martes, 3 de octubre de 2017

La Ignorancia Invencible








P. Jaime Balmes
Obras Completas Vol. V
Biblioteca de Autores Cristianos




SOLUCION DE LA DIFICULTAD QUE 
SE OBJETA AL CATOLICISMO SOBRE 
LA DOCTRINA QUE NO CONCEDE SALVACION 
SINO A LOS QUE PROFESAN LA RELIGION VERDADERA*


Combatido ya en los números anteriores el escepticismo religioso, y deshecha la dificultad que se objeta a la religión verdadera fundándose en la pretendida imposibilidad de que Dios permita la existencia de tantas otras, vamos ahora a examinar la fuerza de otro argumento que es el Aquiles de todos los incrédulos y escépticos. Sin fe, decimos en no perteneciendo a la los católicos, no hay salvación Iglesia, nadie puede entrar en el reino de los cielos. Contra levantan nuestros adversarios un sentido estas verdades grito de reprobación, achacándonos que presentamos a Dios como un tirano que erige la ignorancia en crimen, y que se complace en castigar la inocencia con eternos tormentos. En verdad que, si semejante cargo no careciese de fundamento, bastaría él solo para derribar y anonadar nuestra religión convenciéndola de falsa, dado que no sería posible que fuese verdadera la que adorase un Dios cruel e injusto. La bondad y la justicia son atributos tan esenciales a la divinidad, van de tal modo embebidos en la idea que de ella nos tenemos formada, que quien intente separarlos destruye la idea misma de Dios. Hasta los discípulos de Manes, admitiendo dos principios, uno bueno, otro malo, han tributado en cierto modo un homenaje a la verdad arriba indicada, cuando al parecer la contrariaban con su errónea doctrina. Admiten un principio causa de todo mal; pero ¿sabéis por qué? Porque no conciben cómo el principio bueno, es decir. Dios, puede causar el mal, sea del género que fuere porque confunden y adulteran las antiguas tradiciones del ángel caído, obstinado en su perversidad, en hacer daño por todos los medios posibles, en oposición, en insensata lucha con un Dios de infinita bondad e inefable amor. Así, cuando los incrédulos llegasen a probarnos que nuestro Dios es injusto y cruel, quedaríamos convictos de no tener ninguno la religión católica sería falsa por absurda y, como las demás religiones que tributan homenaje a dioses imposibles, seríá imposible también por ser atea.

Veamos, pues, en qué estriba el cargo con que se intenta abrumarnos, examinándolo por partes y sujetándolo a riguroso análisis.


Planteamiento de la dificultad.

En primer lugar, se nos dice que Dios no puede castigar al inocente, que muchos hombres se encuentran en imposibilidad de conocer la verdad católica, y que, por tanto, no deben ser condenados por esta falta de conocimiento. Esa dificultad que tan fuerte parece a primera vista es, sin embargo, de ningún valor pues que toda ella estriba en un falso supuesto, atribuyendo a los católicos una doctrina que no profesan y que, antes al contrario, les está prohibido el profesarla. En efecto, no sólo reconocen los católicos que sería injusto condenar a un inocente, sino que además tienen por cierto que la infidelidad puramente negativa no pecado; esto es, que aquellos que carecen de fe porque es no tienen conocimiento de la verdadera religión no son por esta falta culpables a los ojos de Dios. Echase de ver que con esta sola observación viene al suelo toda la dificultad que se nos objeta se nos dice que Dios es justo, que no puede condenar al inocente, y nosotros convenimos que fuera una blasfemia afirmar lo contrario; se nos opone que quien ignora invenciblemente la religión no puede ser castigado por esta ignorancia, y nosotros estamos de acuerdo en esta verdad y condenamos a los que se atreven a decir que la infidelidad negativa es un pecado. Se nos calumnia, pues, achacándonos errores que somos los primeros en reprobar.


Dos clases de ignorancia: vencible y la invencible

Para mayor inteligencia de lo arriba dicho conviene distinguir la ignorancia de una cosa en vencible e invencible, nombres por los cuales se expresa lo que ellos ya de suyo están indicando, a saber: la ignorancia vencible es aquella que el hombre puede desterrar de su entendimiento empleando la correspondiente diligencia, y la invencible es aquella que no está en mano del hombre el evitarla. Cuando se falta al cumplimiento de un deber ignorado con de otra ignorancia vencible, ésta no excusa de la culpa suerte fuera muy fácil eludir todas las obligaciones, privándose con plena voluntad del conocimiento de ellas. Este es un principio fundado en el derecho natural y reconocido por todas las leyes divinas y humanas: en ningún tiempo, en ningún país, en ninguna sociedad se ha creído nunca que la ignorancia voluntaria de un deber eximiese de su cumplimiento, ni excusase de la culpa al transgresor.

Al contrario, cuando la transgresión es de un precepto que involuntaria e invenciblemente se ignora, no es ni puede ser culpable a los ojos de Dios. La razón de esto es muy sencilla el pecado, según enseña San Agustín, ha de ser voluntario, de suerte que si no es voluntario ya no es pecado; y esta voluntad no existe, ni aun puede concebirse, donde hay absoluta falta de conocimiento, donde la adquisición de éste no estuvo en la facultad del transgresor, donde, por consiguiente, no hay ningún acto ni omisión en que pueda suponerse contenida la voluntad expresa o tácitamente, ni, como suele decirse en términos teológicos, formal o virtualmente.

El infiel que ignora la religión cristiana con ignorancia invencible no será castigado de Dios por no haberla abrazado.

Aplicando esta doctrina a la cuestión que nos ocupa, diremos que es enteramente cierto que el infiel que ignora la religión cristiana con ignorancia invencible no será castigado de Dios por no haberla abrazado. Con esta aserción se desvanece en primer lugar la dificultad que con tal aire de triunfo proponen los incrédulos. No, el Dios de los cristianos no castiga al inocente. Nosotros creemos que nuestra religión es la única verdadera, creemos que sólo en ella hay salvación pero como al mismo tiempo nuestra fe nos enseña que Dios es infinitamente justo, miramos como horrenda blasfemia el decir que pueda imponer penas al que no es culpable, aun cuando se trate del caso en que no se profese la verdadera religión.

«Pero entonces, se nos dirá, ¿qué destino señaláis a tantos desgraciados que, por no profesar la religión verdadera, no pueden, según vosotros mismos, entrar en el reino de los cielos?» Esta es una nueva fase que presenta la objeción la juzgamos de tan alta importancia que nos esforzaremos en presentar las ideas con la mayor claridad y precisión que alcanzar pudiéremos. En primer lugar, nos dice expresamente el Sagrado Texto que no se ha dado a los hombres otro nombre en que puedan salvarse sino el de Jesucristo, de lo que se infiere que no es posible entrar en el reino de los cielos sino por la fe en el Mediador, y que, por tanto, todos los que de ella carecen no tendrán parte en la heredad celestial. Asentada esta verdad, de la que a ningún católico es lícito dudar, pasemos ahora al examen de lo que sucede a los que se hallan fuera del redil de la Iglesia. Para mayor claridad los distinguiremos en dos grandes clases: 1°', los que no han llegado al uso de la razón, desarrollada lo bastante para hacerlos capaces de la deliberación y consentimiento necesarios para cometer pecado grave, es decir, digno de eterna condenación 2° los que llegan a dicho estado. Por lo que toca a los primeros, decimos que no se condenarán por no haber profesado la fe se hallarán en el mismo caso de los niños que fallecen sin bautismo, los cuales, si bien no disfrutan de la gloria del cielo, tampoco sufren las penas del infierno. Cuál es el estado de estas almas en la otra vida, cuál será la suerte de esa inmensa muchedumbre después de la resurrección de los cuerpos, dónde vivirán, cómo correrá su existencia, esto Dios no lo ha revelado espesas sombras encubren tales misterios sólo conocidos del Altísimo por ellos nada puede objetarse contra la fe católica, pues que la fe nada nos dice sobre los mismos, manteniéndose en una prudente reserva. Establece, sí, que no gozarán de la visión beatífica, esto es, que no verán a Dios cara a cara, que no gozarán de aquella inefable dicha de conocer intuitivamente la esencia divina pero como este conocimiento, esta visión, son de todo punto sobrenaturales al a hombre, perteneciendo a un orden a que sólo podemos elevarnos porque el Señor se ha dignado otorgárnoslo con inestimable dignación, se sigue que el hombre que no alcance tanto beneficio por hallarse falto de las condiciones señaladas por Dios como indispensables, nada puede objetar a la justicia divina porque no es injusto quien deja de satisfacer lo que no debe no cabe tampoco la queja de que haya mediado acepción de personas, pues que ésta supone que se hallan algunas injustamente postergadas y atendidas otras por sola la consideración a títulos ilegítimos o inconducentes; tampoco el hombre tiene derecho a lamentarse de que se le haya aplicado una pena sin haberla merecido, porque, dejando aparte el castigo general que sufre el linaje humano por la prevaricación del primer padre, de la que son aplicaciones y consecuencias estos daños, nc hay aquí una pena especial impuesta por actos personales hay el cumplimiento de una condición que el Et«rno ha tenido a bien establecer y de la cual nadie será bastante temerario para pedirle cuenta.

Infiérese de lo dicho últimamente que una inmensa muchedumbre de individuos que mueren sin haber profesado la religión católica no quedan condenados a las penas del infierno. Echase de ver que se comprenden en este número no sólo todos los niños que fallecen entre los cristianos antes de haber recibido el bautismo, sino también los del universo entero.

Además, surge aquí otra cuestión importante que, según se resuelva con más o menos latitud, puede ofrecer pábulo a reflexiones muy consoladoras. Pueblos hay, en muchas regiones del globo, donde la inteligencia tiene un desarrollo escasísimo, donde, aun atendiendo a la edad en que aquélla se encuentra en el grado de mayor actividad y desenvolvimiento, es tan poco el brillo que despide esa hermosa centella que nos asemeja a la divinidad, que de ahí han tomado origen erradas teorías que suponen a aquellos hombres de especie diferente e inferior, colocándolos en un grado intermedio entre nosotros y los brutos. Claro es que no puede admitirse esta suposición sin destruir la verdad de la narración del Génesis, y, por tanto, sin minar por su misma base todo el edificio de la religión católica. En otro lugar, y cuando el orden de esta polémica religiosa lo exija, demostraremos a la luz de la filosofía y de la historia de la naturaleza mas no por esto lo falso e infundado de dicha doctrina nos es dable poner en duda el hecho en que pretende apoyarse, a saber el escasísimo desarrollo que en aquellos desgraciados pueblos tiene la inteligencia, y la inmensa distancia en que se halla el estado de su espíritu comparado al del nuestro. Cuando toda la industria de algunos de ellos para proporcionarse habitación consiste en guarecerse debajo los árboles, doblando sus ramas y fijándolas en el suelo cuando para procurarse aUmento no alcanzan a más que a coger los frutos que espontáneamente les ofrece la naturaleza, o a tender emboscadas a los rinocerontes y elefantes, matándolos y haciendo secar su carne al sol, a perseguir los avestruces, a recoger los enjambres de langostas arrojados por el viento, y a buscar los inmundos restos de los cocodrilos y caballos marinos, ¿cuál será el estado de su entendimiento con respecto al orden intelectual y moral?


Caso de los que no han llegado al uso de la razón.

Entre nosotros un niño no se considera que haya llegado a este punto aun cuando se vea chispear su inteligencia en muchos de los actos que ejerce, y se trasluzca cierta especie de deliberación que sus padres y maestros juzgan a veces necesario reprender y corregir con severidad. Compárese un niño de cuatro o cinco años que comienza a leer con bastante perfección, que sabe ya los rudimentos de la doctrina cristiana, que responde atinadamente a las preguntas que se le hacen sobre sus obligaciones con respecto a Dios, a sus padres, a sus superiores de todas clases, a sus iguales, a los dependientes de su familia, sobre los premios y los castigos reservados al hombre después de esta vida según haya sido buena o mala su conducta compáresele, repetimos, con uno de esos salvajes a que poco antes estábamos aludiendo, y véase si fuera una paradoja el decir que, atendido el estado de embrutecimiento en que viven, para muchos de ellos llega muy tarde el uso de la razón necesario para hacerse reos de culpa grave a los ojos de Dios que el número de los que nosotros apellidamos imbéciles y fatuos sea quizás entre ellos mucho mayor de lo que pudiéramos imaginar; y que, por consiguiente, es muy aventurado el determinar con alguna precisión, ni el número de los que entre ellos se condenan por la infidelidad, ni cuándo comienza para gran parte de los mismos el uso completo de la razón, ni si son muchos los que viven en tal estupidez que no llegan jamás a disfrutarlo. Estas consideraciones son aplicables no sólo por lo tocante a la falta del conocimiento de la verdadera religión, sino también por lo perteneciente a otras clases de pecados porque es cierto que no puede cometerlo grave quien no tiene el correspondiente uso de las facultades necesarias para deliberar y consentir.


Caso de los que han llegado a dicho estado.

Ciñéndonos, empero, al punto principal, que consiste en la pena que pueda provenir de no profesar la religión verdadera, claro es que tienen más aplicación las observaciones que se acaban de hacer, dado que es más difícil que el hombre distinga cuál es la verdadera religión, que no el conocer que es malo matar y el cometer otros actos se que inferiremos que, siendo tan escaso el desarrollo de la inteligencia en los hombres de quienes estamos tratando, la infidelidad puramente negativa, y, por consiguiente, sin culpa, tendrá lugar para gran número de ellos, y así no hay motivo de achacarnos que los condenamos siendo inocentes pues que, al contrario, somos los primeros en afirmar que, por este solo motivo, ni se condenan ni pueden condenarse.

Si se nos pregunta qué destino señalamos a aquellos hombres, la respuesta es muy sencilla. O llegaron al uso de razón o no si no llegaron, están en el caso de los niños que mueren sin bautismo, de los cuales afirmamos que no entrarán en el reino de los cielos; pero guardándonos de establecer que, por la simple culpa original, única de que están infectos, hayan de ser entregados a eterno suplicio. Estarán privados de un gran bien, es decir, de la visión de Dios, pero hasta qué punto les afligirá esta privación, hasta qué punto se les hará sensible, cuál es la clase de vida que les está reservada a aquellas almas inmortales, de qué manera existirán con sus cuerpos por toda la eternidad son cuestiones que no resuelve el dogma católico, sobre las cuales guarda la Iglesia un prudente silencio, dejando libre campo a las opiniones y conjeturas. Si estos hombres han alcanzado el uso de la razón, tal como se necesita para que sean capaces de hacerse reos de pecado grave a los ojos de Dios, entonces, o lo han cometido o no si lo primero, y continúan en la impenitencia hasta la muerte, por esto se condenarán, y no por haber dejado de profesar la religión verdadera, en el supuesto que no les haya sido dable el conocerla si no lo han cometido, volvemos a un caso semejante al anterior, sólo que en este último supuesto, por lo mismo de no obrar el mal, se deja entender que de un modo u otro el individuo de que se trata practicará el bien, no omitiendo el cumplimiento de aquellos deberes cuya omisión basta para constituir el mal. 

¿Qué hará Dios con ese hombre? No lo sabemos a punto fijo. Es conocido el célebre dicho de Santo Tomás, quien afirma que de un modo u otro no dejaría Dios de iluminarle, aun cuando fuera enviándole un ángel. Si esta iluminación extraordinaria que expresa en general el santo Doctor por la misión de un ángel se ha verificado pocas o muchas veces, no es dado al mortal conocerlo; pero fuera también presunción temeraria el decir que esto no se realiza nunca, o que sólo tiene lugar muy contadas veces. ¿Quiénes somos nosotros para señalar límites a la omnipotencia de Dios ni a su inagotable misericordia? ¿Qué nos sabemos nosotros de la profundidad de sus insondables arcanos, y sobre los infinitos medios que, ocultos a nuestra vista, están patentes a sus ojos, para alcanzar objetos que en nuestra pequeñez consideramos inasequibles? Todos los teólogos están de acuerdo que un hombre que desee sinceramente recibir el bautismo puede salvarse y se salva en efecto si, mediando imposibilidad de obtener el objeto de su ardiente deseo, ofrece a Dios un corazón humillado y cortrito. Ahora bien, ¿qué derecho tenemos para negar que la infinita misericordia de Dios haya otorgado este beneficio tal vez a mayor número del que nosotros pensamos? Estos son secretos acerca de los cuales debemos nosotros mantenernos en sobria y prudente reserva, sin arrojarnos a decir temerariamente en ningún sentido, ya que el Señor no se ha dignado aclarárnoslos satisfaciendo nuestra curiosidad. Como quiera, bastante terribles son de suyo estos misterios; no procuremos aumentar el pavoroso horror que los circuye reconozcamos nuestra ignorancia y flaqueza y adoremos con humildad los designios del Altísimo. 


Puntos de doctrina como resumen.

Volviendo a la dificultad que a los católicos se objeta, y reasumiendo en pocas palabras lo dicho hasta H aquí, estableceremos algunos puntos de doctrina que rogamos al lector no pierda nunca de vista siempre que se trate de esta grave e importante materia.

1.° Es falso que el dogma católico condene a ningún inocente, por ningún título, por ningún motivo, bajo ningún pretexto. Rechazamos como una calumnia lo que nos achacan nuestros enemigos, de que adoramos a un Dios injusto y cruel. La justicia y la misericordia son atributos que reconocemos como inseparables de la idea de Dios, y que están manifestados de una manera sublime en el augusto misterio de nuestra redención, donde un Dios con infinita misericordia muere para salvarnos, satisfaciendo con su muerte a la infinita justicia.

2.° Los infieles que no han tenido conocimiento de la religión católica no se condenarán por el mero hecho de no haberla profesado. Si cometen pecados graves, por esto sufrirán el infierno, no por la falta de una fe cuya existencia no hayan conocido.

3.° La infidelidad voluntaria es un pecado gravísimo, pero está sujeto a las mismas condiciones generales de todos los demás, es decir, que no existe sin conocimiento, deliberación y consentimiento.

4.° La fe católica no determina a punto fijo ni cuándo llega para este o aquel individuo el uso de razón necesario para cometer el pecado de infidelidad, ni señala con precisión cuáles son las circunstancias en que el individuo ha de encontrarse para que pueda decirse que ha llegado el caso de hacerse reo del mismo. Estas son cuestiones de moral práctica, ajenas al dogma y susceptibles de varias modificaciones por la misma variedad de las cosas.

5.° De lo dicho se infiere que el dogma católico bien mirado enseña una doctrina que ningún hombre razonable puede desechar. No condena la infidelidad sino cuando es voluntaria y, por consiguiente, culpable es decir, que no aplica a este punto otro principio que el que tiene establecido en general, a saber, la responsabilidad que el hombre por sus actos Ubres tiene a los ojos de Dios.

6.° Cuando no exista culpa en la infidelidad, por ser involuntaria, cuando, por otra parte, el infiel no se haya hecho reo de pecado grave a los ojos de Dios, entonces la fe católica no dice que el infiel será entregado a las penas del infierno. De qué manera obrará Dios en semeiante caso permite que los teólogos lo conjeturen, pero ella se abstiene de decirlo.

Meditad sobre esta doctrina, y ved si algo se encuentra en ella que no pueda sufrir el examen de la sana razón.



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Notas

* Nota del Editor. Este artículo fué publicado en el cuaderno 5 de La Sociedad, fechado el día 1." de mayo de 1843, vol. I, p. 233. Después de la muerte de Balmes ha sido reimpreso varias veces en la colección de la revista. Reproducimos el texto de la primera edición. El sumario es nuestro. Balmes volvió a tocar este asunto en las Cartas a un escéptico, carta 16, vol. X.



Sea todo a la mayor gloria de Dios



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