros una nueva vida, como lo hiciste para el anciano. Durante esta cuarentena, y para imitar tus ejemplos y unirnos a ti, hemos tratado de crear en nosotros la humildad y la sencillez infantil que nos recomendaste; ayúdanos ahora en el desarrollo de la vida espiritual, para que como tú, crezcamos en edad y en sabiduría, delante de Dios y de los hombres.

¡Oh María la más pura de las Vírgenes y la más dichosa de las madres! Hija de reyes ¡cuán graciosos son tu pasos y bellos tus andares (2) cuando subes las gradas del Templo, con tu preciosa carga! ¡cuán gozoso llevas tu maternal corazón, y cuán humilde, cuando vas a ofrecer al Eterno a su Hijo que es también tuyo! Y ¡cómo te alegras, a la vista de esas madres israelitas que llevan también ante el Señor a sus hijos, pensando que esa nueva generación ha de ver con sus ojos al Salvador que tú llevas! ¡Qué bendición para aquellos recién nacidos el poder ser ofrecidos al mismo tiempo que Jesús! ¡Qué felicidad la de esas madres, al ser purificadas en tu santa compañía! Y si se estremece el Templo al ver entrar en su recinto al Dios a cuya honra está edificado, su gozo no es menor al sentir dentro de sus muros a la más perfecta de las criaturas, a la única hija de Eva que no conoció el pecado, a la Virgen fecunda, a la Madre de Dios.

Pero, mientras guardas fielmente, oh María, los secretos del Eterno, confundida entre la multitud de hijas de Judá, se dirige hacia ti el santo anciano, y tu corazón se da cuenta de que el Espíritu Santo se lo ha revelado todo.

¡Con cuánta emoción depositas un momento entre sus brazos al Dios que sostiene a la naturaleza entera, y que se digna ser el consuelo de Israel! ¡Con qué bondad acoges a la piadosa Ana! Las palabras de los dos ancianos que ensalzan la fidelidad del Señor a sus promesas, la grandeza del que ha nacido de ti, la Luz que va a difundir este Sol divino sobre todas las naciones, hacen que tu corazón se estremezca. La dicha de oír glorificar al Dios, a quien tu llamas Hijo, porque lo es realmente, te emociona de gozo y agradecimiento; pero ¿y las palabras, oh María, que pronunció el anciano al devolverte a tu Hijo? ¡qué súbito y terrible frío viene a helar repentinamente tu corazón! El filo de la espada lo ha atravesado de parte a parte. Ya no podrás contemplar sino a través de las lágrimas, a ese Hijo que ahora miras con tan dulce alegría. Porque será objeto de contradición, y las heridas que El reciba traspasarán tu alma. Oh María, un día cesará de correr la sangre de las víctimas, que ahora inunda al Templo; pero, será al ser reemplazada por la sangre de ese Niño que tienes entre tus brazos. Pecadores somos ¡oh Madre antes tan feliz, y ahora t a n angustiada! Nuestros pecados son los que así han mudado tu alegría en tristeza. Perdónanos ¡oh Madre! permite que te acompañemos mientras bajas las gradas del Templo. Estamos ciertos de que no nos maldices; sabemos que nos amas, porque tu Hijo también nos ama. Amanos, pues, siempre, oh María, intercedo por nosotros junto al Emmanuel. Haz que conservemos los frutos de esta sagrada cuarentena. Haz que no abandonemos nunca al Niño que será pronto un hombre; que seamos dóciles a la voz de este Doctor de nuestras almas, adheridos como verdaderos discípulos a este amante Maestro, fieles como tú en seguirle por todas partes, hasta el pie de esa cruz que ya ves en lontananza.


FIN DEL TIEMPO DE NAVIDAD

¡Gracias a ti, oh Emmanuel, que al venir a visitar la tierra, te has dignado aparecer bajo formas infantiles, para mejor atraernos a ti por la sencillez y dulzura de esa tierna edad! Animados por tu amable invitación hemos acudido; hemos osado acercarnos a ítu cuna, y hemos fijado junto a ti nuestra morada. Pero te reclama la obra que tienes que realizar para redención nuestra; en adelante no atraerás ya nuestras miradas en cuanto niño, sino que serás para nosotros el varón de trabajos, de sufrimientos y fatigas, el que va con amor tras la oveja perdida, sin tener en este mundo que es obra de tus manos, un lugar donde reclinar tu cabeza. Oh Jesús, te seguiremos por todas partes; escucharemo tus enseñanzas; no queremos perder ni una sola palabra de tus lecciones; y nuestros corazones seguirán atentamente el desarrollo de la obra de nuestra salvación, que tantos trabajos va a costarte.

Oh María, con amor te hemos admirado en los días en que se h a manifestado tu divina maternidad en medio de la alegría del cielo y de la tierra; hemos participado de tu dicha ¡oh Madre de Dios! Te has dignado facilitarnos el acceso ante tu divino Hijo, y nos has acogido como a hermanos suyos.

Recibe nuestro humilde agradecimiento. En adelante, no contemplaremos ya al Emmanuel descansando en tus brazos, ni dormido sobre tu seno virginal. Los designios de su eterno Padre llánmanle a la gran obra de nuestra redención, y luego al sacrificio de su vida por nosotros. Oh María, la espada ha traspasado ya tu alma; tienes ya ante la vista el porvenir del hijo bendito de tus entrañas. Ojalá que nuestra fidelidad en seguir sus huellas pueda aliviar algo las penas de tu corazón de Madre.


Notas

1. Parece difícil admitir hoy esta opinión, porque la fiesta de los Lupercales (15 de febrero) no existía ya en tiempo del Papa Gelasio, y la Candelaria no aparece en Roma sino a fines del siglo vn. Esta es una Procesión independiente de la Purificación, anterior a ella, y una tradición de gran autoridad la refiere a una ceremonia pagana: la amburbal. El Líber Pontificalis dice que la Procesión fué establecida en Roma por el Papa Sergio (687-707) y que se hacía de la Iglesia de San Adrián a la de Santa María la Mayor; pero es seguramente anterior a este Papa.

La bendición de las Candelas no aparece en Roma de manera cierta hasta el siglo x n . Las antífonas Ave gratia plena y Adorna de origen bizantino, fueron introducidas en Roma en el siglo VIII; el Nunc dimittis con la antifona Livmen iué añadido en el siglo XII y las oraciones son del siglo x y xi. Pero, la procesión con cirios benditos existía ya en Alejandría en el siglo v y aún antes en Jerusalén.

Al principio, la procesión tuvo en Roma un carácter penitencial: el Papa caminaba con los pies desnudos: los ornamentos eran a veces negros. Fué en el siglo XII cuando perdió ese carácter de austeridad, tomando este otro de alegría. Sin embargo de eso, los ministros guardan todavía los ornamentos de color morado, que sólo dejan para la Misa.


2. Cantar de los Cantares, VII, 1.




Sea todo a la mayor gloria de Dios.

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